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Capítulo 13

Estudio en escarlata – Arthur Conan Doyle
Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina

La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia nosotros, ya que al verse
por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.
––Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría ––dijo a Sherlock Holmes––. Tengo el coche a la
puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.
Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea;
pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus
tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez
libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones hombre tan
fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol, traslucía una determinación y energía no
menos formidables que su aspecto físico.
––Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para ocuparla ––dijo, mirando
a mi compañero de alojamiento con una no disimulada admiración––. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.
––Será mejor que me acompañen ––dijo Holmes a los dos detectives.
––Yo puedo llevarlos en mi coche ––repuso Lestrade.
––Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino
que, tranquilamente, entró en el coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se
aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una
habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con el de
los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo,
procedió a estos trámites como si fueran de pura rutina.
––El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana ––dijo––. Entre tanto, ¿tiene algo que
declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser utilizado en su contra.
––Mucho es lo que tengo que decir ––repuso, lentamente, nuestro hombre––. No quiero guardarme un solo detalle.
––¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? ––preguntó el inspector.
––Es posible que no llegue ese momento ––contestó––. Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.
––Sí ––repliqué.
––Ponga entonces las manos aquí ––dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior.
Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara
una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo
sordo, procedente de la misma fuente.
––¡Diablos! ––exclamé––. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
––Así le dicen, según parece ––repuso plácidamente––. La semana pasada acudí al médico y me aseguró
que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno
y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas
no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia
de autorizar semejante relato.
––¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? ––inquirió el primero.
––No hay duda ––repuse.
––En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar declaración al prisionero ––dijo el inspector.
––Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí consignada.
––Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento ––replicó aquél, conformando el acto a las palabras––.
Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido
a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor
interés en ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso que hagan
después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso relato que a continuación
les transcribo. Su comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos casi
vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en
el que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.
––No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres ––dijo––. Importa tan sólo que eran responsables
de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho
a sus propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible
dar prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la
menor duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes
obrado de otro modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.
»La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con
ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de
boda, prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación
del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en
que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la
fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré
sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida. Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
»Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres
apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos
como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana
había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me
fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso el laberinto más endiablado que hasta la
fecha haya tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados
los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo mal.
»Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas no
descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces
que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba
seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
»Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen, andaba yo pisándoles
los talones. A veces les seguía en mi coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no
podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carretas a primera hora de la mañana o a última
de la noche, principiando a endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera echarles
el guante a mis enemigos.
»Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso alguien seguía su rastro, ya que
nunca salían solos o después de anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún instante
se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía
un segundo de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra siquiera
de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento, pues una voz interior me decía que había llegado
mi hora. Sólo tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho demasiado pronto,
impidiéndome dar remate a mi tarea.
»Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi coche Torquay Terrace ––tal nombre
distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban––, observé que un vehículo hacía alto justo delante de
su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y Stangerson, que habían aparecido
tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la idea
de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en Euston Station, y yo confié mi montura a un
niño mientras los seguía hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y también la contestación
del vigilante, quien les explicó que ya estaba en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
»La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta complacencia en Drebber. Me
arrimé a ellos lo bastante para escuchar cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber
dijo que le aguardaba un pequeño negocio .y que si el otro tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no
mucho tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber
repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude oír la réplica de Stangerson, mas
Drebber prorrumpió en improperios, diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos
para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder el secretario, tras de lo cual quedó convencido
que Drebber se reuniría con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a perder el
último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los andenes antes de las once y abandonó la estación.
»La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al alcance de la mano. Tenía a mis
enemigos en mi poder. Juntos podían darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced.
No me dejé llevar sin embargo de la premura. Mi plan estaba ya dibujado. No hay satisfacción en la
venganza a menos que el culpable encuentre modo de saber de quién es la mano que lo fulmina y cuál la
causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el hombre que me había agraviado pudiera comprender
que sobre él se proyectaba la sombra de su antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban
unos inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno de ellos en mi coche. Fue reclamada
y devuelta aquella misma tarde, no antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido
una réplica, de la original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos de la ciudad donde podía tener la seguridad de obrar sin ser interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa era la difícil cuestión que ahora se me presentaba.
»Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y demorándose en el último casi media
hora. Salió del último dibujando eses, bien empapado ya en alcohol. Hizo una seña al simón que había justo
en frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi caballo rozaba casi con el codo del conductor.
Cruzamos el puente de Waterloo y después, interminablemente, otras calles, hasta que para mi sorpresa me
vi en la explanada misma de donde habíamos partido. Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi
caballo y me detuve a unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió camino. Denme
un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto hablar.
»Le alcancé el vaso, que apuró al instante.
»––Así está mejor ––dijo––. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de hora, aproximadamente, cuando
de pronto me llegó de la casa un ruido de gente enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió
con brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber y el otro un joven al
que nunca había visto antes. Este tipo tenía sujeto a Drebber por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron
al pie de la escalera le dio un empujón y una patada después que lo hizo trastabillar hasta el centro de la calle.
»––¡Canalla! ––exclamó, enarbolando su bastón––. ¡Voy a enseñarte yo a ofender a una chica honesta!
»Estaba tan excitado que sospecho que hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies
en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
»––Al Holliday´s Private ––dijo.
»Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese instante último pudiera estallar mi
aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo sin más
a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando
Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la bebida, y me
ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó
hasta la hora de cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto de la situación.
»No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No hubiese vulnerado con ello la más
estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no
negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera aprovecharla. Entre los muchos trabajos
que he desempeñado en América se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York College.
Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar
que dio el nombre de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los indios sudamericanos.
Tan fuerte era su efecto que un solo gramo bastaba a producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la
botella donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí un poco para mí. No se
me da mal el oficio de boticario; con el alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después
coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico aspecto, mas desprovistas de veneno.
Decidí que, llegado el momento, esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las restantes.
El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más sigiloso, que disparar con una pistola a
través de un pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar destino.
»Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de perros, huracanada y metida en agua.
Con lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de contenerme
para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado una cosa, y por espacio de veinte años porfiado
en anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo. Encendí un
cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme
guiaba el coche pude ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y sonriéndome,
con la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes. Durante todo el camino me dieron escolta,
cada uno a un lado del caballo, hasta la casa de Brixton Road.
»No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el menudo de la lluvia. Al asomarme
a la ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por un brazo.
»––Hemos llegado ––dije.
»––Está bien, cochero ––repuso.
»Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado, porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de nosotros.
»––Está esto oscuro como boca de lobo ––dijo, andando a tientas.
»––Pronto tendremos luz ––repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la aplicaba a una vela que había
traído conmigo––. Ahora, Enoch Drebber ––añadí levantando la candela hasta mi rostro––, intente averiguar quién soy yo.
»Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que una súbita expresión de horror,
acompañada de una contracción de toda la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una
revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba
su frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la venganza
sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me parecía.
»––¡Miserable! ––dije––. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, sin
conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última noche.
»Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la expresión de su cara, que me creía loco.
De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que
habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
»––¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? ––grité, cerrando la puerta con llave y agitando ésta ante sus
ojos––. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne sobre ti.
»Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no saberlo inútil.
»––¿Va a asesinarme? ––balbució.
»––¿Asesinarte? ––repuse––. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa cuando
separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
»––No fui yo autor de esa muerte ––gritó.
»––Pero sí partiste por medio un corazón inocente ––dije, mostrándole la caja de las pastillas––. Que el
Señor emita su fallo. Toma una y trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la que
tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
»Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi cuchillo y lo allegué a su garganta hasta
que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos mirándonos
en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su
rostro cuando, tras las primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo? Reí al verlo,
mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el
alcaloide actúa con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos tumbos, y
entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la
mano sobre su corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!
»La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo advirtiera. No sé decirles qué me indujo a
dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me
sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán
con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las especulaciones de la
prensa atribuyendo el hecho a las sociedades secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos
confusión que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente el nombre sobre uno
de los muros. Volví después a mi coche y comprobé que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba
hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo
eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo.
Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el
coche en una calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al
de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo entonces salía del inmueble,
y sólo pude disipar sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.
»De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.
»Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se
alojaba en el Halliday’s Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en
sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido.
No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto
averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que
había arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y le
dije que había llegado la hora de responder por la muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido
con Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar esa
oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa,
le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido
la providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
»Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un
día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas cuando
un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B
de Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente
me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la historia. Quizá me tengan por un asesino,
pero yo estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante
mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a
cuanto se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se
produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban
quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.
––Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más ––dijo al fin Sherlock Holmes––.
¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
––Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía
ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo.
Admitirá que no lo hizo mal.
––¡Desde luego!––repuso Holmes con vehemencia.
––Y ahora, caballeros ––observó gravemente el inspector––, ha llegado el momento de cumplir lo que la
ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de
ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero.
Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.

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