Emma – Jane Austen
En este estado de cosas, por lo que se refiere a proyectos, esperanzas y
relaciones mutuas, empezó el mes de junio en Hartfield. En Highbury en
general no hubo ningún cambio concreto. Los Elton seguían hablando de
la visita que iban a hacerles los Suckling, y del uso que harían de su landó,
y Jane Fairfax se hallaba aún en casa de su abuela; y como el regreso de
Irlanda de los Campbell volvió a aplazarse, y se fijó la fecha de su vuelta,
en vez de para mediados de verano para el mes de agosto, era probable
que Jane se quedase en el pueblo dos meses más, con tal de que pudiera
contrarrestar la actividad que la señora Elton estaba desarrollando para
ayudarla, y salvarse de verse obligada a aceptar a toda prisa un magnífico
empleo contra su voluntad.
El señor Knightley que, por algún motivo que sólo él conocía, desde el
primer momento había demostrado sentir una profunda aversión por Frank
Churchill, cada vez la sentía mayor. Empezó a sospechar que el joven, al
cortejar a Emma hacía un doble juego. Que cortejaba a Emma era algo
indiscutible. Todo lo demostraba; las atenciones que le dedicaba, las
insinuaciones de su padre, la significativa reserva de su madrasta; todo
coincidía; palabras, conducta, discreción e indiscreción, todo apuntaba
hacia lo mismo. Pero mientras tantas personas le consideraban interesado
por Emma, y la propia Emma le creía interesado por Harriet, el señor
Knightley empezó a sospechar que el joven tenía cierta inclinación por
Jane Fairfax. No podía comprenderlo; pero había indicios de que entre los
dos pasaba algo… por lo menos así se lo parecía… indicios de que él la
admiraba… Y después de haber observado sus reacciones, el señor
Knightley, aun proponiéndose evitar a toda costa el exceso de imaginación
que inducía a Emma a cometer tantos errores, no pudo por menos de
admitir que sus suposiciones no eran totalmente equivocadas. Ella no
estaba presente la primera vez que se despertaron sus sospechas. Fue en
casa de los Elton, durante una comida a la que habían invitado a la familia
de Randalls y a Jane; y había sorprendido miradas, más de una mirada
dirigida a la señorita Fairfax, que en un admirador de la señorita
Woodhouse parecía algo incongruente. En la siguiente ocasión en que
coincidieron no pudo por menos de recordar lo que había visto la otra vez;
ni evitar el observar detalles que, a menos de creerse como Cowper,
soñando junto a su chimenea a la caída de la tarde,
Creándome yo mismo las visiones
forzosamente tenían que reafirmarle en la sospecha de que había una
relación oculta, una secreta inteligencia entre Frank Churchill y Jane.
Cierto día después de comer el señor Knightley salió a pasear, y decidió
hacer una visita a Hartfield, como solía hacer muy a menudo; encontró a
Emma y a Harriet que se disponían también a dar un paseo; él las
acompañó, y al regresar se encontraron con un grupo mucho más
numeroso que al igual que ellos habían considerado más prudente salir a
hacer un poco de ejercicio a primera hora de la tarde, ya que el tiempo
amenazaba lluvia; se trataba del señor y de la señora Weston, y de su hijo,
y de la señorita Bates y de su sobrina, que se habían encontrado por
casualidad. Cuando llegaron todos juntos ante la verja de Hartfield, Emma,
que sabía que éstas eran exactamente la clase de visitas que le gustaban
a su padre, insistió en que todos entraran y tomaran el té con él. El grupo
de Randalls accedió inmediatamente; después de un discurso francamente
largo de la señorita Bates, a quien muy pocas personas prestaron
atención, también ella consideró posible aceptar la amabilísima invitación
que les hacía la señorita Woodhouse.
Cuando atravesaban el jardín pasó cerca de allí el señor Perry a caballo, y
los caballeros hicieron algunos comentarios acerca de su montura.
—Por cierto —dijo inmediatamente Frank Churchill dirigiéndose a la
señora Weston—, ¿sigue teniendo intenciones de comprarse un coche el señor Perry?
La señora Weston pareció muy sorprendida, y dijo: —No sabía nada de esas intenciones.
—Por Dios, pero si fue usted quien me lo dijo. Me lo decía en una carta hace unos tres meses.
—¿Yo? ¡Imposible!
—Sí, sí, seguro. Lo recuerdo perfectamente. Usted lo mencionaba como
algo inminente. La señora Perry se lo había dicho a alguien, y estaba muy
contenta. Usted decía que había sido ella quien le había convencido,
porque opinaba que cuando hacía mal tiempo era muy expuesto hacer las
visitas a caballo. ¿Todavía no lo recuerda?
—¡Te prometo que es la primera vez que oigo hablar de ese asunto!
—¿La primera vez? ¿De veras? ¡Santo Cielo! Entonces, ¿cómo lo sé yo?
Debo de haberlo soñado… Pero estaba completamente convencido…
Señorita Smith, tengo la sensación de que está usted cansada. Supongo
que se alegrará de estar ya en casa después de tanto andar.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —exclamó el señor Weston—. ¿Qué decíais
de Perry y de un coche? Frank, ¿va a comprarse un coche Perry? No
sabes lo que me alegro. Te lo ha dicho él mismo, ¿no?
—Pues no —replicó su hijo riendo—. Parece ser que no me lo ha dicho
nadie… ¡Qué raro! Yo, la verdad es que estaba convencido de que la
señora Weston lo había mencionado en una de las cartas que me escribía
a Enscombe, hace muchas semanas, dándome todos esos detalles… pero
como ella dice que es la primera vez que oye hablar de eso, no hay otra
explicación que la de que lo he soñado. Yo sueño mucho. Sueño con todo
el mundo de Highbury cuando estoy lejos de aquí… y cuando ya he
terminado con todos mis amigos íntimos, entonces empiezo a soñar con el
señor y la señora Perry.
—Sí que es extraño —comentó su padre— que hayas tenido un sueño tan
lógico y tan verosímil sobre gente en la que no es probable que pienses
mucho en Enscombe. ¡Perry que se compra un coche! ¡Y su mujer que le
convence para que se lo compre, por motivos de salud! Exactamente lo
que ocurrirá un día u otro, no tengo la menor duda; sólo que ha sido un
poco prematuro. ¡Qué cosas tan lógicas llegan a soñarse a veces!,
¿verdad? ¡Y a veces en cambio qué cantidad de absurdos! Bueno, Frank,
desde luego tu sueño lo que demuestra es que piensas en Highbury
cuando estás ausente. Emma, creo que tú también sueñas mucho, ¿verdad?
Emma estaba demasiado lejos para oírle; se había adelantado a los
demás para avisar a su padre de la presencia de sus invitados, y no pudo
oír la pregunta del señor Weston.
—Verán, para ser franca —exclamó la señorita Bates, que en los últimos
dos minutos había estado intentando en vano hacerse oír—, si me
permiten decir algo sobre esta cuestión… no es que yo niegue que el
señor Frank Churchill pueda haber tenido… yo no quiero decir que no lo
haya soñado… porque a veces yo misma tengo los sueños más raros que
puedan imaginarse… pero si me preguntaran acerca de este caso, debería
confesar que ya se habló de eso la primavera pasada; porque la propia
señora Perry se lo dijo a mi madre, y los Cole también lo sabían igual que
nosotros… pero era un secreto, no lo sabía nadie más, y sólo se habló de
ello durante unos tres días. La señora Perry tenía muchas ganas de que
su marido tuviese un coche, y una mañana vino a ver a mi madre muy
contenta, porque creía que había logrado convencerle. Jane, ¿no te
acuerdas que la abuelita nos lo contó, cuando volvimos a casa? No me
acuerdo adónde habíamos ido… lo más probable es que fuéramos a
Randalls; sí, creo que fue a Randalls. La señora Perry siempre ha querido
mucho a mi madre… bueno, la verdad es que todo el mundo la quiere
mucho… y le contó eso como haciéndole una confidencia; desde luego
que no se opuso a que nos lo contara a nosotras, pero no tenía que
saberlo nadie más; y desde entonces hasta hoy yo no he dicho ni una
palabra a nadie. Claro que yo no puedo responder de que alguna vez no
se me haya escapado algo, porque ya sé que a veces digo cosas que no
quería decir, sin darme cuenta. Yo soy habladora, ¿saben? Soy bastante
habladora; y de vez en cuando se me escapan cosas que no deberían
escapárseme. No soy como Jane; ojalá lo fuera. Estoy segura de que a
ella nunca se le escapa nada. Por cierto, ¿dónde está? ¡Ah, aquí, detrás
de mí! Sí, sí, me acuerdo perfectamente de cuando vino a vernos la
señora Perry… ¡La verdad es que es un sueño curioso!, ¿eh?
Estaban ya en el vestíbulo. La mirada del señor Knightley había precedido
a la de la señorita Bates en posarse sobre Jane; del rostro de Frank
Churchill, en el que creyó ver turbación reprimida y seriedad, sus ojos se
volvieron involuntariamente hacia el de ella; pero se había rezagado
mucho y estaba distraída con su chal. El señor Weston ya había entrado.
Los otros dos caballeros esperaron en la puerta para dejarla pasar. El
señor Knightley sospechaba que Frank Churchill se proponía cambiar una
mirada con ella… y parecía estar acechando la ocasión propicia… pero, de
ser así, fue en vano… Jane pasó entre los dos y entró en la sala sin mirar a nadie.
No hubo ocasión de hacer más comentarios ni de dar más explicaciones.
Se admitía lo del sueño, y el señor Knightley tuvo que sentarse junto con
los demás, alrededor de la gran mesa circular, tan moderna, que Emma
había introducido en Hartfield, y que sólo Emma hubiese podido tener
autoridad para poner allí y convencer a su padre de que se usara, en vez
de la pequeña Pembroke en la que, durante cuarenta años, se habían
servido dos de sus comidas diarias. El té pasó sin incidentes, y nadie
parecía tener prisa por irse.
—Señorita Woodhouse —dijo Frank Churchill, después de haber revuelto
los objetos de la mesa que tenía a sus espaldas y que alcanzaba con la
mano—, ¿se han llevado sus sobrinos los abecedarios… aquella caja de
letras? Solía estar aquí. ¿Dónde está? Es una velada un poco triste, casi
debería considerarse como de invierno más que de verano. Una mañana
nos divertimos mucho con aquellas letras. Me gustaría volver a jugar a los acertijos.
A Emma le gustó la idea; trajo la caja y la mesa pronto quedó cubierta por
las letras del abecedario, que nadie más, excepto ellos dos, parecía
dispuesto a manejar. En seguida empezaron a formar palabras que se
intercambiaban entre sí o que presentaban a cualquiera que quisiese
descrifrar el acertijo. Lo apacible del juego lo hacía particularmente grato al
señor Woodhouse, que a menudo había tenido que soportar juegos mucho
más movidos que había introducido en la casa el señor Weston; el padre
de Emma, ahora era feliz, lamentando con melancólicos acentos la marcha
de «los pobres niñitos», o comentando con satisfacción, cuando alguna
letra se extraviaba cerca de su sitio, lo bien que Emma había sabido dibujarlas.
Frank Churchill puso una palabra delante de la señorita Fairfax; ésta,
después de lanzar una rápida mirada a su alrededor, se aplicó a
descifrarla. Frank estaba al lado de Emma, Jane enfrente de ellos… y el
señor Knightley situado de tal manera que podía verles a todos; y su
propósito era ver todo lo que pudiese sin demostrar que estaba
observándoles. La palabra fue descifrada, y Jane apartó las letras con una
leve sonrisa. Si hubiese querido que se mezclaran con las demás y que la
palabra no pudiera recomponerse, hubiera tenido que mirar a la mesa en
vez de mirar a los que tenía enfrente, ya que las letras no se mezclaron; y
Harriet, que seguía con atención todas las palabras nuevas, al ver que no
salía ninguna por el momento, recogió la última y se afanó por descifrarla.
Estaba sentada al lado del señor Knightley, y se volvió hacia él para
pedirle que le ayudara. La palabra era error; y cuando Harriet la proclamó
triunfalmente en voz alta, la única reacción de Jane fue ruborizarse. El
señor Knightley relacionó aquello con el sueño; pero no acertaba a
comprender qué tenía que ver una cosa con la otra. ¿Cómo era posible
que fa agudeza y la intuición de Emma estuvieran tan embotadas como
para no darse cuenta de todo aquello? Temía que allí había algo oculto. A
cada momento tenía indicios de que en ellos había una falta de sinceridad,
un doble juego. Aquellas letras sólo les servían para un disimulado
galanteo. Era un juego de niños que Frank Churchill había elegido para
ocultar otro juego de más importancia, secreto.
Siguió observándole con gran indignación; y también con alarma y
desconfianza al ver hasta dónde llegaba la ceguera de sus dos
compañeras. Vio que preparaba una palabra corta para Emma, y que se la
presentaba con un aire de forzada seriedad. Vio que Emma la descifraba
en seguida y que la encontraba muy divertida, aunque por lo visto había
algo en ella que la obligaba a no darle su aprobación; porque le oyó decir:
—No, por Dios, eso sí que no. Es demasiado.
Luego oyó que Frank Churchill le decía, mirando de reojo a Jane:
—Sí, sí, se la daré… ¿Se la doy?
Oyó claramente que Emma se oponía vivamente entre risas.
—No, no, no. No lo haga, eso sí que no. No debe hacerlo.
Sin embargo, ya estaba hecho. Aquel joven tan galante que parecía amar
sin sentir emociones y elogiarse a sí mismo sin complacencia, tendió
inmediatamente la palabra a la señorita Fairfax, rogándole con una
insistencia particularmente cortés que intentara descifrarla. La desmedida
curiosidad del señor Knightley por saber qué palabra era le hizo
aprovechar todas las oportunidades para mirar de reojo, y no tardó mucho
en darse cuenta de que la palabra en cuestión era Dixon. Jane Fairfax
pareció haberla descifrado al mismo tiempo que él; desde luego a ella
debía de serle más fácil el acertijo, ya que penetraba en el sentido oculto
que poseían aquellas cinco letras dispuestas de aquel modo.
Evidentemente quedó muy contrariada; levantó los ojos, y al ver que la
miraban se ruborizó más de lo que antes había observado el señor
Knightley; se limitó a decir:
—No sabía que también valían los nombres propios.
Apartó las letras con enojo y pareció decidida a no intentar descifrar
ninguna otra palabra que le propusieran. Volvió el rostro de los que le
habían dirigido aquel ataque, y miró hacia su tía.
—Sí, sí, querida, tienes mucha razón —exclamó ésta antes de que Jane
tuviera tiempo de decir nada—. Precisamente ahora mismo lo iba a decir.
Sí, sí, ya es hora de que nos vayamos. Está anocheciendo y la abuelita
nos espera. Es usted muy amable, pero tenemos que decirle adiós.
La rapidez con que se levantó Jane demostró que tenía tanta prisa por irse
como su tía había imaginado. Inmediatamente se puso de pie y abandonó
la mesa; pero fueron tantos los que se levantaron también que se produjo
una cierta confusión; y el señor Knightley creyó ver que alguien empujaba
ansiosamente hacia la muchacha otra serie de letras, que ella apartó con
un ademán brusco antes de mirarlas. Luego buscó su chal… Frank
Churchill le ayudaba a buscarlo… Iba oscureciendo y en la sala había una
gran confusión; el señor Knightley no hubiera podido decir cómo se despidieron.
Él, una vez se hubieron ido los demás, se quedó en Hartfield muy
preocupado por todo lo que había visto; tan preocupado que, cuando se
encendieron las velas, como para crear un ambiente propicio a las
confidencias, pensó que debía… sí, que debía, sin ningún género de
dudas, como amigo, como amigo leal… insinuar algo a Emma, hacerle
alguna pregunta. No era capaz de verla en una situación de peligro como
aquella sin tratar de defenderla. Era su deber.
—Por favor, Emma —dijo—, ¿puedo preguntar en qué consistía la gracia,
la malicia, de la última palabra que les han dado a usted y a la señorita
Fairfax para descifrar? He visto la palabra, y tengo curiosidad por saber
por qué ha sido tan divertida para la una y tan poco divertida para la otra.
Emma quedó muy turbada. No podía ni pensar en darle la verdadera
explicación; pues aunque estaba lejos de haber visto disipadas sus
sospechas, se sentía realmente avergonzada de haberlas comunicado a alguien.
—¡Oh! —exclamó visiblemente nerviosa—. No quería decir nada. Una
simple broma entre nosotros.
—Una broma —replicó él gravemente— que sólo les hizo a gracia a usted
y al señor Churchill.
Él esperaba tener una respuesta, pero no la obtuvo. Emma prefería hacer
cualquier otra cosa menos hablar. El señor Knightley permaneció en
silencio durante un rato haciendo conjeturas. Por su mente cruzó la
posibilidad de una serie de peligros. Inmiscuirse… inmiscuirse en vano. La
turbación de Emma y su reconocimiento de su intimidad con Frank
parecían ser como una confesión de que sentía un gran interés por él. Sin
embargo debía hablar. Prefería correr el riesgo de que le tomara por un
entrometido antes de que ella pudiera salir perjudicada; prefería cualquier
cosa antes de quedarse con la mala impresión de que hubiera podido evitarle algún mal.
—Mi querida Emma —dijo por fin, de la manera más afectuosa—, ¿cree
usted que conoce perfectamente el grado de amistad que existe entre el
caballero y la dama de los que estamos hablando?
—¿Entre el señor Frank Churchill y la señorita Fairfax? ¡Oh sí!
Perfectamente… ¿Por qué lo pone en duda?
—¿No ha tenido en ninguna ocasión motivos para pensar que él sentía
una gran admiración por ella o viceversa?
—¡Oh, no, nunca, nunca! —exclamó Emma con gran apasionamiento—.
Nunca, ni por una fracción de segundo se me ha ocurrido esta idea.
¿Cómo es posible que se le haya ocurrido a usted?
—Últimamente he creído ver indicios de que existía algo más que amistad
entre ellos… ciertas miradas significativas que no creo que ellos supieran
que alguien iba a interceptar.
—¡Oh, casi me hace usted reír! Me encanta ver que también usted se
permite dejar vagar su imaginación… pero se equivoca… siento mucho
tener que cortarle las alas al primer intento… pero lo cierto es que se
equivoca. Entre ellos no hay nada más que amistad, se lo aseguro; y las
apariencias que puede usted haber advertido son fruto de alguna
circunstancia especial… sentimientos de una naturaleza totalmente
distinta… es imposible explicar exactamente… es algo bastante absurdo…
pero lo que puede contarse, lo que no es absurdo del todo, no puede estar
más lejos de ser una mutua atracción o admiración. Es decir, supongo que
las cosas son así por lo que a ella respecta; por lo que respecta a él,
estoy segura. Yo le respondo de que él es absolutamente indiferente.
Emma hablaba con una seguridad que hizo vacilar al señor Knightley, con
una satisfacción que le hizo callarse. Estaba muy alegre y hubiese querido
prolongar la conversación con el deseo de enterarse de los detalles de sus
sospechas, de que le describiera cada mirada, cada uno de los
pormenores y circunstancias, por los que decía sentir tanto interés. Pero la
jovialidad de ella no encontró eco en su interlocutor. El señor Knightley se
daba cuenta de que no podía ser útil, y aquella conversación le estaba
irritando demasiado. Y a fin de que su irritación no se convirtiera en
verdadera fiebre. con el fuego que las delicadas costumbres del señor
Woodhouse obligaban a que se encendiese casi todas las tardes del año,
no tardó en despedirse apresuradamente y en encaminarse hacia su fría y
solitaria Donwell Abbey.