Emma – Jane Austen
Mientras regresaba andando a su casa, las meditaciones de Emma no
fueron interrumpidas; pero al entrar en el salón encontró allí a quienes
debían distraerla de sus pensamientos. El señor Knightley y Harriet habían
llegado durante su ausencia y estaban conversando con su padre. El
señor Knightley al verla se levantó inmediatamente, y con un aire más
serio que de costumbre dijo:
—No quería irme sin verla, pero no tengo tiempo que perder, o sea que
tengo que ir directamente al asunto. Me voy a Londres a pasar unos días
con John e Isabella. ¿Quiere usted que les dé o les diga algo de su parte,
además del «afecto» que no puede transmitirse por una tercera persona?
—No, no, nada. Pero, ¿lo ha decidido usted de repente?
—Pues… sí… más bien sí… Hace poco que se me ha ocurrido la idea.
Emma estaba segura de que él no la había perdonado; su actitud era
distinta. Pero confiaba que el tiempo le convencería de que debían volver
a ser amigos. Mientras él seguía de pie, como dispuesto a irse de un
momento a otro pero sin acabar de hacerlo, su padre empezó a hacer preguntas.
—Bueno, querida, ¿no te ha ocurrido nada por el camino? ¿Cómo has
encontrado a mi buena amiga y a su hija? Estoy convencido de que
habrán estado muy contentas de que fueras a verlas. Emma ha ido a
visitar a la señora y a la señorita Bates, señor Knightley, como ya le he
dicho antes. Siempre es tan atenta con ellas…
Emma enrojeció al oír un elogio tan inmerecido; y sonriendo y negando
con la cabeza, gesto que no podía ser más elocuente, miró al señor
Knightley… Creyó percibir una instantánea impresión en favor suyo, como
si los ojos de él captaran en los suyos la verdad y todos aquellos buenos
sentimientos de Emma fueran en un momento comprendidos y honrados…
Él la miraba con afecto. Emma se sentía sobradamente recompensada… y
más aún cuando un momento después él inició un ademán que delataba
algo más que una simple amistad… Le cogió la mano… Emma no hubiera
podido decir si no había sido ella quien había hecho el primer
movimiento… quizá más bien se la había ofrecido… pero él le cogió la
mano, la apretó y estuvo a punto de llevársela a los labios… pero algo le
hizo cambiar de idea y la dejó caer bruscamente… Ella no adivinaba por
qué había tenido aquel reparo, por qué había cambiado de opinión cuando
sólo faltaba completar el gesto… Según Emma hubiese hecho mejor de
llegar hasta el fin… Sin embargo la intención era indudable; y ya fuera
porque aquello contrastaba con sus maneras en general poco galantes, ya
por cualquier otro motivo, consideró que nada le sentaba mejor… En él era
un gesto tan sencillo y sin embargo tan caballeresco… No podía por
menos de recordar el intento con gran complacencia. Revelaba una
amistad tan cordial… Inmediatamente después se despidió… y se fue en
seguida. El señor Knightley siempre lo hacía todo con una seguridad
enemiga de toda indecisión y toda demora, pero en aquellos momentos su
partida parecía más brusca de lo que era habitual en él.
Emma no lamentaba haber ido a visitar a la señorita Bates, pero sí hubiese
preferido haber salido de allí diez minutos antes; le hubiese gustado
mucho poder hablar con el señor Knightley sobre el empleo de Jane
Fairfax… Tampoco lamentaba el que visitara a la familia de Brunswick
Square porque sabía la alegría que iba a proporcionar su visita… pero
hubiese preferido que hubiera elegido una época mejor… y que se hubiese
enterado de su marcha con más antelación… Sin embargo, se separaron
muy amistosamente; Emma no podía dudar de lo que significaba su actitud
y su galantería inacabada; todo aquello tenía por objeto darle la seguridad
de que volvía a tener buena opinión de ella… El señor Knightley había
estado en Hartfield más de media hora… ¡Qué lástima que no hubiese
vuelto más temprano!
Con la esperanza de distraer a su padre de la desagradable impresión de
la marcha a Londres del señor Knightley (¡una marcha tan precipitada, y
además teniendo en cuenta que iba a caballo, lo cual podía ser tan
peligroso!), Emma le comunicó las noticias de Jane Fairfax, y sus palabras
produjeron el efecto que esperaba; consiguió distraerle… e interesarle, sin
llegar a hacer que se preocupara. El señor Woodhouse hacía ya tiempo
que se había hecho a la idea de que Jane Fairfax iba a emplearse como
institutriz y podía hablar de ello tranquilamente; pero la súbita partida para
Londres del señor Knightley había sido un golpe inesperado.
—No sabes lo que me alegro de saber que ha encontrado un empleo tan
conveniente. La señora Elton es muy buena persona y muy agradable, y
estoy seguro de que sus amistades son como deben ser. Confío en que el
clima será seco y que se ocuparán de su salud. Deberían tenerle todas las
atenciones, como estoy seguro de que yo siempre tuve con la pobre
señorita Taylor. Mira, querida, ella será para esta señora lo mismo que la
señorita Taylor era para nosotros. Y espero que en un aspecto tendrá más
suerte, y no la obligarán a irse para casarse después de haber estado
tanto tiempo en la casa.
Al día siguiente las noticias que se recibieron de Richmond hicieron olvidar
todos los demás acontecimientos. ¡A Randalls llegó un propio para
anunciar la muerte de la señora Churchill! A pesar de que no se habían
dado motivos alarmantes a su sobrino para que se apresurara a regresar,
cuando llegó apenas le quedaban treinta y seis horas de vida. Un ataque
repentino, de un mal de naturaleza distinta de lo que hacía prever su
estado general, le había causado la muerte tras una breve agonía. ¡La
gran señora Churchill había dejado de existir!
Su muerte fue sentida como deben sentirse esas cosas. Todo el mundo se
mostró un poco serio, un poco apenado; compasivo para con la que se
había ido, interesado por los amigos que la sobrevivían; y al cabo de un
tiempo razonable, curioso por saber dónde la enterrarían. Goldsmith dice
que cuando una mujer encantadora empieza a volverse un poco loca lo
mejor que puede hacer es morirse; y que cuando empieza a volverse
desagradable, ésta es también la mejor solución para evitar tener una
mala fama. Después de haber sido aborrecida al menos durante
veinticinco años, ahora la señora Churchill hubiera podido oír cómo se
hablaba de ella con compasiva benevolencia. En un aspecto había
demostrado tener razón. Antes de entonces nunca nadie había creído que
se encontraba gravemente enferma. Su muerte justificó, pues, todas sus
manías, todos los males imaginarios que inventaba su egoísmo.
«¡Pobre señora Churchill! Sin duda había sufrido mucho; más de lo que
nadie había supuesto… y el sufrimiento continuo siempre agria el carácter.
Un lamentable acontecimiento… dejaba un gran vacío… a pesar de todos
sus defectos… ¿Qué haría ahora el señor Churchill sin ella? Ciertamente,
para el señor Churchill la pérdida era irreparable. El señor Churchill nunca
lograría sobreponerse a ella…» Incluso el señor Weston cabeceó
tristemente y adoptando un aire de solemnidad dijo:
—¡Ah! ¡Pobre mujer! ¡Quién lo hubiera pensado!
Y decidió que su luto sería lo más serio que fuera posible; mientras su
esposa, inclinada sobre sus anchos dobladillos, suspiraba y hacía
comentarios llenos de sentido común y de compasión sincera y profunda.
Una de las primeras cosas que se les ocurrió a ambos fue preguntarse qué
repercusiones iba a tener en Frank aquel hecho. Ésta fue también una de
las primeras cosas en las que pensó Emma. La personalidad de la señora
Churchill, el dolor de su marido… pensaba en ellos con respeto y con
compasión… y luego, con una visión menos sombría, se preguntaba hasta
qué punto aquel acontecimiento podía afectar a Frank, hasta qué punto
podía beneficiarle, liberarle. En un momento creyó prever todas las
ventajas posibles. Ahora, sus relaciones con Harriet Smith no iban a
encontrar ningún obstáculo. Nadie temía al señor Churchill, una vez su
esposa hubiera dejado de ejercer influencia sobre él; un hombre blando de
carácter, dócil, a quien su sobrino convencería de cualquier cosa. Lo
único, pues, que faltaba por desear era que el sobrino se propusiera fijar
su interés en una persona concreta, y Emma, a pesar de la buena voluntad
que mostraba en aquella causa, no tenía ninguna certeza de que ello
fuese ya un hecho real.
Harriet se portó extraordinariamente bien en aquella ocasión, con gran
dominio de sí misma. Fueran cuales fuesen las esperanzas que el suceso
le permitieran alimentar, no delató nada de sus sentimientos. Emma quedó
muy complacida al observar esta demostración de que su carácter se
estaba robusteciendo, y se abstuvo de hacer la menor alusión que pudiera
debilitar su entereza. Por lo tanto, las dos amigas hablaron de la muerte de
la señora Churchill con mucha circunspección.
En Randalls se recibieron varias breves misivas de Frank Churchill,
comunicándoles lo más importante de su situación actual y de sus planes
inmediatos. El estado de ánimo del señor Churchill era mejor de lo que
pudiera haberse esperado; y al partir el cortejo fúnebre en dirección al
condado de York, la primera visita que había hecho había sido a un viejo
amigo suyo que vivía en Windsor y a quien el señor Churchill había estado
prometiendo que visitaría desde hacía diez años. Por el momento no podía
hacerse nada por Harriet; por parte de Emma lo único que le era posible
era formular buenos deseos para el futuro.
Mucho más urgente era prestar atención a Jane Fairfax, cuyo porvenir se
ensombrecía tanto como el de Harriet se aclaraba, y cuyos compromisos
inminentes no permitían que nadie de Highbury que tuviese deseos de
mostrarse amable para con ella, se demorase lo más mínimo, porque
quedaba muy poco tiempo… y éste era precisamente el deseo que ahora
dominaba a Emma. Jamás había lamentado tanto la actitud de frialdad que
había tenido para con ella en otros tiempos; y la misma persona que
durante tantos meses le había sido totalmente indiferente, ahora era con la
que se consideraba más en deuda, a quien hubiera distinguido con todo su
afecto y su simpatía. Quería serle útil; deseaba demostrarle que apreciaba
su compañía, que la creía digna de respeto y de consideración. Decidió
convencerla para que pasara un día en Hartfield. Y le escribió una nota
invitándola. La invitación fue rechazada con una simple respuesta verbal.
«La señorita Fairfax no se encontraba en condiciones de poder escribir»; y
cuando el señor Perry fue a Hartfield aquella misma mañana, se supo que
la joven se había encontrado tan mal que había tenido que ser visitada por
el médico, aun contra su propia voluntad, y que sufría una jaqueca tan
fuerte y una fiebre nerviosa tal que era dudoso que pudiera acudir a casa
de la señora Smallridge en los días que se habían acordado. Por el
momento su salud no podía ser más precaria… había perdido del todo el
apetito… y aunque no había ningún síntoma decididamente alarmante,
nada que pudiera hacer pensar en su antigua afección pulmonar, que era
lo que más temía su familia, el señor Perry estaba preocupado por ella.
Según su opinión, la señorita Fairfax se había lanzado a una empresa
superior a sus fuerzas, y aunque ella misma comprendía que era así, no
quería reconocerlo. Estaba muy abatida. La casa que habitaba —el
médico no pudo por menos de comentarlo— no era la más adecuada para
su estado de nervios… siempre encerrada en una habitación… él hubiese
recomendado otro género de vida… Y en cuanto a su tía, aunque era una
antigua amiga del señor Perry, éste debía confesar que no era la persona
más apropiada para hacer compañía a una enferma como ella. Que la
cuidaba y que la atendía en todo era indudable; sólo que en realidad la
cuidaba y la atendía demasiado. Y él se temía que aquellos cuidados
contribuían más a empeorarla que a mejorarla. Emma le escuchaba
preocupadísima; cada vez más apenada por aquella situación, y afanosa
por encontrar el modo de serle útil. Apartarla… aunque sólo fuera por una
o dos taras… de su tía, hacerle cambiar de aires y de panorama, ofrecerle
una conversación apacible y sensata, aunque sólo fuera por una o dos
horas, podía hacerle mucho bien. Y a la mañana siguiente volvió a
escribirle con las palabras más afectuosas que se le ocurrieron, diciéndole
que iría a buscarla en su coche a la hora que Jane prefiriese… indicando
que contaba con el asentimiento del señor Perry, quien se había mostrado
decididamente favorable a que su paciente hiciera un poco de ejercicio. La
respuesta llegó en esta breve nota:
«Muchas gracias y afectuosos saludos de parte de la señorita Fairfax, pero
no se encuentra en condiciones de hacer ninguna clase de ejercicio».
Emma tuvo la sensación de que su nota merecía algo mejor; pero era
imposible luchar contra aquellas palabras cuya trémula desigualdad decía
bien a las claras que habían sido escritas por una enferma, y sólo pensó
en cuál podía ser el mejor medio para vencer su repugnancia a ser vista o
ayudada; por lo tanto, a pesar de esta respuesta mandó preparar el coche
y se dirigió a casa de la señora Bates con la esperanza de que podría
convencer a Jane de que saliera con ella; pero fue en vano; la señorita
Bates fue hasta la puerta del coche, deshaciéndose en muestras de
gratitud y afirmando que coincidía totalmente con ella en pensar que tomar
un poco el aire le sería muy beneficioso, y sirviendo de intermediaria entre
ambas hizo lo que pudo para convencer a su sobrina, pero todo en vano.
La señorita Bates se vio obligada a regresar sin haber conseguido su
propósito; no había modo de que Jane se dejara convencer; la simple
proposición de salir parecía que le hacía sentirse peor… Emma tenía
deseos de verla, y de probar su poder de persuasión; pero casi antes de
que pudiera insinuar este deseo, la señorita Bates le dijo que había
prometido a su sobrina que por nada del mundo dejaría entrar a la señorita Woodhouse.
—La verdad es que la pobre Jane no puede sufrir el ver a nadie… a nadie
en absoluto… Claro que, a la señora Elton no hemos podido decirle que
no… y la señora Cole ha insistido tanto… y como la señora Perry también
ha demostrado tanto interés… Pero, exceptuando estos casos, Jane no recibe a nadie.
Emma no quería ponerse a la misma altura que la señora Elton, la señora
Perry y la señora Cole, que consiguen casi por la fuerza entrar en todas
partes; tampoco creía tener ningún derecho de preferencia… por lo tanto,
se resignó, y las demás preguntas que hizo a la señorita Bates sólo se
referían al apetito de su sobrina y a lo que comía, por el deseo de auxiliarla
en algo. Sobre esta cuestión la pobre señorita Bates estaba desolada y fue
muy comunicativa; Jane apenas quería comer nada… el señor Perry le
recomendaba que tomase alimentos nutritivos; pero todo lo que le daban
(y bien sabía Dios que nadie como ellos podían alabarse de tener vecinos
tan buenos) lo rechazaba.
De regreso a su casa, Emma llamó inmediatamente a su ama de llaves
para que la ayudase a pasar revista a las alacenas; y mandó
inmediatamente a casa de la señorita Bates cierta cantidad de arrurruz de
la mejor calidad, junto con una nota redactada en los términos más
cordiales. Al cabo de media hora el arrurruz era devuelto con mil gracias
de parte de la señorita Bates pero «mi querida Jane no ha estado tranquila
hasta saber que lo habíamos devuelto; es algo que ella no iba a poder
tomar… y una vez más insiste en decir que no necesita nada».
Cuando poco después Emma oyó decir que habían visto a Jane Fairfax
paseando por los prados a cierta distancia de Highbury, la tarde del mismo
día en el que, con la excusa de que no estaba en condiciones de hacer
ninguna clase de ejercicio, había rechazado tan tajantemente su
ofrecimiento de salir con ella en el coche, no pudo tener ya la menor duda,
teniendo en cuenta todos aquellos indicios, que Jane estaba decidida a no
admitir ningún favor de ella. Lo sintió, lo sintió mucho. Estaba muy dolida al
verse en una situación como aquélla, quizá la más penosa de todas,
sintiéndose mortificada, dándose cuenta de que todo lo que hiciera sería
inútil y de que no podía luchar contra aquello; y la humillaba el que dieran
tan poco crédito a sus buenos sentimientos y la considerasen tan poco
digna de amistad; pero tenía el consuelo de pensar que sus intenciones
eran buenas y de poderse decir a sí misma que si el señor Knightley
hubiese podido conocer todos sus intentos para ayudar a Jane Fairfax, si
hubiera podido incluso leer en su corazón, esta vez no hubiera encontrado
motivos para hacerle ningún reproche.