Frankenstein – Mary Shelley
Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a
Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la
venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer
mi repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de
componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y
laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos
descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en
ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa
intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me
decidí a interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta
entonces se había resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo
impedía el recuerdo de mi desgraciada promesa, me encontraba bastante
animado. Mi padre observó aquel cambio con placer y constantemente
buscaba el mejor método para erradicar los restos de la melancolía que de
vez en cuando regresaba y me atacaba con su feroz oscuridad,
ensombreciendo el anhelado amanecer. En aquellos momentos me refugiaba
en la más absoluta soledad: pasaba días enteros en el lago, solo, en un
pequeño bote, mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas, en
silencio y en completa indiferencia. Pero el aire fresco y el sol brillante con
mucha frecuencia conseguían devolverme en alguna medida la compostura;
y cuando regresaba, respondía a los saludos de mis amigos con una sonrisa
más dispuesta y un espíritu más afectuoso.
Fue después de volver de una de esas excursiones cuando mi padre,
llamándome aparte, se dirigió a mí del siguiente modo:
—Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar que has vuelto a tus
antiguos placeres y parece que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo, aún
estás triste y rehúyes nuestra compañía. Durante un tiempo he estado
completamente perdido al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál
podría ser la causa de esto; pero ayer se me ocurrió una idea, y si está bien
fundada, te ruego que me la confirmes. En este punto, la discreción no solo
sería completamente inútil, sino que contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.
Temblé visiblemente cuando terminó aquella introducción, y mi padre continuó:
—Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado el matrimonio con tu
prima como el fundamento de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi
ancianidad. Os conocéis desde que érais muy niños; estudiabais juntos y
parecía, por vuestros caracteres y gustos, que estabais hechos el uno para el
otro. Pero los hombres a veces estamos tan ciegos… y lo que yo creía que
podía ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo arruinado por
completo; tal vez solo la mires como a una hermana, sin que haya en ti
ningún deseo de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que has
encontrado a otra de la que estás enamorado; y, considerando que has
comprometido tu honor en el futuro matrimonio con tu prima, ese
sentimiento puede causar el punzante dolor que pareces sentir.
—Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima de todo corazón y
sinceramente. No he conocido a ninguna mujer que me inspirara, como
Elizabeth, la admiración y el cariño más profundo. Mis esperanzas y mis
perspectivas de futuro se basan enteramente en la expectativa de nuestra unión.
—Mi querido Victor, la confirmación de tus sentimientos en este asunto me
produce una alegría mayor que la que me haya podido proporcionar
cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo. Si es eso lo que sientes,
seremos felices con toda seguridad, por mucho que las circunstancias
actuales puedan arrojar alguna tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza
que se ha apoderado con tanta fuerza de tu espíritu la que querría desterrar.
Dime, pues, si tienes alguna objeción a una inmediata celebración formal de
vuestro matrimonio. Hemos sido muy desdichados, y los recientes
acontecimientos nos han arrebatado esa tranquilidad familiar que mis años
y mis achaques precisan. Eres joven; sin embargo, disponiendo de una
notable fortuna, no creo que un matrimonio temprano pueda interferir en
cualquier proyecto futuro que hayas planeado, sea en la universidad o en la
administración pública. En cualquier caso, no creas que deseo imponerte la
felicidad, o que un retraso por tu parte me causaría ninguna inquietud seria.
Interpreta mis palabras con sencillez y respóndeme, te lo ruego, con confianza y sinceridad.
Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin dar
contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de
pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de
una boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba
comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que
no me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos
podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un
banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por
el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el
monstruo se fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme
disfrutar de un matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis
esperanzas de paz. Recordé también la necesidad perentoria en que me
hallaba, bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una larga
correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos conocimientos y
descubrimientos me resultaban indispensables en semejante empresa. Esta
última forma de conseguir la información precisa era lenta y enojosa;
además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la idea
de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi
familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me
devolviera la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo
podría partir; o tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él
y pusiera fin a mi esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron
la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra;
pero, ocultando las verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis
intenciones con la máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo
antes de instalarme para siempre entre los muros de mi ciudad natal.
Presenté mi ruego con toda formalidad, y mi padre muy pronto accedió a mi
petición… Creo que no ha habido un padre más indulgente o menos tiránico
en el mundo. Nuestro plan se dispuso de inmediato. Viajaría a Estrasburgo,
donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos juntos por el Rin.
Pasaríamos algún tiempo, poco, en las ciudades de Holanda, y la mayor
parte de nuestro periplo lo pasaríamos en Inglaterra. Regresaríamos por
Francia. Se acordó que este viaje duraría dos años.
Mi padre se contentó con la idea de que me casaría con Elizabeth
inmediatamente después de mi regreso a Ginebra.
—Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente, y será el único retraso que
se oponga a tu felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente que llegue el
tiempo en que todos estemos juntos y que ni las esperanzas ni los temores
consigan alterar nuestra tranquilidad familiar.
—Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces, Elizabeth y yo seremos
más maduros, y espero que más felices, de lo que somos en este momento.
Suspiré, pero mi padre amablemente evitó hacerme ninguna pregunta más
respecto a la razón de mi tristeza. Él esperaba que los paisajes nuevos y el
entretenimiento del viaje me devolvieran la tranquilidad.
Luego hice los preparativos para el viaje, pero se apoderó de mí un
sentimiento que me llenó de temor y angustia. Durante mi ausencia, debería
dejar a mis familiares solos, inconscientes de la existencia de un enemigo, y
desprotegidos ante sus ataques, pues tal vez se enfurecería al ver que yo me
iba. Pero había prometido seguirme allá donde quisiera que yo fuera: ¿no
vendría tras de mí a Inglaterra? Esa suposición era desde luego aterradora,
pero tranquilizadora en tanto en cuanto significaba que mi familia estaría
segura. Me amargaba la idea de que pudiera ocurrir lo contrario. Pero
durante todo el tiempo en el que fui esclavo de mi criatura, solo me dejé
guiar por los impulsos de cada instante; y mis sensaciones en aquel
momento me aseguraban con toda certeza que aquel demonio me seguiría y
que mi familia quedaría al margen del peligro de sus maquinaciones.
Fue muy a finales de agosto cuando partí de Ginebra, dispuesto a vivir dos
años en el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de mi viaje, y solo
lamentaba que ella no tuviera las mismas oportunidades para ampliar sus
conocimientos y cultivar su inteligencia. De todos modos, lloró al
despedirse y me pidió que regresara feliz y tranquilo.
—Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás triste, ¿cuáles serán nuestros sentimientos?
Me metí en el carruaje que iba a alejarme de allí, sin saber apenas adónde
me dirigía y sin importarme lo que sucedía a mi alrededor. Solo recuerdo, y
pensé en ello con la angustia más amarga, que ordené que empaquetaran mi
instrumental químico para llevármelo. Porque decidí cumplir mi promesa
mientras estuviera en el extranjero y regresar, si era posible, como un
hombre libre. Abrumado por todas aquellas visiones terribles, atravesé
muchos paisajes maravillosos y majestuosos, pero mis ojos estaban
clavados en el vacío y no veían nada; solo podía pensar en la finalidad de
mi viaje y en el trabajo que iba a ocuparme mientras durara. Después de
algunos días en los que estuve sumido en una indolente apatía, durante los
cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos
días esperando a Clerval. Finalmente, vino; ¡Dios mío! ¡Qué enorme
contraste había entre ambos! Él siempre estaba atento a todo; disfrutaba
cuando veía la belleza del sol al atardecer, y aún se alegraba más cuando lo
veía amanecer y comenzaba un nuevo día. Me señalaba los cambiantes
colores del paisaje y las tonalidades del cielo.
—¡Esto sí que es vivir! —exclamaba—. ¡Me encanta vivir! Pero tú… mi
querido Frankenstein, ¿por qué estás triste y apenado?
En efecto, estaba muy ocupado en mis sombríos pensamientos, y ni veía la
aparición de la estrella vespertina ni los dorados amaneceres reflejados en el
Rin; y usted, amigo mío, seguramente se divertiría mucho más con el diario
de Clerval, que observaba el paisaje con mirada sentimental y gozosa, que
escuchando mis reflexiones… yo, un pobre desgraciado atrapado en una
maldición que me cerraba todos los caminos de la alegría.
Habíamos acordado bajar el Rin en barco, desde Estrasburgo a Rotterdam,
donde podríamos coger un navío hacia Londres. Durante aquel viaje
pasamos junto a pequeñas islas y visitamos algunas hermosas ciudades.
Pasamos un día en Mannheim y, cinco días después de nuestra partida de
Estrasburgo, llegamos a Maguncia. El curso del Rin, a partir de Maguncia,
es mucho más pintoresco. El río desciende rápidamente y serpentea entre
colinas, no muy altas, pero escarpadas, y con hermosísimas formas. Vimos
muchos castillos en ruinas, asomándose al borde de altos e inaccesibles
precipicios, rodeados por bosques oscuros. Esta parte del Rin, en efecto,
presenta un paisaje singularmente variopinto. En cierto punto, uno puede
observar colinas escarpadas, castillos en ruinas asomándose a tremendos
precipicios, con el oscuro Rin precipitándose en el fondo… Y de repente, a
la vuelta de un promontorio, florecen los viñedos y surgen populosas
ciudades, y los meandros de un río con suaves riberas verdes se hacen
dueños del paisaje. Viajábamos en la época de la vendimia y oímos las
canciones de los trabajadores mientras avanzábamos río abajo. Incluso yo,
con el espíritu abatido y el ánimo continuamente perturbado por
sentimientos sombríos, incluso yo pude disfrutar de aquello. Me tumbaba
en la barcaza, y, mientras, miraba el cielo azul sin nubes, y me embriagaba
con una paz que durante mucho tiempo me había sido esquiva. Y si aquellas
eran mis sensaciones, ¿cómo describir las de Henry? Parecía que se hubiera
trasladado al país de las hadas y gozaba de una felicidad que rara vez disfrutan los hombres.
—He visto los paisajes más hermosos de mi país —decía—. He estado en
los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas se desploman
casi verticalmente sobre el agua, proyectando sombras negras e
impenetrables que los hacen tétricos y lúgubres, si no fuera por los islotes
verdes que tranquilizan la vista con su alegre aspecto. He visto esos lagos
agitados por la tempestad, cuando el viento arranca remolinos de agua y
advierte cómo debe de ser una tromba marina en el océano abierto… y he
visto romper las olas con furia en la base de las montañas, donde el cura y
su amante quedaron sepultados por una avalancha y donde se dice que aún
se escuchan sus voces moribundas en medio de las ventiscas nocturnas. He
visto las montañas de La Valais y del Pays de Vaud, pero esta región, Victor,
me gusta más que todas aquellas maravillas. Las montañas de Suiza son
majestuosas y extraordinarias, pero en las orillas de este divino río hay
encantos como no he visto jamás. Mira aquel castillo colgado en aquel
precipicio; y aquel otro también, en la isla, casi oculto entre el follaje de
aquellos encantadores árboles; y ahora, mira aquel grupo de trabajadores
que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea, medio escondida en la
quebrada de la montaña… ¡Oh, seguramente el espíritu que habita y protege
este lugar tiene un alma más piadosa con los hombres que aquellos que se
esconden en los glaciares o viven en los inaccesibles picos de las montañas de nuestra tierra!
Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé con un suspiro aquella
época en la que mis ojos habrían brillado con alegría al contemplar los
paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo de aquellos días era
demasiado doloroso; debía acallar cualquier pensamiento para disfrutar de
un poco de paz, y aquella idea ya era suficiente para emponzoñar cualquier placer.
Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda, y decidimos continuar en
diligencia el resto de nuestro camino, porque el viento era contrario y la
corriente del río era demasiado lenta como para arrastrar el barco. Ahora
llegábamos a un territorio muy distinto. La tierra era arenosa y las ruedas se
hundían frecuentemente en ella. Las ciudades en este país constituían la
parte más agradable del paisaje. Los holandeses son extremadamente
ordenados, pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que resultaba su
orden. Recuerdo que en cierto lugar había un molino de viento colocado de
tal modo que el postillón se vio obligado a llevar el carruaje por un extremo
del camino para evitar el giro de las aspas. El camino a menudo discurría
entre dos canales, donde no había espacio más que para que pasara un
carruaje; y cuando nos encontrábamos otro vehículo, lo cual ocurría con
frecuencia, nos veíamos obligados a ir hacia atrás durante casi una milla,
hasta que encontrábamos uno de los puentes levadizos que conducen a los
sembrados, donde bajábamos con el carruaje y esperábamos a que pasara el
otro. También empapan el lino en el barro de sus canales y lo cuelgan de los
árboles, a lo largo de los caminos, para secarlo. Y cuando hace mucho calor,
no es fácil soportar el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos son
magníficos y los prados, maravillosos.
Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra. Fue una mañana despejada
de los últimos días de septiembre cuando vi por primera vez los blancos
acantilados de Gran Bretaña. Las riberas del Támesis ofrecían un paisaje
nuevo; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades tenían una historia
curiosa. Vimos Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española; Gravesend,
Woolwich, Greenwich… lugares de los que ya había oído hablar en mi país.
Al final vimos las numerosísimas agujas de Londres, con San Pablo
elevándose sobre todas las demás, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.