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Capítulo 9

Estudio en escarlata – Arthur Conan Doyle
La flor de Utah

No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo emigrante
antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales
de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la historia.
Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad,
ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a
vencer la tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su cúmulo de
horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de
hinojos en reverente acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus
pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que
aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y
planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada destinatario,
al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el
comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de encantamiento. En
el campo, se abrieron surcos para las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se
voleó la semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado trigo. No
había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo
erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco
ruido del martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo
peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de tantos peligros.
Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y compañera de infortunio, hicieron junto
a los demás el largo camino. No fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta
de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso
muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre,
conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se
hizo a su nueva vida trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e infatigable
cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada
la aventura, recibió sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber.
En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de troncos, ampliada y recompuesta infinitas
veces en los años subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era hombre con los
pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para
aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y posesiones desmesuradamente.
A los tres años había sobrepujado a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados,
a los nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes pudieran comparársele
en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos los demás.
Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus correligionarios. Nadie fue parte a
convencerle para que fundara un harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación,
porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en la práctica de la religión recientemente
adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un
amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en las costas del Atlántico. El caso
es que, por la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el credo de
la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta conducta.
Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de troncos, y aplicada a la dura brega diaria,
se crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las veces de
madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color
y el paso cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez que, desde el tramo
de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de
trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un auténtico hijo del Oeste.
De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.
No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de antes era ya mujer. Rara vez ocurre
tal. Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena todavía
al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de una voz o al contacto de una mano, súbitas
chispas iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y poderosa
facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han olvidado de hecho el día preciso y el exacto
incidente por el que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la
ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual
que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los
campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas,
avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la
fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se
veían rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no
menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre,
hilaba su camino con destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y
suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a cierto encargo de su
padre, y, desatenta a todo cuanto no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su caballo,
con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.
Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera obstruida por un gran rebaño de ganado
al que daban gobierno media docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por superar
el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido en ella,
sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la corriente
movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no sintió
alarma, e intentó por todos los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los cuernos de
una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo
en grado máximo. El animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al tiempo que daba
unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la
situación más peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos circundantes, y éstos
inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse
sujeta a la silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su cuerpo entre las pezuñas de
las espantadas criaturas, encontrando así una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse
su cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por la nube de polvo y el hedor de la
forcejeante muchedumbre animal, se hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su
lado le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y tostada por el sol, asió del freno
al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.
––Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura ––dijo respetuosamente a la joven su providencial salvador.
Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y riendo con franqueza repuso:
––¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener tanto miedo de un montón de vacas?
––Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura ––contestó el hombre con gesto grave. Se
trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y
guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.
––Debe ser usted la hija de John Ferrier ––añadió––; la he visto salir a caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.
––¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? ––apuntó ella con recato.
El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros refulgió una chispa de contento.
––Lo haré ––dijo––, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza no es a propósito para esta
clase de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como estoy.
––Es su deudor, igual que yo ––replicó la joven––. Me tiene un cariño extraordinario; si esas vacas
hubieran llegado a causarme la muerte, creo que habría muerto él también.
––Y yo ––añadió el jinete.
––¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón… ¡Ni siquiera somos amigos!
La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.
––No me entienda mal, ¡ea! ––dijo––. Ahora sí que somos amigos. No le queda más remedio que venir a
vernos… En fin, he de seguir camino, porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi padre recado alguno. ¡Adiós!
––¡Adiós ––repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre la mano de la damita. Tiró
ésta de las riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.
El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno. Habían recorrido las montañas de
Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para la
exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que los
del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro súbito. La
vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de
su volcánico e indómito corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis acababa de
producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia
a lo recién acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un amor fugaz de
adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del hombre de férrea voluntad e imperioso carácter.
Estaba hecho a triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta, mientras
de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.
Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la siguiente y a la otra también, hasta convertirse
en visitante asiduo y conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo diario, había
tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo en torno durante los últimos doce años. De él
le daba noticias Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su padre. Había sido
pionero en California, la loca y legendaria región de rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos;
había sido explorador, trampero, ranchero, buscador de plata… No existía aventura emocionante, en fin, que
no hubiera corrido alguna vez Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se hacía
lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver,
por el arrebol de las mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta de su propio
corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de
quien constituía su recóndita causa.
Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y se detuvo frente al cancel. Lucy estaba
en el porche y, al verle, fue en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima de la
cerca y tomó el camino de la casa.
––He de marcharme, Lucy ––dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que la miraba tiernamente a los
ojos––. No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?
––¿Vas a tardar mucho? ––repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.
––No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá interponerse entre nosotros dos.
––¿Qué dice mi padre?
––Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner en marcha esas minas. Sobre
esto último no debes preocuparte.
––Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que añadir ––susurró ella, la mejilla
apoyada en el poderoso pecho del aventurero.
––¡Dios sea alabado! ––exclamó éste con ronca voz, e inclinando la cabeza, besó a la chica––. El trato
puede considerarse zanjado. Cuanto más me demore, más difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me
aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me verás de nuevo.
Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto encima del caballo, picó espuelas
a toda prisa sin volver siquiera la cabeza, en el temor, quizá, de que una sola mirada a la prenda de su corazón
le hiciera desistir de su recién concebido proyecto. Permaneció Lucy junto al cancel, fija la vista en el
jinete hasta desvanecerse éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En todo Utah no podría hallarse chica más feliz.

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