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Capítulo 53

Emma – Jane Austen

Todos los amigos de la señora Weston tuvieron una gran alegría con su
feliz alumbramiento. Y para Emma, a la satisfacción de saber que todo
había ido perfectamente bien, se añadió la de que su amiga hubiese sido
madre de una niña. Ella había manifestado sus preferencias por una
señorita Weston. No quería reconocer que era con vistas a una futura
boda con alguno de los hijos de Isabella; sino que decía que estaba
convencida de que una niña iba a ser mucho mejor tanto para el padre
como para la madre. Sería una gran ilusión para el señor Weston, que
empezaba a envejecer… y diez años más tarde, cuando el señor Weston
tuviera ya una edad más avanzada, vería alegrado su hogar por los juegos
y las ocurrencias, los caprichos y los antojos de aquella niña que
pertenecería propiamente a la casa; y en cuanto a la señora Weston…
nadie podía dudar de lo que iba a significar para ella una hija; y hubiese
sido una lástima que una maestra tan buena como ella no hubiese podido
volver a enseñar.
—Ha tenido la suerte de haber podido practicar conmigo —decía Emma—,
como la baronesa de Almane con la condesa de Ostalis, en Adelaida y
Teodora, de Madame de Genlis, y ahora veremos cómo sabe educar mejor
a su pequeña Adelaida.
—Ya verá —replicó el señor Knightley— cómo le consentirá incluso más
de lo que le consentía a usted, y estará convencida de que no le consiente
nada. Ésta será la única diferencia.
—¡Pobre criatura! —exclamó Emma—. Entonces, ¿qué va a ser de ella?
—No hay que alarmarse mucho. Es el destino de millares de niños.
Durante su niñez estará muy mal criada, y a medida que vaya creciendo
se corregirá a sí misma. Ya no soy severo con los niños mimados, mi
querida Emma. Yo que le debo a usted toda mi felicidad, ¿no sería una
ingratitud monstruosa ser severo para con los niños mimados?
Emma se echó a reír y replicó:
—Pero yo tenía la ayuda de todos sus esfuerzos para contrarrestar la
excesiva benevolencia de los demás. Dudo que sin usted, sólo con mi
sentido común, hubiese llegado a enmendarme.
—¿De veras? Yo no tengo la menor duda. La naturaleza le dotó de
inteligencia. La señorita Taylor le inculcó buenos principios. Tenía usted
que terminar bien. Mi intervención tanto podía hacerle daño como
beneficiarla. Era lo más natural del mundo que pensara: ¿Qué derecho
tiene a sermonearme? Y me temo que era también lo más natural que
pensase que yo lo hacía de un modo desagradable. No creo haberle
hecho ningún bien. El bien me lo hice a mí mismo al convertirla a usted en
el objeto de mis pensamientos más afectuosos. No podía pensar en usted
sin mimarla, con defectos y todo; y a fuerza de encariñarme con tantos
errores creo que he estado enamorado de usted por lo menos desde que
tenía trece años.
—Yo estoy segura de que me ha hecho mucho bien —dijo Emma—.
Muchas veces me dejaba influir por usted… muchas más veces de lo que
quería reconocer en aquellos momentos. Estoy completamente
convencida de que me ha servido de mucho. Y si a la pobre Anna Weston
también van a mimarla, haría usted una gran obra de caridad haciendo por
ella todo lo que ha hecho por mí… excepto enamorarse de ella cuando
tenga trece años.
—¡Cuántas veces, cuando era usted una niña, me ha dicho con una de
sus miradas arrogantes: «Señor Knightley, voy a hacer esto y aquello;
papá dice que me deja»; o «La señorita Taylor me ha dado permiso»…
Algo que usted sabía que yo no iba a aprobar. En estos casos, al intervenir
yo le daba dos malos impulsos en vez de uno.
—¡Qué niña más encantadora debía de ser! No me extraña que usted
recuerde mis palabras de un modo tan cariñoso.
—«Señor Knightley». Siempre me llamaba «señor Knightley»; y con la
costumbre dejó de sonar tan respetuoso… Y sin embargo lo es. Me
gustaría que me llamara de algún otro modo, pero no sé cómo.
—Recuerdo que una vez, hace unos diez años, en una de mis
encantadoras rabietas le llamé «George»; lo hice porque creí que iba a
ofenderse; pero como usted no protestó nunca más volví a llamarle así.
—Y ahora, ¿no puede llamarme «George»?
—¡Oh, no, imposible! Yo sólo puedo llamarle «señor Knightley». Ni
siquiera le prometo igualar la elegante concisión de la señora Elton
llamándole «señor K.»… Pero le prometo —añadió enseguida riéndose y
ruborizándose al mismo tiempo—, le prometo que le llamaré una vez por
su nombre de pila. No puedo decirle cuándo, pero quizá sea capaz de
adivinar dónde… en aquel lugar en el que dos personas aceptan vivir
unidos en la fortuna y la adversidad.
Emma lamentaba no poder hablarle con más franqueza de uno de los
favores más importantes que él, con su gran sentido común, hubiese
podido hacerle, aconsejándole de modo que le hubiese evitado incurrir en
la peor de todas sus locuras femeninas: su empeño en intimar con Harriet
Smith; pero era una cuestión demasiado delicada; no podía hablar de ella.
En sus conversaciones sólo muy raras veces mencionaban a Harriet. Por
su parte ello podía atribuirse simplemente a que no se le ocurría pensar en
la muchacha; pero Emma se inclinaba a atribuirlo a su tacto y a las
sospechas que debía de tener, por ciertos detalles, de que la amistad
entre ambas amigas comenzaba a declinar. Se daba cuenta de que en
cualquier otra circunstancia era lógico esperar que se hubiesen carteado
más, y que las noticias que tuviera de ella no tuviesen que ser
exclusivamente, como entonces ocurría, las que Isabella incluía en sus
cartas. Él también debía haberlo advertido. La desazón que le producía el
verse obligada a ocultarle algo era casi tan grande como la que sentía por
haber hecho desgraciada a Harriet.
Las noticias que Isabella le daba acerca de su invitada eran las que cabía
esperar; a su llegada le había parecido de mal humor, lo cual le pareció
totalmente natural teniendo en cuenta que les estaba esperando el
dentista; pero una vez solucionado aquel contratiempo, no tenía la
impresión de que Harriet se mostrara distinta a como ella la había
conocido antes… Desde luego, Isabella no era un observador muy
penetrante; sin embargo, si Harriet no se hubiera prestado a jugar con los
niños, su hermana no hubiese podido dejar de darse cuenta; Emma
disfrutaba más de sus consuelos y de sus esperanzas sabiendo que la
estancia de Harriet en Londres iba a ser larga; las dos semanas
probablemente iban a convertirse por lo menos en un mes. El señor y la
señora John Knightley volverían a Highbury en agosto, y la habían invitado
a quedarse con ellos hasta entonces para regresar todos juntos.
—John ni siquiera menciona a su amiga —dijo el señor Knightley—. Aquí
traigo su contestación por si quiere leerla.
Era la respuesta a la carta en la que le anunciaba su propósito de casarse.
Emma la aceptó rápidamente, llena de curiosidad por saber lo que diría de
aquello y sin preocuparse lo más mínimo por la noticia de que no
mencionaba a su amiga.
—John comparte mi felicidad como un verdadero hermano —siguió
diciendo el señor Knightley—, pero no es de los que gastan cumplidos; y
aunque sé perfectamente que siente por usted un cariño auténticamente
fraternal, es tan poco amigo de los halagos que cualquier otra joven podría
pensar que es más bien frío en sus elogios. Pero yo no tengo ningún
miedo de que lea lo que escribe.
—Escribe como un hombre muy juicioso —replicó Emma, una vez hubo
leído la carta—. Me inclino ante su sinceridad. Se ve claramente que opina
que de los dos en esta boda el más afortunado voy a ser yo, pero que no
deja de tener ciertas esperanzas de que con el tiempo llegue a ser tan
digna de mi futuro marido como usted me considera ya. Si hubiese dicho
algo que diera a entender otra cosa no le hubiese creído.
—Mi querida Emma, él no ha querido decir esto. Sólo ha querido decir que…
—Su hermano y yo diferiríamos muy poco en nuestra opinión acerca del
valor de nosotros dos —le interrumpió ella con una especie de sonrisa
pensativa—, quizá mucho menos de lo que él cree, si pudiéramos discutir
la cuestión, sin cumplidos y con toda franqueza.
—Emma, mi querida Emma…
—¡Oh! —exclamó ella, mostrándose más alegre—, si se imagina usted
que su hermano es injusto para conmigo, espere a que mi querido padre
conozca nuestro secreto y dé su opinión. Puede estar seguro de que él
aún será mucho más injusto con usted. Le parecerá que todas las ventajas
estarán de su lado; y que yo tengo todas las cualidades. Espero que para
él no me convertiré inmediatamente en su «pobre Emma»… Su compasión
por los méritos ignorados suele reducirse a eso.
—No sé —dijo él—, sólo deseo que su padre se convenza, aun que sólo
sea la mitad de fácilmente de lo que John se convencerá, de que tenemos
todos los derechos que la igualdad de méritos puede proporcionar para ser
felices juntos. Hay una cosa en la carta de John que me resulta divertida.
¿No la ha notado? Aquí, donde dice que mi noticia no le ha cogido del todo
por sorpresa, que casi estaba esperando que le anunciase algo por el estilo.
—Pero si no interpreto mal a su hermano, sólo se refiere a que tuviera
usted proyectos de casarse. No pensaba ni remotamente en mí. Parece
que esto le haya pillado totalmente desprevenido.
—Sí, sí… pero me resulta divertido que haya sabido ver tan claro en mis
sentimientos. No sé qué es lo que puede haberle hecho suponer eso. No
atino qué puede haber visto de distinto en mi modo de ser o en mi
conversación como para hacerle pensar que estaba más predispuesto a
casarme que en cualquier otra época de mi vida… Pero supongo que algo
debió de ver. Me atrevería a decir que ha notado la diferencia estos días
que he pasado en su casa. Supongo que no jugué con los niños tanto
como de costumbre. Recuerdo una tarde en que los pobres chiquillos
dijeron: «Ahora el tío siempre parece que está cansado».
Había llegado el momento en que la noticia debía comunicarse y ver cómo
reaccionaban otras varias personas. Tan pronto como la señora Weston se
hubo repuesto lo suficiente como para recibir la visita del señor
Woodhouse, Emma, pensando que los persuasivos argumentos de su
amiga podían influir favorablemente en su padre, decidió dar primero la
noticia en su casa, y luego en Randalls… Pero ¿cómo iba a hacer aquella
confesión a su padre? Había resuelto decírselo cuando el señor Knightley
estuviera ausente, o cuando su corazón no pudiera guardar por más
tiempo el secreto y se viera forzada a revelarlo; entonces preveía la
llegada del señor Knightley al poco rato, y él sería el encargado de
completar la labor de convencimiento iniciada por ella… Tenía que hablar,
y hablar además de un modo alegre. No debía emplear un tono
melancólico dando la impresión de que era como una desgracia para él.
No debía parecer que Emma lo considerase como un mal para su padre…
Haciéndose fuerte, le preparó pues para recibir una noticia inesperada, y
luego en pocas palabras le dijo que si él le concedía su consentimiento y
su aprobación… lo cual no dudaba que él otorgaría sin inconvenientes, ya
que aquello no tenía otro objeto que hacerles más felices a todos… ella y
el señor Knightley pensaban casarse; de este modo Hartfield contaría con
un habitante más, una persona que era la que su padre más quería, como
ella sabía perfectamente, después de sus hijas y de la señora Weston.
¡Pobre hombre! De momento tuvo un susto considerable e intentó disuadir
a su hija por todos los medios. Le recordó una y otra vez que siempre
había dicho que no pensaba casarse, y le aseguró que para ella sería
muchísimo mejor quedarse soltera; y le habló de la pobre Isabella y de la
pobre señorita Taylor… Pero todo fue en vano. Emma le abrazaba
cariñosamente, le sonreía y le repetía que tenía que ser así; y que no
podía considerar su caso como el de Isabella y el de la señora Weston,
cuyas bodas, al obligarlas a abandonar Hartfield, habían significado un
cambio de vida tan triste; ella no se iría de Hartfield; se quedaría siempre
allí; si se introducía algún cambio en la casa era solamente con miras a su
bienestar; y estaba completamente segura de que él sería mucho más feliz
teniendo siempre al lado al señor Knightley, una vez se hubiese
acostumbrado a la idea… ¿No apreciaba mucho al señor Knightley? No
podía negar que sí que le apreciaba, estaba segura de ello. ¿Con quién
quería siempre consultar las cuestiones de negocios sino con el señor
Knightley? ¿Quién le prestaba tantos servicios, quién estaba siempre
dispuesto a escribirle sus cartas, quién le ayudaba de tan buen grado en
todas las cosas? ¿Quién era más amable, más atento, más fiel que él?
¿No le gustaría tenerle siempre en casa? Sí; ésta era la pura verdad.
Nunca se cansaba de recibir las visitas del señor Knightley; le gustaría
verle cada día; pero hasta entonces había estado viéndole casi cada día…
¿Por qué no podía ser todo igual que hasta ahora?
El señor Woodhouse no se dejó convencer en seguida; pero lo peor ya
había pasado, la idea ya estaba lanzada; el tiempo y el insistir
continuamente debían hacer lo demás… A los persuasivos argumentos de
Emma sucedieron los del señor Knightley, cuyos grandes elogios de ella
contribuyeron a dar una perspectiva más favorable a la proposición; y el
señor Woodhouse pronto se acostumbró a que uno y otro le hablaran
continuamente del asunto en todas las ocasiones propicias… Ambos
contaron con todo el apoyo que Isabella podía prestarles mediante cartas
en las que expresaba su más decidida aprobación; y en la primera ocasión
que tuvo la señora Weston para hablarle del asunto no dejó de presentar
el proyecto en los términos más favorables… en primer lugar como una
cosa ya decidida, y en segundo, como algo beneficioso… ya que era muy
consciente de que ambos argumentos tenían casi el mismo valor para el
señor Woodhouse… Llegó a convencerse de que no podía ser de otro
modo; y todo el mundo por quien solía dejarse aconsejar le aseguraba que
aquella boda sólo contribuiría a hacerle más feliz. En su fuero interno casi
llegó a admitir aquella posibilidad… y empezó a pensar que un día u otro…
quizá dentro de un año o de dos… no sería una gran desgracia el que se
celebrara aquel matrimonio.
La señora Weston decía lo que pensaba, no tenía que fingir al declararse
en favor del proyecto de boda… Al principio había tenido una gran
sorpresa; pocas veces la había tenido mayor que cuando Emma le reveló
el secreto; pero era algo en lo que sólo veía un aumento de felicidad para
todos, y no tuvo ningún reparo en convertirse en acérrima defensora del
proyecto… Sentía tanto afecto por el señor Knightley que le creía
merecedor incluso de casarse con su querida Emma; y en todos los
aspectos era una unión tan adecuada, tan conveniente, tan inmejorable, y
en un aspecto en concreto, quizás el más importante, tan particularmente
deseable, una elección tan afortunada, que parecía como si Emma no
hubiese debido sentirse atraída por ningún otro hombre, y que hubiese
sido la más necia de las mujeres si no hubiera pensado en él y no hubiera
deseado casarse con él desde hacía ya mucho tiempo… ¡Qué pocos
hombres cuya posición les hubiera permitido pensar en Emma, hubiesen
renunciado a su propia casa por Hartfield! ¡Y quién como el señor
Knightley podía conocer y soportar al señor Woodhouse hasta el punto de
conseguir que una decisión como aquélla fuese algo hacedero! Los
Weston siempre habían tenido que plantearse el problema de lo que debía
hacerse con el pobre señor Woodhouse, cuando forjaban planes acerca de
un posible matrimonio entre Frank y Emma… Cómo conciliar los intereses
de Enscombe y de Hartfield había sido siempre uno de los inconvenientes
más graves con que habían tropezado… el señor Weston no solía darle
tanta importancia como su esposa… pero, con todo, nunca había sido
capaz de solucionar la cuestión sino diciendo:
—Esas cosas se solucionan solas; ellos ya encontrarán el modo de resolverlo.
Pero en aquel caso no era necesario aplazar ningún conflicto ni hacer
vagas suposiciones sobre el futuro. Todo resultaba satisfactorio, claro,
perfecto. Nadie hacía un sacrificio digno de ese nombre. Era una boda que
ofrecía las máximas perspectivas de felicidad, y en la que no existía
ninguna dificultad efectiva, razonable para que nadie se opusiese a ella, o
para que fuera preciso aplazarla.
La señora Weston teniendo a su hija en el regazo, y pudiendo hacerse
todas estas reflexiones, era una de las mujeres más felices del mundo. Y
si algo existía que pudiese aumentar aún más su dicha, era el advertir que
el primer juego de gorritos no tardaría mucho en venirle pequeño a la niña.
Cuando se difundió la noticia constituyó una sorpresa para todos; y
durante cinco minutos el señor Weston fue uno de los más sorprendidos;
pero cinco minutos bastaron para que su viveza mental le familiarizara con
la idea… En seguida vio las ventajas de aquella boda, y su alegría no fue
inferior a la de su esposa; pero no tardó en olvidar el asombro que le había
producido la noticia; y al cabo de una hora casi estaba a punto de creer
que él siempre había imaginado que acabaría ocurriendo una cosa así.
—Supongo que tiene que ser un secreto —dijo—. Esas cosas siempre
tienen que ser un secreto, hasta que uno se entera que todo el mundo las
sabe. Sólo quiero saber cuándo se puede hablar de la boda… No sé si
Jane tendrá alguna sospecha…
Al día siguiente por la mañana fue a Highbury y disipó sus dudas acerca
de este punto. Le comunicó las nuevas; ¿no era Jane como una hija suya,
una hija ya mayor? Tenía que decírselo; y como la señorita Bates estaba
presente, como es lógico, no tardó en enterarse la señora Cole, la señora
Perry, e inmediatamente después la señora Elton; era el tiempo que
habían previsto los protagonistas del hecho; por la hora en que se
enteraron en Randalls, habían calculado lo que tardaría en saberlo todo
Highbury; y con gran intuición habían supuesto que aquella noche sólo se
hablaría de ellos en todas las familias de los alrededores.
En general todo el mundo aprobó calurosamente el proyecto de boda.
Unos pensaron que el afortunado era él, otros que la afortunada era ella.
Unos aconsejarían que se trasladasen todos a Donwell y que dejaran
Hartfield para John Knightley y su familia; y otros auguraban disputas entre
los criados de ambas casas; pero en conjunto nadie puso objeciones muy
graves, excepto en una habitación de la Vicaría… Allí la sorpresa no fue
suavizada por ninguna alegría. El señor Elton, en comparación con su
esposa, apenas se interesó por la noticia; se limitó a decir que «aquella
orgullosa podía estar ya satisfecha»; y a suponer que «siempre había
querido pescar a Knightley»; y sobre el que se instalarán en Hartfield se
atrevió a exclamar: «¡De buena me he librado!»… Pero la señora Elton se
lo tomó con mucha menos serenidad… «¡Pobre Knightley! ¡Pobre hombre!
¡Qué mal negocio hace!» Estaba muy apenada porque, aunque fuese muy
excéntrico, tenía muchas cualidades muy buenas… ¿Cómo era posible
que se hubiese dejado pescar? Tenía la seguridad de que él no estaba
enamorado… no, ni muchísimo menos… ¡Pobre Knightley! Aquello sería el
fin de la grata relación que habían tenido con él… ¡Estaba tan contento de
ir a cenar a su casa siempre que le invitaban! Todo esto se habría
terminado… ¡Pobre hombre! No volverían a hacerse visitas a Donwell
organizadas por ella… ¡Oh, no! Ahora habría una señora Knightley que les
aguaría todas las fiestas… ¡Qué lamentable! Pero no se arrepentía en
absoluto de haber criticado al ama de llaves de Knightley unos días
atrás… ¡Qué disparate vivir todos juntos! No podía salir bien. Conocía a
una familia que vivía cerca de Maple Grove que lo había intentado, y
habían tenido que separarse al cabo de unos pocos meses.

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