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Capítulo 18

Frankenstein – Mary Shelley

Transcurrió un considerable período de tiempo antes de que descubriera
una de las causas de la inquietud de aquella encantadora familia. Era la pobreza…
y sufrían esa desgracia hasta unos límites angustiosos. Su sustento
solo constaba de pan, las verduras de su huerto y la leche de una vaca, que
daba muy poca durante el invierno, cuando sus dueños apenas podían encontrar
alimento para ella. Creo que a menudo sufrían muy desagradablemente
la punzada del hambre, sobre todo los dos jóvenes granjeros, porque
muchas veces vi cómo le ponían al anciano la comida delante, cuando ellos
no tenían nada para sí. Ese rasgo de bondad me conmovió profundamente.
Yo me había acostumbrado a robar parte de sus viandas durante la noche,
para mi propio sustento; pero cuando descubrí que al hacerlo infligía aún
más sufrimiento a los granjeros, me abstuve y me conformé con las bayas,
nueces y raíces que recolectaba en un bosque cercano. También descubrí
otros medios mediante los cuales podía colaborar en sus trabajos. Comprobé
que el joven empleaba buena parte del día en recoger madera para el hogar
familiar; así que por la noche, con frecuencia cogía sus herramientas
(enseguida aprendí cómo se utilizaban) y llevaba a la casa leña suficiente para el consumo de varios días.
Recuerdo que la primera vez que hice eso, la muchacha, que abrió la
puerta por la mañana, pareció absolutamente sorprendida al ver un gran
montón de madera en el exterior. Dijo algunas palabras en voz alta, e inmediatamente
el joven salió, y también pareció sorprendido. Observé con placer
que aquel día no iba al bosque, sino que lo empleaba en reparar la granja y en cultivar el huerto.
Poco a poco también hice otro descubrimiento de mayor importancia
para mí. Comprendí que aquellas personas tenían un método para comunicarse
mutuamente sus experiencias y sentimientos mediante ciertos sonidos
articulados que proferían. Me di cuenta de que las palabras que decían a veces
producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el pensamiento y el rostro
de quienes las oían. En realidad, parecía una ciencia divina, y deseé ardientemente
adquirirla y conocerla. Pero todos los intentos que hice al respecto
resultaron fallidos. Su pronunciación era muy rápida; y como las palabras
que emitían no tenían ninguna relación aparente con los objetos visibles,
yo no era capaz de dar con la clave que me permitiera desentrañar el
misterio de su significado. Esforzándome mucho, de todos modos, y después
de permanecer durante muchas revoluciones de la luna en mi cobertizo,
descubrí los nombres que daban a algunos de los objetos que más aparecían
en su hablar: aprendí y comprendí las palabras «fuego», «leche»,
«pan» y «leña». También aprendí los nombres de los propios granjeros. La
joven y su compañero tenían cada uno varios nombres, pero el anciano solo
tenía uno, que era Padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha, y
el joven era Felix, hermano o hijo. No puedo explicar el placer que sentí
cuando aprendí las ideas que se correspondían con cada uno de aquellos sonidos
y fui capaz de pronunciarlos. Distinguí muchas otras palabras, aunque
aún no era capaz de comprenderlas o aplicarlas… como «bueno», «querido», «infeliz».
Así pasé el invierno. Las hermosas costumbres y la belleza de los granjeros
consiguieron que me encariñara mucho con ellos. Cuando ellos estaban
tristes, yo me deprimía; y disfrutaba con sus alegrías. Apenas vi a otros seres
humanos con ellos; y si ocurría que alguno entraba en la casa, sus rudos
modales y sus ademanes agresivos solo me convencían de la superioridad
de mis amigos. El anciano, así pude percibirlo, a menudo intentaba animar a
sus hijos, porque descubrí que de ese modo los llamaba a veces, para que
abandonaran su melancolía. Y entonces hablaba en un tono cariñoso, con
una expresión de bondad que transmitía alegría, incluso a mí. Agatha escuchaba
con respeto; sus ojos a veces se llenaban de lágrimas que intentaba
enjugar sin que nadie lo notara; pero yo generalmente comprobaba que sus
gestos y su hablar era más alegre después de haber escuchado las exhortaciones
de su padre. Eso no ocurría con Felix. Este siempre era el más triste
del grupo; e incluso para mis torpes sentidos, parecía que sufría más profundamente
que sus seres queridos. Pero si su expresión parecía más apenada,
su voz era más animada que la de su hermana, especialmente cuando se dirigía al anciano.
Podría mencionar innumerables ejemplos que, aunque sean pequeños detalles,
reflejan los caracteres de aquellos encantadores granjeros. En medio
de la pobreza y la necesidad, Felix amablemente le llevó a su hermana las
primeras flores blancas que brotaron entre la nieve. Por la mañana temprano,
antes de que ella se levantara, él limpiaba la nieve que cubría el camino
de la vaquería, sacaba agua del pozo, e iba a buscar la leña al cobertizo
donde, para su constante asombro, siempre se encontraba con que una
mano invisible había repuesto la madera que iban gastando. Por el día, yo
creo que a veces trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo se iba
y no regresaba hasta la hora de la cena, y sin embargo no traía leña. En otras
ocasiones trabajaba en el huerto; pero como había tan poco que hacer en la
temporada de los hielos, a menudo se ocupaba de leerles al anciano y a
Agatha. Al principio aquellas lecturas me dejaron absolutamente perplejo;
pero, poco a poco, descubrí que cuando leía profería los mismos sonidos
que cuando hablaba; así que pensé que él veía en el papel ciertos signos que
entendía y que podía decir, y yo deseé fervientemente comprender aquello
también. ¿Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera comprendía los sonidos
para los cuales se habían escogido aquellos signos? De todos modos, mejoré
bastante en esta disciplina, pero no lo suficiente como para mantener ningún
tipo de conversación, aunque ponía toda el alma en el intento: porque
yo comprendía con toda claridad que, aunque deseara vivamente mostrarme
a los granjeros, no debería ni siquiera intentarlo hasta que no dominara su
lenguaje; aquel conocimiento permitiría que no se fijaran mucho en la deformidad
de mi aspecto; y de esto me había dado cuenta también por el permanente contraste que se ofrecía a mis ojos.
Yo admiraba las formas perfectas de mis granjeros… su elegancia, su belleza,
y la tersura de su piel: ¡y cómo me horroricé cuando me vi reflejado
en el agua del estanque! Al principio me retiré asustado, incapaz de creer
que en realidad era yo el que se reflejaba en la superficie espejada; y cuando
me convencí plenamente de que realmente era el monstruo que soy, me embargaron
las sensaciones más amargas de tristeza y vergüenza. ¡Oh… aún
no conocía bien las fatales consecuencias de esta miserable deformidad…!
Cuando el sol comenzó a calentar un poco más, y la luz del día duraba
más, la nieve desapareció, y entonces vi los árboles desnudos y la tierra negra.
Desde entonces Felix estuvo más ocupado; y las conmovedoras señales
del hambre amenazante desaparecieron. Sus alimentos, como supe más adelante,
eran muy burdos, pero bastante saludables; y contaban con cantidad
suficiente. Varias clases nuevas de plantas brotaron en el huerto, y ellos las
preparaban y condimentaban para comerlas; y aquellas señales de bienestar
aumentaron día a día, a medida que avanzaba la estación.
El anciano, apoyado en su hijo, caminaba todos los días a mediodía,
cuando no llovía, pues, como descubrí, así se dice cuando los cielos derraman
sus aguas. Esto ocurría frecuentemente; pero un viento fuerte secaba
rápidamente la tierra y la estación se fue haciendo cada vez más agradable.
Mi vida en el cobertizo era siempre igual. Por la mañana espiaba los movimientos
de los granjeros; y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus
labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos.
Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada,
me adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la
granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino
de nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix.
Más adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano
invisible, les asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o
dos veces les oí pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero
en aquel momento no comprendía el significado de esos términos.
Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba
fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas
encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan
abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en
mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían.
Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable
padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba
como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro.
Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé
cómo me recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables
gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su cariño.
Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme
con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era
bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave
melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante facilidad
aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo faldero:
y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas, aunque
sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes y los insultos.
Las lluvias suaves y la adorable calidez de la primavera cambió por completo
el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes de este cambio parecían
haber estado escondidos en sus cuevas, se dispersaron por todas partes y se
ocuparon en las distintas artes de la agricultura. Los pájaros cantaban con
acentos más alegres y las ramas comenzaron a echar brotes en los árboles.
¡Mundo alegre y feliz…! ¡Morada apropiada para los dioses, que muy poco
tiempo antes estaba yerma, húmeda y enferma! Me animé mucho ante el
encantador aspecto de la Naturaleza; el pasado se borró de mi memoria, el
presente era feliz y el futuro refulgía con brillantes rayos de esperanza y promesas de alegría.

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