Frankenstein – Mary Shelley
Solo con mucha dificultad recuerdo los primeros instantes de mi existencia.
Todos los acontecimientos de aquel período se me aparecen confusos e
indistintos. Una extraña sensación me embargaba. Veía, sentía, oía y olía al
mismo tiempo, y eso ocurría incluso mucho tiempo antes de que aprendiera
a distinguir las operaciones de mis distintos sentidos. Recuerdo que, poco a
poco, una luz cada vez más fuerte se apoderó de mis nervios de tal modo
que me obligó a cerrar los ojos. Luego la oscuridad me envolvió y me angustió.
Pero apenas había sentido esto cuando, abriendo los ojos (o eso supongo
ahora), la luz se derramó sobre mí de nuevo. Caminé, creo, y descendí;
pero de repente descubrí un gran cambio en mis sensaciones. Antes estaba
rodeado de cuerpos oscuros y opacos, inaccesibles a mi tacto o a mi vista;
y ahora descubría que podía caminar libremente, y que no había obstáculos
que no pudiera superar o evitar. La luz se hizo cada vez más opresiva y
como el calor me agotaba cuando caminaba, busqué un lugar donde pudiera
haber sombra. Fue en el bosque que hay cerca de Ingolstadt; y allí, junto a
un arroyo, me tumbé durante unas horas y descansé, hasta que sentí las punzadas
del hambre y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar mi
sueño, y comí algunos frutos del bosque que encontré colgando de los árboles
o tirados por el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego, volviéndome a
tumbar, me embargó el sueño. Ya era de noche cuando me desperté; también
sentí frío, y se puede decir que instintivamente casi me asusté al descubrirme
completamente solo. Antes de abandonar vuestros aposentos, como
tuve sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes
para protegerme de los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado,
indefenso y miserable. Ni sabía ni podía comprender nada; pero sintiendo
que el dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré.
Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los cielos poco a poco y
tuve una sensación de placer. Me levanté y observé una brillante esfera que
se elevaba entre los árboles. La miré maravillado. Se movía lentamente;
pero iluminaba mi camino, y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba
aterido cuando, bajo uno de los árboles, encontré una enorme capa con la
cual me cubrí, y me senté en la tierra. No había ideas claras en mi mente;
todo me resultaba confuso. Sentía la luz, el hambre, la sed y la oscuridad;
innumerables sonidos tintineaban en mis oídos, y por todas partes me llegaban
distintos olores; lo único que podía distinguir era la luna brillante, y
clavé mis ojos en ella con placer. Transcurrieron varios días y noches, y la
esfera de la noche ya había menguado mucho cuando comencé a distinguir
unas sensaciones de otras. Poco a poco empecé a discernir con facilidad el
arroyo claro que me proporcionaba el agua y los árboles que me cubrían
con su follaje. Me encantó descubrir por vez primera aquel sonido tan agradable
que a menudo halagaba mis oídos, y que procedía de las gargantas de
pequeños animales alados que a menudo la luz de mis ojos descubría. También
comencé a ver con más precisión las formas que me rodeaban y a comprender
las horas de la radiante luz que se derramaba sobre mí. A veces intentaba
imitar las agradables canciones de los pájaros, pero me resultaba
imposible. A veces deseaba expresar mis sensaciones a mi modo, pero el
sonido desagradable e incomprensible que salió de mi garganta me aterró y me devolvió de nuevo al silencio.
La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo
con una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel
entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente
todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse
a la luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los
insectos de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que
los gorriones apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de
los mirlos eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de
frío, encontré un fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos
y me embargó un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué
mi mano hacia las brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito
de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo
efectos tan contrarios. Estudié con detenimiento la composición del fuego
y, para mi alegría, descubrí que salía de la madera. Rápidamente recogí
algunas ramas, pero estaban húmedas y no prendieron. Me quedé triste por
esto y volví a sentarme para ver cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda
que había dejado cerca se fue secando y luego empezó a arder. Pensé
en aquello; y tocando las distintas ramas, descubrí la causa y me ocupé de
recoger una gran cantidad de madera que yo podría secar y así tendría mucha
reserva para el fuego. Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño,
tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse. Lo cubrí cuidadosamente
con madera seca y hojas, y luego puse más ramas húmedas; y luego,
extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por la mañana
me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo estaba el fuego. Lo
descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé en eso y
formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando estuvieran a punto
de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer que el fuego
daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me fue de mucha
utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos restos de
carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban mucho
más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues, intenté
preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas vivas.
Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban mucho.
La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba
todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas
del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el
que había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer
con más facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje,
lamenté muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios
ajenos y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo
durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier
intento de hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me
dirigí hacia donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos
y al final encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una
gran nevada, y los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado,
y de pronto comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos
me estaba congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana
y yo solo suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi
una pequeña cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún
pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con
gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí
sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno.
Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando
la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la
que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me
sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña.
Allí no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y
aquello me parecía un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció
el Pandemónium a los señores del infierno después de asfixiarse en el lago
de fuego. Devoré con avidez los restos del desayuno del pastor, que consistían
en pan, queso, leche y vino del Rin… pero esto último, de todos modos,
no me gustó. Entonces me invadió el cansancio, me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.
Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol, decidí
reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del campesino
en un zurrón que encontré, continué avanzando por los campos durante
varias horas, hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero
milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y
las casas de los hacendados, unas tras otras, suscitaron toda mi admiración.
Las verduras en los huertos y la leche y el queso que vi colocados en las
ventanas de algunas granjas me cautivaron. Entré en una de las mejores casas,
pero apenas había puesto el pie en la puerta cuando los niños comenzaron
a gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó: algunos
huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente magullado por las
piedras y otras muchas clases de armas arrojadizas, pude escapar a campo
abierto y, aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo, completamente
vacío y de aspecto miserable, comparado con los palacios que había visto
en la aldea. Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa de
granjeros que parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última
experiencia, que tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El
lugar de mi refugio se había construido con madera, pero el techo era tan
bajo que solo con mucha dificultad podía permanecer sentado allí dentro.
De todos modos, no había madera en el suelo, como en la casa, pero estaba
seco; y aunque el viento se colaba por innumerables rendijas, me pareció
una buena protección contra la nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me
tumbé, feliz de haber encontrado un refugio ante las inclemencias de la estación
y, sobre todo, ante la barbarie del hombre.