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Capítulo 44

Emma – Jane Austen

Durante toda la tarde Emma no pudo olvidar el mal sabor de boca que le
había dejado la excursión a Box Hill. No hubiera sabido decir cómo los
demás habían considerado aquella gira. Posiblemente, cada cual en su
casa y cada cual a su modo, la recordarían con placer; pero para ella
había sido la mañana más completamente desperdiciada, más falta de
toda compensación razonable y que más deseos tenía de que se borrara
de su recuerdo de todas las de su vida. Toda una tarde de jugar al
chaquete con su padre representó la felicidad. Aquél era el mayor, el mas
real de sus placeres, ya que consagraba las mejores horas de las
veinticuatro de aquel día a dar satisfacción a su padre; pensaba que,
aunque no era merecedora del profundo afecto y de la segura estima del
señor Knightley, en general su conducta tampoco merecía un reproche
muy severo. Como hija confiaba en que no dejaba de tener corazón;
confiaba en que nadie podía decirle: «¿Cómo ha podido ser usted tan
cruel para con su padre? Creo que debo… sí, que debo, mientras pueda,
decirle esas verdades». La señorita Bates… ¡oh, no, nunca más, nunca
más volvería a hacerlo! Si las atenciones que en el futuro pudiera tener
con ella hacían que se olvidase el pasado, estaba segura de que lograría
ser perdonada. A menudo se había portado mal con ella, su conciencia
ahora se lo decía. Quizá se había portado peor de pensamiento que de
hecho; había sido despectiva, poco amable. Pero no volvería a ocurrir. En
el ardor de un verdadero arrepentimiento, al día siguiente por la mañana
iría a visitarla, y aquél no sería por su parte más que el principio de una
relación regular, justa y amistosa.
Al día siguiente seguía firme en su propósito, y salió temprano de su casa
para que nada pudiese estorbar su plan. Consideró probable que
encontrase por el camino al señor Knightley; o tal vez se presentara en
casa de las Bates mientras ella estaba de visita. No tenía ningún
inconveniente. No iba a avergonzarse porque vieran su penitencia, tan
merecida e impuesta por ella misma. Mientras andaba su mirada no se
apartó de la dirección de Donwell, pero no le vio.
«Todas las señoras están en casa». Palabras que nunca le habían
producido mucha alegría, como nunca antes de entonces había penetrado
por aquel corredor, ni subido aquellas escaleras con deseos de
proporcionar un placer, sino simplemente de cumplir con una obligación,
que no iba a darle ningún gusto a no ser el del espectáculo de la ridiculez.
Mientras se acercaba oyó que se producía un revuelo; pasos rápidos y
palabras apresuradas. Oyó la voz de la señorita Bates que daba prisas a
alguien; la sirvienta parecía asustada y confusa; le rogó que esperara un
momento y luego la hizo entrar demasiado pronto. Tía y sobrina parecieron
huir a la habitación de al lado; y Emma tuvo la visión fugaz de una Jane
que daba la impresión de encontrarse muy mal; y antes de que la puerta
acabara de cerrarse oyó que la señorita Bates decía:
—Bueno, querida, diré que te has acostado y estoy segura de que te
encuentras mal para eso.
La pobre señora Bates, cortés y humilde como de costumbre, no parecía
haber entendido muy bien todo lo que estaba pasando.
—Temo que Jane no se encuentre muy bien —dijo—, pero no lo sé; ellas
dicen que está bien. Creo que mi hija vendrá en seguida, señorita
Woodhouse. Coja una silla para sentarse, por favor. Si Hetty no se hubiera
ido… Yo sirvo para tan poco… ¿Ya ha encontrado la silla? Siéntese donde
usted prefiera. Seguro de que mi hija viene en seguida.
Emma deseaba ardientemente que fuera así; por un momento tuvo miedo
de que la señorita Bates no quisiera salir a recibirla; pero la señorita Bates
no tardó en aparecer.
—¡Oh, qué alegría verla! ¡No sabe cómo se lo agradezco!
Pero la conciencia de Emma le decía que no hablaba con la misma
afectuosa volubilidad de antes… que era menos espontánea en sus
palabras y en sus modales. Confió en que el mostrarse vivamente
interesada por la señorita Fairfax podía contribuir a restablecer la
cordialidad de antes. El efecto fue inmediato.
—¡Ah! Señorita Woodhouse… ¡qué amable es usted! Supongo que habrá
oído usted decir… y que viene usted a consolarnos. La verdad es que yo
no doy la impresión de estar muy consolada… —enjugándose una o dos
lágrimas— pero es que es muy duro para nosotras separarnos de ella
después de haberla tenido en casa durante tanto tiempo; y ahora tiene una
jaqueca tan horrible… claro que ha estado escribiendo toda la mañana… Y
cartas tan largas, ¿sabe usted?, tenía que escribir al coronel Campbell y a
la señora Dixon… «Querida», le he dicho yo, «vas a volverte ciega»…
porque constantemente tenía los ojos llenos de lágrimas. No es de
extrañar, no es de extrañar. Es un gran cambio; y aunque haya tenido una
suerte increíble… un empleo como éste… Yo supongo que ninguna joven
ha encontrado jamás una cosa parecida la primera vez que lo intenta… No
crea que somos desagradecidas, señorita Woodhouse… Nos damos
cuenta de que ha tenido muchísima suerte… —volviendo a secarse unas
lágrimas— pero… ¡pobrecilla mía…! ¡Si viera usted la jaqueca que tiene!
Cuando se tiene una pena muy grande ya sabe usted que no se puede
apreciar la buena suerte como merece… Y está tan abatida… Viéndola
nadie diría que está tan contenta, que se siente tan feliz por haber
conseguido un empleo como éste. Usted ya perdonará que no salga a
verla… es que no podría… se ha ido a su habitación… yo le he dicho que
se acostara. «Querida», le he dicho, «diré que te has acostado»; pero la
verdad es que no se ha metido en la cama; está dando vueltas por la
habitación. Pero ahora que ya tiene escritas las cartas, dice que en
seguida se encontrará bien. No sabe lo que lamentará el no verla a usted,
señorita Woodhouse, pero usted que es tan comprensiva, sabrá
perdonarla. La hemos hecho esperar en la puerta… ¡yo estaba tan
avergonzada!… pero como había un poco de revuelo… porque, verá, lo
que ha pasado ha sido que no la hemos oído llamar, y hasta que estaba
en la escalera no nos hemos dado cuenta de que venía alguien. «Sólo es
la señora Cole», he dicho yo, «podéis estar seguras. Ella es la única que
viene tan temprano». «Bueno», ha dicho ella, «un día u otro tendré que
verla, tanto da que sea ahora mismo». Pero entonces ha entrado Patty y
ha dicho que era usted. «¡Oh!», he dicho, «es la señorita Woodhouse.
Estoy segura de que te gustará verla». «No puedo recibir a nadie», ha
dicho ella, y se ha levantado y se ha ido; y éste ha sido el motivo de que la
hayamos hecho esperar… nosotras lo hemos sentido tanto, nos ha dado
tanta vergüenza. «Si tienes que irte, querida, vete», le he dicho, «diré que
te has acostado».
Emma quedó sinceramente conmovida; hacía tiempo que cada vez sentía
más afecto por Jane; y la descripción de las tribulaciones por las que
pasaba en aquellos momentos borraron de su memoria toda sospecha y
todo recelo, y sólo le inspiró compasión. Y el recordar impresiones menos
justas y menos amables del pasado, le obligaron a admitir que era muy
natural que Jane decidiese ver a la señora Cole o a cualquier otra de sus
amigas más constantes, y que no soportase la idea de verla a ella. Habló,
pues, de acuerdo con sus sentimientos, lamentando vivamente la situación
y mostrándose interesada por ella, deseando sinceramente que las
circunstancias que según acababa de referirle la señorita Bates eran ya un
hecho, representaran las máximas ventajas que fuera posible para la
señorita Fairfax. Dijo que comprendía que era una dura prueba para todos
ellos; pero que había oído decir que iba a aplazarse hasta el regreso del
coronel Campbell.
—¡Qué amable es usted! —replicó la señorita Bates—. Pero usted ¡es
siempre tan amable!
Emma no podía soportar aquel «siempre»; y para esquivar su temible
gratitud, preguntó directamente:
—Y ¿adónde, si me permite la curiosidad, irá la señorita Fairfax?
—A casa de la señora Smallridge… una mujer encantadora… de gran
posición… se cuidará de sus tres hijas… unas niñas deliciosas. No era
posible imaginar un empleo más adecuado, más conveniente;
exceptuando tal vez la propia familia de la señora Suckling y la de la
señora Bragge; pero la señora Smallridge es íntima amiga de las dos y
vive muy cerca de ellas…; vive a sólo cuatro millas de Maple Grove. Jane
estará sólo a cuatro millas de Maple Grove.
—Supongo que la señora Elton es la persona a quien la señorita Fairfax debe…
—Sí, nuestra buena señora Elton. La más infatigable y leal de las amigas.
No hubiera aceptado una negativa; no hubiese consentido que Jane le
dijera que no; porque la primera vez que se lo dijo a Jane (eso fue
anteayer, o sea la mañana que estuvimos en Donwell), la primera vez que
se lo dijo a Jane ella estaba completamente decidida a no aceptar el
ofrecimiento, y precisamente por las razones que usted ha mencionado;
exactamente como usted ha dicho se había propuesto no comprometerse
a nada hasta que regresara el coronel Campbell, y por el momento no
había manera de convencerla de que aceptara ningún empleo… y así se lo
dijo a la señora Elton una y otra vez… y bien sabe Dios que yo no tenía la
menor idea de que iba a cambiar de opinión… Pero la buena señora Elton,
que siempre es tan aguda, vio más claro que yo. Ella era la única capaz de
insistir de un modo tan amable como lo hizo y negarse a aceptar la
respuesta de Jane… Se negó en redondo a escribir dando esta negativa
ayer, como Jane quería que lo hiciese; dijo que esperaría… y sí señor,
ayer por la tarde se acordó que Jane aceptaba. ¡Para mí ha sido una gran
sorpresa! ¡Yo no tenía ni la menor idea! Jane se llevó aparte a la señora
Elton y le dijo en seguida que después de haber pensado sobre las
ventajas del empleo en casa de la señora Smallridge, había decidido
aceptarlo… Yo no supe ni una palabra de ello hasta que todo estuvo resuelto.
—¿Pasaron ustedes la tarde en casa de la señora Elton?
—Sí, todos. La señora Elton insistió en que fuéramos. Lo decidimos en la
colina, mientras paseábamos con el señor Knightley. «Todos ustedes van
a venir a mi casa esta tarde, ¿verdad?», nos dijo; «quisiera que todos
ustedes vinieran a mi casa esta tarde».
—Entonces, el señor Knightley también estuvo allí, ¿no?
—No, el señor Knightley no; él ya dijo desde el primer momento que no
podía; y aunque yo creía que acabaría yendo, porque la señora Elton
afirmó que no consentía que se negase, no fue; pero estuvimos mi madre,
Jane y yo, las tres, y pasamos una tarde muy agradable. Ya sabe usted,
señorita Woodhouse, entre amigos tan amables una siempre lo pasa bien,
aunque todo el mundo parecía estar un poco cansado después de la
excursión de la mañana. Ya se sabe, incluso divertirse es cansado… y no
es que pueda decir que dieran la impresión de que se hubiesen divertido
mucho. A pesar de todo yo siempre pensaré que fue una excursión muy
agradable, y me siento muy agradecida a los buenos amigos que me invitaron.
—Pero supongo que la señorita Fairfax, aunque ustedes no se dieran
cuenta, estuvo todo el día dándole vueltas al asunto.
—Yo también lo supongo.
—Era forzoso que al llegar este momento lo sintieran tanto ella como todos
sus amigos… Pero confío en que su trabajo le sea lo más agradable
posible… Me refiero al carácter y al trato de esa familia.
—Muchas gracias, querida señorita Woodhouse. Sí, la verdad es que
parece ser que no va a faltarle nada para ser totalmente feliz. Entre todas
las relaciones de la señora Elton, exceptuando las casas de los Suckling y
de los Bragge, no había otro puesto de institutriz en otra familia más
generosa y distinguida. ¡La señora Smallridge es una dama encantadora!
Llevan un tren de vida casi igual al de Maple Grove… Y en cuanto a los
niños, exceptuando a los de los Suckling y a los de los Bragge, no es
posible encontrar criaturas más finas y más distinguidas. ¡Jane será
tratada con tanto afecto y tanta delicadeza! No tendrán más que
atenciones para con ella, lo que se dice una vida regalada… ¡Y qué
sueldo! Yo es que no me atrevo a citar ese sueldo delante de usted,
señorita Woodhouse. Incluso usted, que está acostumbrada a sumas tan
elevadas, apenas podría creer que se dé tanto dinero a una muchacha tan
joven como Jane…
—Verá usted —exclamó Emma—, si todos los demás niños son como
recuerdo que yo era de pequeña, me inclino a creer que pagar cinco veces
lo que suele darse a las institutrices no es regalarles el dinero.
—¡Usted siempre tan comprensiva y generosa!
—¿Y cuándo va a dejarles la señorita Fairfax?
—Pues muy pronto, la verdad es que muy pronto. Eso es lo peor de todo.
Dentro de quince días. La señora Smallridge tiene mucha prisa. No sé
cómo podrá soportarlo mi pobre madre. Yo hago lo que puedo por
sacárselo de la cabeza y le digo: «Vamos, mamá, no pienses más en eso…»
—Todos sus amigos sentirán mucho perderla; y ¿no les sentará mal al
coronel y a la señora Campbell que se haya comprometido antes de que
ellos regresen?
—Sí; Jane dice que está segura que lo lamentarán; pero, claro, éste es un
empleo que no se cree con derecho a rechazar. ¡Yo me quedé tan
sorprendida cuando me dijo lo que le había dicho a la señora Elton, y
cuando la señora Elton vino en seguida a felicitarme! Fue antes de tomar
el té… no, espere… no podía ser antes del té porque empezábamos a
jugar a las cartas… pero, sí, sí, era antes del té porque recuerdo que
pensé… ¡Oh, no! Ahora me acuerdo, ya está; antes del té ocurrió algo,
pero no esto. Antes del té al señor Elton le llamaron porque el hijo del viejo
John Abdy quería hablar en él. ¡Pobre John…! Yo le tengo mucho afecto;
trabajó para mi pobre padre durante veintisiete años; y ahora el pobre
tiene mucha edad, no puede levantarse de la cama y lo pasa muy mal con
su reuma… Hoy mismo tengo que ir a verle; y estoy segura de que Jane si
sale a la calle también irá a verle. Y el hijo del pobre John fue a hablar con
el señor Elton para ver si la parroquia podía ayudarle; él se gana bien la
vida, ¿sabe usted?, le pagan bien en la Corona, es mozo de mulas y todas
esas cosas, pero a pesar de todo necesita ayuda para mantener a su
padre. Y cuando volvió a entrar el señor Elton nos dijo lo que le había
estado contando John, el mozo, y luego se habló de que habían enviado a
Randalls una silla de posta para recoger al señor Frank Churchill que tenía
que volver a Richmond. Eso es lo que ocurrió antes del té. Y después del
té Jane habló con la señora Elton.
La señorita Bates apenas dio ocasión a Emma de que dijese que aquel
hecho era absolutamente nuevo para ella; pero, aunque sin creer posible
que pudiese ignorar ninguno de los detalles de la partida del señor Frank
Churchill, inmediatamente se los notificó todos, la joven no tuvo que hacer
ninguna pregunta.
De lo que el señor Elton se había enterado por el mozo era la suma de lo
que éste sabía y de lo que sabían los criados de Randalls; poco después
del regreso de la excursión a Box Hill había llegado un mensajero de
Richmond, que traía noticias que no causaron ninguna sorpresa; el señor
Churchill había escrito una carta a su sobrino, en la que le refería el estado
de salud, relativamente normal, de la señora Churchill, y sólo le rogaba
que regresase a lo más tardar al día siguiente por la mañana; pero el
señor Frank Churchill había decidido regresar inmediatamente sin demorar
más su partida, y como al parecer su caballo tenía un enfriamiento, Tom
había salido al punto en busca de la silla de posta de la Corona, y el hijo
de John Abdy lo había encontrado por el camino y se había dejado
adelantar por él, ya que iba a toda prisa y conduciendo con mano muy firme.
Nada de todo aquello resultaba ni sorprendente ni muy interesante, y sólo
llamó la atención de Emma cuando ésta lo relacionó con el caso que la
preocupaba en aquellos momentos. Quedó impresionada pensando en el
contraste entre los caprichos que podía permitirse la señora Churchill y la
vida de Jane Fairfax; la una lo tenía todo, la otra no tenía nada… Y estuvo
reflexionando sobre la diversidad del destino de ciertas mujeres,
totalmente ajena a lo que tenía ante los ojos, hasta que se sobresaltó al oír
decir a la señorita Bates:
—¡Ay, sí! Ya sé en lo que está pensando usted… el piano. ¿Qué vamos a
hacer del piano? Sí, sí, es cierto. Ahora mismo la pobre Jane estaba
hablando de esto. Hablaba con el piano y le decía: «Tendrás que irte de
aquí. Tendremos que separarnos. Aquí ya no servirías para nada…» Y
luego nos ha dicho a nosotras: «Pero no lo toquéis hasta que vuelva el
coronel Campbell. Yo hablaré con él y ya se lo llevará; él me ayudará a
resolver todos mis problemas…» Y aún hoy estoy convencida de que no
sabe todavía si fue un regalo del coronel o de su hija.
Emma se vio obligada, pues, a pensar en el piano; y el recuerdo de todas
sus antiguas suposiciones fantasiosas e injustas le fue tan desagradable,
que no tardó en permitirse considerar que la visita ya había sido lo
suficientemente larga; y, después de repetir todo lo que creía propio decir
en cuanto a buenos deseos, que eran sinceros, se despidió.

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