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Capítulo 4

Frankenstein – Mary Shelley

A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y me personé
ante algunos de los profesores principales y, entre otros, ante el señor
Krempe, profesor de Filosofía Natural. Me recibió con afabilidad y me hizo
algunas preguntas referidas a mis conocimientos en las diferentes ramas
científicas relacionadas con la filosofía natural. Con miedo y tembloroso, es
cierto, cité a los únicos autores que había leído sobre esas materias. El profesor me miró asombrado.
—¿De verdad ha perdido el tiempo estudiando esas necedades? —me dijo.
Contesté afirmativamente.
—Cada minuto, cada instante que ha desperdiciado usted en esos libros
ha sido tiempo perdido, completa y absolutamente —añadió el señor Krempe
con enojo—. Tiene usted el cerebro atestado de sistemas caducos y nombres
inútiles. ¡Dios mío…! ¿En qué desierto ha estado viviendo usted? ¿Es
que no había un alma caritativa que le dijera a usted que esas tonterías que
ha devorado con avidez tienen más de mil años y son tan rancias como anticuadas?
No esperaba encontrarme a un discípulo de Alberto Magno y de
Paracelso en el siglo de la Ilustración y la ciencia. Mi querido señor, deberá
usted comenzar sus estudios absolutamente desde el principio.
Y diciéndome esto, se apartó a un lado y escribió una lista de varios libros
de filosofía natural que debía procurarme, y me despidió después de
mencionar que a principios de la semana siguiente tenía intención de comenzar
un curso sobre las características generales de la filosofía natural, y
que el señor Waldman, un colega suyo, daría lecciones de química los días que él no dictara sus clases.
No regresé a casa muy decepcionado, porque yo también consideraba
inútiles a los escritores que el profesor había reprobado de aquel modo tan
enérgico…, pero tampoco me sentí muy inclinado a estudiar aquellos libros
que había adquirido por recomendación suya. El señor Krempe era un hombrecillo
pequeño y gordo de voz ronca y rostro desagradable, así que el profesor
no me predisponía a estudiar su materia. Además, yo tenía mis reparos
respecto a la utilidad de la filosofía natural moderna. Era bien distinto cuando
los maestros de la ciencia perseguían la inmortalidad y el poder: aquellas
ideas, aunque eran completamente inútiles, al menos tenían grandeza. Pero
ahora todo había cambiado: la ambición del investigador parecía limitarse a
rebatir aquellos puntos de vista en los cuales se fundaba principalmente mi
interés en la ciencia. Se me estaba pidiendo que cambiara quimeras de infinita
grandeza por realidades que apenas valían nada.
Tales fueron mis pensamientos durante dos o tres días que pasé completamente
solo… pero al comenzar la semana siguiente, pensé en la información
que el señor Krempe me había dado respecto a los cursos. Y aunque no
tenía ninguna intención de ir a escuchar cómo aquel profesorcillo vanidoso
repartía sentencias desde su púlpito, recordé lo que había dicho del señor
Waldman, a quien yo no conocía, porque hasta ese momento había permanecido fuera de la ciudad.
En parte por curiosidad y en parte por distraerme, fui al aula en la que el
señor Waldman entró poco después. Este profesor era un hombre muy distinto
a su colega. Rondaría los cincuenta años, pero con un aspecto que inspiraba
una gran bondad; algunos cabellos grises cubrían sus sienes, pero en
la parte posterior de la cabeza eran casi negros. No era muy alto, pero caminaba
notablemente erguido y su voz era la más dulce que yo había oído en
mi vida. Comenzó la lección con una recapitulación de la historia de la química
y de los avances que habían llevado a cabo muchos hombres de ciencia,
pronunciando con fervor los nombres de los grandes sabios. Después
ofreció una perspectiva general del estado actual de la ciencia y explicó muchas
de sus bondades. Después de hacer algunos experimentos sencillos,
concluyó con un panegírico dedicado a la química moderna; nunca olvidaré sus palabras.
—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y
no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben
que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una
quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar
en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el
microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran
en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en
esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo
circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos
y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular
un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras.
Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella
misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos
que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante
sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó
con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando
pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio
que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los modernos filósofos
estaban en deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron
las bases del conocimiento. Ellos nos habían encomendado una tarea
más sencilla: dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones comprensibles
los hechos que, en buena parte, ellos habían sacado a la luz. El trabajo
del hombre de genio, aunque esté equivocado o mal dirigido, muy pocas
veces deja de convertirse en un verdadero beneficio para la humanidad».
Escuché atentamente sus palabras, pronunciadas sin presunción alguna, y
luego añadí que su lección había apartado de mí cualquier prejuicio contra
los químicos modernos; y también le pedí que me aconsejara respecto a los libros que debía leer.
—Me alegra mucho tener un nuevo discípulo —dijo el señor Waldman
—; y si se aplica usted al estudio tanto como parece sugerir su inteligencia,
no tengo duda de que alcanzará el éxito. La química es esa rama de la filosofía
natural en la cual se han hecho y se harán los avances más importantes.
Por eso la escogí como disciplina principal en mi trabajo. Pero, al mismo
tiempo, no he descuidado otras ciencias. Uno sería un triste químico si
solo estudiara esa materia. Si su deseo realmente es llegar a ser un verdadero
hombre de ciencia y no simplemente un experimentador frívolo, debería
aconsejarle que se aplique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.
Luego me llevó a su laboratorio y me explicó el uso de algunas de sus
máquinas, aconsejándome sobre lo que debía comprar y prometiéndome
que me dejaría utilizar su laboratorio cuando supiera lo suficiente para no
estropear sus aparatos. También me dio la lista de libros que le había pedido,
y luego nos despedimos.
Así terminó un día memorable para mí, porque entonces se decidió mi destino.

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