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Capítulo 52

Emma – Jane Austen

Para Emma fue un gran consuelo ver que Harriet estaba tan deseosa
como ella de evitar encontrarse. Sus relaciones ya eran bastante penosas
por carta. ¡Cuánto peor hubieran sido, pues, de haber tenido que verse!
Como puede suponerse Harriet se expresaba prácticamente sin hacer
ningún reproche, sin dar la sensación de que se considerase ofendida; y
sin embargo Emma creía advertir en su actitud un cierto resentimiento o
algo que estaba muy próximo a ello, y que aún aumentaba sus deseos de
que no tuvieran un trato más directo… Quizá todo eran imaginaciones
suyas; pero ni un ángel hubiese dejado de sentir cierto resentimiento ante
un golpe como aquél.
No tuvo dificultades para que Isabella la invitase; y tuvo la suerte de
encontrar un pretexto satisfactorio para pedírselo sin necesidad de recurrir
a su inventiva. Harriet tenía una muela cariada, y ya hacía tiempo que
quería ir a un dentista. La señora John Knightley se manifestó encantada
de poder serle útil; toda cuestión relacionada con médicos despertaba en
ella el mayor interés… y aunque no era aficionada a ningún dentista como
al señor Wingfield, se mostró inmediatamente dispuesta a aceptar a
Harriet en su hogar… Una vez se hubo puesto de acuerdo con su
hermana, Emma lo propuso a su amiga, a quien resultó fácil convencer…
Harriet iría a Londres; estaba invitada por lo menos durante dos semanas;
y el viaje lo efectuaría en el coche del señor Woodhouse; se hicieron todos
los preparativos, se resolvieron todas las dificultades, y Harriet no tardó en
llegar sana y salva a Brunswick Square.
Ahora Emma podía ya gozar tranquila de las visitas del señor Knightley;
ahora podía hablar y podía escuchar, sintiéndose verdaderamente feliz, sin
el aguijón de aquel sentimiento de injusticia, de culpabilidad, de algo aún
más doloroso, que la inquietaba cada vez que recordaba que no muy lejos
de ella en aquellos mismos momentos sufría un corazón por unos
sentimientos que ella misma había contribuido a desarrollar equivocadamente.
Quizá no era muy lógico que Emma considerase tan distinto el que Harriet
estuviera en casa de la señora Goddard o en Londres; pero al pensar que
estaba en Londres se la imaginaba siempre distraída por la curiosidad,
ocupada, sin pensar en el pasado, sin ocasiones para encerrarse en sí misma.
Emma no quería consentir que ninguna otra preocupación viniera a
substituir inmediatamente a la que había sentido por Harriet. Tenía ante sí
una confesión que hacer, en la que nadie podía ayudarla… el confesar a
su padre que estaba enamorada; pero por el momento no había que
pensar en ello… Había decidido aplazar la revelación hasta que la señora
Weston hubiese dado a luz. En aquellos momentos no quería causar aún
más preocupaciones a las personas que quería… y hasta que llegase el
momento que ella misma se había fijado, no quería amargarse con tristes
pensamientos… Disfrutaría por lo menos de dos semanas de tranquilidad
y de paz de espíritu para paladear aquellos intensos y turbadores goces.
En seguida decidió que, tanto por deber como por gusto, dedicaría media
hora de aquellos días de ocio espiritual, a visitar a la señorita Fairfax…
Debía ir… y sentía grandes deseos de verla; la semejanza de las
situaciones en que ambas se encontraban en aquellos momentos, aún
daba más valor a todos los demás motivos de buen entendimiento. Sería
como un desagravio secreto; pero indudablemente, el hecho de que ahora
los proyectos para el futuro de las dos fueran tan similares, no dejaría de
aumentar el interés con que Emma acogería cualquier confidencia que
Jane pudiese hacerle.
Y hacia allí se dirigió… últimamente en una ocasión había llamado en vano
a aquella puerta, pero no había entrado en la casa desde la mañana del
día que siguió al de la excursión a Box Hill, cuando la pobre Jane se
hallaba en un estado tan lastimoso que la había llenado de compasión, a
pesar de que entonces ni sospechaba el peor de sus sufrimientos… El
miedo a no ser bien recibida la decidió, a pesar de que estaba segura de
que la joven estaba en casa, a hacerse anunciar y a esperar en el pasillo…
Oyó cómo Patty anunciaba su visita, pero no se produjo ningún revuelo
como el que la otra vez la pobre señorita Bates hizo tan claramente
inteligible… No; sólo oyó la instantánea respuesta de: «Haga el favor de
decirle que suba…» Y un momento después salió a recibirla a la escalera
la propia Jane, adelantándose apresuradamente a las demás, como si no
hubiese considerado suficiente ningún otro género de acogida… Emma
nunca la había visto con un aspecto más saludable, tan atractiva, tan bella.
Todo en ella era equilibrio, alegría y efusividad; en su porte y en sus
modales parecía rebosar de todo lo que hasta entonces le había faltado…
Salió a su encuentro tendiéndole la mano; y dijo en voz no muy alta, pero
sí muy afectuosa:
—¡Qué amable ha sido usted…! Señorita Woodhouse, no sé cómo
expresarle… Espero que me crea… Usted sabrá disculparme, porque
ahora no encuentro las palabras…
Emma quedó muy complacida, y no hubiese tardado en encontrar ella las
palabras adecuadas, de no contenerse al oír la voz de la señora Elton, que
llegó desde el salón, incitándola a resumir todos sus sentimientos de
amistad y de gratitud en un cariñosísimo apretón de manos.
La señora Bates estaba conversando con la señora Elton. La señorita
Bates había salido, lo cual explicaba la falta de revuelo a la llegada de la
joven. Emma hubiese preferido que la señora Elton estuviese en cualquier
otro lugar menos allí; pero estaba en disposición de tener paciencia con
todo el mundo; y como la señora Elton la recibió con una deferencia poco
habitual en ella, confió en que la conversación podría discurrir por cauces pacíficos.
Emma no tardó en creer adivinar los pensamientos de la señora Elton, y
en comprender por qué también ella estaba de tan buen humor; la causa
era la confidencia que acababa de hacerle la señorita Fairfax, ya que creía
que ella era la única en saber algo que aún era un secreto para los demás.
Emma creyó descubrir inmediatamente indicios de esta suposición en la
expresión de su rostro. Y mientras prestaba atención a la señora Bates, y
aparentaba escuchar las respuestas de la buena anciana, vio que ella, con
una especie de ostentoso misterio, doblaba una carta que al parecer había
estado leyendo en voz alta a la señorita Fairfax, y volvía a guardarla en el
bolso metálico pintado de purpurina que tenía a su lado, mientras decía
con significativos movimientos de cabeza:
—Bueno, ya terminaremos cualquier otro día; a nosotras no nos faltarán
ocasiones; y en realidad ya te he leído lo esencial. Sólo quería demostrarte
que la señora S. acepta nuestras disculpas y no se ha ofendido. Ya ves
qué maravillosamente escribe… ¡Oh, es una mujer encantadora! Hubieses
estado muy bien en su casa… Pero, ni una palabra más. Seamos
discretas… Es lo mejor que se puede hacer… ¡Ah! ¿Recuerdas aquellos
versos? En este momento no me acuerdo de qué poema son:
Cuando a una dama se menta
todo lo demás no cuenta.
Y ahora, querida, yo digo: cuando se menta, no a una dama, sino a…
Pero… ¡chist! A buen entendedor… Creo que hoy estoy de buen humor,
¿verdad? Pero lo que quiero es tranquilizarte respecto a la señora S… Ya
ves que mi mediación la ha apaciguado por completo.
Y, en seguida, cuando Emma se limitó a volver la cabeza para contemplar
la labor que estaba haciendo la señora Bates, añadió en un cuchicheo:
—Ya te has fijado que no he citado ningún nombre… ¡Oh, no! Prudente y
diplomática como un ministro de Estado. Sé muy bien cómo llevar esas cosas.
A Emma no le cabía la menor duda. Aquello era una ostentosa exhibición,
repetida hasta la saciedad en todas las ocasiones posibles, de lo que ella
creía un secreto para los demás. Después de que todas hubieran hablado
en buena armonía durante un rato, acerca del tiempo y de la señora
Weston, de pronto vio que la señora Elton se dirigía inesperadamente a ella:
—¿No le parece, señorita Woodhouse, que nuestra pícara amiguita se ha
rehecho de un modo prodigioso? ¿No le parece que es una curación que
hace mucho honor al señor Perry? —lanzando una significativa mirada de
reojo a Jane—. Sí, sí, Perry ha hecho que se repusiera en un tiempo
increíblemente corto… ¡Oh! ¡Si la hubiera usted visto, como yo la vi, en los
días en que se encontraba peor!
Y cuando la señora Bates dijo algo que distrajo la atención de Emma,
añadió en un susurro:
—No, no, no diremos nada de la ayuda que hayan podido prestar a Perry;
no diremos nada de cierto médico muy joven de Windsor… ¡Oh, no! Perry
se llevará toda la fama.
Y al cabo de unos momentos volvió a empezar:
—Me parece, señorita Woodhouse, que no había tenido el placer de
volverla a ver desde la excursión a Box Hill. ¡Qué excursión más
agradable! A pesar de todo en mi opinión faltaba algo. Parecía como si…
como si hubiera alguien un poco malhumorado… Al menos eso fue lo que
me pareció, pero pude muy bien equivocarme… Sin embargo, yo creo que
salió lo suficientemente bien como para tentarnos a repetir la salida. ¿Qué
les parece si volvemos a reunirnos los mismos y hacemos otra excursión a
Box Hill, mientras dure el buen tiempo? Tienen que venir los mismos, ¿eh?
Exactamente los mismos… sin ninguna excepción.
Al poco rato llegó la señorita Bates, y Emma no pudo por menos de sonreír
al ver la perplejidad con que respondió a su saludo, incertidumbre debida,
según supuso, a que dudaba de lo que podía decir y estaba impaciente
por decirlo todo.
—Muchas gracias, señorita Woodhouse… Es usted toda bondad… Yo no
sé cómo expresarle… Sí, sí, comprendo perfectamente… los proyectos de
nuestra querida Jane… Bueno, río, no es que quiera decir… Pero, se ha
recuperado de un modo asombroso, ¿verdad? ¿Cómo sigue el señor
Woodhouse?… No sabe cuánto me alegro… sí, le aseguro que no está en
mis manos… Ya ve usted la pequeña reunión, tan feliz, que encuentra
usted aquí… Sí, sí, desde luego… ¡Qué joven más encantador…! Bueno,
quiero decir… ¡qué amable! Me refiero al bueno del señor Perry… ¡Tan
atento para con Jane!
Y por su efusividad, por sus extraordinarias manifestaciones de gratitud y
de alegría, al ver que la señora Elton les había visitado, Emma dedujo que
en la Vicaría se habían mostrado un tanto resentidos por la decisión de
Jane, y que ahora se habían allanado los obstáculos. Y tras unos cuantos
cuchicheos más, de los que Emma no pudo enterarse de nada, la señora
Elton, hablando en voz más alta, dijo:
—Pues sí, ya ve que aquí estoy, mi buena amiga; y hace ya tanto rato que
he venido, que antes que nada considero necesario dar una explicación;
pero la verdad es que estoy esperando a mi dueño y señor. Me prometió
que vendría a buscarme, y aprovecharía la ocasión para saludarlas.
—¿Qué dice usted? ¿Qué vamos a tener el gusto de recibir la visita del
señor Elton? Eso sí que se lo agradeceremos… Porque yo ya sé que a los
caballeros no les gusta hacer visitas por la mañana, y el señor Elton está tan ocupado…
—Pues sí, le aseguro, señorita Bates, que lo está mucho… En realidad
está ocupado todo el día, desde la mañana a la noche… Es incontable la
gente que va a verle por una razón u otra… Magistrados,
superintendentes, capilleres, todos quieren pedir su opinión. Parece que
no sepan hacer nada sin él. Hasta el punto que yo muchas veces le digo:
«Francamente, es mejor que te molesten a ti que a mí; yo sólo con la
mitad de todos estos importunos ya no sabría dónde tengo mis lápices ni
mi piano…» Aunque la verdad es que no creo que las cosas pudieran ir
peor, porque he abandonado completamente, de un modo imperdonable,
el dibujo y la música… Me parece que hace dos semanas que no he
tocado ni una nota… Sin embargo, va a venir, se lo digo yo; sí, sí, él tiene
intención de saludarlas a todas.
Y poniéndose la mano junto a la boca, como para evitar que Emma oyese
sus palabras, añadió:
—Es para darles la enhorabuena, ¿saben? ¡Oh, sí! Es algo
completamente indispensable.
La señorita Bates se esponjó de felicidad.
—Me prometió que vendría a buscarme tan pronto como terminara de
hablar con Knightley; porque él y Knightley han tenido que reunirse para
asuntos muy importantes… El señor E. es el brazo derecho de Knightley.
Emma no hubiese sonreído por nada del mundo, y se limitó a decir:
—¿Ha ido a pie a Donwell el señor Elton? Pues habrá pasado calor.
—¡Oh, no! La entrevista era en la Hostería de la Corona, una de esas
reuniones periódicas; también estarán con ellos Weston y Cole; pero sólo
vale la pena hablar de los que lo dirigen… Estoy segura de que tanto el
señor E. como Knightley saben muy bien lo que se hacen.
—¿No se equivoca usted de día? —preguntó Emma—. Yo casi estoy
segura de que la reunión de la Corona no se celebrará hasta mañana. El
señor Knightley estuvo en Hartfield ayer, y dijo que iba a ser el sábado.
—¡Oh, no! Seguro que la reunión es hoy —fue la brusca respuesta que
demostraba la imposibilidad de que la señora Elton cometiese ninguna
equivocación—. Estoy convencida —siguió diciendo— de que tiene más
conflictos en todo el país. En Maple Grove ni siquiera sabíamos lo que
eran esas cosas.
—Es que su parroquia debía de ser pequeña —dijo Jane.
—Pues mira, querida, eso no lo sé, porque nunca oí hablar de la cuestión.
—Pero se ve por lo pequeña que es la escuela, que según dice usted, está
dirigida por su hermana y por la señora Bragge; la única escuela que hay,
y que sólo tiene veinticinco niños.
—¡Ah! ¡Qué lista eres! Tienes toda la razón. ¡Qué inteligencia más
despierta la tuya! Te digo, Jane, que de las dos saldría una mujer perfecta.
Con mi vivacidad y tu solidez lograríamos la perfección… Y no es que yo
me atreva a insinuar que no haya personas que ya te consideren
perfecta… Pero… ¡chist! No añadamos ni una palabra más.
Prudencia que parecía innecesaria; Jane estaba deseando hablar, no con
la señora Elton, sino con la señorita Woodhouse, como ésta veía
claramente; su voluntad de prestarle más atención, dentro de lo que
permitía la cortesía, no podía ser más evidente, aunque en la mayoría de
las ocasiones no pudiese manifestarse más que por medio de miradas.
Hizo su aparición el señor Elton. Su esposa le recibió con su característica
y chispeante vivacidad.
—¡Vaya, muy bonito! Hacerme venir hasta aquí para que esté molestando
a mis amigos, y tú apareces mucho más tarde de lo que me habías dicho
que vendrías… ¡Ay! Estás tan seguro de tener una esposa sumisa… Ya
sabías que no iba a moverme hasta que apareciese mi dueño y señor… Y
aquí me he estado una hora entera, dando ejemplo a estas jóvenes de
auténtica obediencia conyugal… porque, quién sabe, a lo mejor no van a
tardar mucho en tener que practicar esta virtud.
El señor Elton estaba tan acalorado y tan cansado que dio la impresión de
que con él su esposa estaba desperdiciando su ingenio. Antes que nada
tenía que saludar a las demás señoras; y luego lo primero que hizo fue
lamentarse del calor que había pasado y de la caminata que había hecho inútilmente.
—Cuando llegué a Donwell —dijo— resultó que Knightley no estaba allí.
¡Qué raro! ¡No puedo explicármelo! Después de la nota que le envié esta
mañana, y de la respuesta que me devolvió diciéndome que estaría seguro
en su casa hasta la una.
—¡Donwell! —exclamó su esposa—. Mi querido señor E., tú no has estado
en Donwell; querrás decir la Corona; debes de venir de la reunión de la Corona.
—No, no, eso será mañana; y precisamente quería ver a Knightley hoy
para hablarle de la reunión… ¡Uf! Esta mañana hace un calor espantoso…
He ido andando a campo través —hablaba en un tono ofendido— y aún he
pasado mucho más calor. ¡Y luego para no encontrarle en casa! Les
aseguro que estoy muy enojado. Y sin dejar ninguna disculpa, ni una nota.
El ama de llaves me ha dicho que no sabía que yo tuviera que venir…
¡Qué extraño es todo esto! Y nadie sabía dónde había ido. Quizás a
Hartfield, quizás a Abbey Mill, quizás a los bosques… Señorita
Woodhouse, eso no es propio de nuestro amigo Knightley… ¿Usted se lo explica?
Emma se divertía asegurando que realmente era muy raro, y que no sería
ella quien intentase defenderle.
—No puedo comprender —dijo la señora Elton, sintiendo la ofensa como
debía sentirla una buena esposa—, no puedo comprender cómo ha podido
hacerte una cosa semejante, precisamente él… La última persona del
mundo que yo hubiese esperado que tuviese un olvido así. Mi querido
señor E., por fuerza ha tenido que dejarte un recado, estoy segura; ni
siquiera Knightley ha podido hacer una cosa tan disparatada; y los criados
se han olvidado. Puedes estar seguro de que eso es lo que ha ocurrido; y
es muy probable que haya ocurrido así, por los criados de Donwell, que,
según he podido observar muy a menudo, son todos muy torpes y
descuidados. Por nada del mundo quisiera yo tener a mi servicio a un
criado como Harry. Y en cuanto a la señora Hodges, Wright la tiene en
muy mal concepto… prometió a Wright una receta y nunca se la envía.
—Cuando estaba cerca de Donwell —siguió diciendo el señor Elton—
encontré a William Larkins, y me dijo que no iba a encontrar su amo en
casa, pero yo no le creí… William parecía más bien de mal humor. Me dijo
que no sabía lo que le pasaba a su amo en estos últimos tiempos, pero
que no había modo de sacarle ni una palabra; o no tengo nada que ver
con las quejas de William, pero es que era muy importante que viese hoy
mismo al señor Knightley; y por lo tanto es un contratiempo muy serio para
mí haber hecho la caminata con este calor, total para nada.
Emma comprendió que lo mejor que podía hacer era volver enseguida a
su casa. Con toda seguridad, en aquellos momentos alguien e estaba
esperando allí. Quizás así pudiera lograrse que el señor Knightley fuera
más amable con el señor Elton, si no con William Larkins.
Al despedirse, se alegró mucho de ver que la señorita Fairfax salía con ella
de la estancia para acompañarla hasta la misma puerta de la calle; se le
ofrecía así una oportunidad que aprovechó inmediatamente para decir:
—Tal vez es mejor que no haya habido ocasión. De no estar en compañía
de otros amigos, me hubiese visto tentada a abordar algún asunto, a hacer
preguntas, a hablar con más franqueza de lo que quizás hubiese sido
estrictamente correcto… Comprendo que sin duda subiera sido impertinente…
—¡Oh! —exclamó Jane, ruborizándose y mostrando una incertidumbre que
a Emma le pareció que le sentaba infinitamente mejor que toda la
elegancia de su habitual frialdad—. No había ningún peligro. El único
peligro hubiese sido que yo la aburriese. No podía usted hacerme más
feliz que expresando un interés… La verdad, señorita Woodhouse
—hablando ya con más calma—, soy muy consciente de que he obrado
mal, muy mal, y por eso mismo me resulta mucho más consolador el que
aquellos de mis amigos cuya buena opinión vale más la pena de
conservar, no están enojados hasta el punto le que… No tengo tiempo
para decirle ni la mitad de lo que quería explicarle. No sabe lo que deseo
disculparme, excusarme, decir algo que me justifique. Creo que es mi
deber. Pero por desgracia… Sí, a pesar de su comprensión, no puede
usted admitir que seamos siendo amigas…
—¡Oh, por Dios! Es usted demasiado escrupulosa —exclamó Emma
efusivamente, cogiéndole la mano—. No tiene que darme ninguna excusa;
y todo el mundo a quien podría usted pensar que se las debe, está tan
satisfecho, incluso tan complacido…
—Es usted muy amable, pero yo sé cómo me he portado con usted… ¡De
un modo tan frío, tan artificial! Estaba siempre representando mi papel…
¡Era una vida de disimulos! Ya sé que ha tenido que disgustarse conmigo…
—Por Dios, no diga nada más. Yo pienso que todas las excusas debería
dárselas yo. Perdonémonos ahora mismo la una a la otra. Y es mejor que
lo que tengamos que decirnos lo digamos lo antes posible, y creo que en
eso no vamos a perder el tiempo en cumplidos. Supongo que habrá tenido
buenas noticias de Windsor.
—Muy buenas.
—Y las próximas supongo que serán que vamos a perderla, ¿no?
Precisamente ahora que empezaba a conocerla.
—¡Oh! De eso todavía no puede pensarse en nada. Me quedaré aquí
hasta que me reclamen el coronel y la señora Campbell.
—Quizá todavía no puede decidirse nada —replicó Emma sonriendo—,
pero, si no me equivoco, ya tiene que pensarse en todo.
Jane le devolvió la sonrisa mientras contestaba:
—Sí, tiene razón; ya hemos pensado en ello. Y le confesaré (porque estoy
segura de su discreción) que ya está decidido que el señor Churchill y yo
viviremos en Enscombe. Por lo menos habrá tres meses de luto riguroso;
pero una vez haya pasado este tiempo, espero que ya no haya que esperar nada más.
—Gracias, muchas gracias… Eso es justamente lo que yo quería saber
con certeza… ¡Oh! ¡Si supiese usted cuánto me gustan las situaciones
francas y claras…! Adiós, adiós…

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