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Capítulo 29

Frankenstein – Mary Shelley

Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y
benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó
detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que
me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en
aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al
frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda
la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que
entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte
marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una
noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino,
como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más
abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus
compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la
arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus
compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se
había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.
Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona que
se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero,
después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y
que el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa
de una anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la
vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer
había sido estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la
marca negra de unos dedos en su cuello.
La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí;
pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el asesinato de mi
hermano y me puse muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló la
vista, lo cual me obligó a apoyarme en una silla para sostenerme; el
magistrado me observó con mirada penetrante y, desde luego, extrajo una
impresión desfavorable de mi comportamiento.
El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando se le preguntó a Daniel
Nugent, este juró con toda seguridad que, justo antes de que se cayera su
compañero, vio un barco con un hombre solo en él, a corta distancia de la
orilla; y, por lo que pudo ver a la luz de las estrellas, era el mismo barco en el que yo había llegado a tierra.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que estaba a la puerta de su
casa esperando el regreso de los pescadores; alrededor de una hora antes de
que supiera del descubrimiento del cuerpo, vio un barco, con un hombre
solo, que se alejaba de la parte de la costa donde posteriormente se había encontrado el cadáver.
Otra mujer confirmó el relato según el cual era cierto que los pescadores
habían llevado el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo pusieron en una
cama y le dieron friegas, y Daniel fue al pueblo a buscar al boticario, pero el joven ya estaba sin vida.
Se preguntó a otros hombres a propósito de mi llegada, y todos estuvieron
de acuerdo en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado
durante la noche, era muy probable que yo hubiera estado zozobrando
durante muchas horas y, finalmente, me hubiera visto obligado a regresar al
mismo punto del que había salido. Además, señalaron que parecía como si
yo hubiera traído el cadáver de otro lugar; y era muy probable que, como al
parecer no conocía la costa, pudiera haber entrado en el puerto sin saber la
distancia que había desde el pueblo de *** hasta el lugar donde había abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la sala
donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera
observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el
gran nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se
había cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante
procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me
condujeron a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas
coincidencias que habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero
sabiendo que, a la hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado
hablando con varias personas en la isla en la que estaba viviendo, me
encontraba perfectamente tranquilo respecto a las consecuencias del caso.
Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd.
¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo
siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una
horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos
tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del
magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el
cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y,
arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:
—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis
criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas
esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…
Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que
estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.
La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte.
Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo
de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a
mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me
atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se
aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror.
Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor
Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura
fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.
¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún
hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el
olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas
esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes
amantes han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente
eran ya víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué
materia estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes
que, como el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?
Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como si
estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro
miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado
aparato de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me
desperté en aquel estado. Había olvidado los detalles de lo que había
ocurrido y solo me sentía como si una gran desgracia se hubiera abatido
sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la
estrechez de la celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó mi
memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos despertaron a una vieja
que estaba durmiendo en una silla, a mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la
mujer de uno de los carceleros, y su aspecto reflejaba todas esas malas
cualidades que a menudo caracterizan a esa clase de personas. Su rostro era
duro e implacable, como el de las personas acostumbradas a contemplar el
dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una absoluta
indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus palabras pude reconocer la
voz que había oído durante mi enfermedad.
—¿Ya está mejor, señor? —dijo.
Contesté en el mismo idioma, con una voz débil.
—Creo que sí; pero si todo esto es verdad, si no estoy en realidad soñando,
lamento estar aún vivo para seguir sintiendo este sufrimiento y este horror.
—Si es por eso —replicó la vieja—, si lo dice usted por el caballero que
mató, creo que sería mejor que estuviera usted muerto, porque me parece a
mí que lo va a pasar muy mal. Lo van a colgar a usted cuando se celebren
las próximas sesiones judiciales en el pueblo; de todos modos, no es asunto
mío. Me han dicho que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi deber
y tengo la conciencia tranquila; mejor nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.
Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer que podía hablarle de
aquel modo absolutamente insensible a una persona que se acababa de
salvar, habiendo estado al filo de la muerte; pero me sentí débil e incapaz de
pensar en todo lo que había acontecido. Todas las escenas de mi vida
aparecían como en un sueño. A veces dudaba y pensaba que tal vez todo
aquello no era verdad, porque los hechos nunca adquirían en mi mente toda la fuerza de la realidad.
A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más
nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a
nadie cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano
querida me confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas,
y la vieja me las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta
indiferencia en el primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente
impresa en el gesto de la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el
destino de un asesino, sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo?
Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor
Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que
prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable,
pero era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las
personas que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque,
aunque deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser
humano, no deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un
asesino. Así pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba
desatendido, pero sus visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.
Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una
silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un
muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo
pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente
encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En
alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el
castigo de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único
consuelo que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se
abrió la puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever
comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en francés.
—Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor?
—Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo
que pueda conseguir que me encuentre mejor.
—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una
persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que
pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán
encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…
—Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños
acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales.
Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?
—En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas
circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente
casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su
hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo
primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado
de ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su camino.
Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con el
relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el
conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no
dejó de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:
—No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que
debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera
enviar a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su
enfermedad. Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su
encabezamiento, enseguida comprendí que sería de su padre.
Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han pasado casi dos meses desde que
envié la carta. Pero… está usted enfermo… está usted temblando… Parece
usted indispuesto para tolerar cualquier emoción…
—No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más
horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.
—Su familia se encuentra toda perfectamente bien —dijo el señor Kirwin
con amabilidad—, y alguno, alguien que le quiere, va a venir a visitarle.
No sé qué asociación de ideas se produjo en mi mente, pero
instantáneamente se me pasó por la cabeza que el monstruo había venido a
burlarse de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte de Clerval, como
una nueva forma de instigarme a cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí
los ojos con las manos y grité de angustia…
—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje entrar…!
El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que
mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi
culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:
—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en
vez de producirle una aversión tan violenta.
—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo
pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi
buen padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?
El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá
pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el
delirio. Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se
levantó y abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.
En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia
de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:
—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y
diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado;
simplemente le había mencionado que estaba enfermo.
—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las
ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para
buscar la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.
El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación
demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo.
Prorrumpí en llanto.
—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre
mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry.

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