Frankenstein – Mary Shelley
Habiéndome despedido de mi amigo, decidí visitar algunos lugares remotos
de Escocia y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de que el monstruo
me seguía y se me presentaría delante cuando hubiera concluido, para poder
recoger a su compañera. Con esa decisión tomada, crucé las tierras altas del
norte y elegí una de las islas Orcadas para finalizar mi trabajo. Era un lugar
muy apropiado para aquella tarea, porque apenas iba más allá de ser una
roca cuyas orillas eran acantilados constantemente batidos por las olas. La
tierra era baldía, y apenas proporcionaba pasto para unas cuantas vacas
famélicas y un poco de avena para los habitantes, que no eran más de cinco
personas, cuyos cuerpos demacrados y esqueléticos daban prueba de su
triste destino. Las verduras y el pan, cuando se podían permitir semejantes
lujos, e incluso el agua dulce, procedían de tierra firme, que se encontraba a
unas cinco millas de distancia. En toda la isla no había más que tres cabañas
miserables, y una de ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No tenía
más que dos habitaciones, y ambas mostraban toda la escasez de la penuria
más miserable. La techumbre se había hundido, los muros no estaban
enyesados y la puerta bailaba fuera de los goznes. Ordené que la repararan
un poco, puse algunos muebles, y me instalé allí… un hecho que sin duda
habría provocado alguna sorpresa si no hubiera sido porque todos los
sentidos de los campesinos estaban entumecidos por la necesidad y la
extrema pobreza. En todo caso, pude vivir sin que nadie me observara ni me
molestara, y apenas si me agradecieron la comida y las ropas que les di:
hasta ese punto el sufrimiento debilita incluso las emociones más primitivas de los hombres.
En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el
tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para
contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje
monótono y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan
distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de
viñedos y sus granjas salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos
reflejan un cielo azul y delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no
parece más que el juego de un niño travieso en comparación con los
aterradores bramidos del inmenso océano.
De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que
avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más
detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio
durante varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y
noche con la única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba
inmerso en una tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una
especie de frenesí de entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo
que estaba llevando a cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi
labor y mis ojos permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder.
Pero ahora lo estaba haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo
enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos.
En aquella situación, entregado al trabajo más detestable, en una soledad
donde nada podía reclamar mi atención, aparte de lo que me traía entre
manos, mis nervios comenzaron a resentirse. Siempre estaba inquieto y
atemorizado. A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me acosaba.
Algunas veces me quedaba quieto con los ojos clavados en el suelo,
temiendo levantarlos, no fuera a encontrarme con aquello que tanto me
aterrorizaba tener que ver. Temía alejarme de mis semejantes, no fuera a ser
que cuando estuviera solo, viniera a exigirme a su compañera. Mientras
tanto, seguía trabajando, y mi trabajo ya estaba considerablemente
adelantado. Observaba con placer la idea de darlo por terminado, sin
embargo, la liberación de aquella maldición que estaba sufriendo era una
alegría en la que nunca me atreví a confiar del todo.
Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya se había puesto y la luna
estaba saliendo en ese momento tras el mar. No tenía luz suficiente para
trabajar, y me senté allí sin hacer nada, preguntándome si debería dejar la
tarea por aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar en ello ni un
instante. Mientras permanecía allí, la concatenación de ideas me condujo a
considerar las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años antes, me
había enfrascado del mismo modo y había creado un monstruo cuya
violencia inconcebible había destruido mi corazón y lo había anegado para
siempre con los remordimientos más amargos. Y ahora estaba a punto de
crear otro ser cuyo carácter también desconocía por completo. Aquella cosa
podría ser diez mil veces más perversa y malvada que su compañero y
podría deleitarse en el asesinato y en la villanía. Él me había jurado que se
apartaría de los hombres y que se ocultaría en los desiertos, pero ella no; y
ella, que se convertiría probablemente en un animal pensante y racional,
podría negarse a cumplir un pacto acordado antes de su creación. Puede que
incluso se odiaran. La criatura que ya vivía aborrecía su propia deformidad,
¿acaso no experimentaría un aborrecimiento aún mayor cuando la viera
reflejada ante sus ojos en forma de una hembra? También puede que ella le
volviera la espalda ante la belleza superior del hombre. Puede que se
apartara de él, y así volvería a estar solo, y enloquecería ante la nueva
provocación de verse despreciado por uno de su propia especie.
Aunque ellos abandonaran realmente Europa y fueran a vivir a los desiertos
del nuevo mundo, tendrían la intención de engendrar hijos y así se
propagaría sobre la tierra una raza de demonios cuya figura y mente sumiría
al hombre en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho, solo por mi propio
beneficio, a infligir esta maldición a las generaciones futuras? Me había
dejado convencer por los sofismas del ser que había creado; me había
dejado convencer por sus diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera, el
horror de mi promesa se presentó claramente ante mí. Me recorrió un
escalofrío al pensar que los siglos futuros me maldecirían como si fuera la
peste, y dirían que, por egoísmo, no había dudado en comprar mi propia
tranquilidad a un precio que tal vez ponía en peligro la pervivencia de la
especie humana. Temblé, y se me paralizó el corazón cuando levanté la
mirada y vi al demonio junto a la ventana, iluminado por la luz de la luna.
Una mueca fantasmal le retorcía los labios mientras miraba hacia donde yo
me encontraba. Sí, me había seguido en mis viajes; se había detenido en los
bosques, se había escondido en las cuevas o se había refugiado en los vastos
páramos desiertos; y ahora venía a ver mis adelantos y exigía el
cumplimiento de mi promesa. Cuando lo miré, su rostro pareció expresar la
más inconcebible maldad y traición. Pensé con una sensación de locura en
mi promesa de crear otro ser como él y, temblando de ira, hice pedazos la
cosa en la que estaba trabajando. El monstruo me vio destruir la criatura en
la cual había fundado la felicidad de su futura existencia y, con un alarido
de diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no
volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos
temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí
para disipar la tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas.
Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a la ventana observando el
mar. Casi estaba inmóvil, porque los vientos guardaban silencio, y toda la
naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna callada. Solo algunos
barcos de pesca moteaban el agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los
ecos de las voces cuando los pescadores se llamaban unos a otros. Sentía el
silencio, aunque apenas era consciente de su asombrosa profundidad, hasta
que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de unos remos cerca de la
orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos minutos después
oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera intentando abrirla muy
despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Tuve el presentimiento
de quién podía ser y pensé en avisar a alguno de los campesinos que vivían
en una casa no muy lejos de la mía. Pero me encontraba aturdido por esa
sensación de impotencia que tan a menudo se vive en las pesadillas, cuando
uno trata en vano de huir de un peligro inminente y le resulta imposible
moverse. Entonces oí el sonido de unas pisadas en el pasillo, la puerta se
abrió y el engendro al que tanto temía apareció. Cerrando la puerta, se
aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:
—Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo que pretendes? ¿Te
atreves a romper tu promesa? He soportado calamidades y miserias.
Abandoné Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de las orillas del Rin,
entre sus pequeños islotes y por las cumbres de sus colinas. He vivido
durante muchos meses en los páramos de Inglaterra y en los solitarios
bosques de Escocia. He soportado un cansancio que no puedes imaginar, y
frío y hambre. ¿Y te atreves a destruir mis esperanzas?
—¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi promesa! ¡Nunca crearé otro
ser como tú, igual de deforme e igual de criminal!
—Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté razonar contigo una vez, pero
has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo tengo
el poder; tú crees que eres miserable, pero yo puedo hacerte tan desgraciado
que incluso la luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!
—Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha pasado, y el tiempo de
tu poder ha concluido. Tus amenazas no pueden obligarme a cometer un
acto de maldad, sino que me confirman en la decisión de no crear para ti
una compañera en el crimen. ¿O es que debo, a sangre fría, arrojar al mundo
otro demonio cuyo único placer consiste en sembrar muerte y destrucción?
¡Vete! ¡No cambiaré de opinión, y tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!
El monstruo vio la determinación en mi rostro e hizo rechinar los dientes en la impotencia de su ira.
—Cada hombre tiene su mujer, y cada animal tiene una compañera… ¿y yo
tendré que estar solo? —gritó—. Tenía sentimientos de cariño, y todo lo que
me devolvieron fue desprecio. Hombre: tú puedes odiarme, ¡pero ten
cuidado! Tus horas transcurrirán entre el terror y el dolor, y muy pronto
caerá sobre ti el rayo que te arrebatará la felicidad para siempre. ¿O es que
piensas que vas a ser feliz mientras yo me arrastro en mi insoportable
sufrimiento? Tú puedes negarme todos mis deseos, pero la venganza
permanecerá… la venganza, más amada que la luz o los alimentos. Y puedo
morir, pero antes tú, mi tirano y mi verdugo, maldecirás el sol que verá tu
miseria. ¡Ten cuidado, porque no tengo miedo y, por tanto, soy poderoso!
Estaré observando, con la astucia de una serpiente, para morderte e
inocularte el veneno. ¡Hombre: te arrepentirás del daño que infliges!
—¡Maldito demonio! —grité—. ¡Cállate, y no emponzoñes el aire con tus
malvadas amenazas! ¡Ya te he dicho cuál es mi decisión, y no soy ningún
cobarde para asustarme por unas palabras! ¡Déjame! ¡Está decidido!
—Muy bien —dijo—. Me iré. Pero recuerda: ¡estaré contigo en tu noche de bodas!