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Capítulo 10

Frankenstein – Mary Shelley

Cuando regresé a casa, me encontré la siguiente carta de mi padre.


PARA V. FRANKENSTEIN
Ginebra, 2 de junio de 17**
Querido Victor:
Probablemente has estado esperando impaciente una carta en la que fijara
el día de tu regreso, y al principio estuve tentado de escribirte unas líneas,
solo para decirte el día en el que podríamos esperarte… pero eso sería una
cruel amabilidad, y no me atreví a hacerlo. ¡Cuál sería tu sorpresa, hijo mío,
cuando esperaras una bienvenida alegre y feliz, y te encontraras, por el contrario,
lágrimas y desconsuelo! ¿Y cómo puedo, Victor, contarte nuestra
desgracia? La ausencia no puede haber endurecido tu corazón frente a nuestras
alegrías y nuestras penas. ¿Y cómo puedo infligir dolor en mi hijo ausente?
Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible.
Ya sé que tu mirada estará buscando ahora, en estas hojas, las palabras
que te revelarán las horribles noticias…
¡William ha muerto! El encantador muchacho cuyas sonrisas me encantaban
y me animaban, aquel que era tan cariñoso y tan alegre, Victor… ¡ha sido asesinado!
No intentaré consolarte, simplemente te relataré las circunstancias de lo sucedido.
El pasado jueves (28 de mayo), mi sobrina, tus dos hermanos y yo fuimos
a dar un paseo a Plainpalais. La tarde era cálida y tranquila, y prolongamos
nuestro paseo más de lo normal. Ya casi había atardecido cuando decidimos
regresar, y entonces descubrimos que Ernest y William, que se habían adelantado,
habían desaparecido. Así que nos sentamos en un banco para esperar
a que volvieran. Entonces vino Ernest y preguntó por su hermano: dijo
que había estado jugando con él, y que William se había ido corriendo para
esconderse, y que lo había estado buscando en vano y que después había
estado esperando mucho rato, pero no había vuelto.
Esto nos asustó bastante y continuamos buscándolo hasta que cayó la noche;
entonces Elizabeth aventuró que tal vez podía haber regresado a casa.
Pero no estaba allí. Volvimos al lugar con antorchas, porque yo no podía
vivir pensando que mi querido niño se había perdido y se había quedado a
la intemperie, con la humedad y el rocío de la noche; Elizabeth también estaba
angustiadísima. Alrededor de las siete de la mañana descubrí a mi pequeño,
al que la tarde anterior había visto rebosante de vitalidad y salud:
estaba tendido en la hierba, lívido e inmóvil… la marca de los dedos de su
asesino estaba aún en su cuello.
Lo llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro le reveló el secreto
a Elizabeth. Solo quería ver el cadáver. Al principio intenté evitárselo, pero
ella insistió y, entrando en la habitación en la que yacía, apresuradamente
examinó el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh,
Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»
Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos reanimarla; cuando
volvió en sí, no hizo más que llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma
tarde William le había estado dando guerra para que le permitiera llevar una
miniatura muy valiosa que tu madre le había regalado. Este retrato ha desaparecido
y, sin duda, fue el motivo por el cual el asesino cometió el crimen.
Hasta el momento no hay ni rastro de él, aunque no hemos cesado en
nuestras indagaciones para descubrirlo; pero eso no nos devolverá a mi querido William.
Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar a Elizabeth. Llora constantemente
y se acusa a sí misma, injustamente, de ser la causa de la muerte
del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos estamos muy abatidos;
pero ¿no será ese un motivo más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro
consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te aseguro que doy gracias a
Dios porque no vive para ver la muerte cruel y miserable de su pequeño!
Vuelve, Victor, pero no regreses albergando ideas de venganza contra el
asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que puedan curar las heridas
de nuestro espíritu, en vez de abrirlas. Entra en esta casa de luto, hijo querido,
pero con dulzura y afecto para aquellos que te aman, y no con odio hacia tus enemigos.
Tu desdichado padre, que te quiere,


ALPHONSE FRANKENSTEIN.


Clerval, que había estado observando mi rostro mientras leía la carta, se
sorprendió al observar la desesperación que sucedía a la alegría que mostré
al recibir noticias de mis seres queridos. Tiré la carta en la mesa y me cubrí el rostro con las manos.
—Mi querido Frankenstein —exclamó Henry cuando me vio llorar con
amargura—, ¿es que siempre tienes que estar triste? Amigo mío, ¿qué ha ocurrido?
Le indiqué que cogiera la carta y la leyera, mientras yo iba de un lado a
otro de la habitación, nervioso hasta la desesperación. Los ojos de Clerval
también derramaron lágrimas cuando leyó el relato de mi desgracia.
—No puedo consolarte de ningún modo, amigo mío —dijo—. Tu tragedia es irreparable. ¿Qué piensas hacer?
—Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Clerval, para pedir unos caballos.
Por el camino, Henry intentó animarme. No lo hizo con los tópicos habituales, sino mostrando una verdadera comprensión.
—Pobre William —dijo—, pobre chiquillo; ahora descansa junto a su angelical
madre. Sus seres queridos están de luto y lo lloran, pero él ya descansa:
ya no siente las garras del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo,
y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por él; los que han quedado
vivos son los que más sufren y, para ellos, el tiempo será el único consuelo.
Aquellas máximas de los estoicos, según los cuales la muerte no se podía
considerar un mal y que la mente del hombre debería estar por encima de la
desesperación que produce la ausencia eterna del ser amado, no deberían ni
siquiera tenerse en consideración… incluso Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.
Clerval decía estas cosas mientras caminábamos aprisa por las calles; las
palabras se grabaron en mi mente y las recordé después, cuando estuve en
soledad. Pero en aquel momento, en cuanto llegaron los caballos, salté al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.
El viaje fue muy triste. Al principio solo quería ir deprisa, porque deseaba
consolar y confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero a medida
que me fui acercando a mi ciudad natal, fui también acortando el paso. Apenas
podía soportar la avalancha de sentimientos que se agolpaban en mi
mente. Pasé por paisajes que conocía bien desde mi juventud y que no había
visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo habría cambiado todo durante
todo ese tiempo? Un cambio enorme, repentino y desolador había tenido
lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían haber producido otras alteraciones
poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente,
no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar,
aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.
Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el
lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las
montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado.
Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué
mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se
hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal.
Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre
del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso
lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son
blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»
Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si sigo entreteniéndome en
estos prolegómenos; pero aquellos fueron días de relativa felicidad, y los
recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra! ¿Quién, sino uno de tus
hijos, puede comprender el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos, tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago?
Sin embargo, a medida que me acercaba a casa, la tristeza y el temor me
invadieron. La noche se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía ver las
oscuras montañas, mis sentimientos se tornaron más sombríos. Imaginé todos
los peligros posibles y me convencí de que estaba destinado a convertirme
en el más desdichado de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta
razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué en una única circunstancia:
que, en todas las desgracias que imaginé y temí, no pude ni siquiera
sospechar ni la centésima parte de la angustia que el destino me obligaría a soportar.

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