Frankenstein – Mary Shelley
Avancé decidido hacia él y grité:
—¡Miserable! ¡Antes de que firmes mi sentencia de muerte, asegúrate de que tú mismo estás vivo!
Lo habría atrapado, pero me esquivó, y abandonó la casa
precipitadamente… unos instantes después lo vi subir a una barca, que
cruzó las aguas con la suavidad de una saeta y pronto se perdió en medio de las olas.
Todo volvió a quedar en silencio; pero sus palabras resonaban en mis oídos.
Ardía en deseos furiosos de perseguir al asesino de mi tranquilidad y
hundirlo en el océano. Caminé arriba y abajo en mi habitación, nervioso y
conmocionado; mi imaginación conjuraba ante mí miles de imágenes que
solo conseguían atormentarme y zaherirme. ¿Por qué no lo había
perseguido y había entablado con él una lucha a muerte? Bien al contrario,
le había permitido escapar, y había dirigido sus pasos hacia tierra firme. Un
escalofrío me recorrió el cuerpo cuando imaginé quién podría ser la
siguiente víctima sacrificada a su insaciable venganza. Y entonces volví a
pensar en sus palabras: «¡Estaré contigo en tu noche de bodas!» Así pues…
ese era el plazo fijado para el cumplimiento de mi destino. En aquel
momento, moriría y por fin aquel monstruo podría satisfacer y aplacar su
maldad. Aquella perspectiva no me infundió temor; sin embargo, cuando
pensé en mi amada Elizabeth… en sus lágrimas y en su infinita pena cuando
comprobara que se le había arrebatado a su amante de un modo tan cruel…
las lágrimas, las primeras que había derramado en muchos meses, anegaron
mis ojos, y decidí no caer ante mi enemigo sin entablar una batalla feroz.
La noche pasó, y el sol asomó tras el océano. Mis sentimientos se calmaron,
si puede llamarse calma a ese estado en que la furia violenta se hunde en las
profundidades de la desesperación. Abandoné la casa, el espantoso
escenario de la lucha de la noche anterior, y caminé por la playa junto al
mar, y lo miré casi como la insuperable barrera que me separaba de mis
semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo de que semejante hecho se
hiciera realidad; deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma;
desalentador, es cierto, pero al menos viviría ajeno a cualquier golpe
fortuito de la desdicha. Si regresaba, era para ser sacrificado… o para ver
morir a aquellos que más quería bajo la garra de un demonio que yo mismo
había creado. Vagué por la isla como un alma en pena, lejos de todo lo que
amaba y amargado por tal separación. A mediodía, cuando el sol ya estaba
muy alto, me tumbé en la hierba y me venció un profundo sueño. Había
estado despierto toda la noche anterior: tenía los nervios destrozados y los
ojos inflamados por la vigilia y el dolor. El sueño en que me sumí me hizo
bien; y cuando me desperté, sentí como si de nuevo perteneciera a la
especie de los seres humanos, y comencé a reflexionar con más serenidad
sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, las palabras de aquel ser
diabólico continuaban resonando en mis oídos, como una campana que
tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño, aunque claras y apremiantes como la realidad.
El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla,
saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena,
cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me
encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de
Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya
había transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no
habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla
solitaria y me reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces
podríamos planear nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de
nuevo a la vida y decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.
Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y
en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental
químico; y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que
había sido el escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los
utensilios, cuando la sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día
siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller.
Los restos de la criatura a medio terminar, que yo había destruido, yacían
dispersos por el suelo, y casi sentí como si hubiera destrozado la carne viva
de un ser humano. Me detuve un instante para recobrarme y luego entré en
la sala. Con manos temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de la
habitación; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra allí, porque
aquello horrorizaría y haría sospechar a los campesinos, así que lo puse
todo en una cesta, junto a una buena cantidad de piedras y, apartándola a un
lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche; y, mientras tanto, volví a
la playa y estuve limpiando y ordenando mi instrumental químico.
Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis
sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había
considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que
debía cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me
sentía como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez
primera, pudiera ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera
se me pasó un instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado
pesaba en mis pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para
apartarla de mi cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser
diabólico como aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz
egoísmo, y aparté de mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión diferente.
Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces, colocando
la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas cuatro
millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas
barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía
como si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa
ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna,
que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una
espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al
mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel
lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado
por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me
imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en
el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes
ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco
cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.
Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me
desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte
viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño
bote. Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme
alejado bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el
rumbo, pero de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco
se llenaría de agua al momento. En semejante situación, mi única solución
era navegar a favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No
llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella
parte del mundo, así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento
podría arrastrarme al Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades
de la inanición… o podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se
levantaban amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote
y comenzaba a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de
mayores sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes
que volaban con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba.
—¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!
Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una
ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el
mundo está a punto de cerrarse ante mí para siempre, tiemblo al recordarla.
Así transcurrieron algunas horas. Pero poco a poco, a medida que el sol iba
descendiendo hacia el horizonte, el viento se fue transformando en una
ligera brisa, y el mar se vio libre de grandes olas; pero aquello dio paso a
una fuerte marejada; me sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón,
cuando de repente vi el perfil de tierra firme hacia el sur. Casi agotado por
el cansancio y el sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir me
embargó el corazón como una cálida alegría, y mis ojos derramaron
abundantes lágrimas. ¡Qué mudables son nuestros sentimientos, y cuán
extraño es ese apego tenaz que tenemos a la vida incluso cuando estamos
sufriendo horriblemente! Preparé otra vela con parte de mi indumentaria e
intenté poner rumbo a tierra con ansiedad. La orilla tenía un aspecto rocoso,
pero a medida que me fui aproximando más, vi claramente señales de
cultivos. Vi algunos barcos cerca de la orilla y de repente me vi
transportado de nuevo junto a la civilización humana. Recorrí con inquietud
las formas del terreno y descubrí con alegría un campanario, el cual vi
elevarse a lo lejos, tras un pequeño promontorio. Como me encontraba en
un estado de extrema debilidad después de tanto esfuerzo, decidí dirigirme
directamente hacia la ciudad, porque sería el lugar donde podría procurarme
algún alimento más fácilmente. Por fortuna, llevaba dinero.
Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en el
que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.
Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias
personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi
aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos
que en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve
sensación de alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que
hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos:
—Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy?
—Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya
llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.
Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan
desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los
rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.
—¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego,
no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco amistoso.
—No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—,
pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.
Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que
rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros
expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta
medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me
contestó. Entonces di un paso adelante, y un murmullo se elevó entre la
gente mientras me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre de
aspecto desagradable, adelantándose, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo:
—Vamos, señor, sígame a casa del señor Kirwin; tendrá que darle explicaciones.
—¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y por qué tengo que darle explicaciones? ¿Acaso no es este un país libre?
—Claro, señor —contestó el hombre—, lo suficientemente libre para la
gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe dar cuenta de
la muerte de un caballero que apareció asesinado aquí la pasada noche.
Aquella respuesta me asombró, pero inmediatamente me recobré. Yo era
inocente, y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a aquel hombre en
silencio y me condujo a una de las mejores casas del pueblo. Estaba a punto
de sucumbir al cansancio y al hambre; pero, estando rodeado por una
multitud, pensé que lo mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas, no
fuera que tomaran mi debilidad física como prueba de mi temor o mi
culpabilidad. Poco podía imaginar la calamidad que pocos instantes después
se iba a abatir sobre mí, ahogando en horror y desesperación todo temor a la
ignominia y a la muerte. Debo detenerme aquí, porque preciso toda mi
fortaleza para traer a mi memoria las horrorosas imágenes de los
acontecimientos que voy a relatar con todo detalle.