Frankenstein – Mary Shelley
Tan pronto como despuntó la mañana, salí arrastrándome del refugio para
ver la casa cercana y comprobar si podía permanecer en la guarida que había
encontrado. Mi cobertizo estaba situado en la parte trasera de la casa y
rodeado a ambos lados por una pocilga y una charca de agua limpia. También
había una parte abierta, por la que yo me había arrastrado para entrar;
pero entonces cubrí con piedras y leña todos los resquicios por los que pudieran
descubrirme, y lo hice de tal modo que podía moverlo para entrar y
salir; la única luz que tenía procedía de la pocilga, y era suficiente para mí.
Habiendo dispuesto de ese modo mi hogar y después de haberlo alfombrado
con paja, me oculté, porque vi la figura de un hombre a lo lejos; y recordaba
demasiado bien el tratamiento que me habían dado la noche anterior
como para fiarme de él. En todo caso, antes me había procurado el sustento
para aquel día, que consistía en un mendrugo de pan duro que había
robado y un tazón con el cual podría beber, mejor que con las manos, del
agua limpia que manaba junto a mi guarida. El suelo estaba un poco alzado,
de modo que se mantenía perfectamente seco; y como al otro lado de la pared
estaba la chimenea con el fuego de la cocina de la granja, el cobertizo
estaba bastante caliente. Pertrechado de este modo, me dispuse a quedarme
en aquella choza hasta que ocurriera algo que pudiera cambiar mi decisión.
En realidad, era un paraíso comparado con el inhóspito bosque (mi primera
morada), con las ramas de los árboles siempre goteando, y la tierra empapada.
Di cuenta de mi desayuno con placer y cuando iba a apartar el tablazón
para procurarme un poco de agua, oí unos pasos, y, mirando a través de un
pequeño resquicio, pude ver a una muchacha que llevaba un cántaro en la
cabeza y pasaba por delante de mi choza. La muchacha era muy joven y de
porte gentil, muy distinta a los granjeros y criados que me había encontrado
hasta entonces. Sin embargo, iba vestida muy sencillamente, y una tosca
falda azul y una blusa de lino era toda su indumentaria; tenía el pelo rubio,
y lo llevaba peinado en trenzas, pero sin adornos; parecía resignada, y triste.
Se marchó, pero un cuarto de hora después regresó, llevando el cántaro,
ahora casi lleno de leche. Mientras iba caminando, y parecía que apenas podía
con el peso, un joven le salió al encuentro, y su rostro mostraba un abatimiento
aún más profundo; profiriendo algunas palabras con aire melancólico,
cogió el cántaro de la cabeza de la niña y lo llevó a la casa. Ella fue
detrás, y ambos desaparecieron. Casi inmediatamente volví a ver al hombre
joven otra vez, con algunas herramientas en la mano, cruzando el campo
que había frente a la casa, y la niña también estuvo trabajando: a veces en la
casa y a veces en el corral, donde les daba de comer a las gallinas. Cuando
examiné bien mi choza, descubrí que una esquina de mi cobertizo antiguamente
había sido parte de una ventana de la casa, pero el hueco se había cubierto
con tablones. Uno de ellos tenía una pequeña y casi imperceptible
grieta, a través de la cual solo podía penetrar la mirada; a través de esa ranura
se veía una pequeña sala, encalada y limpia pero casi vacía de mobiliario.
En una esquina, cerca de una pequeña chimenea estaba sentado un anciano,
apoyando la cabeza en la mano con un gesto de desconsuelo. La muchacha
joven estaba ocupada intentando arreglar la casa; pero entonces sacó
algo de una caja que tenía en las manos y se sentó junto al anciano, quien,
cogiendo un instrumento, comenzó a tocar y a emitir sonidos más dulces
que el canto del zorzal o el ruiseñor. Incluso a mí, un pobre desgraciado que
jamás había visto nada hermoso, me pareció una escena encantadora. Los
cabellos plateados y la expresión bondadosa del anciano granjero se ganaron
mi respeto, mientras que los gestos amables de la joven despertaron mi
amor. El anciano tocó una canción dulce y triste, la cual, según descubrí,
arrancaba lágrimas de los ojos de su encantadora compañera, pero el anciano
no se dio cuenta de ello hasta que ella dejó escapar un suspiro. Entonces,
él dijo algunas palabras, y la pobre niña, dejando su labor, se arrodilló a
sus pies. Él la levantó y sonrió con tal bondad y cariño que yo tuve sensaciones
de una naturaleza peculiar y abrumadora; eran una mezcla de dolor y
placer, como nunca había experimentado antes, ni por el hambre ni por el
frío, ni por el calor o la comida; incapaz de soportar esas emociones, me aparté de la ventana.
Poco después, el hombre joven regresó, trayendo sobre los hombros un
haz de leña. La niña lo recibió en la puerta, le ayudó a desprenderse de su
carga y, metiendo un poco de leña en la casa, la puso en la chimenea; luego,
ella y el joven se apartaron a un rincón de la casa, y él le mostró una gran
rebanada de pan y un pedazo de queso. Ella pareció contenta y salió al huerto
para coger algunas raíces y plantas; luego las puso en agua y, después, al
fuego. Continuó después con su labor, mientras el joven salía al huerto,
donde se ocupó con afán en cavar y sacar raíces. Después de trabajar así durante
una hora, la joven fue a buscarlo y volvieron a la casa juntos. Mientras
tanto, el anciano había permanecido pensativo; pero, cuando se acercaron
sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y todos se sentaron a comer. La
comida se despachó rápidamente; la joven se ocupó de nuevo en ordenar la
casa; el viejo salió a la puerta y estuvo paseando al sol durante unos minutos,
apoyado en el brazo del joven. Nada podría igualar en belleza el contraste
que había entre aquellos dos maravillosos hombres; el uno era anciano,
con el cabello plateado y un rostro que reflejaba bondad y amor; el
joven era esbelto y apuesto, y sus rasgos estaban modelados por la simetría
más delicada, aunque sus ojos y su actitud expresaban una tristeza y un abatimiento
indecibles. El anciano regresó a la casa; y el joven, con herramientas
distintas de las que había utilizado por la mañana, dirigió sus pasos a los
campos. La noche cayó repentinamente, pero, para mi absoluto asombro,
descubrí que los granjeros tenían un modo de conservar la luz por medio de
velas, y me alegró comprobar que la puesta de sol no acababa con el placer
que yo experimentaba viendo a mis vecinos. Por la noche, la muchacha y
sus compañeros se entretuvieron en distintas labores que en aquel momento
no comprendí, y el anciano de nuevo cogió el instrumento que producía los
celestiales sonidos que me habían encantado por la mañana. Tan pronto
como hubo concluido, el joven comenzó, no a tocar, sino a proferir sonidos
que resultaban monótonos y en nada recordaban la armonía del instrumento
del anciano ni las canciones de los pájaros; más adelante comprendí que
leía en voz alta, pero en aquel momento yo no sabía nada de la ciencia de
las palabras y las letras. La familia apagó las luces después y se retiró, o eso pensé yo, a descansar.
Yo me tumbé en la paja, pero no pude dormir. Pensé en todo lo que había
ocurrido durante el día. Lo que me llamaba la atención principalmente eran
los amables modales de aquellas personas, y anhelé unirme a ellos, pero no
me atreví. Recordaba demasiado bien el trato que había sufrido la noche anterior
por parte de aquellos aldeanos bárbaros y decidí que, cualquiera que
fuera la conducta que pudiera adoptar en el futuro, por el momento me quedaría
tranquilamente en mi cobertizo, observando e intentando descubrir las razones de sus actos.
Los granjeros se levantaron a la mañana siguiente antes de que saliera el
sol. La joven aderezó la casa y preparó la comida; y el joven, montado en
un animal grande y extraño, se alejó. Aquel día transcurrió con la misma
rutina que el día anterior. El hombre joven estuvo todo el día ocupado fuera,
y la muchacha se entretuvo en varias ocupaciones y labores en la casa. El
anciano, pronto supe que era ciego, empleaba sus largas horas de asueto tocando
su instrumento o pensando. Nada puede asemejarse al cariño y al respeto
que los jóvenes granjeros le demostraban a aquel anciano venerable.
Le prodigaban toda la amabilidad imaginable esas pequeñas atenciones del
afecto y el deber, y él las recompensaba con sus bondadosas sonrisas.
Sin embargo, no eran completamente felices. El hombre joven y su compañera
a menudo se apartaban a una esquina de su habitación común y lloraban.
Yo no conocía la causa de su tristeza, pero aquello me afectaba profundamente.
Si aquellas criaturas tan encantadoras eran desdichadas, resultaba
menos extraño que yo, un ser imperfecto y solitario, fuera completamente
desgraciado. Pero… ¿por qué aquellos seres tan buenos eran tan infelices?
Tenían una casa preciosa (o, al menos, lo era a mis ojos) y todos los
lujos; tenían una chimenea para calentarse cuando helaba y deliciosos alimentos
para cuando tenían hambre; iban vestidos con ropas excelentes; y,
aún más, podían disfrutar de la compañía mutua y de la conversación… y
todos los días intercambiaban miradas de cariño y afecto. ¿Qué significaban
entonces aquellas lágrimas? ¿Expresarían realmente dolor? Al principio fui
incapaz de responder a estas preguntas, pero una constante atención y el
transcurso del tiempo consiguieron explicarme muchas cosas que al principio me parecieron enigmáticas.