Frankenstein – Mary Shelley
Eran las ocho en punto cuando desembarcamos; caminamos durante un
breve trecho junto a la orilla, disfrutando de las cambiantes luces del
atardecer, y luego nos retiramos a la posada, y contemplamos el encantador
paisaje de aguas, montañas y bosques que se iban ocultando en la
oscuridad, y, sin embargo, aún dejaban ver sus negros perfiles. El viento,
que casi había desaparecido por el sur, se levantó ahora con gran violencia
por el oeste; la luna había alcanzado su cénit en el cielo y estaba
comenzando a descender; las nubes barrían el cielo por delante de ella con
más premura que el vuelo del buitre y enturbiaban su luz, mientras el lago
reflejaba el conmocionado paisaje de los cielos, y lo agitaba aún más con
las inquietas olas que estaban comenzando a erizarse. De repente, se desató una violenta tormenta de lluvia.
Yo había estado tranquilo durante todo el día; pero tan pronto como la
noche comenzó a enturbiar los perfiles de las cosas, mil temores se
adueñaron de mi mente. Estaba angustiado y alerta, mientras con la mano
derecha me aferraba a una pistola que tenía escondida en el pecho. Cada
ruido me aterrorizaba, pero decidí que vendería cara mi vida y no evitaría el
enfrentamiento que tenía pendiente hasta que mi propia vida, o la de mi adversario, se extinguiera.
Elizabeth, tímida y temerosa, observó en silencio mi inquietud durante unos instantes. Al final, dijo:
—¿Por qué estás nervioso, mi querido Victor? ¿De qué tienes miedo?
—¡Oh, tranquila, tranquila, mi amor…! —le contesté—. Espera que pase
esta noche, y ya podremos estar seguros… Pero esta noche es horrible, esta noche es espantosamente horrible…
Pasé una hora en aquel estado de nervios, y entonces, de repente, pensé
cuán horroroso sería para mi esposa presenciar el combate que de un
momento a otro imaginaba que tendría lugar; y por eso le rogué con
vehemencia que se retirara a dormir, decidido a no ir con ella hasta que no supiera algo de mi enemigo.
Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo estuve yendo de un lado a
otro por los pasillos de la casa, inspeccionando cada esquina que pudiera
servir de escondrijo a mi enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a
considerar la posibilidad de que algún afortunado acontecimiento hubiera
tenido lugar y hubiera impedido la ejecución de su amenaza, cuando de
repente oí un grito y un espantoso alarido. Procedía de la habitación a la que
Elizabeth se había retirado. Cuando oí aquel grito, lo comprendí todo… Mis
brazos cayeron rendidos y el movimiento de cada músculo y cada fibra de
mi cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre reptando por mis venas y
hormigueando en mis pies. Aquel estado no duró más que un instante, el
grito se repitió y corrí precipitadamente hacia la habitación. ¡Dios mío!
¿Porqué no me mataste entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la
destrucción de mi esperanza más anhelada y la muerte de la criatura más
buena del mundo? Allí estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado en la
cama, con la cabeza colgando, con su rostro pálido y deformado, medio
cubierto por su cabello. No importa dónde mire… siempre veo la misma
imagen: sus brazos exánimes y su cuerpo muerto arrojado por el asesino
sobre el ataúd nupcial. ¿Cómo pude ver aquello y seguir viviendo? ¡Dios
mío! La vida es obstinada… se aferra con más fuerza allí donde más se
odia. Entonces, solo sé que perdí el conocimiento… y me desmayé.
Cuando me recobré, me encontré en medio de la gente de la posada. Sus
rostros expresaban claramente un espantoso terror, pero el horror de los
demás solo me parecía una pequeña farsa, una sombra de los sentimientos
que me atenazaban a mí. Me abrí camino entre ellos hasta la alcoba donde
yacía el cuerpo de Elizabeth… mi amor… mi esposa… Solo unos instantes
antes estaba viva… mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de
postura y ya no se encontraba como yo la había visto; y ahora, tal y como
estaba tendida, con la cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el
rostro y el cuello, podría haber pensado que estaba dormida. Corrí hacia ella
y la abracé con locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo me recordó que
lo que estaba sosteniendo en mis brazos ya había dejado de ser la Elizabeth
que yo había amado y adorado; la marca de las garras asesinas de aquel
demonio aún permanecían en el cuello, y sus labios ya no tenían aliento.
Mientras aún la tenía en mis brazos, en la agonía de la desesperación, se me
ocurrió levantar la mirada. La alcoba había quedado casi a oscuras, y sentí
una especie de terror pánico al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba
la habitación. Los postigos se habían abierto y, con una sensación de horror
que no se puede describir, vi por la ventana abierta aquella figura odiosa y
aborrecible. Había una sonrisa burlona en el rostro del monstruo; parecía
reírse de mí mientras, con su diabólico dedo, señalaba el cadáver de mi
esposa. Me abalancé hacia la ventana y, sacando la pistola de mi pecho,
disparé… pero consiguió esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a la
velocidad de un rayo, se arrojó al lago. Al oír el estallido de la pistola,
muchas personas acudieron a la habitación. Les indiqué por dónde había
huido, y lo perseguimos con barcos y redes, pero todo fue en vano; y, tras
pasar varias horas en su busca, regresamos desesperanzados; la mayoría de
los que me acompañaban creyeron que aquella figura solo había sido fruto
de mi imaginación. De todos modos, después de regresar a tierra,
comenzaron a buscar por el campo, y se formaron distintas partidas que se
dispersaron en diferentes direcciones por los bosques y los viñedos. Yo no los acompañé.
Estaba agotado; un velo me nublaba la vista; y mi piel ardía con el calor de
la fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama, apenas consciente de lo
que había ocurrido, y mis ojos vagaron por la habitación como si estuvieran
buscando algo que hubiera perdido. Al final pensé que mi padre esperaría
con ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que regresaría yo solo. Aquella
reflexión hizo brotar las lágrimas en mis ojos, y lloré durante mucho
tiempo. Pensé en mis desgracias y en su causa, y me vi envuelto en una
nube de estupefacción y horror. La muerte de William, la ejecución de
Justine, el asesinato de Clerval y, ahora, el de mi esposa… en aquel
momento ni siquiera podía saber si la familia que aún me quedaba estaría a
salvo de la maldad de aquel engendro; mi padre podía estarse debatiendo en
aquel momento bajo la garra asesina, y Ernest podría estar muerto a sus
pies. Aquellas ideas me hicieron sentir escalofríos y me devolvieron a la
realidad. Me levanté de inmediato y decidí regresar a Ginebra tan deprisa
como me fuera posible. No había caballos de los que pudiera disponer, y
tuve que volver por el lago; pero el viento era desfavorable y la lluvia caía
torrencialmente. De todos modos, apenas había amanecido y seguramente
podría llegar a casa al anochecer. Contraté a unos cuantos hombres para
remar, y yo mismo cogí un remo, porque el ejercicio físico siempre ha
producido en mí cierto alivio de los sufrimientos emocionales. Pero el
insoportable dolor que sentía y la terrible agitación que sufría me
imposibilitaron cualquier esfuerzo. Dejé caer el remo y, sujetándome la
cabeza entre las manos, me abandoné a todas las siniestras ideas que
quisieron asaltarme. Si levantaba la mirada, veía paisajes que me resultaban
familiares, de mis tiempos felices y que había estado contemplando solo un
día antes, en compañía de aquella que ahora no era más que una sombra y
un recuerdo. Las lágrimas anegaron mis ojos. Miré el lago, la lluvia había
cesado un momento, y vi cómo los peces jugaban en las aguas, del mismo
modo que los había visto solo unas horas antes… Elizabeth los había estado
viendo. Nada es tan doloroso para la mente humana como un cambio
violento y repentino. El sol podía brillar, o las nubes podían cubrir el
cielo… nada sería ya como el día anterior. Un ser diabólico me había
arrebatado de un zarpazo toda esperanza de felicidad futura. Ninguna
criatura había sido jamás tan desgraciada como yo; y unos sucesos tan
espantosos eran absolutamente insólitos en este mundo.
Pero… ¿por qué tendría que recrearme en los sucesos que siguieron a esta
insoportable tragedia? La mía ha sido una historia de horror. Ya he
alcanzado el punto culminante; y lo que puedo relatar de aquí en adelante
puede resultarle tedioso, ahora que ya he narrado cómo aquellos a quienes
quería me fueron arrebatados uno tras otro, y yo quedé hundido en la
desolación más profunda. Estoy muy cansado, y solo puedo describir en
pocas palabras lo que queda de mi espantosa historia.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún estaban vivos, pero el primero fue
incapaz de soportar las dolorosísimas noticias que yo les llevaba. Puedo
verlo ahora… era un anciano venerable y maravilloso. Su mirada se perdió
en el vacío, porque había perdido a la persona que era su razón de vivir y su
alegría: su sobrina, que era más que una hija para él, a la cual había
entregado todo el cariño de un hombre que, en el ocaso de su vida, y
teniendo pocas personas queridas, se aferra con más fervor a aquellas que
aún le quedan. Maldito, maldito sea el demonio que derramó el dolor sobre
sus canas y lo condenó a terminar sus días sumido en la desdicha. No pudo
vivir rodeado de los espantos que se habían acumulado a su alrededor.
Sufrió un ataque de apoplejía y, pocos días después, murió en mis brazos.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé. Era incapaz de sentir nada, y las únicas
cosas que podía ver eran cadenas y oscuridad. En realidad, algunas veces
soñaba que paseaba con los amigos de mi juventud por prados llenos de
flores y encantadores valles; pero me despertaba y me encontraba en una
mazmorra. Después me invadió la melancolía, pero poco a poco fui
obteniendo una idea clara de mis desdichas y mi situación, y entonces me
sacaron de allí. Porque me habían dado por loco; y durante muchos meses,
como supe después, había estado ocupando una celda solitaria. Pero la
libertad hubiera sido una concesión inútil para mí si al mismo tiempo que
despertaba a la razón no hubiera despertado a la venganza. Al tiempo que el
recuerdo de mis pasados infortunios me angustiaba, comencé a pensar en su
causa… el monstruo que yo había creado, el miserable demonio que yo
había arrojado al mundo para mi propia destrucción. Me invadía una furia
enloquecida cuando pensaba en él… y deseaba y rogaba ardientemente
poder atraparlo para poder desatar un feroz e imborrable rencor sobre su maldita cabeza.
Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante mucho tiempo a un deseo
inútil; comencé a pensar en cuáles podrían ser los mejores medios para
cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente un mes después de que me
soltaran, acudí a un juez de lo criminal de la ciudad y le dije que tenía una
acusación que hacer, que yo conocía al asesino de mi familia y que le pedía
que ejerciera toda su autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.
—Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte no se ha reparado en
esfuerzos, ni se reparará en medios, para descubrir a ese malvado.
—Gracias —contesté—; escuche, pues, la declaración que tengo que hacer.
En realidad es un relato tan extraño que me temo que usted no me creería si
no fuera porque hay algo en la verdad que, aunque resulte asombrosa,
siempre convence de su realidad. La historia está demasiado bien trenzada
como para confundirla con un sueño, y yo no tengo ningún motivo para mentir.
Mis gestos, mientras decía aquello, eran vehementes pero tranquilos; había
tomado la decisión íntima de perseguir a mi enemigo hasta la muerte; y
aquel propósito aplacaba mi angustia y, al menos provisionalmente, me
reconciliaba con la vida. En aquel momento relaté mi historia brevemente,
pero con firmeza y precisión, señalando fechas con seguridad y sin dejarme
arrastrar por invectivas o exclamaciones. Al principio el magistrado parecía
absolutamente incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato, se mostró
más atento e interesado. Algunas veces le vi estremecerse de horror; y otras,
una absoluta sorpresa sin mezcla de incredulidad se pintaba en su rostro.
Cuando hube concluido mi narración, dije:
—Ese es el ser al que acuso y al que le pido que detenga y castigue con toda
su fuerza. Ese es su deber como magistrado, y creo y espero que sus
sentimientos como ser humano no le permitan desertar de esas funciones en esta ocasión.
Aquella petición produjo un notable cambio en la fisonomía de mi
interlocutor. Había escuchado mi historia con aquella especie de credulidad
a medias que se le concede a los cuentos de espíritus y fantasmas; pero
cuando se le instó a actuar oficialmente y en consecuencia, recuperó de
inmediato toda su incredulidad. En todo caso, me respondió con amabilidad.
—De buena gana le prestaría toda la ayuda posible; pero la criatura de la
que usted me habla parece tener poderes capaces de desafiar todos mis
esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un animal que puede cruzar el mar de
hielo y vivir en grutas y cuevas donde ningún hombre se aventuraría a
entrar? Además, han transcurrido ya algunos meses desde que se
cometieron los crímenes y nadie puede ni siquiera imaginar adónde puede
haber ido o en qué lugares vivirá ahora.
—No tengo la menor duda —contesté— de que anda rondando cerca de
donde yo vivo. Y si en efecto se hubiera refugiado en los Alpes, podrían
cazarlo como a una gamuza y abatirlo como a una bestia de presa. Pero ya
sé lo que está pensando: no da crédito a mi relato, y no tiene ninguna
intención de perseguir a mi enemigo y castigarlo como merece.
Mientras hablaba, la ira centelleaba en mis ojos. El magistrado se arredró:
—Está usted equivocado —dijo—; lo intentaré; y si está en mi poder
atrapar al monstruo, puede estar seguro usted de que recibirá el castigo que
merecen sus crímenes. Pero me temo que será imposible, por lo que usted
mismo ha descrito a propósito de sus características; y, mientras se toman
todas las medidas pertinentes, debería usted intentar prepararse para el fracaso.
—¡Eso es imposible! —dije furioso—. Pero todo lo que pueda decir no
servirá de mucho. Mi venganza no le importa nada a usted; sin embargo,
aunque admito que es una obsesión, confieso que es la única pasión que me
devora el alma; mi furia es indescriptible cuando pienso que aún existe el
asesino a quien yo mismo arrojé a este mundo. Usted rechaza mi justa
petición. No tengo más que un camino, y me dedicaré, vivo o muerto, a intentar destruirlo.
Temblé de nerviosismo al decir aquello; había un frenesí en mi conducta y
algo, no lo dudo, de aquel orgulloso valor que, según dicen, tenían los
mártires de la Antigüedad. Pero para un magistrado ginebrino, cuyo
pensamiento se ocupaba en cuestiones muy distintas a la devoción y el
heroísmo, aquella grandeza de espíritu se parecía bastante a la locura.
Intentó calmarme como una niñera intenta tranquilizar a un niño, y achacó
mi relato a los efectos del delirio.
—¡Hombres…! —grité—. ¡Qué ignorantes sois y cuánto os enorgullecéis
de vuestra sabiduría! ¡Cállese! ¡No sabe usted lo que dice…!
Salí precipitadamente de la casa y, furioso y enloquecido, me fui a meditar algún otro modo de actuar.