Emma – Jane Austen
Highbury, después de haber alimentado durante largo tiempo la esperanza
de que el señor y la señora Suckling no tardarían en hacer una visita al
pueblo, tuvo que resignarse a la mortificante noticia de que no les era
posible acudir hasta el otoño. Por el momento, pues, su acervo intelectual
se veía privado de enriquecerse con una importación de novedades de
aquella magnitud. Y en el cotidiano intercambio de noticias de nuevo se
vieron obligados a limitarse a los demás temas de conversación que
durante algún tiempo habían ido emparejados al de la visita de los
Suckling, como las últimas nuevas sobre la señora Churchill, cuya salud
parecía ofrecer cada día aspectos diferentes, y el estado de la señora
Weston, cuya felicidad era de esperar que pudiese verse incrementada por
el nacimiento de un hijo, acontecimiento que iba también a producir gran
contento entre todos sus vecinos.
La señora Elton se sentía muy decepcionada. Aquello representaba tener
que aplazar una gran ocasión para divertirse y para presumir. Todas sus
presentaciones y todas sus recomendaciones debían esperar, y todas las
fiestas y excursiones de las que se había hablado, por el momento
quedaban en simple proyecto. Por lo menos eso fue lo que pensó en un
principio… pero después de reflexionar un poco, se convenció de que no
era preciso aplazarlo todo. ¿Por qué no podían hacer una excursión a Box
Hill aunque los Suckling aún no hubieran venido? En el otoño, cuando
ellos ya estuvieran allí, podría repetirse la excursión. Quedó, pues,
decidido que irían a Box Hill. Todo el mundo se enteró de este plan; e
incluso sugirió la idea de otro. Emma nunca había estado en Box Hill; tenía
curiosidad por ver aquello que todos consideraban tan digno de verse, y
ella y la señora Weston habían acordado elegir alguna mañana en que
hiciera buen tiempo para ir hasta aquel lugar. Sólo se pensaba admitir en
su compañía a dos o tres personas más, cuidadosamente escogidas, y la
excursión debía tener un carácter apacible, elegante y sin ninguna
pretensión, sin que pudiera compararse con el bullicio y los aparatosos
preparativos, el gran acopio de provisiones, y toda la ostentación de las
giras campestres de los Elton y los Suckling.
Esto había quedado ya tan claro entre ellos, que Emma no pudo por
menos de sentirse un poco sorprendida y un tanto contrariada al oír decir
al señor Weston que había propuesto a la señora Elton que, puesto que su
cuñado y su hermana aplazaban su visita, las dos excursiones podían
fundirse en una e ir todos juntos al mismo sitio; y que, como la señora
Elton había aceptado inmediatamente esta proposición, se había decidido
hacerlo de ese modo, si ella no tenía inconveniente. Ahora bien, como su
único inconveniente era la aversión que sentía por la señora Elton, de lo
cual el señor Weston debía de estar ya perfectamente enterado, no valía la
pena insistir más en aquello… No podía negarse sin hacerle un desaire a
él, lo cual sería dar un disgusto a su esposa; y así fue como se vio
obligada a aceptar un arreglo que hubiese querido evitar por todos los
medios a su alcance; un arreglo que probablemente la exponía incluso a la
humillación de que se dijese de ella que había asistido a la excursión de la
señora Elton… Aquello la contrariaba extraordinariamente; y el tener que
resignarse a aquella aparente sumisión dio una cierta acritud a sus íntimas
opiniones acerca de la incorregible buena voluntad que caracterizaba el
temperamento del señor Weston.
—Me alegro mucho de que apruebe mi plan —dijo él muy satisfecho—.
Pero ya suponía que lo encontraría bien. Para esas cosas se necesita
mucha gente. Nunca son demasiados. Una excursión con muchos siempre
resulta divertida. Y en el fondo la señora Elton es muy buena persona. No
podíamos dejarla de lado.
Emma no le contradijo en nada, pero en su fuero interno no podía estar
más en desacuerdo con tales opiniones.
Estaban a mediados de junio y el tiempo era excelente; y la señora Elton
se impacientaba por fijar la fecha y por acabar de ponerse de acuerdo con
el señor Weston en lo referente al pastel de pichones y al cordero frío,
cuando uno de los caballos del coche se torció una pata, dejando todos los
preparativos en la más lamentable de las incertidumbres. Antes de que el
caballo pudiera volver a utilizarse podían pasar semanas, o tal vez sólo
unos pocos días, pero no podían arriesgarse a preparar nada, y todos los
planes quedaron aplazados en medio de la desolación general. A la
señora Elton le faltaron recursos para hacer frente a aquella contrariedad.
—¿No le parece indignante, Knightley? —exclamaba—. ¡Y con un tiempo
tan bueno para hacer excursiones! ¡Esos aplazamientos y la inseguridad!
¡Es algo odioso! ¿Qué vamos a hacer? A este paso va a pasar todo el año
sin que hagamos nada. Mire, el año pasado, antes de que llegara esta
época, ya habíamos hecho una excursión deliciosa desde Maple Grove a Kings Weston.
—Sería mejor que hicieran la excursión a Donwell —replicó el señor
Knightley—. Para eso no necesitan caballos. Vengan y comerán mis
fresas. Ya están empezando a madurar.
Si el señor Knightley lo había dicho en broma no tardó en verse obligado a
tomárselo en serio, porque su proposición fue aceptada en el acto y con
gran entusiasmo; y los ademanes que acompañaron al «¡Oh! ¡Cuánto me
gustaría!», fueron tan expresivos como las palabras mismas. Donwell era
famoso por sus fresales, lo cual parecía justificar el entusiasmo con que
acogió la invitación; pero no era necesario justificar nada; un campo de
coles hubiera bastado para tentar a aquella dama, que sólo estaba
deseando ir a alguna parte, fuera donde fuese. Ella le prometió una y otra
vez que irían, con más insistencia de lo que él había supuesto… y quedó
extremadamente complacida ante aquella prueba de íntima amistad, de
tan marcada deferencia, pues se empeñó en considerarlo de este modo.
—Puede usted contar conmigo —le dijo—. Tenga la seguridad de que iré.
Fije usted mismo la fecha, e iré a su casa. ¿No le importará que venga
conmigo Jane Fairfax?
—No puedo fijar el día —dijo él— hasta que no haya hablado con otras
personas que quisiera que viniesen con usted.
—¡Oh! ¡Déjelo todo de mi cuenta! Sólo le pido que me dé carta blanca…
Deje que yo lo organice todo, ¿eh? Es mi excursión. Yo ya llevaré amigos.
—Confío en que lleve usted a Elton —le dijo—; pero no quiero que se
tome la molestia de buscar más invitados.
—¡Ah, qué desconfiado es usted! Pero mire… No tiene que tener ningún
miedo de delegar su autoridad en mí. No soy una jovencita sin experiencia.
Puede tener confianza en una mujer casada como yo, ¿sabe usted? Ésta
es mi excursión. Déjelo todo de mi cuenta. Yo ya me encargaré de invitar a los demás.
—No —replicó él calmosamente—, sólo hay una mujer casada a la que yo
permitiré que invite a quien quiera a Donwell; y esa mujer es…
—… la señora Weston, supongo —le interrumpió la señora Elton, un poco molesta.
—No… La señora Knightley; y mientras aún no exista, de esas cuestiones
me encargo yo mismo.
—¡Ah! ¡Qué original es usted! —exclamó satisfecha al no verse preterida
por nadie—. Tiene usted mucho sentido del humor, y todo lo que dice
queda bien. Mucho sentido del humor, sí. Bueno, pues me acompañará
Jane… Jane y su tía… Los demás se los dejo para usted… No tengo
ningún inconveniente en que venga la familia de Hartfield… Ni el menor
reparo. Ya sé que tiene usted mucha amistad con ellos.
—Si puedo convencerles, no dude usted de que vendrán; en cuanto a la
señorita Bates, antes de volver a mi casa pasaré a visitarla.
—¡Oh! Pero es completamente innecesario; yo veo a Jane todos los
días… pero como usted prefiera. Tiene que ser por la mañana, ¿sabe
usted, Knightley? Una cosa de lo más sencilla. Yo me pondré un sombrero
de alas anchas y llevaré uno de mi cestitos colgando del brazo. Éste…
probablemente este mismo, con una cinta de color rosa. Ya ve, no puede
ser más sencillo. Y Jane llevará otro igual. Quiero decir que no será
ninguna exhibición… un poco a lo gitano… Pasearemos por sus jardines,
nosotros mismos cogeremos las fresas y nos sentaremos debajo de un
árbol… y todo lo demás con lo que quiera usted obsequiarnos se sirve al
aire libre… Una mesa a la sombra, ¿sabe usted? Todo de la manera más
natural y más sencilla que sea posible. ¿No es eso lo que pensaba usted hacer?
—No, en absoluto. Para mí, lo sencillo y lo natural es que se ponga la
mesa en el comedor. A mi entender, la naturalidad y la sencillez de los
caballeros y las damas, junto con sus criados y los muebles, se observa
mejor cuando las comidas se sirven dentro de casa. Cuando se cansen
ustedes de comer fresas en el jardín, se servirá una comida fría en el comedor.
—Bueno… como quiera; pero que no sea muy ostentoso. Y, dicho sea de
paso, si cree usted que mi ama de llaves o yo podemos serle de alguna
utilidad… Dígalo con toda sinceridad, Knightley. Si quiere que hable con la
señora Hodges o que me cuide de algo…
—Muchas gracias, pero no hace ninguna falta.
—Bueno… pero si surge alguna dificultad mi ama de llaves es una mujer muy dispuesta.
—Tengo la seguridad de que la mía se considera tan dispuesta como la
que más, y de que rechazaría la ayuda de cualquier otra persona.
—Me gustaría que tuviéramos borricos. Todas nosotras podríamos ir
montadas en borriquillos, Jane, la señorita Bates y yo… y mi caro sposo,
andando a mi lado. Sí, sí, tengo que hablar con él para que compre un
borrico. Viviendo en el campo, me parece una cosa muy necesaria;
porque, aunque una mujer tenga muchos recursos, no es posible que se
quede siempre encerrada en casa; y, ya sabe usted, para dar paseos
largos… en verano hay polvo, y en invierno todo es barro.
—En el camino de Highbury a Donwell no encontrará usted ni una cosa ni
otra. Es un camino en el que nunca hay polvo, y ahora no puede estar más
seco. De todas maneras, si lo prefiere venga montada en un borrico.
Puede pedirlo prestado a la señora Cole. Quisiera que todo fuera tan a su
gusto como fuese posible.
—¡Ah, de eso sí que estoy segura! No crea que no sé apreciar sus
cualidades, mi buen amigo. Ya sé que bajo esa especie de sequedad y de
modales un poco bruscos, oculta usted un gran corazón. Como le digo
siempre al señor E., tiene usted un gran sentido del humor… Sí, sí,
créame, Knightley, me doy perfectamente cuenta de la deferencia que ha
tenido conmigo al imaginar todo ese plan. Ha elegido usted la cosa que
más me complace.
El señor Knightley tenía otro motivo para negarse a que se sacara una
mesa al aire libre, a la sombra de un árbol. Deseaba convencer al señor
Woodhouse para que aceptase su invitación junto con Emma, y sabía que
era darle un disgusto permitir que delante de él alguien se pusiera a comer
al aire libre. Ni siquiera con la excusa de hacer un poco de ejercicio
matinal y de pasar un par de horas en Donwell, el señor Woodhouse se
sentiría tentado a ser testigo de una imprudencia semejante.
Se le invitó, pues, de buena fe. Sin que se le reservaran penosos
espectáculos que le hubieran hecho arrepentirse de su ingenua credulidad.
Y aceptó. Hacía dos años que no había estado en Donwell.
—Una mañana que haga buen tiempo podemos llegamos hasta allí con
Emma y Harriet. Yo me quedo sentado charlando tranquilamente con la
señora Weston, mientras ellas dan un paseo por los jardines. No creo que
haya mucha humedad a esas horas del mediodía. Me gustaría mucho
volver a ver aquella casa, y charlar con el señor y la señora Elton y otros
amigos… No tengo ningún inconveniente en ir con Emma y Harriet, con tal
de que sea una mañana en que haga un tiempo muy bueno… El señor
Knightley ha tenido una gran idea al invitarnos… es muy amable de su
parte… es una gran persona… Y es mucho mejor así que no comer al aire
libre… No me gustan las comidas al aire libre.
El señor Knightley tuvo la buena suerte de que todo el mundo aceptara
con gran entusiasmo su ofrecimiento. La invitación fue tan bien acogida
por todos que parecía como si, al igual que la señora Elton, cada cual
considerase el plan como una especial deferencia que se tenía con ellos…
Emma y Harriet esperaban pasar un día muy divertido; y el señor Weston,
sin que se lo pidieran, prometió hacer todo lo posible para que Frank
pudiese también acompañarles; una demostración de agrado y de gratitud
que hubiese podido ahorrarse… ya que entonces el señor Knightley se vio
obligado a decir que se alegraría mucho de que pudiera venir; y el señor
Weston se comprometió a escribirle sin pérdida de tiempo, y a no
escatimar argumentos para convencerle para que viniese.
Entretanto, el caballo cojo había sanado tan aprisa que volvió a pensarse
jubilosamente en la excursión a Box Hill; y por fin se fijó la ida a Donwell
para un día, y la excursión de Box Hill para el siguiente… ya que el buen
tiempo parecía ya estable.
En una luminosa mañana de sol, casi de pleno verano, el señor
Woodhouse se trasladó cómodamente en su coche con una ventanilla
bajada, hasta Donwell Abbey; allí, en una de las habitaciones más
confortables, especialmente acondicionada para él con el fuego de la
chimenea que había estado encendido durante toda la mañana, se
arrellanó en un sillón, y feliz y tranquilo, se dispuso a charlar
complacidamente de la hazaña que había llevado a cabo, y a aconsejar a
todos que fueran a sentarse con él y que no se acaloraran demasiado…
La señora Weston, que parecía haber ido andando con el único objeto de
cansarse y estar con él durante todo el tiempo, se quedó a hacerle
compañía como la más cordial y pacienzuda de sus oyentes, mientras los
demás se dejaban convencer para salir al aire libre.
Hacía tanto tiempo que Emma no había estado en la Abadía, que tan
pronto como se convenció de que su padre se hallaba plenamente a su
gusto, no tuvo reparo en dejarle y en dar una vuelta por allí; ansiosa de
refrescar su memoria y corregir los errores de sus recuerdos, fijándose con
más atención en cada detalle, formándose una idea más exacta de una
casa y de unas tierras que tan íntimamente ligadas iban a estar para
siempre a ella y a toda su familia.
Sentía todo el justo orgullo y la complacencia que su parentesco con el
actual y el futuro propietario de Donwell podían permitirle, mientras
contemplaba las considerables dimensiones y el estilo de la construcción
de la casa, su característica situación tan ventajosa, en un terreno bajo y
bien resguardado… sus amplios jardines que descendían hasta unos
prados regados por un arroyuelo que, desde la Abadía, debido a la típica
indiferencia que se sentía en otros tiempos por las buenas vistas, apenas
se divisaban… y su abundancia de árboles formando hileras y avenidas,
árboles que ni las modas ni la extravagancia habían logrado hacer cortar…
La casa era mayor que la de Hartfield y totalmente distinta; ocupaba una
gran extensión de terreno de forma irregular, y contenía muchas estancias
cómodas y una o dos realmente magníficas… Era exactamente lo que
debía ser, y parecía lo que era… Emma contemplándola sentía crecer el
respeto que sentía por ella, como la casa solariega de una familia de
auténtico abolengo, intachable tanto desde el punto de vista de la sangre
como desde el de la inteligencia. John Knightley tenía ciertos defectos de
carácter; pero al casarse con él Isabella había hecho una boda
excepcionalmente buena. Ni el apellido, ni la familia, ni los bienes de ella
desmerecían al lado de los de su marido. Éstos eran pensamientos
agradables, y Emma mientras paseaba iba paladeándolos hasta que le fue
necesario imitar a los demás e ir a reunirse con ellos en los fresales… Allí
se habían reunido todos, exceptuando a Frank Churchill, que se esperaba
llegase de Richmond de un momento a otro; y la señora Elton,
agresivamente feliz, con su sombrero ancho y su cestita, abría la marcha,
sin consentir que se pensara ni hablara de otra cosa que no fueran fresas,
y sólo fresas… «Es la fruta mejor que se cría en Inglaterra… la que
prefiere todo el mundo… siempre sienta bien… éstos son los mejores
fresales… las fresas de mejor clase… es delicioso cogerlas una misma…
es la única manera de disfrutarlas de veras… desde luego la mañana es la
mejor hora… nunca me cansan… todas las clases son buenas… pero la
hautboy es infinitamente superior a las demás… no pueden compararse…
las demás apenas son comestibles… pero hay muy pocas hautboy…
prefieren las de Chile… las blancas son las que tienen más perfume a
bosque… el precio de las fresas en Londres… abundan en la región de
Bristol… Maple Grove… cultivos… fresales cuando tienen que
renovarse… los jardineros opinan todo lo contrario… no hay una norma
general… a los jardineros no hay quien les haga cambiar de costumbre…
una fruta deliciosa… lástima que sea demasiado dulce para poder comer
muchas… no son tan buenas como las cerezas… las grosellas son más
refrescantes… el único inconveniente de coger fresas es que hay que
agacharse… el sol pica mucho… estoy cansadísima… ya no puedo más…
tengo que ir a sentarme a la sombra».
Durante media hora ésta fue la conversación… interrumpida sólo una vez
por la señora Weston que salió, preocupada por su hijastro, para preguntar
si ya había llegado… Estaba un poco inquieta… Tenía miedo de que le
hubiera ocurrido algo con el caballo.
Se encontraban lugares adecuados para sentarse a la sombra; y Emma se
vio obligada a oír lo que hablaban la señora Elton y Jane Fairfax… Un
empleo, un magnífico empleo, era el tema de la conversación. La señora
Elton se había enterado de él aquella mañana, y estaba entusiasmada. No
era con la señora Suckling, no era con la señora Bragge, pero era una
casa casi tan digna y conveniente como en cualquiera de las otras dos; se
trataba de una prima de la señora Bragge, una amiga de la señora
Suckling, una señora muy conocida en Maple Grove. Agradabilísima,
encantadora, alta posición, gran mundo, distinción, buena sociedad,
todo… y la señora Elton deseaba ardientemente que el ofrecimiento se
aceptara sin perder ni un segundo… Se mostraba exultante, enérgica,
triunfal… y se negó en redondo a aceptar la negativa de su amiga, a pesar
de que la señorita Fairfax seguía asegurándole que por el momento no
quería comprometerse con nadie, repitiéndole los mismos motivos que ya
le había dado en otras ocasiones… Pero la señora Elton seguía insistiendo
para que se le autorizara para escribir al día siguiente mismo aceptando el
ofrecimiento… Emma se maravillaba de que Jane pudiese soportar todo
aquello… Se la notaba molesta y hablaba en un tono casi agresivo…
Hasta que por fin, con una decisión que no era habitual en ella, propuso
que se fueran de allí.
—¿Y si diéramos un paseo? El señor Knightley podría enseñarnos los
jardines… todos los jardines… Me gustaría verlo todo…
La terquedad de su amiga parecía superior a lo que ella podía soportar.
Hacía calor; y después de pasear un rato por los jardines, todos
desperdigados, sin que apenas hubiera grupos de tres, insensiblemente
uno tras otro fueron acercándose a la deliciosa sombra de una ancha y
corta avenida de limeros, que, extendiéndose más allá del jardín y a medio
camino del río, parecía marcar el límite de los terrenos destinados al
recreo… No conducía a ninguna parte; y terminaba en un muro de piedra
bajo, con altos pilares, que parecía destinado a anunciar la proximidad de
la casa, que nunca había estado allí. Sin embargo, aunque el gusto de
quien lo había construido era discutible, no dejaba de constituir un paseo
encantador, y el panorama que se disfrutaba desde allí era
extraordinariamente sugestivo… La considerable cuesta casi al pie de la
cual se hallaba la Abadía iba haciéndose cada vez más abrupta a medida
que se iba alejando de sus tierras; y a una media milla de distancia había
una ribera de impresionante aspecto, considerablemente escarpada y bien
cubierta de árboles; y debajo, en una situación muy favorable y bien
resguardada, se elevaba la granja de Abbey-Mill, ante la cual se extendían
unos prados, y que el río abrazaba formando un bello y pronunciado recodo.
Era una vista preciosa… que halagaba los ojos y el espíritu. Verdor inglés,
civilización inglesa, bienestar inglés, bajo un luminoso sol no demasiado agobiante.
En este paseo Emma y la señora Weston encontraron reunidos a todos los
demás; y al fondo de la avenida, la joven distinguió inmediatamente al
señor Knightley y a Harriet, delante de los demás, encabezando la marcha.
¡El señor Knightley y Harriet! ¡Un singular tête-à-tête! Pero se alegró de
verlo; en otro tiempo él hubiera desdeñado su compañía y se la hubiese
quitado de encima con pocos cumplidos. Ahora parecían disfrutar de una
agradable conversación. También en otro tiempo a Emma le hubiese
preocupado ver a Harriet en un lugar que favorecía tanto sus recuerdos de
Abbey-Mill Farm; pero ahora ya no lo temía. No había peligro en que
contemplara todas sus muestras de prosperidad y de belleza, sus ricos
pastos, sus rebaños diseminados, su huerta floreciente y la leve columna
de humo que ascendía hasta el cielo. Fue a reunirse con ellos junto al
muro y les encontró más atentos a la conversación que a la vista que se
disfrutaba desde allí. Él estaba informando a Harriet sobre cuestiones de
agricultura, etc., y Emma recibió una sonrisa que parecía querer decir:
«Esto es lo mío. Tengo derecho a hablar de esas cosas sin que se
sospeche que estoy favoreciendo la causa de Robert Martin…» Ella no
sospechaba tal cosa. Era una historia demasiado vieja. Probablemente
Robert Martin ya había dejado de pensar en Harriet… Juntos dieron varias
vueltas por el paseo… La sombra era un consuelo refrescante, y Emma
pensó que aquéllos eran los momentos más agradables del día.
Luego se dirigieron hacia la casa, donde todos debían reunirse para
comer; se aposentaron en el interior y Frank Churchill seguía sin llegar. La
señora Weston salía una y otra vez para vigilar el camino, pero en vano.
Su esposo no quería reconocer que estaba intranquilo y se reía de sus
temores; pero ella no podía por menos de formular el deseo de que no
hubiese venido en su yegua negra. El joven les había asegurado con toda
certeza que iría… Su tía había mejorado tanto que no tenía la menor duda
de que conseguiría el permiso para irse… Pero como muchos recordaron
a su madrastra, el estado de salud de la señora Churchill era propicio a
cualquier variación inesperada que podía frustrar las más razonables
esperanzas de su sobrino… y por fin convencieron a la señora Weston de
que pensara, o al menos dijera, que no había podido acudir debido a
alguna súbita indisposición de la señora Churchill… Mientras se discutía
este asunto, Emma no perdía de vista a Harriet; pero la muchacha parecía
indiferente y no delataba ninguna emoción.
Una vez terminada la comida fría, todos volvieron a salir para visitar lo que
aún les faltaba por ver, los estanques de la antigua abadía; o tal vez llegar
hasta el prado de los tréboles, que iba a empezar a guadañarse al día
siguiente, o, en cualquier caso, tener el placer de acalorarse, para poder
refrescarse luego… El señor Woodhouse, que ya había dado una pequeña
vuelta por la parte más alta de los jardines, en donde ni siquiera él tuvo la
sensación de notar la humedad del río, ya no volvió a moverse; y su hija
decidió quedarse a hacerle compañía para que la señora Weston aceptara
salir con su marido, hacer un poco de ejercicio y tener la distracción que su
estado de ánimo parecía necesitar en aquellos momentos.
El señor Knightley había hecho todo lo posible para que el señor
Woodhouse no se aburriera. Libros de grabados, cajones de medallas,
camafeos, corales, conchas y todas las demás colecciones familiares que
había en la casa, se sacaron para que su viejo amigo se distrajese durante
la mañana; y su solicitud obtuvo el resultado deseado. El señor
Woodhouse había estado muy entretenido. La señora Weston había
estado enseñándoselo todo, y ahora él se lo enseñaría a Emma; por
fortuna el buen señor sólo se parecía a los niños en su total falta de criterio
para apreciar lo que veía, pues era lento, constante y metódico… Sin
embargo, antes de que empezara este repaso Emma salió al vestíbulo
para contemplar por unos momentos con toda tranquilidad la entrada de la
casa y las tierras inmediatas a ella, pero apenas estuvo allí apareció Jane
Fairfax, que venía del jardín a grandes pasos como si huyera de alguien…
Como no esperaba encontrar tan pronto a la señorita Woodhouse, al
principio se sobresaltó un poco; pero precisamente la señorita Woodhouse
era la persona a quien andaba buscando.
—Por favor —dijo—, ¿será tan amable de decirles, cuando me echen de
menos, que me he ido a casa? Me voy ahora mismo… Mi tía no se da
cuenta de lo tarde que es y de que hace ya demasiado tiempo que
estamos ausentes… Pero estoy segura de que mi abuela nos echará de
menos y prefiero irme ahora mismo. No he dicho nada a nadie. Sería
ocasionarles molestias y hacer que se preocuparan. Unos han ido a ver los
estanques y otros están en el paseo de los limeros. Hasta que vuelvan no
me echarán de menos, y entonces, ¿tendrá usted la bondad de decirles
que me he ido?
—Desde luego, si es eso lo que desea; pero… no va a volver a Highbury
andando y sola.
—Sí… no hay ningún peligro; yo ando de prisa; en veinte minutos estoy en mi casa.
—Pero, por Dios, es demasiado lejos para ir andando completamente sola.
Puede acompañarle el criado de mi padre… Voy a mandar que preparen el
coche. En cinco minutos está listo.
—Gracias, muchas gracias… Pero no vale la pena… Prefiero ir andando…
Y no voy a tener miedo a ir sola… ¡Yo que tan pronto tendré que vigilar y
proteger a otros!
Hablaba con gran agitación, y Emma le respondió con afecto:
—Eso no justifica el que ahora se exponga a un peligro. Voy a hacer que
preparen el coche. Incluso el calor puede perjudicarla… Ya está cansada…
—Sí… —respondió ella—, sí, estoy cansada; pero no es la clase de
cansancio… Andar aprisa me sentará bien… Señorita Woodhouse, todos
sabemos lo que es estar a veces cansado de espíritu. Y confieso que
ahora mis ánimos están agotados. El mayor favor que puede hacerme es
dejar que me vaya sola y sólo decir que me he ido cuando sea necesario.
Emma no podía decirle nada más. Se hacía cargo de lo que le ocurría; e
identificándose con sus sentimientos, le instó a que abandonara la casa
inmediatamente, y con el celo de una amiga le ayudó a salir sin ser vista.
Al despedirse Jane le miró con gratitud, y las palabras que pronunció,
«¡Oh, señorita Woodhouse! A veces, ¡qué con, suelo poder estar sola!»,
parecían brotar de un corazón atribulado y expresar algo de la continua
tensión en que se hallaba, incluso entre las personas que más la querían.
«¡Con una casa como aquélla! ¡Y con aquella tía! —se dijo Emma,
mientras volvía a entrar en el vestíbulo—. Te compadezco. Y cuanta más
sensibilidad muestras para todos estos horrores, más cariño te tengo».
Apenas hacía un cuarto de hora que Jane se había ido y que padre e hija
no habían hecho más que ver unas cuantas vistas de la plaza de San
Marcos de Venecia cuando Frank Churchill entró en la estancia. Emma no
había estado pensando en él, se había olvidado de pensar en él… pero se
alegró mucho al verle. La señora Weston se tranquilizaría. La yegua negra
no tenía la culpa de nada; habían tenido razón al suponer que la señora
Churchill había sido el motivo. Se había retrasado debido a un
empeoramiento temporal de su salud; un ataque de nervios que había
durado varias horas… y el joven abandonó la idea de su partida hasta muy
tarde; y, según dijo, de haber previsto el calor que le esperaba durante el
camino, y que a pesar de todas sus prisas iba a llegar tan tarde, no
hubiese venido. Había pasado un calor horroroso… nunca había tenido
tanto… casi había deseado haberse quedado en casa… el calor era lo que
más le incomodaba… era capaz de resistir todo el frío del mundo… pero el
calor no podía sufrirlo… Y se sentó a la mayor distancia posible de los
rescoldos del fuego de la chimenea del señor Woodhouse con un aspecto
realmente lamentable.
—Si no hace ejercicio —dijo Emma— en seguida se le pasará el calor.
—Apenas se me haya pasado el calor tendré que regresar. Podía
ahorrarme perfectamente el venir… pero se empeñaron tanto… Supongo
que ya no tardarán mucho en irse. Ya deben de estar despidiéndose. Al
venir encontré a alguien que se iba… ¡Qué locura con ese tiempo! ¡Hay
que estar loco de remate!
Emma le escuchaba, le miraba y no tardó en darse cuenta de que el
estado de ánimo de Frank Churchill podía definirse con la expresiva frase
de que estaba de un humor de perros. Hay personas que cuando tienen
calor son intratables. Y él debía de ser una de ésas; y como sabía que
comer y beber a menudo alivian esos estados accidentales de mal humor,
le recomendó que tomara algo; en el comedor encontraría abundancia de
todo… y le señaló afectuosamente la puerta.
—No, no quiero comer; no tengo apetito. Aún tendría más calor.
Sin embargo, al cabo de dos minutos empezó a pasársele el enfado, y
murmurando entre dientes algo sobre la cerveza pruche salió de la
estancia. Emma volvió a dedicar toda la atención a su padre, diciendo para sus adentros:
«Me alegro de no estar enamorada de él. No me gustan los hombres que
se ponen de mal humor porque una mañana se acaloran. Harriet tiene un
carácter más suave y no le preocupan esas cosas».
Tardó el tiempo más que suficiente para haber hecho una comida
considerable, y regresó mucho mejor… ya sin acaloramiento… y con
buenos modales, como era costumbre en él… capaz de acercar una silla a
donde ellos se encontraban e interesarse por lo que estaban haciendo; y
lamentarse de un modo más razonable que fuera tan tarde. No estaba de
muy buen humor, pero parecía hacer esfuerzos por estarlo; y por fin
consiguió hablar de naderías de un modo muy agradable. Estaban
contemplando unas vistas de Suiza.
—Tan pronto como mi tía se reponga me iré al extranjero —dijo—. No me
quedaré tranquilo hasta haber visto algunos de estos lugares. Un día u
otro ya verán mis dibujos… o podrán leer la historia de mis viajes, o mi
poema. Haré algo y se hablará de mí.
—Es muy posible… pero no por sus dibujos de Suiza. Usted nunca irá a
Suiza. Sus tíos nunca le dejarán salir de Inglaterra.
—A lo mejor se ven obligados a salir ellos también. A mi tía pueden
recomendarle un clima cálido. No dejo de tener esperanzas de que todos
nos vayamos al extranjero. Le aseguro que yo sí iré. Esta mañana estoy
firmemente convencido de que no tardaré mucho en salir del país. Tengo
que viajar. Estoy cansado de no hacer nada. Necesito un cambio. Le hablo
seriamente, señorita Woodhouse… no sé lo que se están imaginando sus
penetrantes ojos, pero… estoy harto de Inglaterra… si pudiera me iría mañana mismo.
—Usted está harto de dinero y de comodidades. ¿No puede inventarse
algún trabajo y contentarse con quedarse aquí?
—¿Harto de dinero y de comodidades? ¿Yo? Se equivoca usted del todo.
No me considero una persona con dinero ni con comodidades. En el
aspecto material me sale mal todo. No creo ser una persona afortunada.
—Sin embargo, ya no es usted tan desgraciado como cuando llegó. Vaya
a comer y a beber un poco más y se sentirá perfectamente. Otra tajada de
carne fría, otro vaso de vino de Madera con un poco de agua y se sentirá
usted casi tan bien como el resto de nosotros.
—No… prefiero no moverme… Me quedo al lado de usted. Usted es mi
mejor medicina.
—Mañana vamos a Box Hill; vendrá usted, supongo… No es Suiza, pero
para un joven que desea tanto cambiar, algo es algo. ¿Se quedará usted y
vendrá con nosotros?
—No, desde luego que no; regresaré a casa con el fresco de la tarde.
—Pero puede volver a venir mañana, con el fresco de las primeras horas.
—No… no valdría la pena. Si vengo estaré de mal humor.
—Entonces, por favor, quédese en Richmond.
—Pero si me quedo aún estaré de peor humor. No puedo sufrir el pensar
que todos ustedes estarán allí sin mí.
—Éstos son problemas que debe usted resolver por sí mismo. Elija su
grado de mal humor. Yo ya no volveré a insistir.
El resto de los invitados empezaba a regresar, y pronto estuvieron todos
reunidos. Algunos se alegraron mucho de ver a Frank Churchill; otros
manifestaron menos entusiasmo; pero cuando se explicó la desaparición
de la señorita Fairfax las lamentaciones fueron generales; ya era hora de
que todos se fueran cuando cesaron los comentarios; y después de
ponerse rápidamente de acuerdo sobre el plan del día siguiente, cada cual
se fue por su lado. La contrariedad de Frank Churchill al sentirse excluido
de todo aquello fue en aumento, hasta el punto de que sus últimas
palabras a Emma fueron:
—Bueno… si quiere usted que me quede y mañana vaya con los demás, me quedaré.
Ella le sonrió en señal de asentimiento; y sólo una orden de Richmond
hubiese podido hacerle regresar con sus tíos antes de la tarde del día siguiente.