Emma – Jane Austen
Durante toda la mañana siguiente continuó haciendo más o menos el
mismo tiempo; y en Hartfield parecía reinar la misma soledad y la misma
melancolía… pero a primera hora de la tarde el cielo se despejó; el viento
cedió en fuerza; las nubes se disiparon; lució el sol; había vuelto el verano;
con toda la vehemencia que inspira un cambio de tiempo como éste,
Emma se propuso salir al aire libre lo antes posible. Nunca el maravilloso
espectáculo, los olores, la sensación de la naturaleza tranquila, cálida,
brillante, después de una tempestad, le habían resultado más atractivos;
ansiaba la serenidad que todo ello iba a introducir gradualmente en su
espíritu; y al visitarles el señor Perry poco después de comer, con toda una
hora libre para consagrar a su padre, aprovechó en seguida la ocasión
para salir al jardín… Allí, con el ánimo más reposado, y las ideas un poco
calmadas, dio unas cuantas vueltas; cuando vio al señor Knightley
franqueando la puerta del jardín y dirigiéndose hacia ella… Era la primera
noticia que tenía de que había vuelto de Londres. Un momento antes
Emma había estado pensando en él considerándole sin la menor
vacilación a dieciséis millas de distancia. Sólo tenía tiempo para hacer una
rápida composición de lugar. Tenía que dominarse y sosegarse. Al cabo
de medio minuto estuvieron el uno enfrente del otro. Los «¿Cómo está
usted?» fueron tranquilos y mesurados por una y otra parte. Ella le
preguntó por sus amigos mutuos; estaban todos bien.
—¿Cuándo ha salido de Londres?
—Esta misma mañana.
—Ha debido mojarse por el camino.
—Sí.
Emma vio que deseaba que dieran un paseo juntos.
—He echado una ojeada al comedor, y como he visto que no me
necesitaban prefiero estar al aire libre.
Por su aspecto y su manera de hablar parecía contrariado; y la joven,
inspirada por sus temores, pensó que posiblemente la causa de ello era
que tal vez había comunicado sus proyectos a su hermano, y estaba
preocupado por la actitud con que éste los había acogido. Se pusieron a
andar juntos. Él guardaba silencio. Emma tenía la impresión de que de vez
en cuando la miraba de reojo, como si quisiera leer en su rostro más de lo
que a ella le convenía dejar entrever. Y esta suposición le inspiró otro
temor. Quizá quería hablarle de su amor por Harriet; posiblemente sólo
esperaba que ella le diera pie para empezar sus confidencias… Pero
Emma no lo hacía, no podía hacerlo, no se sentía con fuerzas para hacer
que la conversación derivase hacia aquel tema. Él tendría que hacérselo
todo. Pero no podía soportar aquel silencio, que, tratándose de él, era algo
tan fuera de lo común. Estuvo pensando… se decidió… y por fin,
intentando sonreír, empezó:
—Ahora que ha regresado se enterará usted de noticias que más bien le sorprenderán.
—¿De veras? —dijo él con calma, mirándola—. Y ¿de qué clase?
—¡Oh! Las mejores noticias del mundo… una boda.
Tras hacer una breve pausa, como para asegurarse de que ella no iba a
decir nada más, replicó:
—Si se refiere a la de la señorita Fairfax y Frank Churchill ya me lo han dicho.
—¿Cómo es posible? —exclamó Emma, volviendo hacia él su rostro encendido.
Pero mientras hablaba se le ocurrió que yendo hacia allí podía haberse
detenido a visitar a la señora Goddard.
—Esta mañana he recibido una carta del señor Weston sobre asuntos de
la parroquia, y al final me hacía un pequeño resumen de todo lo que había ocurrido.
Emma se sintió más aliviada, y al momento pudo decir con un poco más de serenidad:
—Entonces probablemente le habrá sorprendido menos que a los demás,
porque usted ya tenía sus sospechas… No he olvidado que en cierta
ocasión usted intentó prevenirme… Ojalá le hubiera hecho caso… pero
—bajando la voz y dando un profundo suspiro— está visto que estoy
condenada a no saber ver nunca esas cosas…
Durante unos momentos hubo un silencio, y Emma no advirtió que sus
palabras habían causado una profunda impresión en su interlocutor, hasta
que sintió que le cogía la mano y se la llevaba al corazón, y le oyó decir en
voz baja en un tono muy emocionado:
—El tiempo, mi querida Emma, el tiempo curará esta herida… Tiene usted
un gran sentido común… tiene que hacer un esfuerzo pensando en su
padre… ya sé que para usted misma…
Volvió a apretar de nuevo la mano de la joven, mientras añadía con voz
aún más cálida y más entrecortada:
—El más fiel de los amigos… indignación… aquel odioso canalla… —Y en
un tono más bajo, más resuelto—: Pronto se irá… Pronto se irán al
Yorkshire. Lo siento por ella. Merece mejor suerte.
Emma le comprendió; y apenas pudo recuperarse de la intensa sensación
de gozo que le había producido aquella prueba de afecto por parte de él, replicó:
—Es usted muy bueno… pero se equivoca… Y tengo que decirle cuál es
la verdad… No necesito esta clase de compasión. Mi ceguera ante todo lo
que estaba pasando me llevó a actuar de un modo del que siempre me
avergonzaré, y me vi neciamente tentada a decir y a hacer muchas cosas
que pudieron dar pie a las suposiciones más desagradables, pero ésta es
la única razón que tengo para lamentar el no haber estado antes en el secreto.
—¡Emma! —exclamó él mirándola afanosamente—. ¿Es cierto lo que
dice? —Pero en seguida, dominando su entusiasmo—: No, no… ya le
entiendo. Perdóneme… me alegro de que pueda decir eso… No,
ciertamente no vale la pena lamentar su pérdida. Y confío en que no pase
mucho tiempo antes de que no sea sólo su razón la que reconozca todo
eso… ¡Ha tenido usted suerte de que su corazón no se hubiera
comprometido más! Le confieso que, por la actitud de usted, yo nunca
podía estar seguro de hasta dónde llegaban sus sentimientos… sólo tenía
la seguridad de que había una predilección… una predilección de la que
yo nunca le consideré merecedor. Es alguien que deshonra el apelativo de
hombre… ¿Y un ser así ha de recibir en recompensa una muchacha tan
encantadora? ¡Jane, Jane! ¡Qué desgraciada serás!
—Señor Knightley —dijo Emma, tratando de mostrarse animosa, pero
sintiéndose en realidad en medio de la mayor confusión—, me pone usted
en una situación muy delicada. No puedo dejar que siga en este error; y,
sin embargo, tal vez, puesto que mi proceder le dio esta impresión, no me
faltan motivos para sentirme tan avergonzada de confesar que nunca me
he sentido enamorada de la persona de que estamos hablando, como
podría sentirse una mujer que confesara exactamente todo lo contrario…
¡Nunca…!
Él la escuchó en silencio. Emma hubiese querido que le hablara, pero él
seguía callado. Supuso que debía añadir algo más antes de hacerse
merecedora de su clemencia; pero se resistía a verse obligada a rebajarse
a sí misma ante él. Sin embargo, siguió diciendo:
—Mi proceder tiene pocas disculpas… Me tentaron sus atenciones, y me
permití a mí misma mostrarme complacida… Una vieja historia…
probablemente un caso muy corriente… algo que les habrá ocurrido a
centenares de mujeres antes que a mí; y con todo no es la más
disculpable la que como yo sienta plaza de «inteligente». Concurrieron
muchas circunstancias en esa tentación. Él era el hijo del señor Weston…
le tenía constantemente junto a mí… siempre le encontraba muy
agradable… y, en resumen —con un suspiro—, no voy a ocultarle con
frases ingeniosas cuál ha sido la causa más importante de todo esto…
halagaba mi vanidad, y consentí sus atenciones. Sin embargo, en estos
últimos tiempos… la verdad es que durante cierto tiempo yo no pensaba
que aquello pudiera significar algo… lo consideraba como una costumbre,
un juego… nada que me comprometiese seriamente ante mí misma… En
cierto modo había triunfado sobre mí, pero sin hacerme daño. Nunca había
estado enamorada de él. Y ahora puedo interpretar aproximadamente su
conducta. Él nunca quiso enamorarme. Aquello no era más que una
pantalla para ocultar su verdadera situación con otra mujer… —Su
propósito era engañar a todos los que le rodeaban; y estoy segura de que
nadie pudo engañarse de un modo más efectivo que yo… sólo que no me
engañé… ésta fue mi mayor suerte… por el motivo que fuera, me libré de él.
Al llegar a este punto Emma hubiera deseado que él le respondiera…
aunque sólo fueran unas pocas palabras para decir que por lo menos su
conducta era comprensible; pero seguía en silencio; y, por lo que ella
podía conjeturar, sumido en sus pensamientos. Por fin, casi en su tono habitual, dijo:
—Nunca he tenido una buena opinión de Frank Churchill… Sin embargo,
siempre puedo suponer que no haya sabido apreciar sus cualidades… Mi
relación con él ha sido muy superficial. E incluso admitiendo que hasta
ahora le haya juzgado como merece, creo que puede llegar a ser mucho
mejor… Con una mujer como Jane tiene una posibilidad… No tengo
ningún motivo para desearle mal… y por el bien de ella, cuya felicidad va a
depender de su buen carácter y de su conducta, desde luego le deseo
todo el bien del mundo.
—No tengo ninguna duda de que serán felices juntos —dijo Emma—;
estoy segura de que están sinceramente enamorados el uno del otro.
—¡Es un hombre afortunado! —exclamó el señor Knightley con énfasis—.
Tan joven aún, a los veintitrés años, a una edad en la que cuando un
hombre elige esposa generalmente elige mal… ¡A los veintitrés años
conseguir algo de tanto valor! Dentro de lo que es humanamente posible
prever, ¡cuántos años de felicidad le esperan! Haber conquistado el amor
de una mujer como ella… un amor desinteresado, porque el modo de ser
de Jane Fairfax es el de una persona del máximo desinterés; todo está en
favor de él… igualdad de situación…, me refiero, por lo que respecta a la
sociedad, y todas las costumbres y modales que realmente cuentan; hay
igualdad en todos los aspectos, excepto en uno… y éste, ya que no es
posible dudar de la pureza de intenciones de ella, aún contribuirá a la
felicidad de él, ya que le permitirá ofrecerle las únicas ventajas de las que
ella carece ahora… Un hombre siempre desea dar a una mujer un hogar
mejor que aquel de donde la ha sacado; y quien puede hacerlo, cuando no
hay dudas acerca del amor de ella, debe de ser, en mi opinión, el más feliz
de los mortales… Sí, Frank Churchill es un favorito de la fortuna. Todo lo
que le ocurre es en beneficio suyo… Conoce a una joven en un balneario,
conquista su afecto, ni siquiera la alarma con la ligereza de su carácter… y
si él y toda su familia hubiesen dado la vuelta al mundo buscándole una
esposa perfecta, no la hubiesen encontrado superior a ella… Su tía se
opone… su tía muere… Sólo tiene que hablar… Sus amigos están
dispuestos a ayudarle a ser feliz… Se ha portado mal con todo el mundo…
y todo el mundo está encantado de perdonarle… ¡La verdad es que es
hombre de suerte!
—Habla usted como si le envidiase.
—Y le envidio, Emma. En una cosa le aseguro que le envidio.
Emma no se atrevió a decir nada más. Parecían estar ya a medio camino
de hablar de Harriet, y en aquel momento todo lo que quería era evitar
aquel tema, si era posible. Se trazó un plan; le hablaría de algo totalmente
distinto… los niños de Brunswick Square; y cuando ya se disponía a
hablar, el señor Knightley la sorprendió diciendo:
—No va usted a preguntarme en qué le envidio… Veo que está decidida a
no tener curiosidad… Es usted prudente… pero yo no puedo serlo. Emma,
debo decirle lo que no va a preguntarme, a pesar de que quizás un
momento después me arrepienta de haberlo dicho.
—¡Oh! Entonces no me lo diga, no me lo diga —exclamó ella
rápidamente—. Tómese más tiempo, reflexione, no se precipite.
—Muchas gracias —dijo él en un tono ofendido.
Y no añadió ni una sílaba más. Emma no podía soportar la idea de haberle
hecho daño. Él tal vez deseaba hacerle una confidencia… tal vez
consultarle algo…; por mucho que le costara, le escucharía. Podía
ayudarle a resolverse o a confirmarle en su opinión. Podía limitarse a
elogiar a Harriet o, recordándole el valor de su independencia, sacarle de
aquel estado de indecisión que para un espíritu como el suyo debía de ser
más doloroso que cualquier alternativa… Habían llegado frente a la puerta de la casa.
—¿Entra usted? —le preguntó él.
—No —replicó Emma, segura ya de su decisión, al ver el abatimiento que
demostraba él al hablar—. Me gustaría seguir el paseo. El señor Perry aún no se ha ido.
Y después de dar unos pasos añadió:
—Hace un momento le he interrumpido muy bruscamente, señor
Knightley, y temo haberle ofendido… Pero si desea hablar francamente
conmigo como amiga, o pedirme la opinión sobre cualquier cosa que tenga
usted en proyecto… como amiga estoy a su disposición. Escucharé todo lo
que quiera decirme. Y le diré exactamente lo que piense.
—¡Como amiga! —repitió el señor Knightley—. Emma, lo que temo es una
palabra… No, no, prefiero que no… Sí… quédese… ¿por qué voy a
vacilar? Ya he ido demasiado lejos para poder ocultarlo ahora… Emma,
acepto su ofrecimiento… Por raro que pueda parecerle, lo acepto y me
confío a usted como amiga… Dígame… ¿Puedo tener alguna esperanza?
Se interrumpió como para dar más énfasis a su pregunta, mientras con la
mirada dominaba completamente a la joven.
—Mi querida Emma —siguió diciendo—, porque querida lo será usted
siempre para mí, sea cual sea el resultado de esta hora de conversación,
mi querida Emma, mi amada Emma… contésteme en seguida. Diga «no»
si es eso lo que tiene que decir.
Emma era absolutamente incapaz de decir nada, y él exclamó muy excitado:
—¡Se calla usted! ¡No dice nada! Por ahora no pregunto más.
Emma estaba casi a punto de desvanecerse por la emoción de aquellos
momentos. Entonces el sentimiento más acusado en ella era el temor a
despertar del más feliz de los sueños.
—No soy hombre de muchas palabras, Emma —siguió diciendo en un
tono tan sincero, tan decidido, tan afectuoso, que no podía sino
convencer—. Si la quisiera menos tal vez podría hablar más. Pero ya sabe
cómo soy… De mí sólo ha oído la verdad… Yo le he hecho reproches y la
he sermoneado, y usted lo ha soportado como ninguna otra mujer en toda
Inglaterra lo hubiese hecho… Soporte ahora las verdades que tengo que
decirle, mi querida Emma, como siempre las ha soportado… Mis modales
tal vez no las abonan demasiado. Sé bien que no he sido un enamorado
ejemplar… Pero usted ya me comprende… Sí, usted ve, usted comprende
mis sentimientos… Y, si puede, corresponderá a ellos. Ahora sólo le ruego
que me deje oír, aunque sólo sea una vez, que me deje oír su voz.
Mientras el señor Knightley hablaba, la mente de ella estaba en plena
actividad, y con toda la prodigiosa celeridad del pensamiento había podido,
sin perder ni una palabra, captar y comprender cuál era la verdad exacta
de todo aquello; ver que las esperanzas de Harriet habían sido totalmente
infundadas, un error, un engaño, un engaño tan total como cualquiera de
los suyos propios… que Harriet no era nada para él; que ella lo era todo;
que lo que ella había estado diciendo relativo a Harriet había sido tomado
como expresión de sus propios sentimientos; y que su agitación, sus
dudas, su contrariedad, su desánimo, él los había tomado como un medio
de desanimarle a él que Emma había adoptado… y no sólo tenía que ir
haciéndose cargo de todas esas cosas que significaban tanta felicidad
para el porvenir; había también que alegrarse de no haber revelado el
secreto de Harriet, y de decidir que ya no era necesario, ni se haría…
Ahora era todo lo que podía hacer por su pobre amiga; ya que, por lo que
se refiere al heroísmo del sentimiento que podía haberla impulsado a
intentar que él transfiriese su amor de Emma a Harriet, como la más digna,
infinitamente más digna, de las dos… o incluso a la actitud mucho más
sencilla y sublime de decidir rechazarle al momento y para siempre, sin
confesar los motivos, por el hecho de que no pudiera casarse con
ambas… No, Emma no estaba dispuesta a esos sacrificios. Pensaba en
Harriet con pena y arrepentimiento; pero en su espíritu el impulso de
generosidad no alcanzó extremos de insensatez que se hubieran opuesto
a todo lo que podía ser probable o razonable. Había desencaminado a su
amiga, y ésta sería siempre para ella un reproche viviente; pero su buen
juicio era tan firme como sus sentimientos, tan firme como lo había sido
siempre, y no podía aceptar para él una unión como aquélla, tan desigual y
tan impropia. El camino que Emma veía ante sí era claro, pero no sin
dificultades… Ante sus apremios se vio forzada a hablar… ¿Qué es lo que
dijo? Exactamente lo que debía decir, por supuesto… Como hace siempre
una dama… Dijo lo suficiente para darle a entender que no tenía por qué
desesperarse… invitándole a decir algo más. Por un momento él había
perdido las esperanzas, al ver que se le instaba a la prudencia y al
silencio, como si aquello representase una negativa… ella había
empezado por, negarse a oírle… Luego el cambio de actitud había sido un
tanto brusco… Su proposición de seguir paseando, el modo en que Emma
había reanudado la conversación que ella misma acababa de interrumpir
no había dejado de causarle sorpresa… Ella se daba cuenta de que había
obrado de un modo incongruente; pero el señor Knightley fue tan amable
que prefirió olvidar el caso, y no le pidió más explicaciones.
Pocas veces, muy pocas, sucede que los seres humanos pueden obrar
mostrando la verdad completa acerca de sus actos; casi siempre queda
algo un poco oculto, algo en una cierta penumbra; pero cuando, como en
este caso, si hay algo oculto en la manera de obrar, pero no en los
sentimientos, no tiene gran importancia… El señor Knightley no podía
encontrar un corazón más enamorado que el de Emma, un corazón más
dispuesto a aceptar el suyo.
En realidad él no había tenido ni la menor sospecha de la influencia que
ejercía sobre la joven; había salido a su encuentro en el jardín sin la
intención de ponerla a prueba. Había acudido a Hartfield preocupado por
ver cómo ella había tomado la noticia del compromiso matrimonial de
Frank Churchill, sin ninguna mira egoísta, sin ninguna intención de ninguna
clase, excepto la de intentar, si ella se lo permitía, consolarla o
aconsejarla… El resto había sido obra de las circunstancias, el efecto
inmediato de lo que oyó y también de sus sentimientos. La grata
certidumbre de que Emma sólo sentía indiferencia por Frank Churchill, de
que jamás le había entregado su corazón, hizo nacer en él la esperanza
de que con el tiempo podía llegar a conquistarlo para sí; pero no había
sido una esperanza de algo concreto, inmediato… tan sólo, en aquellos
momentos en los que la vehemencia de su anhelo se impuso a su razón,
aspiraba a oír que ella no se oponía a su tentativa de llegar a conquistar su
amor… Las esperanzas de algo más que progresivamente se le fueron
ofreciendo le dejaron enajenado de alegría… El afecto que él había estado
rogando que le permitiera crear dentro de lo posible, era ya suyo… En
media hora había pasado de un estado de ánimo totalmente abatido, a
algo tan semejante a la felicidad perfecta, que éste era el único nombre
que podía darle.
El cambio experimentado por ella fue parecido… Aquella media hora había
dado a ambos la misma inapreciable certeza de ser amados, había
disipado en uno y otro las mismas brumas de la incomprensión, de los
celos, de la desconfianza… Por parte de él habían sido unos celos muy
antiguos, que se remontaban a la época de la llegada de Frank Churchill, e
incluso antes, cuando aún se le esperaba… Había estado enamorado de
Emma y celoso de Frank Churchill desde aquellos días en los que
probablemente un sentimiento le había permitido darse cuenta del otro…
Habían sido sus celos de Frank Churchill que le habían hecho dejar
Highbury… La excursión a Box Hill le había impulsado a partir. Consideró
que por lo menos así evitaría el volver a ser testigo de todas aquellas
atenciones que ella permitía y alentaba… Se había ido para aprender a ser
indiferente… Pero para ello había elegido un mal lugar. Había demasiada
felicidad doméstica en la casa de su hermano; la mujer representaba allí
un papel demasiado atractivo; Isabella se parecía demasiado a Emma…
diferenciándose sólo de ella en una serie de cosas en las que era
claramente inferior, y que no hacían más que evocarle con mucha más
fuerza el recuerdo de su amiga; por mucho que hubiese hecho, aunque se
hubiese quedado allí mucho más tiempo, hubiese sido inútil. Sin embargo,
permaneció allí tercamente, día tras día… hasta que aquella misma
mañana el correo le había traído la historia de Jane Fairfax… Entonces,
junto a la alegría que forzosamente debía sentir, y que no sentía el menor
escrúpulo en sentir, porque nunca había creído que Frank Churchill
mereciera a Emma, surgió en su ánimo una solicitud tan afectuosa, una
inquietud tan intensa por ella, que no pudo seguir en Londres ni un día
más. Había regresado a Highbury bajo la lluvia; e inmediatamente después
de comer se había encaminado a Hartfield para ver cómo la mejor y la más
encantadora de todos los seres humanos, perfecta a pesar de sus
imperfecciones, sobrellevaba la noticia.
La encontró nerviosa y deprimida… Frank Churchill era un villano… Emma
le dijo que nunca le había amado… Al fin y al cabo, Frank Churchill no era
un caso tan ruin como podría suponerse… Cuando ambos volvieron a la
casa, Emma era ya «su» Emma, su mano y sus palabras lo atestiguaban;
y si entonces hubiera podido pensar en Frank Churchill, probablemente le
hubiera considerado como un excelente muchacho.