Emma – Jane Austen
Tuvieron muy buen día para ir a Box Hill; y todas las circunstancias
externas de preparativos, comodidad y puntualidad parecían anunciar una
excursión muy agradable. El señor Weston fue el organizador, el
intermediario entre Hartfield y la Vicaría, y todo el mundo llegó a su debido
tiempo. Emma y Harriet iban juntas; la señorita Bates y su sobrina con los
Elton; los hombres iban a caballo. La señora Weston se quedó con el
señor Woodhouse. Sólo faltaba que una vez allí disfrutaran del día;
recorrieron siete millas con la esperanza de divertirse, y al llegar hubo
como un estallido general de entusiasmo; pero en conjunto, el balance del
día dejó mucho que desear. Hubo una apatía, una falta de animación, una
falta de unión que no pudieron superarse. En seguida se formaron grupos
independientes. Los Elton paseaban juntos; el señor Knightley cuidaba de
la señorita Bates y de Jane; y Emma y Harriet pertenecían a Frank
Churchill. Y el señor Weston intentaba en vano conseguir que hubiese más
armonía entre ellos. Al principio, la división en grupos parecía casual, pero
de hecho no se alteró en ningún momento. Lo cierto es que el señor y la
señora Elton no parecían muy dispuestos a alternar con los demás ni a
mostrarse todo lo agradables que podían; pero durante las dos horas
completas que pasaron en la colina reinó un espíritu tal de separación
entre los demás grupos, demasiado fuerte para ser superado por ninguna
buena intención, ninguna comida fría, ningún efusivo señor Weston.
Al principio Emma se aburría muchísimo. Jamás había visto a Frank
Churchill tan callado y tan torpe. No decía nada digno de oírse… miraba
sin ver… se admiraba sin ningún motivo… la oía sin saber lo que le decía.
Y cuando él estaba tan apagado no era de extrañar que Harriet lo
estuviese aún más, y en conjunto los dos resultaban insufribles.
Cuando se sentaron todos juntos la cosa fue un poco mejor; para el gusto
de ella, mucho mejor, ya que Frank Churchill se volvió más comunicativo y
alegre, dedicándole toda suerte de atenciones; todas las atenciones que
podía tener, las tuvo para con Emma. Divertirla y serle agradable parecía
ser lo único que se proponía… y Emma, halagada, sin lamentar el que la
adulasen un poco, se mostraba también alegre y espontánea, le alentaba
amistosamente permitiéndole ser galante, tal como se lo había permitido
en el primer y más emocionante período de su amistad; todo lo cual, sin
embargo, en aquellos momentos para ella no significaba nada, aunque en
la opinión de la mayoría de los que les miraban debía parecer algo para lo
cual, en nuestra lengua sólo existe una palabra propia y adecuada:
coqueteo. «La señorita Woodhouse coquetea mucho con el señor Frank
Churchill». Ellos mismos daban pie a que se pronunciara esta frase… y a
que se escribiera en una carta que una de aquellas damas iba a enviar a
Maple Grove y otra a Irlanda. No es que Emma se sintiese alegre y
rehuyera pensar en una felicidad real; más bien era debido a que se sentía
menos feliz de lo que había esperado. Se reía porque estaba
decepcionada; y aunque agradecía al joven sus cumplidos, y los
consideraba, tanto si eran fruto de la amistad, como de la admiración,
como de un simple discreteo, como muy correctos, no conseguían ganar
terreno en su corazón. Emma seguía proponiéndose tenerle sólo por amigo.
—No sabe la gratitud que le debo —decía él— por haber insistido en que
viniera hoy. De no haber sido por usted, me hubiese perdido una excursión
tan magnífica como ésta. Yo estaba completamente decidido a volver a casa ayer mismo.
—Sí, estaba de muy mal humor; y no sé exactamente por qué, si es que
no era por haber llegado demasiado tarde para las mejores fresas. Fui una
amiga más amable de lo que merecía. Claro que usted fue humilde. Y me
rogó mucho que le ordenara venir.
—No diga que estaba de mal humor, no es cierto. Estaba cansado. El calor puede conmigo.
—Pues hoy hace más calor.
—Yo no lo siento tanto. Hoy me encuentro muy a gusto. —Se encuentra a
gusto porque obedece órdenes. —¿Órdenes de usted? Sí.
—Quizás era eso lo que esperaba que me dijera, pero me refería a
órdenes que se daba usted mismo. Podría decirse que ayer perdió los
estribos y perdió el dominio de sí mismo; hoy ha vuelto a recobrar este
dominio… y como yo no puedo estar siempre a su lado es preferible que
dependa usted de las órdenes que se dé usted mismo que no de las mías.
—Viene a ser lo mismo. Yo no puedo dominarme a mí mismo sin un
motivo. Usted me da órdenes, tanto si habla como si no dice nada. Y usted
puede estar siempre a mi lado. Siempre está usted conmigo.
—Desde las tres de la tarde de ayer. Mi influencia perpetua no debía haber
empezado antes, de lo contrario no se hubiera puesto usted de tan mal
humor antes de esta hora.
—¡Las tres de la tarde de ayer! Para usted tal vez sea éste el principio. Yo
creía que la había visto por vez primera en el mes de febrero.
—Realmente no hay modo de contestar a sus galanterías. Pero…
—bajando la voz— nosotros somos los únicos que hablamos, y quizá sea
demasiado estar diciendo tonterías para divertir a siete personas silenciosas.
—¡Yo no me avergüenzo de nada de lo que he dicho! —replicó él con
desenfadada viveza—. Yo la vi por primera vez en el mes de febrero. Y ya
pueden oírme todos los de la colina. Y que el eco de mi voz llegue por una
parte a Mickleham y por otra a Dorking. La vi por primera vez en el mes de
febrero. —Y luego, en un susurro—: Nuestros compañeros están medio
dormidos. ¿Qué vamos a hacer para despertarles? Cualquier tontería
servirá. Vamos a hacerles hablar. ¡Señoras y caballeros! La señorita
Woodhouse, que en cualquier parte en que se encuentre es siempre la
reina, me ha ordenado que les diga que desea saber en qué están pensando.
Unos rieron y contestaron de buen humor; la señorita Bates habló, y no
poco; la señora Elton dio un respingo al oír lo de que la señorita
Woodhouse era la reina; la respuesta más coherente fue la que dio el
señor Knightley:
—¿Está segura la señorita Woodhouse de que le gustaría enterarse de
todo lo que estamos pensando?
—¡Oh, no, no! —exclamó Emma riendo y aparentando toda la
despreocupación de que fue capaz—. Por nada del mundo quisiera
saberlo. En estos momentos es la cosa que menos deseo. Cuéntenme
cualquier cosa menos lo que están pensando. No me refiero a todos los
presentes. Quizás haya uno o dos —mirando primero al señor Weston y
luego a Harriet— cuyos pensamientos no tendría ningún miedo en conocer.
—Eso es algo —exclamó enfáticamente la señora Elton— que no me
hubiese creído con derecho a pedir. Aunque, claro está, que siendo la
señora de más respeto de las que estamos aquí… nunca había ido a
ninguna excursión… en el campo… señoritas… señoras casadas…
Refunfuñaba dirigiéndose fundamentalmente a su marido; y éste murmuró
en contestación:
—Cierto, querida, tienes toda la razón; sí, sí, es exactamente como tú
dices… yo nunca había oído… pero siempre hay jóvenes que se atreven.
Es mejor considerarlo como una broma. Todo el mundo sabe el respeto
que se te debe.
—Eso no sirve —musitó Frank al oído de Emma—, la mayoría se ha
ofendido. Les atacaré con más malicia. ¡Señoras y caballeros! La señorita
Woodhouse me ordena decirles que renuncia a su derecho de saber
exactamente todo lo que están pensando, y sólo les pide que cada uno de
ustedes diga algo divertido, sea lo que sea. Ustedes son siete, sin
contarme a mí (que, modestia aparte, ya estoy diciendo algo divertido), y
ella sólo pide que cada uno de ustedes diga una cosa muy ingeniosa en
verso o en prosa, como quieran, original o imitado de alguien, o diga dos
cosas más o menos ingeniosas o tres cosas muy aburridas, y se
compromete a reírse con toda su alma de todo lo que se diga.
—¡Oh, espléndido! —exclamó la señorita Bates—. Eso sí que no me
preocupa. «Tres cosas muy aburridas». Eso es muy fácil para mí, ¿eh?
Sólo con abrir la boca puedo tener la seguridad de decir inmediatamente
tres cosas muy aburridas, ¿verdad? —Mirando a su alrededor como
aguardando humorísticamente el asentimiento de todos—. ¿No les parece
a todos ustedes que me será fácil?
Emma no pudo contenerse.
—¡Ah, pero quizá tenga una dificultad! No sé… pero tengo la impresión de
que son_ muy pocas para usted… Sólo tres a la vez.
La señorita Bates, engañada por la ceremoniosidad burlona de su
expresión, no captó inmediatamente el significado de aquello; pero al
comprenderlo, aunque no se enojó, un leve rubor demostró que no había
dejado de herirla.
—¡Ah…! Bueno… sí, sí, desde luego. Ya entiendo lo que quiere decir
—volviéndose hacia el señor Knightley—, y haré lo posible por morderme
la lengua. Debo de hacerme muy pesada, de lo contrario Emma no habría
dicho una cosa así a una antigua amiga.
—Me gusta su propuesta —exclamó el señor Weston—. ¡Aceptado,
aceptado! Yo haré todo lo que pueda. Estoy pensando una adivinanza.
¿Qué tal una adivinanza?
—Bueno —respondió su hijo—, me temo que no sea gran cosa, pero
seremos indulgentes… sobre todo con el que tenga el valor de empezar.
—No, no —dijo Emma—, me parece muy bien. Una adivinanza del señor
Weston servirá para él y para el siguiente. Dígala, por favor.
—A mí mismo no me parece muy ingeniosa —dijo el señor Weston—. Es
demasiado fácil, pero ahí va. ¿Cuáles son las dos letras del alfabeto que
expresan la perfección?
—¿Dos letras? ¿Que expresan la perfección? Pues no tengo ni la menor idea.
—¡Ah! Nunca lo adivinarán. Y tú —a Emma— estoy seguro de que nunca
lo adivinarás… Bueno, te lo diré… La «em» y la «a»… Em…ma.
¿Comprenden?
A la comprensión se unieron las felicitaciones de todos. Como muestra de
ingenió no era gran cosa, pero Emma se rió mucho y la encontró muy de
su agrado… y lo mismo Frank y Harriet. Pero el resto de los presentes no
parecieron quedar tan complacidos; unos la escucharon imperturbables, y
el señor Knightley dijo muy serio:
—Este ejemplo ilustra el tipo de cosas ingeniosas que se nos pide, y el
señor Weston ha salido muy airoso de la prueba; pero hubiera tenido que
preguntar a todos los demás. La perfección se ha descubierto demasiado pronto.
—¡Oh! Por mi parte, les ruego que me excluyan del juego —dijo la señora
Elton—. No sería capaz de acertar nunca. No me gustan ni pizca esa clase
de cosas. Una vez me mandaron un acróstico con mi propio nombre que
no me hizo nada feliz. Yo ya sabía quién me lo enviaba. Un tontaina de
pretendiente. Ya saben a quien me refiero —indicando con la cabeza a su
marido—. Esa clase de cosas están muy bien por Navidad, cuando se está
sentado alrededor del fuego; pero en mi opinión están completamente
fuera de lugar cuando se hace una jira campestre en verano. La señorita
Woodhouse tendrá que perdonarme. Yo no soy una de esas personas que
siempre tienen cosas ingeniosas que decir para divertir a todo el mundo.
No pretendo ser ingeniosa. A mi manera yo también tengo mucha viveza
de ingenio, pero quisiera que se me permitiera decidir cuándo tengo que
hablar y cuándo prefiero callarme. O sea que, por favor, señor Churchill,
pásenos por alto. Pásenos por alto al señor E., a Knightley, a Jane y a mí.
No tenemos nada ingenioso que decir… ninguno de nosotros.
—Sí, sí, por favor, no cuente conmigo —añadió su marido, con una
especie de seriedad burlona—. No tengo nada que decir que resulte
divertido para la señorita Woodhouse o para cualquier otra joven. Un
hombre ya mayor y casado… que ya no sirve para nada. ¿Damos un paseo, Augusta?
—Sí, me apetece mucho. Ya estoy cansada de estar siempre en el mismo
sitio. Vamos, Jane, cógeme del otro brazo.
Sin embargo Jane declinó el ofrecimiento y marido y mujer se alejaron paseando.
—¡He ahí un matrimonio feliz! —dijo Frank Churchill apenas estuvieron lo
suficientemente lejos para que no le oyeran—. ¡Están hechos el uno para
el otro! Eso sí que es una gran suerte… Casarse tan acertadamente
conociéndose tan sólo de unas cuantas reuniones… Creo que en Bath
sólo se trataron durante unas pocas semanas… ¡Qué suerte más
extraordinaria! Porque conocer a fondo el carácter de una persona en Bath
o en cualquier otro lugar por el estilo… no hay manera; no es posible
conocerse. Sólo viendo a las mujeres en su propio hogar, en su ambiente,
donde siempre están, puede tenerse una idea más o menos aproximada
de cómo son. A falta de eso, todo lo demás es intuición y buena suerte… y
generalmente se tiene mala. ¡Cuántos hombres han depositado
demasiadas esperanzas en una amistad breve y luego lo han lamentado
durante todo el resto de su vida!
La señorita Fairfax, que hasta entonces había hablado muy poco, excepto
con sus aliados, ahora se decidió a hablar.
—Desde luego, esas cosas ocurren…
La interrumpió un acceso de tos. Frank Churchill se volvió hacia ella para escuchar.
—¿Decía usted? —dijo muy serio.
La joven había recobrado la voz y siguió:
—Sólo iba a comentar que aunque esos casos tan desgraciados a veces
ocurren tanto a mujeres como a hombres, no creo que sean tan
frecuentes. Una atracción rápida e imprudente puede originar… pero en
general luego hay tiempo para reflexionar. Lo que quiero decir es que en el
fondo sólo hay caracteres débiles, indecisos (cuya felicidad estará siempre
a merced del azar), que consentirán que una amistad desafortunada sea
un estorbo y una rémora para toda la vida.
Él no contestó; seguía mirándola e inclinó la cabeza como aceptando su
opinión; y poco después dijo en un tono desenfadado:
—Bueno, yo tengo tan poca confianza en mi criterio que confío que
cuando me case alguien me elegirá esposa por mí. ¿Acepta usted el
encargo? —dijo volviéndose hacia Emma—. ¿Quiere usted elegirme
esposa? Estoy seguro de que la persona que eligiera sería de mi gusto.
No sería el primer caso en mi familia, ya lo sabe —con una sonrisa a su
padre—. Busque a alguien para mí. No tengo prisa. Aconséjela, edúquela…
—¿Tengo que hacer que se parezca a mí?
—¡Oh, desde luego! Si le es posible…
—Muy bien. Acepto el encargo. Tendrá usted una esposa encantadora.
—Tiene que ser muy alegre y tener los ojos de color avellana. Lo demás
me da igual. Pasaré un par de años en el extranjero y cuando vuelva
vendré a verla para pedirle mi esposa. Recuérdelo.
No había peligro de que Emma lo olvidase. Era un encargo que halagaba
sus aficiones favoritas. ¿No sería Harriet aquella esposa que había
descrito? Excepto en el color de los ojos, dos años más podían convertirla
exactamente en la mujer que él deseaba. Tal vez incluso en aquellos
momentos era en Harriet que él pensaba. ¡Quién sabe! Aludir a que ella la
educase parecía referirse a la muchacha…
—Bueno —dijo Jane a su tía—, ¿qué te parece si fuéramos a buscar a la
señora Elton?
—Como quieras, querida, me parece muy bien. Yo estoy dispuesta. Por mí
ya me hubiera ido entonces con ella, pero me da igual ir ahora. En seguida
la alcanzaremos. Allí está… no, no es ella. Es una de las señoras del
coche irlandés que no se le parece en nada… Bueno, tengo que confesarte…
Se alejaron seguidas al cabo de medio minuto por el señor Knightley. Los
únicos que se quedaron fueron pues el señor Weston, su hijo, Emma y
Harriet; y el buen humor del joven llegó ahora a extremos casi molestos.
Incluso Emma se cansó finalmente de tantos cumplidos y halagos, y deseó
pasear tranquilamente con alguien que no fuera él, o sentarse a descansar
casi sola sin que nadie se fijara en ella, contemplando apaciblemente el
hermoso panorama que tenía ante sus ojos. La aparición de los criados
que les buscaban para avisarles de que los coches estaban a punto, más
bien la alegró; y todo el bullicio de volver a reunirse y prepararse para la
marcha, y el interés de la señora Elton por que fuera su coche el primero
que trajeran, lo soportó muy bien, pensando en la grata perspectiva de un
tranquilo regreso a su casa que iba a poner punto final a las dudosas
diversiones de aquella gira campestre. No volvería a sentirse tentada por
otra excursión como aquella a la que asistiesen tantas personas tan mal avenidas.
Mientras esperaba su coche, vio que el señor Knightley se le acercaba
para hablarle. Él miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie
podía oírles, y luego dijo:
—Emma, quisiera hablar con usted una vez más, como tengo por
costumbre hacerlo: un privilegio que supongo que usted más que
permitírmelo, lo soporta, pero debo seguir usando de él. No puedo ver que
obra usted mal, sin hacerle reproches. ¿Cómo ha podido ser tan cruel con
la señorita Bates? ¿Cómo ha podido ser tan insolente con una mujer de su
carácter, de su edad y de su situación? Emma, nunca lo hubiera creído de usted.
Emma hizo memoria, enrojeció, se sintió apenada, pero trató de tomarlo a broma.
—Bueno, no resistí la tentación de decirlo… Nadie la hubiera resistido. No
creo que obrase tan mal. Estoy casi convencida de que no me entendió.
—Le aseguro que sí. Comprendió muy bien lo que quería usted decir.
Luego lo ha estado comentando. Y me hubiese gustado que hubiese
podido oírla… con qué buena fe y con qué generosidad hablaba. Me
hubiera gustado que hubiese podido oírla al elogiar la paciencia de usted
al tener tantas atenciones con ella, como siempre ha recibido de usted y
de su padre, cuando su compañía debe de ser tan fastidiosa.
—¡Oh! —exclamó Emma—. Ya sé que es la mujer más buena del mundo.
Pero debe usted reconocer que en ella la bondad y la ridiculez van unidas
de la manera más lamentable.
—Sí —dijo él—, reconozco que son dos cosas que en ella van unidas; y si
estuviese en buena posición no tendría gran inconveniente en que, de un
modo ocasional, la ridiculez prevaleciera sobre la bondad. Si fuese una
mujer rica dejaría que todas sus tonterías inofensivas tuviesen el
comentario que merecen, y no la regañaría a usted por haberse permitido
ciertas libertades de expresión. Si su posición fuera igual a la suya… pero,
Emma, piense que éste no es el caso ni muchísimo menos. Es pobre; ha
venido a menos y ha tenido que abandonar las comodidades entre las que
nació; y probablemente, si aún le quedan muchos años de vida, todavía
tendrá que renunciar a más cosas. En su situación es obligado que usted
la compadezca. ¡No! ¡Hizo usted muy mal, muy mal! Usted, a quien ella ha
conocido desde niña, que la ha visto crecer en una época en la que su
trato honraba a todo el mundo… que ahora sea usted la que en un,
momento de ligereza y de orgullo se ría de ella, quien la humille… y
además delante de su sobrina… y delante de otras personas, muchas de
las cuales (por lo menos algunas) se guiarán ciegamente por el modo en
que usted la trate… Eso no es digno de usted, Emma… y a mí no puede
resultarme agradable de ningún modo; pero creo que debo… sí, que debo,
mientras pueda, decirle esas verdades y tener el consuelo de saber que
me he portado como un amigo leal que le da un buen consejo, y confiar en
que un día u otro se dará usted cuenta de la razón que tengo.
Mientras hablaban iban andando hacia el coche, que ya estaba dispuesto;
y antes de que Enema pudiera replicar él ya la había ayudado a subir; el
señor Knightley había interpretado mal los sentimientos que habían
impulsado a la joven a mantenerse con la cara vuelta y en silencio. No
eran más que una mezcla de indignación consigo misma, de mortificación
y de profundo pesar. No le había sido posible hablar; y al entrar en el
coche se dejó caer en el asiento, verdaderamente abrumada por unos
instantes… luego se reprochó a sí misma no haberse despedido, no haber
reconocido la verdad de aquellas reconvenciones, haberle dado la
impresión de estar enojada; se asomó a la ventanilla con el propósito de
corregir su actitud por todos los medios; pero ya era demasiado tarde. Él
se había alejado y los caballos iniciaban la marcha. Siguió mirando hacia
atrás; pero en vano; y en seguida, con lo que le pareció una rapidez mayor
que la habitual, estuvieron ya a media cuesta de la colina y todo quedó
demasiado lejos. Emma se sentía más irritada de lo que hubiera podido
expresar con palabras… incluso más de lo que era capaz de disimular.
Nunca, en ningún momento de su vida se había sentido tan nerviosa, tan
mortificada, tan abatida. Aquella escena había sido superior a todo. La
verdad de los reproches que le habían hecho era innegable. Lo sentía de
todo corazón. ¡Cómo había podido ser tan brutal, tan cruel con la señorita
Bates! ¿Cómo había podido exponerse a que los que la apreciaban
formasen tan mala opinión de ella? ¿Y cómo había dejado que el señor
Knightley se separase de ella sin decirle ni una palabra de gratitud, de
aceptación de sus censuras, de simple afecto?
El tiempo no la consolaba. Cuanto más reflexionaba sobre todo aquello
más profundamente apenada se sentía. Nunca había estado tan abatida.
Afortunadamente no le era necesario hablar; a su lado sólo iba Harriet, que
también parecía de mal humor, cansada y sin ganas de hablar; y durante
casi todo el camino Emma sintió que las lágrimas le corrían por el rostro,
sin que ningún suceso la obligara a reprimir aquella expansión tan poco
frecuente en ella.