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Capítulo 54

Emma – Jane Austen

Pasó el tiempo. Unos días más y llegaría la familia de Londres. Algo que
asustaba un poco a Emma; y una mañana que estaba pensando en las
complicaciones que podía traer el regreso de su amiga, cuando llegó el
señor Knightley todas las ideas sombrías se desvanecieron. Tras cambiar
las primeras frases del alegre encuentro, él permaneció silencioso; y luego
en un tono más grave dijo:
—Tengo algo que decirle, Emma. Noticias.
—¿Buenas o malas? —dijo ella con rapidez mirándole fijamente.
—No sé cómo deberían considerarse.
—¡Oh! Estoy segura de que serán buenas; lo veo por la cara que pone;
está haciendo esfuerzos para no sonreír.
—Me temo —dijo él poniéndose más serio—, me temo mucho, mi querida
Emma, que no va usted a sonreír cuando las oiga.
—¡Vaya! ¿Y por qué no? No puedo imaginar que haya algo que le guste a
usted y que le divierta, y que no me guste ni me divierta también a mí.
—Hay una cuestión —replicó—, confío en que sólo una, en la que no pensamos igual.
Hizo una breve pausa, volvió a sonreír, y sin apartar la mirada de su rostro añadió:
—¿No se imagina lo que puede ser? ¿No se acuerda…? ¿No se acuerda de Harriet Smith?
Al oír este nombre Emma enrojeció y tuvo miedo de algo, aunque no sabía exactamente de qué.
—¿Ha tenido noticias de ella esta mañana? —preguntó él—. Sí, ya veo
que sí y que lo sabe todo.
—No, no he recibido carta; no sé nada; dígame de qué se trata, por favor.
—Veo que está preparada para lo peor… y realmente no es una buena
noticia. Harriet Smith se casa con Robert Martin.
Emma tuvo un sobresalto que no dio la impresión de ser fingido… y el
centelleo que pasó por sus ojos parecía querer decir «No, no es
posible…» Pero sus labios siguieron cerrados.
—Pues así es —continuó el señor Knightley—. Me lo ha dicho el mismo
Robert Martin. Acabo de dejarle hace menos de media hora.
Ella seguía contemplándole con el más elocuente de los asombros.
—Como ya esperaba, la noticia la ha contrariado… Ojalá coincidieran
también en esto nuestras opiniones. Pero con el tiempo coincidirán. Puede
usted estar segura de que el tiempo hará que el uno o el otro cambiemos
de parecer; y entretanto no es preciso que hablemos mucho del asunto.
—No, no, no me entiende usted, no es eso —replicó ella dominándose—.
No es que me contraríe la noticia… es que casi no puedo creerlo. ¡Parece
imposible! ¿Quiere usted decir que Harriet Smith ha aceptado a Robert
Martin? No querrá decir que él ha vuelto a pedir su mano… Querrá decir
que tiene intenciones de hacerlo…
—Quiero decir que ya lo ha hecho… —replicó el señor Knightley
sonriendo, pero con decisión— y que ha sido aceptado.
—¡Cielo Santo! —exclamó ella—. ¡Vaya!
Y después de recurrir a la cesta de la labor para tener un pretexto para
bajar la cabeza y ocultar el intenso sentimiento de júbilo que debían de
expresar sus facciones, añadió:
—Bueno, ahora cuéntemelo todo; a ver si lo entiendo. ¿Cómo, dónde,
cuándo? Dígamelo todo; en mi vida había tenido una sorpresa igual… pero
le aseguro que no me da ningún disgusto… ¿Cómo… cómo ha sido posible…?
—Es una historia muy sencilla. Hace tres días él fue a Londres por asuntos
de negocios, y yo le di unos papeles que tenía que mandar a John. Fue a
ver a John a su despacho, y mi hermano le invitó a ir con ellos al Astley
aquella tarde. Querían llevar al Astley a los dos mayores. Iban a ir mi
hermano, su hermana, Henry, John… y la señorita Smith. Mi amigo Robert
no podía negarse. Pasaron a recogerle y se divirtieron mucho; John le
invitó a cenar con ellos al día siguiente… él acudió… y durante esta visita
(por lo que se ve) tuvo ocasión de hablar con Harriet; y desde luego no fue
en vano… Ella le aceptó y de este modo hizo a Robert casi tan feliz como
merece. Regresó en la diligencia de ayer, y esta mañana después del
desayuno ha venido a verme para decirme el resultado de sus gestiones:
primero de las que yo le había encomendado, y luego de las suyas
propias. Eso es todo lo que puedo decirle acerca del cómo, dónde y
cuándo. Su amiga Harriet ya le contará muchas más cosas cuando se
vean… Le contará hasta los detalles más insignificantes, ésos a los que
sólo el lenguaje de una mujer puede dar interés… En nuestra
conversación sólo hemos hablado en general… Pero tengo que confesar
que Robert Martin me ha parecido muy minucioso en los detalles, sobre
todo conociendo su modo de ser; sin que viniera mucho a cuento, me ha
estado contando que al salir del palco, en el Astley, mi hermano se cuidó
de su esposa y del pequeño John, y él iba detrás con la señorita Smith y
con Henry; y que hubo un momento en que se vieron rodeados de tanta
gente, que la señorita Smith incluso se encontró un poco indispuesta…
Él dejó de hablar… Emma no se atrevía a darle una respuesta inmediata…
Estaba segura de que hablar significaría delatar una alegría que no era
explicable. Tenía que esperar un poco más, de lo contrario él creería que
estaba loca. Pero este silencio preocupó al señor Knightley; y después de
observarla durante unos momentos, añadió:
—Emma, querida mía, dice usted que este hecho ahora no le representa
un disgusto; pero temo que le preocupe más de lo que usted esperaba. La
clase social de él podría ser un obstáculo… pero tiene usted que pensar
que para su amiga eso no es un inconveniente; y yo le respondo que
tendrá cada vez mejor opinión de él a medida que le vaya conociendo
más. Su sentido común y la rectitud de sus principios le cautivarán… Por
lo que se refiere a él como persona, no podría usted desear que su amiga
estuviera en mejores manos; en cuanto a su categoría social, yo la
mejoraría si pudiese; y le aseguro, Emma, que ya es decir mucho por mi
parte… Usted se ríe de mí porque no puedo prescindir de William Larkins;
pero tampoco puedo prescindir en absoluto de Robert Martin.
Él quería que le mirase y sonriese; y como Emma ahora tenía una excusa
para sonreír abiertamente, así lo hizo, diciendo de un modo alegre:
—No tiene usted que preocuparse tanto por hacerme ver los lados buenos
de esta boda. En mi opinión Harriet ha obrado muy bien. Las relaciones de
ella quizá sean peores que las de él; sin duda en respetabilidad lo son. Si
me he quedado callada ha sido sólo por la sorpresa; he tenido una gran
sorpresa. No puede usted imaginarse lo inesperado que ha sido para mí…
lo desprevenida que estaba… Porque tenía motivos para creer que en
estos últimos tiempos estaba más predispuesta contra él que tiempo atrás.
—Debería usted de conocer mejor a su amiga —replicó el señor
Knightley—; yo hubiese dicho que era una muchacha de muy buen
carácter, de corazón muy tierno, que difícilmente puede llegar a estar muy
predispuesta en contra de un joven que le dice que la ama.
Emma no pudo por menos de reírse mientras contestaba:
—Le doy mi palabra de que creo que la conoce usted tan bien como yo…
Pero, señor Knightley, ¿está usted completamente seguro de que le ha
aceptado inmediatamente, sin ningún reparo? Yo hubiese podido suponer
que con el tiempo… pero ¡tan pronto ya…! ¿Está seguro de que entendió
usted bien a su amigo? Los dos debieron de estar hablando de muchas
cosas más: de negocios, de ferias de ganado, de nuevas clases de
arados… ¿No es posible que al hablar de tantas cosas distintas usted le
entendiera mal? ¿Era la mano de Harriet de lo que él estaba tan seguro?
¿No eran las dimensiones de algún buey famoso?
En aquellos momentos el contraste entre el porte y el aspecto del señor
Knightley y Robert Martin se hizo tan acusado para Emma, era tan intenso
el recuerdo de todo lo que le había ocurrido recientemente a Harriet, tan
actual el sonido de aquellas palabras que había pronunciado con tanto
énfasis —«No, creo que ya tengo demasiada experiencia para pensar en
Robert Martin»—, que esperaba que en el fondo esta reconciliación fuese
aún prematura. No podía ser de otro modo.
—¿Cómo puede decir una cosa así? —exclamó el señor Knightley—.
¿Cómo puede suponer que soy tan necio como para no enterarme de lo
que me dicen? ¿Qué merecería usted?
—¡Oh! Yo siempre merezco el mejor trato porque no me conformo con
ningún otro; y por lo tanto tiene que darme una respuesta clara y sencilla.
¿Está usted completamente seguro de que entendió la situación en que se
encuentran ahora el señor Martin y Harriet?
—Completamente seguro —contestó él enérgicamente— de que me dijo
que ella le había aceptado; y de que no había ninguna oscuridad, nada
dudoso en las palabras que usó; y creo que puedo darle una prueba de
que las cosas son así. Me ha preguntado si yo sabía lo que había que
hacer ahora. La única persona a quien él conoce para poder pedir
informes sobre sus parientes o amigos es la señora Goddard. Yo le dije
que lo mejor que podía hacer era dirigirse a la señora Goddard. Y él me
contestó que procuraría verla hoy mismo.
—Estoy totalmente convencida —replicó Emma con la más luminosa de
sus sonrisas—, y les deseo de todo corazón que sean felices.
—Ha cambiado usted mucho desde la última vez que hablamos de este asunto.
—Así lo espero… porque entonces yo era una atolondrada.
—También yo he cambiado; ahora estoy dispuesto a reconocer que Harriet
tiene todas las buenas cualidades. Por usted, y también por Robert Martin
(a quien siempre he creído tan enamorado de ella como antes), me he
esforzado por conocerla mejor. En muchas ocasiones he hablado bastante
con ella. Ya se habrá usted fijado. La verdad es que a veces yo tenía la
impresión de que usted casi sospechaba que estaba abogando por la
causa del pobre Martin, lo cual no era cierto. Pero gracias a esas charlas
me convencí de que era una muchacha natural y afectuosa, de ideas muy
rectas, de buenos principios muy arraigados, y que cifraba toda su
felicidad en el cariño y la utilidad de la vida doméstica… no tengo la menor
duda de que gran parte de esto se lo debe a usted.
—¿A mí? —exclamó Emma negando con la cabeza—. ¡Ah, pobre Harriet!
Sin embargo supo dominarse y se resignó a que le elogiaran más de lo que merecía.
Su conversación no tardó en ser interrumpida por la llegada de su padre.
Emma no lo lamentó. Quería estar a solas. Su estado de exaltación y de
asombro no le permitía estar en compañía de otras personas. Se hubiera
puesto a gritar, a bailar y a cantar; y hasta que no echara a andar y se
hablara a sí misma y riera y reflexionara, no se veía con ánimos para
hacer nada a derechas.
Su padre llegaba para anunciar que James había ido a enganchar los
caballos, operación preparatoria del ahora cotidiano viaje a Randalls; y por
lo tanto Emma tuvo una excelente excusa para desaparecer.
Ya puede imaginarse cuál sería la gratitud, el extraordinario júbilo que la
dominaban. Con aquellas halagüeñas perspectivas que se abrían para
Harriet su única preocupación, el único obstáculo que se oponía a su dicha
desaparecían, y Emma sintió que corría el peligro de ser demasiado feliz.
¿Qué más podía desear? Nada, excepto hacerse cada día más digna de
él, cuyas intenciones y cuyo criterio habían sido siempre tan superiores a
los suyos. Nada, sino esperar que las lecciones de sus locuras pasadas le
enseñasen humildad y prudencia para el futuro.
Estaba muy seria, muy seria sintiendo aquellos impulsos de gratitud y
tomando aquellas decisiones, y sin embargo en aquellos mismos
momentos no podía evitar reírse. Era forzoso reírse de aquel desenlace.
¡Qué final para todas aquellas tribulaciones suyas de cinco semanas atrás!
¡Qué corazón el de Harriet, Santo Dios!
Ahora le ilusionaba pensar en su regreso… todo le producía ilusión. Sentía
gran ilusión por conocer a Robert Martin.
Una de las cosas que ahora contribuían a su felicidad era pensar que
pronto no tendría que ocultar nada al señor Knightley. Pronto podrían
terminar todas aquellas cosas que tanto odiaba; los disimulos, los
equívocos, los misterios. En el futuro podría tener en él una confianza
plena, perfecta, que por su manera de ser consideraba como un deber.
Así pues, alegre y feliz como nunca se puso en camino en compañía de su
padre; no siempre escuchándole, pero siempre dándole la razón a todo lo
que decía; y ya fuera en silencio ya hablando, aceptando la grata
convicción que tenía su padre de que estaba obligado a ir a Randalls todos
los días, ya que de lo contrarío la pobre señora Weston tendría una desilusión.
Llegaron por fin… La señora Weston estaba sola en la sala de estar; pero
cuando apenas había recibido las últimas noticias sobre la niña y se dio las
gracias al señor Woodhouse por la molestia que se había tomado,
agradecimiento que él reclamó, a través de los postigos se divisaron dos
siluetas que pasaban cerca de la ventana.
—Son Frank y la señorita Fairfax —dijo la señora Weston—. Ahora mismo
iba a decirles que esta mañana hemos tenido la agradable sorpresa de
verle llegar. Se quedará hasta mañana y ha convencido a la señorita
Fairfax para que pase el día con nosotros… Creo que van a entrar.
Al cabo de medio minuto entraban en la sala. Emma se alegró mucho de
volver a verle, pero ambos quedaron un poco confusos… Por las dos
partes había demasiados recuerdos embarazosos. Se estrecharon las
manos sonriendo, pero con una turbación que al principio les impidió ser
muy locuaces; todos volvieron a sentarse y durante unos momentos hubo
un silencio tal que Emma empezó a dudar de que el deseo que había
tenido durante tantos días de volver a ver a Frank Churchill y de verle en
compañía de Jane le procurara algún placer. Pero cuando se les unió el
señor Weston y trajeron a la niña, no faltaron ni temas de conversación ni
alegría… y Frank Churchill tuvo el valor y la ocasión de acercarse a ella y decirle:
—Señorita Woodhouse, tengo que darle las gracias por unas cariñosas
frases de perdón que me transmitió la señora Weston en una de sus
cartas… confío que el tiempo que ha transcurrido no la ha hecho menos
benevolente. Confío en que no se retracte usted de lo que dijo entonces.
—No, desde luego —exclamó Emma contentísima de que se rompiera el
hielo—, en absoluto. Me alegro mucho de verle y de saludarle… y de
felicitarle personalmente.
Él le dio las gracias de todo corazón y durante un rato siguió hablando muy
seriamente acerca de su gratitud y de su felicidad.
—¿Verdad que tiene buen aspecto? —dijo volviendo los ojos hacia
Jane—. Mejor del que solía tener, ¿verdad? Ya ve cómo la miman mi
padre y la señora Weston.
Pero no tardó en mostrarse más alegre, y con la risa en los ojos después
de mencionar el esperado regreso de los Campbell citó el nombre de
Dixon… Emma se ruborizó y le prohibió que volviese a pronunciar aquel
nombre delante de ella.
—No puedo pensar en todo aquello sin sentirme muy avergonzada —dijo.
—La vergüenza —contestó él— es toda para mí, o debería serlo. Pero ¿es
posible que no tuviera usted ninguna sospecha? Me refiero a los últimos
tiempos. Al principio ya sé que no sospechaba nada.
—Le aseguro que nunca tuve ni la menor sospecha.
—Pues la verdad es que me deja sorprendido. En cierta ocasión estuve
casi a punto… y ojalá lo hubiera hecho… hubiese sido mejor. Pero aunque
estaba continuamente portándome mal, me portaba mal de un modo
indigno y que no me reportaba ningún beneficio… Hubiese sido una
transgresión más tolerable el que yo le hubiese revelado el secreto y se lo
hubiese dicho todo.
—Ahora ya no vale la pena de lamentarlo —dijo Emma.
—Tengo esperanzas —siguió él— de poder convencer a mi tío para que
venga a Randalls; quiere que le presente a Jane. Cuando hayan vuelto los
Campbell nos reuniremos todos en Londres y espero que sigamos allí
hasta que podamos llevárnosla al norte… pero ahora estoy tan lejos de
ella… ¿Verdad que es penoso señorita Woodhouse? Hasta esta mañana
no nos habíamos visto desde el día de la reconciliación. ¿No me compadece?
Emma le expresó su compasión en términos tan efusivos que el joven en
un súbito exceso de alegría exclamó:
—¡Ah, a propósito! —Y entonces bajó la voz y se puso serio por un
momento—. Espero que el señor Knightley siga bien.
Hizo una pausa… ella se ruborizó y se echó a reír.
—Ya sé —dijo— que leyó mi carta y supongo que recuerda el deseo que
formulé para usted. Permita que ahora sea yo quien la felicite… le aseguro
que al recibir la noticia he sentido un gran interés y una inmensa
satisfacción… es un hombre de quien nunca se podrá decir que se le
elogia demasiado.
Emma estaba encantada y sólo deseaba que él siguiese por aquel camino;
pero al cabo de un momento el joven volvía a sus asuntos y a su Jane. Y
las palabras siguientes fueron:
—¿Ha visto usted alguna vez una tez igual? Esa suavidad, esa
delicadeza… y sin embargo no puede decirse que sea realmente bella…
no puede llamársele bella. Es una clase de belleza especial, con esas
pestañas y ese pelo tan negro… Un tipo de belleza tan peculiar… Y tan
distinguida… Tiene el color preciso para que pueda llamársele bella.
—Siempre la he admirado —replicó Emma intencionadamente—; pero si
no recuerdo mal hubo un tiempo en que usted consideraba su palidez
como un defecto… la primera vez que hablamos de ella. ¿Ya lo ha olvidado?
—¡Oh, no! ¡Qué desvergonzado fui! ¿Cómo pude atreverme…?
Pero se reía de tan buena gana al recordarlo que Emma no pudo por
menos que decir:
—Sospecho que en medio de todos los conflictos que tenía usted por
entonces se divertía mucho jugando con todos nosotros… Estoy segura de
que era así… estoy segura de que eso le servía de consuelo.
—Oh, no, no… ¿Cómo puede creerme capaz de una cosa así? ¡Yo era el
hombre más desgraciado del mundo!
—No tan desgraciado como para ser insensible a la risa. Estoy segura de
que se divertía usted mucho pensando que nos estaba engañando a
todos… y tal vez si tengo esta sospecha es porque, para serle franca, me
parece que si yo hubiese estado en su misma situación también lo hubiera
encontrado divertido. Veo que hay un cierto parecido en nosotros.
Él le hizo una leve reverencia.
—Si no en nuestros caracteres —añadió en seguida con un aire de hablar
en serio—, sí en nuestro destino; ese destino que nos llevará a casarnos
con dos personas que están tan por encima de nosotros.
—Cierto, tiene toda la razón —replicó él apasionadamente—. No, no es
verdad por lo que respecta a usted. No hay nadie que pueda estar por
encima de usted, pero en cuanto a mí sí es cierto… ella es un verdadero
ángel. Mírela. ¿No es un verdadero ángel en todos sus gestos? Fíjese en
la curva del cuello, fíjese en sus ojos ahora que está mirando a mi padre…
Sé que se alegrará usted de saber —inclinándose hacia ella y bajando la
voz muy serio— que mi tío piensa darle todas las joyas de mi tía. Las
haremos engarzar de nuevo. Estoy decidido a que algunas de ellas sean
para una diadema. ¿Verdad que le sentará bien con un cabello tan negro?
—Le sentará de maravilla —replicó Emma.
Y se expresó con tanto entusiasmo que él, lleno de gratitud, exclamó:
—¡Qué contento estoy de volverla a ver! ¡Y de ver que tiene tan buen
aspecto! Por nada del mundo me hubiese querido perder este encuentro.
Desde luego si no hubiera venido usted yo hubiera ido a visitarla a Hartfield.
Los demás habían estado hablando de la niña, ya que la señora Weston
les había contado que habían tenido un pequeño susto puesto que la
noche anterior la pequeña se había sentido indispuesta. Ella creía que
había exagerado, pero había tenido un susto y había estado casi a punto
de mandar llamar al señor Perry. Quizá debiera avergonzarse, pero el
señor Weston había estado tan intranquilo como ella. Sin embargo, al cabo
de diez minutos la niña había vuelto a encontrarse completamente bien;
esto fue lo que contó; quien se mostró más interesado fue el señor
Woodhouse, quien le recomendó que se acordara siempre de Perry y que
le mandara llamar, y que sólo lamentaba que no lo hubiese hecho.
—Cuando la niña no se encuentre bien del todo, aunque parezca que no
sea casi nada y aunque sólo sea por un momento, no deje de llamar
siempre a Perry. Uno nunca se asusta demasiado pronto ni llama
demasiado a menudo a Perry. Quizás ha sido una lástima que no viniera
ayer por la noche; ahora la niña parece estar muy bien, pero hay que tener
en cuenta que si Perry la hubiera visto probablemente se encontraría mejor.
Frank Churchill recogió el nombre.
—¡Perry! —dijo a Emma, intentando que mientras hablaba su mirada se
cruzase con la de la señorita Fairfax—. ¡Mi amigo el señor Perry! ¿Qué
están diciendo del señor Perry? ¿Ha venido esta mañana? ¿Iba a caballo
o en coche? ¿Ya se ha comprado el coche?
Emma recordó en seguida y le comprendió; y mientras unía sus risas a las
suyas creyó advertir por la actitud de Jane que ella también le había oído,
aunque intentaba parecer sorda.
—¡Qué sueño más raro tuve aquella vez! —exclamó—. Cada vez que me
acuerdo de aquello no puedo por menos de reírme… Nos oye, nos oye,
señorita Woodhouse. Se lo noto en la mejilla, en la sonrisa, en su intento
inútil de fruncir el ceño. Mírela. ¿No ve que en este instante tiene ante los
ojos aquel trozo de su carta en el que me lo contó…? ¿No ve que está
pensando en aquella torpeza mía que no puede prestar atención a nada
más aunque finja escuchar a los otros?
Por un momento Jane se vio obligada a sonreír abiertamente; y aún
seguía sonriendo en parte cuando se volvió hacía él y le dijo en voz baja
pero llena de convicción y de firmeza:
—¡No comprendo cómo puedes sacar a relucir esas cosas! A veces
tendremos que recordarlas aun a pesar nuestro… ¡Pero que seas capaz
de complacerte recordándolas!
Él contestó aduciendo muchos argumentos en su defensa, todos muy
hábiles, pero Emma se inclinaba a dar la razón a Jane; y al irse de
Randalls y al comparar como era natural aquellos dos hombres,
comprendió que a pesar de que se había alegrado mucho de volver a ver a
Frank Churchill y de que sentía por él una gran amistad, nunca se había
dado tanta cuenta de lo superior que era el señor Knightley. Y la felicidad
de aquel felicísimo día se completó con la satisfactoria comprobación de
las cualidades de éste que aquella comparación le había sugerido.

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