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Capítulo 51

Emma – Jane Austen

Esta carta no pudo dejar de conmover a Emma. Y a pesar de estar
predispuesta en contra de él, se vio obligada a considerarle de un modo
mucho más benévolo, como ya había supuesto la señora Weston. Cuando
llegó al lugar en el que aparecía su propio nombre, el efecto se hizo
irresistible; todo lo relativo a ella era interesante, y casi cada línea de la
carta que la concernía agradable; y cuando cesó este motivo de interés, el
tema siguió apasionándola por la natural evocación del afecto que había
profesado al joven y el poderoso atractivo que tenía siempre para ella toda
historia de amor. No se interrumpió hasta haberlo leído todo; y aunque le
era imposible dejar de reconocer que él había obrado mal, opinaba que en
el fondo su proceder había sido menos censurable de lo que había
imaginado… Y había sufrido tanto y estaba tan arrepentido… y mostraba
tanta gratitud para con la señora Weston, y tanto amor para con la señorita
Fairfax, y Emma era entonces tan feliz, que no podía ser demasiado
severa; y si en aquel momento Frank Churchill hubiese entrado en la
habitación, ella le hubiese estrechado la mano tan cordialmente como siempre.
Quedó tan bien impresionada por la carta que cuando volvió el señor
Knightley quiso que él la leyera; estaba segura de que la señora Weston
no se hubiera opuesto a ello; sobre todo, tratándose de alguien que, como
el señor Knightley, había encontrado tan reprochable su conducta.
—Me gustará leerla —dijo—. Pero parece que es un poco larga. Me la
llevaré a casa y la leeré esta noche.
Pero esto no era posible. El señor Weston les visitaría aquella tarde y tenía que devolvérsela.
—Yo preferiría hablar con usted —replicó él—; pero ya que, según parece,
se trata de una cuestión de justicia, la leeremos.
Empezó la lectura… pero en seguida se interrumpió para decir: —Si hace
unos meses me hubieran ofrecido leer una de las cartas de este joven a su
madrastra, le aseguro, Emma, que no me lo hubiese tomado con tanta indiferencia.
Siguió leyendo para sí; y luego, con una sonrisa, comentó:
—¡Vaya! Un encabezamiento de lo más ceremonioso… Es su manera de
ser… El estilo de uno no va a ser norma obligatoria para todos los
demás… No seamos tan exigentes.
Al cabo de poco añadió:
—Yo preferiría expresar mi opinión en voz alta mientras leo; así notaré que
estoy al lado de usted. No será perder el tiempo del todo; pero si a usted no le gusta …
—Sí, sí, lo prefiero, de verdad.
El señor Knightley reemprendió la lectura con mayor celo.
—Eso de la «tentación» —dijo— cuesta creer que se lo tome en serio.
Sabe que no tiene razón, y carece de argumentos sólidos para
convencer… Hizo mal… No debería haberse prometido… «la
predisposición de su padre…» No, no es justo para con su padre… El
señor Weston siempre ha puesto su carácter impetuoso al servicio de
empresas dignas y honrosas… Pero antes de intentar conseguir algo, el
señor Weston siempre se ha hecho merecedor de ello… Sí, eso es
verdad… No vino hasta que la señorita Fairfax estuvo ya aquí.
—Y yo no he olvidado —dijo Emma— lo seguro que estaba usted de que
si él hubiese querido, hubiera podido venir antes. Es usted muy amable al
pasar por alto este asunto… pero tenía usted toda la razón.
—Emma, yo no era totalmente imparcial en mi juicio… pero, a pesar de
todo, creo que… incluso si usted no hubiese andado por en medio… yo
también hubiese desconfiado de él.
Cuando llegó al pasaje en que se hablaba de la señorita Woodhouse, se
vio obligado a leerlo todo en voz alta… todo lo relativo a ella, con una
sonrisa; una mirada; un movimiento de cabeza; una palabra o dos de
asentimiento o de desaprobación; o simplemente de amor, según requería
la materia; sin embargo, después de unos momentos de reflexión,
concluyó diciendo muy seriamente:
—Muy mal… aunque hubiese podido ser peor… Ha estado haciendo un
juego muy peligroso… ¡Tener tanta confianza en que el azar se lo va a
solucionar todo! No juzga bien la conducta que ha tenido con usted… En
realidad se ha ido dejando engañar por sus propios deseos, sin tener la
menor consideración por todo lo que no fuera su conveniencia…
¡Imaginarse que usted había descubierto su secreto! ¡No puede ser más
natural! Misterio… intriga… todo esto enturbia el juicio… Mi querida
Emma, ¿no cree que todo nos demuestra cada vez con más evidencia, la
belleza de la verdad y de la sinceridad en nuestras mutuas relaciones?
Emma asintió, pero no pudo evitar ruborizarse al pensar en Harriet, a
quien no podía dar una explicación sincera de lo ocurrido.
—Es mejor que siga —dijo ella.
Así lo hizo, pero en seguida volvió a interrumpir la lectura para exclamar:
—¡El piano! ¡Ah! Eso es algo muy propio de un muchacho, de un
muchacho de poca edad, demasiado joven para comprender que a veces
en un regalo así pesan más los inconvenientes que la ilusión que produce.
¡Sí, es una idea de chiquillo! No puedo concebir que un hombre se
empeñe en dar a una mujer una prueba de su afecto que sabe que ella
preferiría no recibir; y sabía que de haber podido, ella se hubiese opuesto
a que le enviara el piano.
Tras esto siguió leyendo durante unos minutos sin hacer ninguna otra
pausa. La confesión de Frank Churchill de que se había portado de un
modo vergonzoso fue la primera cosa que le incitó a dedicarle algo más
que unas escuetas palabras.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, amigo mío —fue su comentario—.
Se portó usted de un modo imperdonable. En su vida ha escrito usted una
frase más verdadera.
Y después de leer,» que seguía diciendo acerca del desacuerdo de
ambos, y de su insistencia en obrar de un modo contrario a lo que parecía
más justo a Jane Fairfax, hizo una pausa más larga para decir:
—Eso es increíble… Obligarla por el interés de él a ponerse en una
situación tan difícil y tan incómoda, cuando su máxima preocupación
hubiera debido ser evitarle todo sufrimiento innecesario… Ella tenía que
haber exigido una igualdad de circunstancias. Y él tenía que haber
respetado incluso los escrúpulos poco fundados, en caso de que lo
hubieran sido, que ella tuviese; y todos eran muy fundados. A ella tenemos
que atribuirle un error, y recordar que obró muy mal consintiendo en aquel
compromiso, tolerando el que se le pusiera en una situación que sólo
podía traerle sinsabores.
Emma sabía que ahora estaban llegando al pasaje en que se hablaba de
la excursión a Box Hill, y se sintió incómoda. Su actitud ¡había sido tan
poco digna en aquella ocasión! Se sentía profundamente avergonzada y
un poco temerosa de que él volviese a mirarla. Sin embargo lo leyó todo
sin pestañear, atentamente y sin hacer el menor comentario; exceptuando
una rápida mirada que dirigió a Emma, y que fue sólo instantánea, porque
tenía miedo de apenarla… no se hizo la menor alusión a Box Hill.
—La delicadeza de nuestros buenos amigos, los Elton, no queda muy bien
parada —fue el siguiente comentario—. Comprendo la actitud de él. ¡Vaya!
¡De modo que ella se decidió a romper definitivamente…! Un compromiso
que sólo había traído sinsabores y desdichas para los dos… que lo
consideraba deshecho… ¡Cómo se ve aquí que ella se daba cuenta de lo
reprobable de la conducta de él! Bueno, desde luego este muchacho es de lo más…
—Espere, espere… Siga leyendo… Ya verá cómo él también ha sufrido mucho.
—Así lo espero —replicó el señor Knightley fríamente, mientras volvía a
absorberse en la lectura de la carta—. ¿Smallridge? ¿Qué quiere decir?
¿Qué significa todo eso?
—Ella había aceptado un empleo de institutriz en casa de la señora
Smallridge… una íntima amiga de la señora Elton… que vive cerca de
Maple Grove; y, dicho sea de paso, no sé cómo va a tomarse este chasco la señora Elton.
—Mi querida Emma, no me distraiga ya que me obliga a leer… no me diga
nada, ni siquiera de la señora Elton. Sólo falta una página. Ya se acaba.
¡Vaya con la cartita del joven!
—Me gustaría que la leyera con mejor predisposición para con él.
—Bueno, parece que aquí hay un poco de sentimiento… Parece que se
impresionó mucho al verla enferma… Desde luego, no tengo la menor
duda de que está enamorado de ella. «Nos queremos más, mucho más
que antes…» Confío en que sepa siempre reconocer el valor de una
reconciliación como ésta… ¡Ah! No puede ser más generoso en dar las
gracias… las distribuye a miles… «Más feliz de lo que merezco…» ¡Vaya!
Aquí demuestra que se conoce a sí mismo. «La señorita Woodhouse me
llama el niño mimado de la fortuna…» ¿Ah, sí? ¿Es así cómo le llama la
señorita Woodhouse? Y un bello final… Bueno, ya está. «Niño mimado de
la fortuna…» ¿Era así como usted le llamaba?
—No parece usted haber quedado tan satisfecho como yo con esta carta;
pero por lo menos espero que le haya dado una idea más favorable de él.
Confío en que ahora tenga una opinión mejor.
—Sí, desde luego. Puede acusársele de culpas graves, de egoísmo y de
ligereza; y estoy totalmente de acuerdo con él en que probablemente será
más feliz de lo que merece; pero como, a pesar de todo y sin ninguna
duda, está realmente enamorado de la señorita Fairfax, y espero que no
tarde en gozar del privilegio de estar constantemente con ella, estoy
dispuesto a creer que su carácter mejorará, y que gracias a ella adquirirá
una firmeza y una delicadeza de sentimientos que ahora no tiene. Y ahora
déjeme hablarle de algo distinto. En estos momentos mi corazón está tan
interesado por otra persona, que no puedo dedicar mucho tiempo más a
pensar en Frank Churchill. Emma, desde que nos hemos separado esta
mañana, no he dejado de pensar en un problema.
Y se lo planteó inmediatamente; la cuestión, expresada en un lenguaje
llano, sencillo y caballeresco, como el que el señor Knightley empleaba
siempre incluso con la mujer de quien estaba enamorado, era la de que
cómo podía pedirle que se casara con él, sin dañar por ello la felicidad de
su padre. Emma tenía preparada la respuesta desde que él pronunció la
primera palabra.
—Mientras mi padre viva no puedo pensar en cambiar de estado. No
puedo abandonarle.
Sin embargo, sólo una parte de esta respuesta fue admitida. El señor
Knightley estaba totalmente de acuerdo con ella en la imposibilidad de
abandonar a su padre. Pero no podía aceptar el que fuera inadmisible el
que se produjese cualquier otro cambio. Había estado pensando mucho en
aquel asunto; al principio había concebido la esperanza de lograr
convencer al señor Woodhouse para que se trasladase a Donwell junto
con ella; se había empeñado en considerarlo como algo factible, pero
conocía demasiado bien al señor Woodhouse como para poder engañarse
a sí mismo durante mucho tiempo; y ahora confesaba que estaba
convencido de que este cambio de casa repercutiría en el bienestar de su
padre e incluso en su vida, que en modo alguno debía arriesgarse. ¡El
señor Woodhouse sacado de Hartfield! No, se daba cuenta de que era
algo que no debía intentarse. Pero el proyecto que había forjado, después
de descartar el otro, confiaba en que en ningún aspecto sería recusable
por su querida Emma; se trataba de que él fuese admitido en Hartfield; de
que, mientras el bienestar de su padre —en otras palabras, su vida—
exigiese que Hartfield siguiera siendo el hogar de Emma, fuese también un hogar para él.
Emma también había reflexionado sobre la posibilidad de trasladarse
todos a Donwell; y también después de meditar, había rechazado el
proyecto; pero la otra alternativa no se le había ocurrido. Se daba cuenta
del afecto que demostraba por parte de él; se daba cuenta de que al
abandonar Donwell el señor Knightley sacrificaba gran parte de su
independencia en cuanto a horarios y a costumbres; y el vivir
constantemente con su padre y en una casa que no era la suya para él
significaría muchas, muchísimas molestias. Emma prometió que lo
pensaría y le aconsejó que él también siguiera pensándolo; pero el señor
Knightley estaba plenamente convencido de que por mucho que lo
pensara no cambiaría sus deseos ni su opinión en lo tocante a aquel
asunto. Lo había estado meditando, según aseguró, con tiempo y con
calma; durante toda la mañana había estado rehuyendo a William Larkins
para poder estar a solas con sus pensamientos.
—¡Ah! —exclamó Emma—. Pero no ha pensado en un inconveniente.
Estoy segura de que a William Larkins no le gustará la idea. Tendría que
pedir su consentimiento antes de pedir el mío.
Sin embargo, Emma prometió que lo pensaría; y muy poco después
prometió además que lo pensaría con la intención de encontrar que era
una solución excelente.
Es digno de notarse que Emma, al considerar ahora desde innumerables
puntos de vista la posibilidad de vivir en Donwell Abbey, en ningún
momento tuvo la sensación de perjudicar a su sobrino Henry, cuyos
derechos como posible heredero tiempo atrás tanto la habían preocupado.
Era forzoso pensar en la posible diferencia que ello representaría para el
niño; y sin embargo, al pensarlo, sólo se dedicaba a sí misma una
insolente y significativa sonrisa, y encontraba divertido el reconocer los
verdaderos motivos de su violenta oposición a que el señor Knightley se
casita con Jane Fairfax o con cualquier otra, que entonces había atribuido
exclusivamente a su solicitud como hermana y como tía.
En cuanto a aquella proposición suya, aquel proyecto de casarse y de
seguir viviendo en Hartfield… cuanto más lo pensaba más alicientes creía
encontrarle. Sus inconvenientes parecían disminuir, sus ventajas
aumentar, y el bienestar que proporcionaría a ambos parecía resolver
todas las dificultades. ¡Poder tener a su lado a un compañero como aquél
en los momentos de inquietud y de desaliento! ¡Un apoyo como aquél en
todos los deberes y cuidados que el tiempo debía irremisiblemente ir
haciendo cada vez más penosos!
Su felicidad hubiese sido perfecta de no ser por la pobre Harriet; pero cada
una de las dichas que iba poseyendo ella parecían representar un
aumento de los sufrimientos de su amiga, a la que ahora debían incluso
excluir de Hartfield. La pobre Harriet, como medida de beneficiosa
prudencia, debía quedar al margen de aquel delicioso ambiente familiar
con el que Emma ya soñaba. En todos los aspectos saldría perdiendo.
Emma no podía lamentar su futura ausencia como algo. que echaría de
menos para su bienestar. En aquel ambiente, Harriet sería siempre como
un peso muerto; pero para la pobre muchacha parecía una necesidad
demasiado cruel tener que verse en una situación de inmerecido castigo.
Por supuesto que con el tiempo el señor Knightley sería olvidado, mejor
dicho, suplantado; pero no era lógico esperar que ello ocurriera en un
plazo muy breve. El señor Knightley no podía hacer nada para contribuir a
la curación; no podía hacer como el señor Elton. El señor Knightley,
siempre tan amable, tan comprensivo, tan afectuoso con todo el mundo,
nunca merecería que se le tributase un culto inferior al de ahora; y
realmente era demasiado esperar, incluso dé Harriet, que en un año
pudiera llegar a enamorarse de más de tres hombres.

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