Frankenstein – Mary Shelley
Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de Ginebra ya estaban
cerradas; y decidí pernoctar en Secheron, una aldea que se halla a media legua
al este de la ciudad. El cielo estaba sereno; y como me era imposible
descansar, decidí ir a ver el lugar en el que mi pobre William había sido asesinado;
mientras caminaba, vi que una tormenta se estaba formando al otro
lado del lago. Vi cómo los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una colina
desde la que podía ver cómo centelleaban. La tormenta avanzó hacia
donde yo me encontraba, y pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo
la lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque enseguida se desató con furiosa violencia.
Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más
intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito.
Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos
destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante
un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el
ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo
en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta
se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del
lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt.
Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a
veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.
Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan
aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla
en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos:
«¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando
pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó
tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente,
intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un
rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad
de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron
quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida.
¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea
me estremecía. Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué a la conclusión
de que era completamente cierta… mis dientes castañetearon, y me
vi obligado a recostarme contra un árbol para mantenerme en pie. La figura
pasó rápidamente frente a mí, y la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que
él era el asesino…! Nada que tuviera forma humana podría haber destruido
la vida de aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No tenía ninguna duda.
La simple existencia de aquella idea era una prueba irrefutable de los hechos.
Pensé en perseguir a aquel demonio, pero habría sido en vano, porque
otro relámpago lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las rocas de la
pendiente casi perpendicular del Monte Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.
Permanecí inmóvil; los truenos cesaron, pero la lluvia aún continuó cayendo,
y la escena quedó envuelta en una impenetrable oscuridad. Volví a
pensar una vez más en los acontecimientos que, hasta ese momento, solo
había intentado obviar: todos los pasos que di hasta completar mi creación,
el resultado del trabajo de mis propias manos, vivo y junto a mi cama, y su
desaparición. Casi habían transcurrido dos años desde la noche en la que se
le dio la vida, ¿y aquel había sido su primer crimen? ¡Dios mío! Había arrojado
al mundo a un engendro depravado cuyo único placer era el asesinato y
el crimen, porque… ¿acaso no había asesinado a mi hermano?
Nadie puede imaginar la angustia que viví durante el resto de la noche,
que pasé helado y empapado, a la intemperie. Pero no sentía las inclemencias
del tiempo; mi imaginación estaba demasiado ocupada en escenas de
maldad y desesperación. Pensé en el ser a quien había arrojado en medio de
la humanidad y a quien había dotado de voluntad y de poder para ejecutar
sus horrorosos proyectos, como aquel que había llevado a cabo, casi como
si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu liberado de la tumba y obligado
a destruir a todos aquellos que yo amaba.
Amaneció, y dirigí mis pasos hacia la ciudad; las puertas estaban abiertas
y me encaminé hacia la casa de mi padre. Mi primera idea fue comunicar a
todo el mundo lo que sabía del asesino y proponer que se organizara una
persecución inmediata. Pero me contuve cuando pensé en la historia que
tendría que contar. Me había encontrado a medianoche en los precipicios de
una montaña inaccesible con un ser… al que yo mismo había creado y al
que había dotado de vida. La historia era de todo punto inconcebible, y sabía
bien que si cualquier otro me la hubiera contado a mí, la habría considerado
como el producto enloquecido de un delirio. Además, la extraña naturaleza
de la bestia conseguiría eludir la persecución, aun cuando yo consiguiera
que me creyeran y los convenciera para que la pusieran en marcha.
Además, ¿de qué serviría una persecución? ¿Quién podría arrestar a una
criatura capaz de escalar las paredes verticales del Monte Salêve? Estas
ideas me convencieron y decidí guardar silencio.
Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre.
Les pedí a los criados que no despertaran a la familia y fui a la biblioteca
para esperar a que se hiciera la hora en que solían levantarse. Habían
transcurrido cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por una
marca indeleble— y ahora me encontraba en el mismo lugar en el que había
abrazado a mi padre por última vez antes de mi partida hacia Ingolstadt.
¡Querido y venerado padre! Aún me quedaba él. Observé un retrato de mi
madre, que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura histórica, un retrato
realizado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort, desesperada
de dolor, arrodillada junto al ataúd de su querido padre. Su atuendo
era rústico, y sus mejillas aparecían pálidas; pero había un aire de dignidad
y belleza que difícilmente admitía un sentimiento de compasión. Debajo
de este cuadro había un retrato en miniatura de William, y se me saltaron
las lágrimas cuando me detuve en él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest…
me había oído llegar, y había bajado apresuradamente a recibirme.
Mostró una inmensa alegría al verme.
—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido
hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos.
Pero ahora somos tan desgraciados que me temo que solo te darán la
bienvenida las lágrimas, en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan triste…
parece que ha renacido en su espíritu la pena que sintió por la muerte
de mamá, y la pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.
Ernest comenzó a llorar mientras decía aquellas palabras.
—No, no… —le dije—, no me recibas así; intenta tranquilizarte, que no
puedo sentirme absolutamente destrozado en el momento en que entro en la
casa de mi padre después de una ausencia tan larga. Pero, dime, ¿cómo sobrelleva
mi padre estas desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth?
—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado
la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…
—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo
puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como
intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!
—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero a todos nos entristeció
cuando la descubrieron. Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera
ahora Elizabeth está totalmente convencida, a pesar de todas las pruebas. En
efecto, ¿quién podría imaginar que Justine Moritz, que había sido tan amable
y tan cariñosa con toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?
—¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre muchacha! ¡Así que la han
acusado a ella…! Pero… es una equivocación; todo el mundo tiene que darse
cuenta de eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest?
—Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—, pero se descubrieron
varias circunstancias que nos obligaron a convencernos; y su propio comportamiento
ha sido tan confuso y añade tal relevancia a las pruebas mostradas
que, me temo, no deja lugar a dudas; la juzgarán hoy, así que podrás saberlo todo.
Me contó que la mañana en que se descubrió el asesinato del pobre William,
Justine se puso enferma y se quedó en cama; y, varios días después,
una de las criadas, cuando por casualidad revisaba el vestido que había llevado
la noche del asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre,
que hasta entonces se consideraba el móvil del crimen. La criada inmediatamente
se lo mostró a uno de los otros criados, quien, sin decir ni una palabra
a ninguno de la familia, fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine.
Cuando fue acusada de los hechos, su extrema confusión confirmó en gran medida la sospecha.
Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:
—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.
En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en
sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de
intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no
fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:
—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…
—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde
luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e
ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.
—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!
—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como
culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en
mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable
de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba
circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad,
me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.