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Capítulo 5

Frankenstein – Mary Shelley

Desde aquel día, la filosofía natural y particularmente la química se convirtieron
prácticamente en mis únicas materias de estudio. Leí con avidez
todos aquellos libros llenos de genialidades y sabiduría que los modernos
investigadores habían escrito sobre aquellas materias. Acudí a las clases y
cultivé la amistad de los científicos en la universidad; y encontré, incluso en
el señor Krempe, una buena dosis de sentido común y verdadera sabiduría…
unida, es verdad, a una fisonomía y unos modales desagradables, pero
no por ello menos valiosa. En el señor Waldman descubrí a un verdadero
amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad e impartía sus clases
con un aire de franqueza y buen carácter que desvanecía cualquier idea de
pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este hombre lo que me inclinó
más al estudio de aquella rama de la filosofía natural que él profesaba, y no
tanto un amor intrínseco por la propia ciencia. Pero aquel estado de ánimo
solo se produjo en los primeros pasos hacia el conocimiento; cuanto más
me adentraba en la ciencia, más la buscaba solo por ella misma. Aquella dedicación,
que al principio había sido una cuestión de deber y obligación, se
tornó después tan apasionada e impaciente que muy a menudo las estrellas
desaparecían en la luz de la mañana mientras yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio.
Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo, fácilmente puede comprenderse
que progresé con mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico
era el asombro de los estudiantes y mi dominio de la materia, el de mi
maestro. El profesor Krempe a menudo me preguntaba, con una maliciosa
sonrisa en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa, mientras el señor
Waldman expresaba de corazón los elogios más encendidos ante mis avances.
Así transcurrieron dos años, en los cuales no regresé a Ginebra, porque
estaba enfrascado en cuerpo y alma en el estudio de ciertos descubrimientos
que esperaba realizar. Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, pueden
comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas,
uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no puede
llegar a saber nada más; pero en la investigación científica continuamente
se alimenta la pasión por los descubrimientos y las maravillas. Una inteligencia
de capacidad mediana que se empeña con pasión en un estudio necesariamente
alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo, que continuamente
intentaba alcanzar una meta y estaba dedicado a ese único fin,
progresé tan rápidamente que al final de aquellos dos años hice algunos descubrimientos
para la mejora de ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró
gran estima y admiración en la universidad. Cuando llegué a ese punto y
hube aprendido todo lo que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme,
y teniendo en cuenta que mi estancia allí ya no me procuraría aprovechamiento
alguno, pensé en regresar con los míos a mi ciudad natal, pero entonces
se produjo un suceso que alargó mi estancia allí.
Uno de aquellos fenómenos que habían llamado especialmente mi atención
era la estructura del cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier animal
dotado de vida. A menudo me preguntaba: ¿dónde residirá el principio
de la vida? Era una pregunta atrevida y siempre se había considerado un
misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos descubrir si la cobardía o
el desinterés no entorpecieran nuestras investigaciones? Le di muchas vueltas
a estas cuestiones y decidí que desde aquel momento en adelante me
aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la filosofía natural relacionadas
con la fisiología. Si no me hubiera animado una especie de entusiasmo
sobrenatural, mi dedicación a esa disciplina me habría resultado tediosa
y casi insoportable. Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en
primer lugar a la muerte. Enseguida me familiaricé con la ciencia de la
anatomía, pero no era suficiente. Debía también observar la descomposición
natural y la corrupción del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre
había tomado todo tipo de precauciones para evitar que mi mente se viera
impresionada por terrores sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber
temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber temido la aparición de
un espíritu. La oscuridad no ejercía ninguna influencia en mi imaginación; y
un cementerio no era para mí más que un conjunto de cuerpos privados de
vida y que, en vez de ser los receptáculos de la belleza y la fuerza, se habían
convertido en alimento para los gusanos. Ahora estaba decidido a estudiar
la causa y el proceso de esa descomposición y me vi forzado a pasar días y
noches enteros en panteones y osarios. Mi atención se centró en todos aquellos
detalles que resultan insoportablemente repugnantes a la delicadeza de
los sentimientos humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se degradaban
y se pudrían; y observé detenidamente la corrupción de la muerte
triunfando sobre las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo los gusanos
heredaban las maravillas de los ojos y el cerebro. Me detuve, examinando y
analizando todos los detalles y las causas a partir de los cambios que se producían
en el proceso de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta
que en medio de aquella oscuridad una repentina luz se derramó sobre mí.
Era una luz tan brillante y maravillosa, y sin embargo tan sencilla, que, aunque
casi me encontraba aturdido ante las inmensas perspectivas que iluminaba,
me sorprendió que yo —entre los muchos hombres de ingenio que se
habían dedicado a la misma disciplina—, y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto.
Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones de un loco. Lo que
afirmo aquí es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro
podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi descubrimiento eran
claras y posibles. Después de muchos días y noches de increíble trabajo y
cansancio, conseguí descubrir la causa de la generación y de la vida. Es
más: había conseguido ser capaz de infundir vida en la materia muerta.
La sorpresa que experimenté al principio con este descubrimiento pronto
dio paso a la alegría y al entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en
aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima de mis deseos era lo más
gratificante que me podía suceder. Pero este descubrimiento era tan grande
y abrumador que todos los pasos mediante los cuales había llegado a él se
borraron de mi mente poco a poco, y me centré únicamente en el resultado.
Aquello que había sido el estudio y el deseo de los hombres más sabios desde
la creación del mundo se encontraba ahora en mis manos… aunque no se
me había revelado todo de golpe, como si fuera un juego de magia. La información
que yo había obtenido, más que mostrarme el fin ya conseguido
por completo, tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis esfuerzos hacia el
objetivo que tenía en mente. Era como aquel árabe que había sido enterrado
con otros muertos y encontró un pasadizo para volver al mundo, con la única
ayuda de una luz trémula y aparentemente inútil.
Veo, amigo mío, por su interés y por el asombro y la expectación que reflejan
sus ojos, que espera que le cuente el secreto que descubrí… pero eso
no va a ocurrir. Escuche pacientemente mi historia hasta el final y entonces
comprenderá fácilmente por qué me guardo esa información. No voy a conducirle
a usted, ingenuo y apasionado, tal y como lo era yo, a su propia destrucción
y a un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por mis consejos, al
menos por mi ejemplo, y vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos
y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en
vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás.

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