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Capítulo 26

Frankenstein – Mary Shelley

Así pues, Londres era nuestro lugar de destino; decidimos permanecer
algunos meses en aquella ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba
conocer a hombres de genio y talento que estaban en auge en aquellos años;
pero para mí aquella era una cuestión secundaria; yo estaba principalmente
preocupado por los medios con los que conseguir la información necesaria
para cumplir mi promesa, y rápidamente despaché algunas cartas de
presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos
de la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido lugar durante mis días de
estudio y felicidad, me habría proporcionado un indescriptible placer. Pero
sobre mi vida había caído una maldición, y solo visité a aquellas personas
con el fin de recabar la información que me pudieran ofrecer sobre el asunto
en el que estaba tan profundamente interesado. La relación con otras
personas me resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía dejar volar mi
imaginación hacia donde más me complaciera; y la voz de Henry me
tranquilizaba, y así podía engañarme con una paz transitoria. Pero los
rostros curiosos, amables y alegres despertaban una negra desesperación en
mi corazón. Veía un muro infranqueable situado entre mis semejantes y yo;
aquel muro se había levantado con la sangre de William y Justine, y pensar
en aquellos sucesos llenaba mi alma de angustia. Pero en Clerval veía la
imagen de lo que yo había sido antaño; era curioso y estaba deseando
adquirir nuevas experiencias y conocimientos. Las diferencias en las
costumbres que observaba eran para él una fuente infinita de observación y
entretenimiento. Siempre estaba ocupado, y lo único que enturbiaba su
felicidad era mi tristeza y mi semblante apesadumbrado. Yo intentaba
ocultarlo todo lo posible, puesto que no debía arrebatarle los placeres
naturales a una persona que, alejada de preocupaciones o de recuerdos
amargos, está adentrándose en los nuevos horizontes que le ofrece la vida.
A menudo me negaba a acompañarlo, alegando otros compromisos, y así
podía quedarme solo. Entonces comencé también a reunir los materiales
necesarios para mi nueva creación, y aquello fue para mí como una tortura,
como gotas de agua que continuamente caen sobre la cabeza. Cada
pensamiento que dedicaba a ello me causaba una inmensa angustia, y cada
palabra que decía al respecto hacía temblar mis labios y palpitar mi corazón.
Después de estar algunos meses en Londres, recibimos una carta de una
persona que vivía en Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra.
Mencionó las bellezas de su país natal y nos preguntó si aquello no tenía
encanto suficiente para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia el norte,
hasta Perth, donde vivía. Clerval, entusiasmado, deseaba aceptar aquella
invitación; y yo, aunque detestaba cualquier relación con otras personas,
deseaba volver a ver montañas y torrentes y todas las maravillosas obras
que la naturaleza dispone en sus rincones favoritos. Habíamos llegado a
Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero; así que
decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes
siguiente. En aquel periplo no teníamos intención de ir por el camino real
de Edimburgo, sino visitar Windsor, Oxford, Matlock, y los lagos de
Cumberland, de modo que alcanzaríamos el punto final de este viaje hacia
finales de julio. Empaqueté mi instrumental químico y los materiales que
había recabado, y decidí completar los trabajos en algún rincón apartado, en el campo.
Partimos de Londres el 27 de marzo y permanecimos algunos días en
Windsor, donde paseamos por su precioso bosque. Para nosotros, hombres
de la montaña, aquel paisaje era completamente nuevo; para nosotros todo
era una novedad: los majestuosos robles, la abundancia de la caza, y las
manadas de encantadores ciervos. Desde allí nos trasladamos a Oxford. Nos
encantó la ciudad. Los edificios universitarios eran antiguos y pintorescos,
las calles, anchas, y el paisaje se ordenaba maravillosamente en torno al
encantador Isis, que se detiene en una amplia y plácida balsa de agua y
luego corre hacia el sur de la ciudad. Teníamos cartas de presentación para
varios profesores, que nos recibieron con gran amabilidad y cordialidad.
Descubrimos que las costumbres de esa universidad habían mejorado
mucho desde los tiempos de Gibbon, pero en la moda aún hay mucha
intolerancia y una devoción por las normas establecidas que constriñe la
inteligencia de los estudiantes y conduce a la esclavitud y a una gran
estrechez de miras en la concepción de la vida. Aún se cometen muchas
barbaridades, y aunque puedan ser motivo de risa para un extranjero, se
observaban en el mundo universitario como cuestiones de la mayor
importancia. Algunos caballeros se empeñaban obstinadamente en vestir
pantalones claros cuando la norma de la universidad era vestir con ropa
oscura: los maestros estaban irritados, pero sus alumnos se mantenían
firmes, de tal modo que durante nuestra estancia dos estudiantes estuvieron
a punto de ser expulsados por esta precisa cuestión. Aquella severa
amenaza obligó a un notable cambio en el vestuario de los caballeros durante algunos días.
Así pues, para nuestro infinito asombro, nos encontramos con que aquel era
el principal asunto de conversación cuando llegamos a la ciudad. Nuestros
espíritus se colmaron con los recuerdos de los acontecimientos que habían
tenido lugar allí casi un siglo y medio antes. Fue allí donde Carlos I había
reunido sus huestes; aquella ciudad le había sido fiel cuando toda la nación
le había abandonado para unirse a la causa del parlamento y la libertad.
Cuando entramos en la ciudad, el recuerdo de aquel desafortunado rey, el
amistoso Falkland y el insolente Goring ocuparon todos nuestros
pensamientos, y nos extrañó cuando descubrimos que estaba llena de
togados y estudiantes que tenían en mente cualquier cosa salvo aquellos
acontecimientos. Sin embargo, hay algunos vestigios que recuerdan al
viajero los antiguos tiempos; entre otros, admiramos con curiosidad la
editorial fundada por el autor de la historia de los conflictos. También nos
enseñaron el edificio en el que había vivido fray Bacon, el descubridor de la
pólvora, y del cual se decía que se vendría abajo cuando entrara allí un
hombre más sabio que aquel filósofo. El profesor bajito, de cara redonda y
parlanchín que nos acompañaba se negó a pasar el umbral, aunque nosotros
nos aventuramos en el interior con toda seguridad, y él probablemente podría haber hecho lo mismo.
Matlock, que era nuestra siguiente etapa, recordaba en gran medida el
paisaje de Suiza; pero todo está en una escala menor, y a las verdes colinas
les falta la corona de los lejanos Alpes blancos, que siempre asoman por
encima de las montañas cubiertas de pinos en nuestro país. Visitamos la
maravillosa gruta y los pequeños gabinetes de historia natural, donde las
muestras están dispuestas del mismo modo que aparecen en las colecciones
de Servox y Chamonix. Este último nombre me hizo temblar cuando lo
pronunció Henry, y me apresuré a abandonar Matlock, donde todo parecía tan relacionado con nuestro país.
Desde Derby, aún viajando hacia el norte, pasamos dos meses en
Cumberland y Westmoreland. En aquel lugar, casi podía imaginarme a mí
mismo en las montañas suizas. Los pequeños neveros que aún persistían en
la cara norte de las montañas, los lagos, y el fragor de los torrentes
pedregosos me resultaban paisajes familiares y queridos. Allí también
conocimos a personas que casi consiguieron hacerme creer que era feliz. La
alegría de Clerval era considerablemente mayor que la mía; su inteligencia
se crecía cuando se encontraba en compañía de hombres de talento, y
descubrió en sí mismo una capacidad y unas emociones superiores a las que
habría sospechado cuando se encontraba con personas menos inteligentes.
—Podría pasarme la vida aquí —me decía—, y entre estas montañas apenas echaría de menos Suiza y el Rin.
Pero descubrió que la vida de un viajero, entre sus encantos, esconde
también muchos pesares. Sus sentimientos siempre están en tensión; y
cuando comienza a acostumbrarse, se encuentra con que tiene que partir en
busca de algo nuevo que una vez más exige su atención y que también
deberá abandonar por otras novedades. Apenas habíamos ido a ver los
muchos lagos de Cumberland y Westmoreland, y apenas habíamos
empezado a encariñarnos con algunos de sus habitantes cuando tuvimos que
despedirnos de ellos para continuar nuestro viaje, pues ya estaba muy
próxima la fecha del encuentro con nuestro amigo escocés. Por mi parte, no
lo lamenté. Había descuidado mi promesa durante algún tiempo, y temía las
consecuencias si el monstruo se ponía furioso. Tal vez se había quedado en
Suiza y había desatado su venganza contra mis familiares; aquella idea me
perseguía y me atormentaba en todos aquellos momentos que, en otras
circunstancias, podría haber disfrutado del descanso y la paz. Esperaba las
cartas con febril impaciencia: si se retrasaban, me sentía abatido y
abrumado por mil temores; y cuando llegaban, y veía el remite de Elizabeth
o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por temor a confirmar aquellas
desgracias. Otras veces pensaba que aquel ser diabólico me seguía y podía
recordarme la promesa asesinando a mi compañero. Cuando me acosaban
esos pensamientos, no me apartaba de Henry ni un momento, y lo seguía
como una sombra para protegerlo de la imaginaria furia de aquel asesino.
Me sentía como si hubiera cometido un enorme crimen, cuyos
remordimientos no me dejaran vivir. Yo era inocente, pero la realidad era
que había lanzado sobre mí mismo una horrible maldición, tan mortal como la de un crimen.
Visité Edimburgo con mirada y espíritu lánguidos, aunque aquella ciudad
podría haber cautivado el interés del ser más desdichado. A Clerval no le
gustó tanto como Oxford, porque la antigüedad de esta última ciudad le
encantaba. Pero la belleza y la regularidad de la nueva ciudad de
Edimburgo le maravilló; sus alrededores son también los más bonitos del
mundo: el Trono de Arturo, el Pozo de San Bernardo, y las Pentland Hills.
Pero yo estaba impaciente por llegar al destino final del viaje. Una semana
después abandonamos Edimburgo, pasamos por Cupar, St Andrews y
bordeamos las orillas del Tay hasta Perth, donde nos esperaba nuestro
amigo. Pero yo no estaba de humor para reír y conversar con extraños, ni
compartir sus sentimientos o sus ideas con el buen humor que se espera de
un invitado; así pues, le dije a Clerval que deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo.
—Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar aquí. Estaré fuera un
mes o dos, pero no te preocupes por mí, te lo ruego; déjame tranquilo y solo
durante un tiempo, y cuando regrese, espero traer el corazón aliviado, y más acorde con tu estado de ánimo.
Henry quiso disuadirme, pero al verme tan convencido, dejó de insistir. Me pidió que le escribiese a menudo.
—Preferiría acompañarte en tus excursiones solitarias —dijo—, en vez de
quedarme con estos escoceses, a quienes no conozco; pero vete, mi querido
amigo, y vuelve para que pueda sentirme como en casa, lo cual me resulta imposible si no estás.

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