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Capítulo 48

Emma – Jane Austen

Hasta entonces, en que se veía amenazada de perderlo, Emma nunca se
había detenido a pensar en lo mucho que dependía su felicidad del hecho
de ser la primera para el señor Knightley, la primera en su interés y en su
afecto… Convencida de que era así, y creyendo que era como un derecho
suyo, había disfrutado de ello sin pararse a reflexionar; y sólo ante el temor
de verse suplantada advirtió lo indeciblemente importante que había sido
para ella… Hacía tiempo, mucho tiempo que sabía que era la primera; ya
que, al no tener mujeres en su familia, sólo Isabella podía aspirar a
compararse con ella, y Emma siempre había sabido exactamente hasta
qué punto quería y apreciaba a Isabella. Durante muchos años Emma
siempre había sido su amiga favorita. Ella no lo había merecido; a menudo
se había mostrado indiferente, e incluso con mala intención, había
desdeñado sus consejos y en ocasiones incluso se había opuesto
voluntariamente a él, sin reconocer ni la mitad de sus méritos, disputando
con él porque se negaba a admitir la falsa e insolente idea que tenía de sí
misma… pero, a pesar de todo, por la relación familiar y por la costumbre,
y gradas a su espíritu superior, él la había querido, y había velado por ella
desde niña con el propósito de que fuera mejor y con un afán de que
obrara rectamente que nadie más había compartido con él. A pesar de
todos sus defectos, Emma sabía que la quería; acaso podía decir que la
quería mucho… Sin embargo, cuando pensaba en las posibilidades del
futuro no se veía con ánimos de verlas muy halagüeñas. Harriet Smith
podía considerarse a sí misma digna de ser amada de un modo especial,
exclusivamente, apasionadamente por el señor Knightley. Ella no. No
podía engañarse a sí misma pensando que él estaba ciego al sentirse
interesado por Harriet. Tenía una prueba muy reciente de su
imparcialidad… ¡Cómo se había disgustado al ver su proceder con la
señorita Bates! ¡De qué modo tan claro y tan enérgico se había expresado
sobre aquel caso! No demasiado enérgico si se tenía en cuenta la
ofensa… pero sí, con mucho, demasiado enérgico, como para suponer
que detrás de aquella actitud había un sentimiento menos rígido que el de
una justicia inexorable y una buena voluntad clarividente… No tenía
esperanzas, nada que mereciera el nombre de esperanzas de que pudiera
sentir por ella aquella clase de afecto en la que ahora pensaba; pero había
una esperanza (a veces débil, otras mayor) de que Harriet se hubiese
engañado a sí misma y diera al afecto que el señor Knightley sentía por
ella más importancia de la que en realidad tenía… debía desear por el bien
de su amigo… que ella fuera la única en pagar las consecuencias, pero
que siguiera soltero hasta el fin de su vida. Si Emma hubiera estado
segura de esto, de que él nunca se iba a casar, estaba convencida de que
quedaría totalmente satisfecha… Sólo que siguiera siendo el mismo señor
Knightley para ella y para su padre, el mismo señor Knightley para todo el
mundo; que Donwell y Hartfield no perdieran nada de su inapreciable trato
amistoso y cordial, y la paz de Emma quedaría asegurada para siempre…
en realidad el matrimonio no estaba hecho para ella. Sería incompatible
con sus deberes para con su padre y con lo que sentía por él. Nada podría
separarla de su padre. No se casaría, ni siquiera si se lo pidiese el señor Knightley.
Su más ardiente deseo debía ser que Harriet tuviera una decepción; y
confiaba que cuando pudiera volver a verles juntos por lo menos podría
conjeturar qué posibilidades había para ello. A partir de entonces les
observaría con la máxima atención; y por desgracia como hasta entonces
ni siquiera había sabido comprender a las personas que había estado
vigilando, no sabía cómo llegar a admitir que también en aquella ocasión
podía equivocarse… Esperaba volver a ver al señor Knightley un día u
otro. No tardaría en poder ejercitar sus dotes de observación… incluso le
parecía demasiado pronto cuando pensaba en el rumbo que podían tomar
las cosas. Entre tanto decidió no volver a ver a Harriet… No beneficiaría a
ninguna de las dos ni se sacaría ninguna ventaja de hablar más de aquel
asunto… Estaba decidida a no dejarse convencer mientras pudiera dudar,
y sin embargo no tenía motivos para oponer a las esperanzas de Harriet.
Hablando sólo conseguiría enojarse… Por lo tanto le escribió de un modo
amable pero resuelto rogándole que por el momento no fuera por Hartfield;
reconociendo de que estaba convencida que era mejor evitar toda nueva
discusión confidencial acerca de cierto tema; y diciendo que confiaba que
si dejaban pasar unos cuantos días sin verse excepto en compañía de
otras personas… sólo se oponía a un tête-à-tête… podrían obrar como si
hubiesen olvidado la conversación del día anterior… Harriet se sometió,
aprobó la idea y manifestó su gratitud.
Apenas acababa de resolver esta cuestión, cuando tuvo una visita que
vino a distraerla un poco de aquel único tema en el que había estado
pensando tanto dormida como despierta, durante las últimas veinticuatro
horas. La señora Weston que había visitado a su futura nuera, al regresar
a su casa había decidido pasar por Hartfield considerando como un deber
para con Emma y un placer para ella misma el referirle todos los detalles
de una entrevista tan interesante.
El señor Weston la había acompañado a casa de la señora Bates, y allí
había desempeñado el papel que le correspondía con toda dignidad; pero
luego su esposa había convencido a la señorita Fairfax para que salieran
juntas a dar un paseo, y ahora volvía con muchas más cosas que contar, y
muchas más cosas que contar con satisfacción, de las que un cuarto de
hora pasado en el salón de la señora Bates, en la embarazosa situación
que allí se hubiera creado, hubiesen podido sugerirle.
Emma sentía un poco de curiosidad; y prestó mucha atención a todo lo
que le iba contando su amiga. La señora Weston había efectuado aquella
visita en un estado de ánimo muy incierto; y al principio había pensado que
por el momento era mejor no visitarlas, y conformarse con escribir a la
señorita Fairfax aplazando esta ceremoniosa visita hasta que hubiera
pasado algún tiempo más, y el señor Churchill accediera a que se hiciese
público el compromiso; ya que había que tener en cuenta que en su
opinión una visita como aquélla no podía hacerse sin que se diera pábulo
a comentarios… Pero el señor Weston pensaba de un modo muy distinto;
estaba extraordinariamente ansioso por demostrar a la señorita Fairfax y a
su familia que aprobaba la elección de su hijo, y no concebía que aquello
pudiese despertar ninguna sospecha; y en caso de ser así, no tendría
ninguna importancia; porque «esas cosas», según dijo, «siempre acaban
por saberse». Emma sonrió y pensó que el señor Weston tenía muy
buenas razones para opinar de este modo. En resumen, que habían ido…
encontrándose con que el desconcierto y la turbación de la joven no podía
ser mayor. Apenas había podido decir ni una palabra, y todo su aspecto y
sus actitudes demostraban que se hallaba profundamente afectada. La
serena y cordial satisfacción de la anciana y la entusiástica alegría de su
hija, que resultó ser tan intensa que ni siquiera le dejaba hablar tanto como
de costumbre, constituyeron en medio de todo un grato espectáculo, casi
conmovedor; tan respetable parecía su felicidad, tan desinteresada en sus
manifestaciones; pensaban tanto en Jane, tanto en todo el mundo, y tan
poco en ellas mismas, que suscitaban los sentimientos más entrañables.
La reciente enfermedad de la señorita Fairfax ofreció a la señora Weston
una excelente excusa para invitarla a dar un paseo; al principio se había
mostrado retraída y había rechazado el ofrecimiento, pero al ver que se
insistía, terminó aceptando; y durante aquel paseo en coche la señora
Weston, alentándola con palabras llenas de afecto, consiguió vencer su
reserva, y hacer que conversaran sobre el tema que a ambas les
interesaba más. Jane empezó por excusarse por el silencio poco amable
con que había recibido a los dos esposos, y manifestó la enorme gratitud
que siempre había sentido por ella y por el señor Weston; pero una vez
terminadas estas efusiones, hablaron durante un buen rato del estado
presente y futuro de aquel compromiso matrimonial. La señora Weston
estaba convencida de que aquella conversación debía constituir un gran
alivio para su compañera, que durante tanto tiempo había estado tan
encerrada en sí misma, y quedó muy complacida con todo lo que ella le
dijo acerca del caso.
—Sobre todo lo que había sufrido, ocultándolo durante tantos meses
—continuó la señora Weston—, me ha hablado con mucha energía. Una
de las cosas que me ha dicho ha sido: «No voy a decir que desde que me
prometí con él no haya tenido momentos felices; pero sí que desde
entonces no he disfrutado de una sola hora de tranquilidad…» Y al decir
esto le temblaban los labios, Emma, y te aseguro que ha sido algo que me
ha llegado muy hondo.
—¡Pobre muchacha! —dijo Emma—. Entonces, ella cree que hizo mal al
aceptar el prometerse en secreto, ¿no?
—¿Que hizo mal? Creo que nadie le haría más reproches de los que está
dispuesta a hacerse a sí misma. «Las consecuencias», me decía, «para
mí han sido un estado de continua zozobra; y así tenía que ser; pero a
pesar de todo el castigo que un mal proceder puede acarrearnos, el
proceder no por eso deja de ser menos malo. Sufrir no es expiar. No
puedo disculparme. He estado obrando contrariamente a lo que yo creía
que era justo; y el final feliz que ahora ha tenido todo y las atenciones que
estoy recibiendo es lo que mi conciencia me dice que no merezco». «No
se imagine usted», me ha dicho también, «que he recibido malas
enseñanzas. No crea que pueden tener la culpa los principios que me
dieron ni los amigos que se cuidaron de educarme. El error ha sido sólo
mío; y le aseguro que, a pesar de todas las disculpas que las presentes
circunstancias aparentemente puedan darme, espero con mucho temor el
momento en que tenga que contar esta historia al coronel Campbell».
—¡Pobre muchacha! —repitió Emma—. Estoy segura de que le quiere
apasionadamente. Sólo el amor ha podido empujarla a aceptar una
situación como ésta. Sus sentimientos pudieron más que su razón.
—Sí, no tengo la menor duda de que está muy enamorada de él.
—Me temo —replicó Emma suspirando— que yo muchas veces debo
haber contribuido a que se sintiera desgraciada.
—¡Oh, querida! Por tu parte tú no podías ser más inocente. Pero
probablemente ella estaba pensando en algo de eso cuando ha aludido a
las desavenencias de que Frank ya nos había dicho algo. Me decía que
una consecuencia natural de esta situación insostenible en la que ella
misma se había puesto, era que se había vuelto poco comprensiva. Al ser
consciente de que obraba mal, estaba expuesta a mil inquietudes y se
había vuelto suspicaz e irritable, hasta un extremo que forzosamente tenía,
como así fue, que resultar difícil de soportar para él. «Yo no era
comprensiva, como debía haberlo sido», me ha dicho, «con su manera de
ser, con su carácter alegre, expansivo, con su propensión a tomarlo todo
un poco como un juego, que en cualquier otra circunstancia estoy segura
de que me hubieran hechizado constantemente como me hechizaron en
un principio». Luego me ha empezado a hablar de ti, de lo amable que
habías estado con ella durante su enfermedad; y ruborizándose de un
modo que me ha demostrado hasta qué punto estaba relacionada una
cosa con la otra, me ha suplicado que cuando tuviera ocasión te diera las
gracias… Yo nunca podré agradecerte bastante todos tus deseos y todos
tus intentos de ayudarla. Ella se da cuenta de que nunca te ha
correspondido como merecían tus buenas intenciones.
—Si yo ahora no supiese que ella es feliz —dijo Emma muy seria—, y
tiene que serlo, a pesar de los escrúpulos de conciencia que pueda tener
en estos momentos, no podría aceptar que me diese las gracias… Porque
si fuéramos a hacer recuento de todo el bien y todo el mal que yo he
hecho a Jane Fairfax… Bueno —dominándose, e intentando mostrarse
más alegre—, hay que olvidar todo eso. Has sido muy amable al darme
todos esos pormenores tan interesantes. Demuestran lo mucho que vale
esta muchacha. Estoy segura de que es muy buena… y espero que sea
muy feliz. Es mejor que ya que la fortuna está toda de parte de él, las
cualidades estén todas de parte de ella.
La señora Weston no podía dejar de dar una réplica a esta conclusión. Ella
seguía pensando bien de Frank en casi todos los aspectos; y, más aún, le
quería mucho, y su defensa fue por lo tanto muy apasionada; impulsada
por su gran afecto, expuso una serie de argumentos muy razonables…
pero todo aquello no bastaba para retener la atención de Emma; ésta no
tardó en estar pensando en Brunswick Square o en Donwell y se olvidó de
escuchar. Y cuando la señora Weston terminó diciendo «Todavía no
hemos recibido la carta que estamos esperando con tanto interés, pero no
creo que pueda tardar mucho…», se vio obligada a hacer una pausa antes
de contestar, y por fin a contestar al buen tuntún, antes de que pudiese
recordar qué carta era aquella que tenían tanto interés por recibir.
—¿Te encuentras bien, Emma? —fue la última pregunta de la señora
Weston al despedirse.
—¡Oh! Perfectamente… Yo siempre me encuentro bien, ya lo sabes. No te
olvides de decirme algo de la carta tan pronto como la recibáis.
Las confidencias de la señora Weston proporcionaron a Emma más
materia para reflexiones desagradables al aumentar su estima y su
compasión, por la señorita Fairfax, y al avivar el recuerdo de lo injusta que
había sido con ella tiempo atrás. Lamentaba amargamente no haber
intentado tener con ella una amistad más íntima, y enrojecía de vergüenza
al tensar que en buena parte la causa de su actitud no había sido otra que
la envidia. Si hubiese hecho caso de los deseos del señor Knightley
prestando estas atenciones a la señorita Fairfax, como era en todos los
aspectos su deber; si hubiese intentado conocerla mejor; si hubiese hecho
todo lo posible por su parte porque se estableciera un trato más íntimo; si
hubiese tratado de hacer de ella su amiga en vez de elegir a Harriet
Smith… De haber obrado así, según todas las probabilidades ahora se
hubiese ahorrado aquellas zozobras que entonces estaban acosándola…
Por su cuna, por sus aficiones, por su educación, parecía destinada a ser
amiga suya, a que ella la acogiese con agrado; y por parte de Jane…
¿Cómo era aquella muchacha? Suponiendo incluso que nunca hubieran
llegado a ser amigas íntimas; que la señorita Fairfax no hubiese tenido la
suficiente confianza con ella como para revelarle el secreto… lo cual era lo
más probable… a pesar de todo, conociéndola como hubiese podido y
debido conocerla, se hubiese evitado concebir aquellas odiosas sospechas
acerca de un indigno enamoramiento con el señor Dixon, sospechas que
no sólo había concebido y alimentado en su mente, sino que también
había confiado de un modo imperdonable a otras personas; una idea que
ella mucho temía que hubiera sido uno de los mayores motivos de aflicción
para los delicados sentimientos de Jane, debido a la ligereza y al
atolondramiento de Frank Churchill. De todo lo que podía hacer daño a la
joven desde su llegada a Highbury, estaba convencida de que ella había
sido la fuente principal de sus inquietudes. Tenía que ver en ella a un
enemigo perpetuo. Los tres nunca habían estado juntos sin que Emma no
hubiese perturbado la paz de Jane Fairfax en mil detalles; y en Box Hill tal
vez había conocido unos sufrimientos espirituales que le habían hecho
pensar que ya no podía resistir más.
Aquel día en Hartfield el atardecer fue muy largo y muy triste. Y el tiempo
pareció contribuir a hacer más sombrías aquellas horas. Se desató una
borrasca de lluvia fría, y julio sólo era patente en los árboles y arbustos,
que el viento iba desnudando, y en la duración de la luz, que prolongaba
aún por más tiempo aquel melancólico espectáculo.
El mal tiempo afectaba al señor Woodhouse; y el único modo de que se
sintiera pasablemente a gusto fue recibir constantes atenciones por parte
de su hija, que a Emma le costaron doble esfuerzo del que hasta entonces
había necesitado en aquellos casos. Aquella tarde le recordaba la primera
vez en que padre e hija quedaron solos, la tarde del día en que se casó la
señora Weston; pero poco después del té, el señor Knightley había ido a
visitarles disipando así hasta la última sombra de tristeza. Pero, ¡ay!,
aquellas gratas demostraciones de la atracción que ejercía Hartfield, como
lo probaba aquel tipo de visitas, no tardarían mucho en tener un fin. Las
perspectivas de tedio que entonces Emma había previsto para el invierno
siguiente habían resultado erróneas; ningún amigo les había abandonado,
no habían perdido ninguna distracción… Pero ahora temía que no iba a
ser tan afortunada como entonces en el resultado de sus sombrías
predicciones… El porvenir que se abría ante ella era tan amenazador que
no podía ser totalmente conjurado… que ni siquiera en parte parecía poder
llegar a ser más halagüeño. Si todo lo que podía ocurrir en el círculo de
sus amistades ocurría, Hartfield debía quedar relativamente abandonado;
y ella tendría que alentar a su padre con los ánimos que le quedaran de su
desaparecida felicidad.
El niño que iba a nacer en Randalls crearía un vínculo mucho más fuerte
que el que representaba ella misma; y el corazón y el tiempo de la señora
Weston serían absorbidos por él. La perderían. Y probablemente en gran
parte iban a perder también a su marido… Frank Churchill no volvería
más; y era lógico suponer que la señorita Fairfax pronto dejara de
pertenecer a Highbury. Se casarían y se instalarían en Enscombe o cerca
de allí. Iba a perder a las personas que más apreciaba; y si a estas
pérdidas había que añadir la de Donwell, ¿qué amigos cordiales e
inteligentes iban a quedar cerca de ella? ¡El señor Knightley ya no volvería
a hacerles compañía por las tardes! ¡Ya no volvería a visitarles a todas
horas, como si estuviera siempre dispuesto a cambiar su propio hogar por
el suyo! ¿Cómo iba a poder soportar todo eso? Y si la causa de que le
perdieran era Harriet; si a partir de entonces había que resignarse a la idea
de que encontraba en la compañía de Harriet todo lo que él necesitaba; si
Harriet iba a ser para él la elegida, la primera, la amiga más querida, la
esposa en quien debía cifrar toda la felicidad del mundo; ¿qué idea podía
resultar más desconsoladora para Emma, sino la que no podría jamás
apartarse de su mente, de que todo habría sido obra suya?
Cuando sus reflexiones llegaban a este punto extremo, no podía evitar
estremecerse, emitir un profundo suspiro e incluso pasear por la habitación
durante unos breves segundos… y el único pensamiento del que podía
extraer algo parecido a un consuelo, a una resignación, era su decisión de
que a partir de entonces iba a corregirse, y la esperanza de que, aunque el
próximo invierno y todos los demás inviernos que vinieran no pudieran
compararse a los pasados en animación y en alegría, iban a encontrarla
más sensata, conociéndose más a sí misma, y terminarían dejándole
menos cosas de que arrepentirse.

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