Hamlet – William Shakespeare
ACTO SEGUNDO
Escena I
POLONIO, REYNALDO
Sala en casa de Polonio.
POLONIO.- Reynaldo, entrégale este dinero y estas cartas.
REYNALDO.- Así lo haré, señor.
POLONIO.- Será un admirable golpe de prudencia, que antes de verle te informaras de su conducta.
REYNALDO.- En eso mismo estaba yo.
POLONIO.- Sí, es muy buena idea, muy buena. Mira, lo primero has de
averiguar qué dinamarqueses hay en París, y cómo, en qué términos, con
quién, y en dónde están, a quién tratan, qué gastos tienen; y sabiendo por
estos rodeos y preguntas indirectas, que conocen a mi hijo, entonces ve en
derechura a tu objeto, encaminando a él en particular tus indagaciones. Haz
como si le conocieras de lejos, diciendo: sí, conozco a su padre, y a algunos
amigos suyos, y aun a él un poco… ¿Lo has entendido?
REYNALDO.- Sí, señor, muy bien.
POLONIO.- Sí, le conozco un poco; pero… (has de añadir entonces) pero
no le he tratado. Si es el que yo creo a fe que es bien calavera; inclinado a tal
o tal vicio… y luego dirás de él cuanto quieras fingir; digo, pero que no sean
cosas tan fuertes que puedan deshonrarle. Cuidado con eso. Habla sólo de
aquellas travesuras, aquellas locuras y extravíos comunes a todos, que ya se
reconocen por compañeros inseparables de la juventud y la libertad.
REYNALDO.- Como el jugar, ¿eh?
POLONIO.- Sí, el jugar, beber, esgrimir, jurar, disputar, putear… Hasta esto bien puedes alargarte.
REYNALDO.- Y aun con eso hay harto para quitarle el honor.
POLONIO.- No por cierto, además que todo depende del modo con que le
acuses. No debes achacarle delitos escandalosos, ni pintarle como un joven
abandonado enteramente a la disolución; no, no es esa mi idea. Has de
insinuar sus defectos con tal arte que parezcan nulidades producidas de falta
de sujeción y no otra cosa: extravíos de una imaginación ardiente, ímpetus
nacidos de la efervescencia general de la sangre.
REYNALDO.- Pero, señor…
POLONIO.- ¡Ah! Tú querrás saber con qué fin debes hacer esto, ¿eh?
REYNALDO.- Gustaría de saberlo.
POLONIO.- Pues, señor, mi fin es éste; y creo que es proceder con mucha
cordura. Cargando esas pequeñas faltas sobre mi hijo (como ligeras manchas
de una obra preciosa) ganarás por medio de la conversación la confianza de
aquel a quien pretendas examinar. Si él está persuadido de que el muchacho
tiene los mencionados vicios que tú le imputas, no dudes que él convenga con
tu opinión, diciendo: señor mío, o amigo, o caballero… En fin, según el título
o dictado de la persona o del país.
REYNALDO.- Sí, ya estoy.
POLONIO.- Pues entonces él dice… Dice… ¿Qué iba yo a decir ahora?…
Algo iba yo a decir. ¿En qué estábamos?
REYNALDO.- En que él concluirá diciendo al amigo o al caballero.
POLONIO.- Sí, concluirá diciendo. Es verdad… (así te dirá precisamente)
algo iba yo a decir. Es verdad, yo conozco a ese mozo; ayer le vi o cualquier
otro día, o en tal y tal ocasión, con este o con aquel sujeto, y allí como habéis
dicho, le vi que jugaba, allá le encontré en una comilona, acullá en una
quimera sobre el juego de pelota y…, (puede ser que añada) le he visto entrar
en una casa pública, videlicet en un burdel, o cosa tal. ¿Lo entiendes ahora?
Con el anzuelo de la mentira pescarás la verdad; que así es como nosotros los
que tenemos talento y prudencia, solemos conseguir por indirectas el fin
directo, usando de artificios y disimulación. Así lo harás con mi hijo, según la
instrucción y advertencia que acabo de darte. ¿Me has entendido?
REYNALDO.- Sí, señor, quedo enterado.
POLONIO.- Pues, adiós; buen viaje.
REYNALDO.- Señor…
POLONIO.- Examina por ti mismo sus inclinaciones.
REYNALDO.- Así lo haré.
POLONIO.- Dejándole que obre libremente.
REYNALDO.- Está bien, señor.
POLONIO.- Adiós.
Escena II
POLONIO OFELIA
POLONIO.- Y bien, Ofelia, ¿qué hay de nuevo?
OFELIA.- ¡Ay! ¡Señor, que he tenido un susto muy grande!
POLONIO.- ¿Con qué motivo? Por Dios que me lo digas.
OFELIA.- Yo estaba haciendo labor en mi cuarto, cuando el Príncipe
Hamlet, la ropa desceñida, sin sombrero en la cabeza, sucias las medias, sin
atar, caídas hasta los pies, pálido como su camisa, las piernas trémulas, el
semblante triste como si hubiera salido del infierno para anunciar horror… Se presenta delante de mí.
POLONIO.- Loco, sin duda, por tus amores, ¿eh?
OFELIA.- Yo, señor, no lo sé; pero en verdad lo temo.
POLONIO.- ¿Y qué te dijo?
OFELIA.- Me asió una mano, y me la apretó fuertemente. Apartose
después a la distancia de su brazo, y poniendo, así, la otra mano sobre su
frente, fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención como si hubiese
de retratarle. De este modo permaneció largo rato; hasta que por último,
sacudiéndome ligeramente el brazo, y moviendo tres veces la cabeza abajo y
arriba, exhaló un suspiro tan profundo y triste, que pareció deshacérsele en
pedazos el cuerpo, y dar fin a su vida. Hecho esto, me dejó, y levantada la
cabeza comenzó a andar, sin valerse de los ojos para hallar el camino; salió
de la puerta sin verla, y al pasar por ella, fijó la vista en mí.
POLONIO.- Ven conmigo, quiero ver al Rey. Ese es un verdadero éxtasis
de amor que siempre fatal a sí mismo, en su exceso violento, inclina la
voluntad a empresas temerarias, más que ninguna otra pasión de cuantas
debajo del cielo combaten nuestra naturaleza. Mucho siento este accidente.
Pero, dime, ¿le has tratado con dureza en estos últimos días?
OFELIA.- No señor; sólo en cumplimiento de lo que mandasteis, le he
devuelto sus cartas, y me he negado a sus visitas.
POLONIO.- Y eso basta para haberle trastornado así. Me pesa no haber
juzgado con más acierto su pasión. Yo temí que era sólo un artificio suyo
para perderte… ¡Sospecha indigna! ¡Eh! Tan propio parece de la edad anciana
pasar más allá de lo justo en sus conjeturas, como lo es de la juventud la falta
de previsión. Vamos, vamos a ver al Rey. Conviene que lo sepa. Si le callo
este amor, sería más grande el sentimiento que pudiera causarle teniéndole
oculto, que el disgusto que recibirá al saberlo. Vamos.
Escena III
CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO, acompañamiento.
Salón de palacio.
CLAUDIO.- Bienvenido, Guillermo, y tú también querido Ricardo.
Además de lo mucho que se me dilataba el veros, la necesidad que tengo de
vosotros me ha determinado a solicitar vuestra venida. Algo habéis oído ya
de la transformación de Hamlet. Así puedo llamarla, puesto que ni en lo
interior, ni en lo exterior se parece nada al que antes era; ni llego a imaginar
que otra causa haya podido privarle así de la razón, si ya no es la muerte de
su padre. Yo os ruego a entrambos, pues desde la primera infancia os habéis
criado con él, y existe entre vosotros aquella intimidad nacida de la igualdad
en los años y en el genio, que tengáis a bien deteneros en mi corte algunos
días. Acaso el trato vuestro restablecerá su alegría, y aprovechando las
ocasiones que se presenten, ved cual sea la ignorada aflicción que así le
consume para que descubriéndola, procuremos su alivio.
GERTRUDIS.- Él ha hablado mucho de vosotros, mis buenos señores, y
estoy segura de que no se hallaran otros dos sujetos a quienes él profese
mayor cariño. Si tanta fuese vuestra bondad que gustéis de pasar con nosotros
algún tiempo, para contribuir al logro de mi esperanza; vuestra asistencia será
remunerada, como corresponde al agradecimiento de un Rey.
RICARDO.- Vuestras Majestades tienen soberana autoridad en nosotros,
y en vez de rogar deben mandarnos.
GUILLERMO.- Uno y otro obedeceremos, y postramos a vuestros pies
con el más puro afecto el celo de serviros que nos anima.
CLAUDIO.- Muchas gracias, cortés Guillermo. Gracias, Ricardo.
GERTRUDIS.- Os quedo muy agradecida, señores, y os pido que veáis
cuanto antes a mi doliente hijo. Conduzca alguno de vosotros a estos
caballeros, a donde Hamlet se halle.
GUILLERMO.- Haga el Cielo que nuestra compañía y nuestros conatos
puedan serle agradables y útiles.
GERTRUDIS.- Sí, amén.
Escena IV
CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, acompañamiento.
POLONIO.- Señor, los Embajadores enviados a Noruega, han vuelto ya, en extremo contentos.
CLAUDIO.- Siempre has sido tú padre de buenas nuevas.
POLONIO.- ¡Oh! Sí ¿No es verdad? Y os puedo asegurar, venerado
señor, que mis acciones y mi corazón no tienen otro objeto que el servicio de
Dios, y el de mi Rey; y si este talento mío no ha perdido enteramente aquel
seguro olfato con que supo siempre rastrear asuntos políticos, pienso haber
descubierto ya la verdadera causa de la locura del Príncipe.
CLAUDIO.- Pues dínosla, que estoy impaciente de saberla.
POLONIO.- Será bien que deis primero audiencia a los Embajadores; mi
informe servirá de postres a este gran festín.
CLAUDIO.- Tú mismo puedes ir a cumplimentarlos e introducirlos. Dice
que ha descubierto, amada Gertrudis, la causa verdadera de la indisposición de tu hijo.
GERTRUDIS.- ¡Ah! Yo dudo que él tenga otra mayor que la muerte de su
padre, y nuestro acelerado casamiento.
CLAUDIO.- Yo sabré examinarle.
Escena V
CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, VOLTIMAN, CORNELIO, acompañamiento.
CLAUDIO.- Bienvenidos, amigos. Dí, Voltiman, ¿qué respondió nuestro hermano, el Rey de Noruega?
VOLTIMAN.- Corresponde con la más sincera amistad a vuestras
atenciones y a vuestro ruego. Así que llegamos, mandó suspender los
armamentos que hacía su sobrino, fingiendo ser preparativos contra el polaco;
pero mejor informado después, halló ser cierto que se dirigían en ofensa
vuestra. Indignado de que abusaran así de la impotencia a que le han reducido
su edad y sus males, envió estrechas órdenes a Fortimbrás, que sometiéndose
prontamente a las reprehensiones del tío, le ha jurado por último que nunca
más tomará las armas contra Vuestra Majestad. Satisfecho de este
procedimiento el anciano Rey, le señala sesenta mil escudos anuales, y le
permite emplear contra Polonia las tropas que había levantado. A este fin os
ruega concedáis paso libre por vuestros estados al ejército prevenido para tal
empresa, bajo las condiciones de recíproca seguridad expresadas aquí.
CLAUDIO.- Está bien, leeré en tiempo más oportuno sus proposiciones, y
reflexionaré lo que debo en este caso responderle. Entretanto os doy gracias
por el feliz desempeño de vuestro encargo. Descansad. A la noche seréis
conmigo en el festín. Tendré gusto de veros.
Escena VI
CLAUDIO, GERTRUDIS y POLONIO
POLONIO.- Este asunto se ha concluido muy bien. Mi Soberano y vos,
señora, explicar lo que es la dignidad de un Monarca, las obligaciones del
vasallo y porque el día es día, noche la noche, y tiempo el tiempo; sería gastar
inútilmente el día, la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la
brevedad es el alma del talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos
y perífrasis… Seré muy breve. Vuestro noble hijo está loco; y le llamo loco,
porque (si en rigor se examina) ¿qué otra cosa es la locura, sino estar uno
enteramente loco? Pero, dejando esto aparte…
GERTRUDIS.- Al caso, Polonio, al caso y menos artificios.
POLONIO.- Yo os prometo, señora, que no me valgo de artificio alguno.
Es cierto que él está loco. Es cierto que es lástima y es lástima que sea cierto;
pero dejemos a un lado esta pueril antítesis, que no quiero usar de artificios.
Convengamos, pues, en que está loco, y ahora falta descubrir la causa de este
efecto, o por mejor decir, la causa de este defecto, porque este efecto
defectuoso, nace de una causa, y así resta considerar lo restante. Yo tengo
una hija… La tengo mientras es mía, que en prueba de su respeto y sumisión…
Notad lo que os digo… Me ha entregado esta carta. Ahora, resumid los
hechos y sacaréis la consecuencia. Al ídolo celestial de mi alma: a la sin par
Ofelia… Esta es una alta frase… ¡Una falta de frase, sin par! Es una falta de
frase, pero, oíd lo demás. Estas letras, destinadas a que su blanco y hermoso pecho las guarde: éstas…
GERTRUDIS.- ¿Y esa carta se la ha enviado Hamlet?
POLONIO.- Bueno, ¡por cierto! Esperad un poco, seré muy fiel.
Duda que son de fuego las
estrellas,
duda si al sol hoy movimiento
falta,
duda lo cierto, admite lo dudoso;
pero no dudes de mi amor las
ansias.
Estos versos aumentan mi dolor, querida Ofelia; ni sé tampoco expresar
mis penas con arte; pero cree que te amo en extremo posible. Adiós. Tuyo
siempre, mi adorada niña, mientras esta máquina exista. Hamlet. Mi hija, en
fuerza de su obediencia, me ha hecho ver esta carta, y además me ha contado
las solicitudes del Príncipe; según han ocurrido, con todas las circunstancias
del tiempo, el lugar y el modo.
CLAUDIO.- ¿Y ella cómo ha recibido su amor?
POLONIO.- ¿En qué opinión me tenéis?
CLAUDIO.- En la de un hombre honrado y veraz.
POLONIO.- Y me complazco en probaros que lo soy. Pero, ¿qué
hubierais pensado de mí, si cuando he visto que tomaba vuelo este ardiente
amor…? Porque os puedo asegurar que aun antes que mi hija me hablase, ya
lo había yo advertido… ¿Qué hubiera pensado de mí vuestra Majestad y la
Reina que está presente, si hubiera tolerado este galanteo? ¿Si, haciéndome
violencia a mí propio, hubiera permanecido silencioso y mudo, mirándolo
con indiferencia? ¿Qué hubierais pensado de mí? No, señor; yo he ido en
derechura al asunto, y le dije a la niña ni más ni menos. Hija, el señor Hamlet
es un Príncipe muy superior a tu esfera… Esto no debe pasar adelante. Y
después, le mandé que se encerrase en su estancia sin admitir recados, ni
recibir presentes. Ella ha sabido aprovecharse de mis preceptos, y el
Príncipe… (para abreviar la historia) al verse desdeñado, comenzó a padecer
melancolías, después inapetencia, después vigilias, después debilidad,
después aturdimiento y después (por una graduación natural) la locura que le
saca fuera de sí, y que todos nosotros lloramos.
CLAUDIO.- ¿Creéis, señora, que esto haya pasado así?
GERTRUDIS.- Me parece bastante probable.
POLONIO.- ¿Ha sucedido alguna vez…, tendría gusto de saberlo…? ¿Que
yo haya dicho positivamente: esto hay, y que haya resultado lo contrario?
CLAUDIO.- No se me acuerda.
POLONIO.- Pues, separadme ésta de éste, si otra cosa hubiere en el
asunto… ¡Ah! Por poco que las circunstancias me ayuden, yo descubriré la
verdad donde quiera que se oculte; aunque el centro de la tierra la sepultara.
CLAUDIO.- ¿Y cómo te parece que pudiéramos hacer nuevas indagaciones?
POLONIO.- Bien sabéis que el Príncipe suele pasearse algunas veces por
esa galería cuatro horas enteras.
GERTRUDIS.- Es verdad, así suele hacerlo.
POLONIO.- Pues, cuando él venga, yo haré que mi hija le salga al paso.
Vos y yo nos ocultaremos detrás de los tapices, para observar lo que hace al
verla. Si él no la ama y no es esta la causa de haber perdido el juicio,
despedidme de vuestro lado y de vuestra corte y enviadme a una alquería a guiar un arado.
CLAUDIO.- Sí, yo lo quiero averiguar.
GERTRUDIS.- Pero, ¿veis? ¡Qué lástima! Leyendo viene el infeliz.
POLONIO.- Retiraos, yo os lo suplico, retiraos entrambos, que le quiero
hablar, si me dais licencia.
Escena VII
POLONIO, HAMLET
POLONIO.- ¡Cómo os va, mi buen señor!
HAMLET.- Bien, a Dios gracias.
POLONIO.- ¿Me conocéis?
HAMLET.- Perfectamente. Tú vendes peces.
POLONIO.- ¿Yo? No señor.
HAMLET.- Así fueras honrado.
POLONIO.- ¿Honrado decís?
HAMLET.- Sí, señor, que lo digo. El ser honrado según va el mundo, es
lo mismo que ser escogido uno entre diez mil.
POLONIO.- Todo eso es verdad.
HAMLET.- Si el sol engendra gusanos en un perro muerto y aunque es un
Dios, alumbra benigno con sus rayos a un cadáver corrupto… ¿No tienes una hija?
POLONIO.- Sí, señor, una tengo.
HAMLET.- Pues no la dejes pasear al sol. La concepción es una
bendición del cielo; pero no del modo en que tu hija podrá concebir. Cuida mucho de esto, amigo.
POLONIO.- ¿Pero qué queréis decir con eso? Siempre está pensando en
mi hija. No obstante, al principio no me conoció… Dice que vendo peces…
¡Está rematado, rematado!… Y en verdad que yo también, siendo mozo, me
vi muy trastornado por el amor… Casi tanto como él. Quiero hablarle otra vez. ¿Qué estáis leyendo?
HAMLET.- Palabras, palabras, todo palabras.
POLONIO.- ¿Y de qué se trata?
HAMLET.- ¿Entre quién?
POLONIO.- Digo, que ¿de qué trata el libro que leéis?
HAMLET.- De calumnias. Aquí dice el malvado satírico, que los viejos
tienen la barba blanca, las caras con arrugas, que vierten de sus ojos ámbar
abundante y goma de ciruela; que padecen gran debilidad de piernas, y
mucha falta de entendimiento. Todo lo cual, señor mío, aunque yo plena y
eficazmente lo creo; con todo eso, no me parece bien hallarlo afirmado en
tales términos, porque al fin, vos seríais sin duda tan joven como yo, si os
fuera posible andar hacia atrás como el cangrejo.
POLONIO.- Aunque todo es locura, no deja de observar método en lo que
dice. ¿Queréis venir, señor, adonde no os dé el aire?
HAMLET.- ¿Adónde? ¿A la sepultura?
POLONIO.- Cierto, que allí no da el aire. ¡Con qué agudeza responde
siempre! Estos golpes felices son frecuentes en la locura, cuando en el estado
de razón y salud, tal vez no se logran. Voyle a dejar y disponer al instante el
careo entre él, y mi hija. Señor, si me dais licencia de que me vaya…
HAMLET.- No me puedes pedir cosa que con más gusto te conceda;
exceptuando la vida, eso sí, exceptuando la vida.
POLONIO.- Adiós, señor.
HAMLET.- ¡Fastidiosos y extravagantes viejos!
POLONIO.- Si buscáis al príncipe, vedle ahí.
Escena VIII
HAMLET, RICARDO, GUILLERMO
RICARDO.- Buenos días, señor.
GUILLERMO.- Dios guarde a vuestra Alteza.
RICARDO.- Mi venerado Príncipe.
HAMLET.- ¡Oh! Buenos amigos. ¿Cómo va? ¡Guillermo, Ricardo,
guapos mozos! ¿Cómo va? ¿Qué se hace de bueno?
RICARDO.- Nada, señor; pasamos una vida muy indiferente.
GUILLERMO.- Nos creemos felices en no ser demasiado felices. No, no
servimos de airón al tocado de la fortuna.
HAMLET.- ¿Ni de suelas a su calzado?
RICARDO.- Ni uno ni otro.
HAMLET.- En tal caso estaréis colocados hacia su cintura: allí es el centro de los favores.
GUILLERMO.- Cierto, como privados suyos.
HAMLET.- Pues allí en lo más oculto… ¡Ah! Decís bien, ella es una prostituta… ¿Qué hay de nuevo?
RICARDO.- Nada, sino que ya los hombres van siendo buenos.
HAMLET.- Señal que el día del juicio va a venir pronto. Pero vuestras
noticias no son ciertas… Permitid que os pregunte más particularmente. ¿Por
qué delitos os ha traído aquí vuestra mala suerte, a vivir en prisión?
GUILLERMO.- ¿En prisión decís?
HAMLET.- Sí, Dinamarca es una cárcel.
RICARDO.- También el mundo lo será.
HAMLET.- Y muy grande: con muchas guardas, encierros y
calabozos, y Dinamarca es uno de los peores.
RICARDO.- Nosotros no éramos de esa opinión.
RICARDO.- Para vosotros podrá no serlo, porque nada hay bueno ni
malo, sino en fuerza de nuestra fantasía. Para mí es una verdadera cárcel.
RICARDO.- Será vuestra ambición la que os le figura tal, la grandeza de
vuestro ánimo le hallará estrecho.
HAMLET.- ¡Oh! ¡Dios mío! Yo pudiera estar encerrado en la cáscara de
una nuez y creerme soberano de un estado inmenso… Pero, estos sueños terribles me hacen infeliz.
RICARDO.- Todos esos sueños son ambición, y todo cuanto al ambicioso
le agita, no es más que la sombra de un sueño.
HAMLET.- El sueño, en sí, no es más que una sombra.
RICARDO.- Ciertamente, y yo considero la ambición por tan ligera y
vana, que me parece la sombra de una sombra.
HAMLET.- De donde resulta, que los mendigos son cuerpos y los
monarcas y héroes agigantados, sombras de los mendigos… Iremos un rato a
la corte, señores; porque, a la verdad, no tengo la cabeza para discurrir.
LOS DOS.- Os iremos sirviendo.
HAMLET.- ¡Oh! No se trata de eso. No os quiero confundir con mis
criados que, a fe de hombre de bien, me sirven indignamente. Pero, decidme
por nuestra amistad antigua, ¿qué hacéis en Elsingor?
RICARDO.- Señor, hemos venido únicamente a veros.
HAMLET.- Tan pobre soy, que aun de gracias estoy escaso, no obstante,
agradezco vuestra fineza… Bien que os puedo asegurar que mis gracias,
aunque se paguen a ochavo, se pagan mucho. Y ¿quién os ha hecho venir?
¿Es libre esta visita? ¿Me la hacéis por vuestro gusto propio? Vaya, habladme
con franqueza, vaya, decídmelo.
GUILLERMO.- ¿Y qué os hemos de decir, señor?
HAMLET.- Todo lo que haya acerca de esto. A vosotros os envían, sin
duda, y en vuestros ojos hallo una especie de confesión, que toda vuestra
reserva no puede desmentir. Yo sé que el bueno del Rey, y también la Reina os han mandado que vengáis.
RICARDO.- Pero, ¿a qué fin?
HAMLET.- Eso es lo que debéis decirme. Pero os pido por los derechos
de nuestra amistad, por la conformidad de nuestros años juveniles, por las
obligaciones de nuestro no interrumpido afecto; por todo aquello, en fin, que
sea para vosotros más grato y respetable, que me digáis con sencillez la
verdad. ¿Os han mandado venir, o no?
RICARDO.- ¿Qué dices tú?
HAMLET.- Ya os he dicho que lo estoy viendo en vuestros ojos, si me
estimáis de veras, no hay que desmentirlos.
GUILLERMO.- Pues, señor, es cierto, nos han hecho venir.
HAMLET.- Y yo os voy a decir el motivo: así me anticiparé a vuestra
propia confesión; sin que la fidelidad que debéis al Rey y a la Reina quede
por vosotros ofendida. Yo he perdido de poco tiempo a esta parte, sin saber la
causa, toda mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones, y este accidente
ha sido tan funesto a mi salud; que la tierra, esa divina máquina, me parece
un promontorio estéril, ese dosel magnifico de los cielos, ese hermoso
firmamento que veis sobre nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de
doradas luces, no otra cosa me parece que una desagradable y pestífera
multitud de vapores. ¡Que admirable fábrica es la del hombre! ¡Qué noble su
razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y maravilloso en su
forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones! Y en
su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda lo más hermoso de la tierra,
el más perfecto de todos los animales. Pues, no obstante, ¿qué juzgáis que es
en mi estimación ese purificado polvo? El hombre no me deleita… ni menos
la mujer… bien que ya veo en vuestra sonrisa que aprobáis mi opinión.
RICARDO.- En verdad, señor, que no habéis acertado mis ideas.
HAMLET.- Pues ¿por qué te reías cuando dije que no me deleita el hombre?
RICARDO.- Me reí al considerar, puesto que los hombres no os deleitan,
qué comidas de Cuaresma daréis a los Cómicos que hemos hallado en el
camino, y están ahí deseando emplearse en servicio vuestro.
HAMLET.- El que hace de Rey sea muy bien venido, Su Majestad
recibirá mis obsequios como es de razón, el arrojado caballero sacará a lucir
su espada y su broquel, el enamorado no suspirará de balde, el que hace de
loco acabará su papel en paz, el patán dará aquellas risotadas con que sacude
los pulmones áridos, y la dama expresará libremente su pasión o las
interrupciones del verso hablarán por ella. Y ¿qué Cómicos son?
RICARDO.- Los que más os agradan regularmente. La compañía trágica de nuestra ciudad.
HAMLET.- ¿Y por qué andan vagando así? ¿No les sería mejor para su
reputación y sus intereses establecerse en alguna parte?
RICARDO.- Creo que los últimos reglamentos se lo prohíben.
HAMLET.- ¿Son hoy tan bien recibidos como cuando yo estuve en la
ciudad? ¿Acude siempre el mismo concurso?
RICARDO.- No, señor, no por cierto.
HAMLET.- ¿Y en qué consiste? ¿Se han echado a perder?
RICARDO.- No, señor. Ellos han procurado seguir siempre su
acostumbrado método; pero hay aquí una cría de chiquillos, vencejos
chillones, que gritando en la declamación fuera de propósito, son por esto
mismo palmoteados hasta el exceso. Esta es la diversión del día, y tanto han
denigrado los espectáculos ordinarios (como ellos los llaman) que muchos
caballeros de espada en cinta, atemorizados de las plumas de ganso de este
teatro, rara vez se atreven a poner el pie en los otros.
HAMLET.- ¡Oiga! ¿Conque sin muchachos? ¿Y quién los sostiene? ¿Qué
sueldo les dan? ¿Abandonarán el ejercicio cuando pierdan la voz para cantar?
Y cuando tengan que hacerse cómicos ordinarios, como parece verosímil que
su edad si carecen de otros medios, ¿no dirán entonces que sus compositores
los han perjudicado, haciéndoles declamar contra la profesión misma que han tenido que abrazar después?
RICARDO.- Lo cierto es que han ocurrido ya muchos disgustos por
ambas partes, y la nación ve sin escrúpulo continuarse la discordia entre
ellos. Ha habido tiempo en que el dinero de las piezas no se cobraba, hasta
que el Poeta y el Cómico reñían y se hartaban de bofetones.
HAMLET.- ¿Es posible?
GUILLERMO.- ¡Oh! Sí lo es, como que ha habido ya muchas cabezas rotas.
HAMLET.- Y qué, ¿los chicos han vencido en esas peleas?
RICARDO.- Cierto que sí, y se hubieran burlado del mismo Hércules, con maza y todo.
HAMLET.- No es extraño. Ya veis mi tío, Rey de Dinamarca. Los que se
mofaban de él mientras vivió mi padre, ahora dan veinte, cuarenta, cincuenta
y aun cien ducados por su retrato de miniatura. En esto hay algo que es más
que natural, si la filosofía pudiera descubrirlo.
GUILLERMO.- Ya están ahí los Cómicos.
HAMLET.- Pues, caballeros, muy bien venidos a Elsingor; acercaos aquí,
dadme las manos. Las señales de una buena acogida consisten por lo común
en ceremonias y cumplimientos; pero, permitid que os trate así, porque os
hago saber que yo debo recibir muy bien a los Cómicos, en lo exterior, y no
quisiera que las distinciones que a ellos les haga, pareciesen mayores que las
que os hago a vosotros. Bienvenidos. Pero, mi tío padre, y mi madre tía, a fe que se equivocan mucho.
GUILLERMO.- ¿En qué, señor?
HAMLET.- Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nordeste; pero cuando
corre el sud, distingo muy bien un huevo de una castaña.
Escena IX
POLONIO y dichos.
POLONIO.- Dios os guarde, señores.
HAMLET.- Oye aquí, Guillermo, y tú también… Un oyente a cada lado.
¿Veis aquel vejestorio que acaba de entrar? Pues aun no ha salido de mantillas.
RICARDO.- O acaso habrá vuelto a ellas, porque, según se dice, la vejez es segunda infancia.
HAMLET.- Apostaré que me viene a hablar de los Cómicos, tened
cuidado…Pues, señor, tú tienes razón, eso fue el lunes por la mañana, no hay duda.
POLONIO.- Señor, tengo que daros una noticia.
HAMLET.- Señor, tengo que daros una noticia. Cuando Roscio era actor en Roma…
POLONIO.- Señor, los Cómicos han venido.
HAMLET.- ¡Tuh!, ¡tuh!, ¡tuh!
POLONIO.- Como soy hombre de bien que sí.
HAMLET.- Cada actor viene caballero en burro.
POLONIO.- Estos son los más excelentes actores del mundo, así en la
Tragedia como en la Comedia. Historia o Pastoral: en lo Cómico- Pastoral,
Histórico-Pastoral, Trágico-Histórico, Tragi-Cómico Histórico-Pastoral,
Escena indivisible Poema ilimitado… ¡Qué! Para ellos ni Séneca es
demasiado grave, ni Plauto demasiado ligero, y en cuanto a las reglas de
composición y a la franqueza cómica, éstos son los únicos.
HAMLET.- ¡Oh! ¡Jephte, Juez de Israel!… ¡Qué tesoro poseíste!
POLONIO.- ¿Y qué tesoro era el suyo, señor?
HAMLET.- ¿Qué tesoro? No más que una hermosa hija a quien amaba en extremo.
POLONIO.- Siempre pensando en mi hija.
HAMLET.- ¿No tengo razón, anciano Jephte?
POLONIO.- Señor, si me llamáis Jephte, cierto es que tengo una hija a quien amo en extremo.
HAMLET.- ¡Oh! no es eso lo que se sigue.
POLONIO.- ¿Pues que sigue señor?
HAMLET.- Esto.
No hay más suerte que Dios ni más
destino;
y luego, ya sabes:
que cuanto nos sucede Él lo previno.
Lee la primera línea de aquella devota canción, y ella sola te manifestará
lo demás. Pero, ¿veis? ahí vienen otros a hablar por mí.
Escena X
HAMLET, RICARDO, GUILLERMO, POLONIO Y CUATRO CÓMICOS
HAMLET.- Bienvenidos, señores; me alegro de veros a todos tan buenos.
Bienvenidos… ¡Oh! ¡Oh camarada antiguo! Mucho se te ha arrugado la cara
desde la última vez que te vi. ¿Vienes a Dinamarca a hacerme parecer viejo a
mí también? Y tú, mi niña, ¡oiga!, ya eres una señorita; por la Virgen, que ya
está vuesarced una cuarta más cerca del cielo, desde que no la he visto. Dios
quiera que tu voz, semejante a una pieza de oro falso, no se descubra al
echarla en el crisol. Señores, muy bienvenidos todos. Pero, amigos, yo voy en
derechura al caso, y corro detrás del primer objeto que se me presenta, como
halconero francés. Yo quiero al instante una relación. Sí, veamos alguna
prueba de vuestra habilidad. Vaya un pasaje afectuoso.
CÓMICO l.º.- ¿Y cuál queréis, señor?
HAMLET.- Me acuerdo de haberte oído en otro tiempo una relación que
nunca se ha representado al público, o una sola vez cuando más… Sí, y me
acuerdo también que no agradaba a la multitud; no era ciertamente manjar
para el vulgo. Pero a mí me pareció entonces, y aun a otros, cuyo dictamen
vale más que el mío, una excelente pieza, bien dispuesta la fábula y escrita
con elegancia y decoro. No faltó, sin embargo, quien dijo que no había en los
versos toda la sal necesaria para sazonar el asunto, y que lo insignificante del
estilo anunciaba poca sensibilidad en el autor; bien que no dejaban de tenerla
por obra escrita con método, instructiva y elegante, y más brillante que
delicada. Particularmente me gustó mucho en ella una relación que Eneas
hace a Dido, y sobre todo cuando habla de la muerte de Príamo. Si la tienes
en la memoria… Empieza por aquel verso… Deja, deja, veré si me acuerdo.
Pirro feroz como la Hyrcana
tigre…
No es éste, pero empieza con Pirro… ¡ah!…
Pirro feroz, con pavonadas armas,
negras como su intento, reclinado
dentro en los senos del caballo
enorme,
a la lóbrega noche parecía.
Ya su terrible, ennegrecido aspecto
mayor espanto da. Todo le tiñe
de la cabeza al pie caliente sangre
de ancianos y matronas, de robustos
mancebos y de vírgenes, que abrasa
el fuego de los inflamados edificios
en confuso montón; a cuya horrenda
luz que despiden, el caudillo insano
muerte y estrago esparce. Ardiendo
en ira,
cubierto de cuajada sangre, vuelve
los ojos, al carbunclo semejantes,
y busca, instado de infernal
venganza,
al viejo abuelo Príamo…
Prosigue tú.
POLONIO.- ¡Muy bien declamado, a fe mía! Con buen acento y bella expresión.
CÓMICO 1.º.- Al momento
le ve lidiando, ¡resistencia breve!
contra los Griegos; su temida espada
rebelde al brazo ya, le pesa inútil.
Pirro, de furias lleno, le provoca
a liza desigual: herirle intenta,
y el aire solo del funesto acero
postra al débil anciano. Y cual si fuese
a tanto golpe el Ilión sensible,
al suelo desplomó sus techos altos,
ardiendo en llamas, y al rumor suspenso,
Pirro… ¿Le veis? La espada que venía
a herir del Teucro la nevada frente
se detiene en los aires, y él inmoble,
absorto y mudo y sin acción su enojo,
la imagen de un tirano representa
que figuró el pincel. Mas como suele
tal vez el cielo en tempestad obscura
parar su movimiento, de los aires
el ímpetu cesar, y en silenciosa
quietud de muerte reposar el orbe;
basta que el trueno, con horror zumbando,
rompe la alta región, así un instante
suspensa fue la cólera de Pirro
y así, dispuesto a la venganza, el duro
combate renovó. No más tremendo
golpe en las armas de Mavorte eternas
dieron jamás los Cíclopes tostados,
que sobre el triste anciano la cuchilla
sangrienta dio del sucesor de Aquiles.
¡Oh! ¡Fortuna falaz!.. Vos, poderosos
Dioses, quitadla su dominio injusto:
romped los rayos de su rueda y calces,
y el eje circular desde el Olimpo
caiga en pedazos del Abismo al centro.
POLONIO.- Es demasiado largo.
HAMLET.- Lo mismo dirá de tus barbas el barbero. Prosigue. Éste sólo
gusta de ver hablar o de oír cuentos de alcahuetas, o sino se duerme. Prosigue
con aquello de Hécuba.
CÓMICO 1.º.- Pero quien viese, ¡oh! ¡Vista dolorosa! la mal ceñida Reina…
HAMLET.- ¡La mal ceñida Reina!
POLONIO.- Eso es bueno, mal ceñida Reina, ¡bueno!
CÓMICO 1.º.- Pero quien viese, ¡oh vista dolorosa!
La mal ceñida Reina, el pie desnudo,
girar de un lado al otro, amenazando
extinguir con sus lágrimas el fuego…
En vez de vestidura rozagante
cubierto el seno, harto fecundo un día,
con las ropas del lecho arrebatadas
(ni a más la dio lugar el susto horrible)
rasgado un velo en su cabeza, donde
antes resplandeció corona augusta…
¡Ay! Quien la viese, a los supremos hados
con lengua venenosa execraria.
Los Dioses mismos, si a piedad les mueve
el linaje mortal, dolor sintieran
de verla, cuando al implacable Pirro
halló esparciendo en trozos con su espada,
del muerto esposo los helados miembros.
Lo ve, y exclama con gemido triste,
bastante a conturbar allá en su altura
las deidades de Olimpo, y los brillantes
ojos del cielo humedecer en lloro.
POLONIO.- Ved como muda de color y se le han saltado las lágrimas.
No, no prosigáis.
HAMLET.- Basta ya: presto me dirás lo que falta. Señor mío, es menester
hacer que estos Cómicos se establezcan, ¿lo entiendes? Y agasajarlos bien.
Ellos son, sin duda, el epítome histórico de los siglos, y más te valdrá tener
después de muerto un mal epitafio, que una mala reputación entre ellos mientras vivas.
POLONIO.- Yo, señor, los trataré conforme a sus méritos.
HAMLET.- ¡Qué cabeza ésta! No señor, mucho mejor. Si a los hombres
se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado?
Trátalos como corresponde a tu nobleza, y a tu propio honor: cuanto menor
sea su mérito, mayor será tu bondad. Acompáñalos.
POLONIO.- Venid, señores.
HAMLET.- Amigos id con él. Mañana habrá Comedia. Oye aquí tú,
amigo; dime ¿no pudierais representar La muerte de Gonzago?
CÓMICO l.º.- Sí señor.
HAMLET.- Pues mañana a la noche quiero que se haga. Y ¿no podrías, si
fuese menester, aprender de memoria unos doce o dieciséis versos que quiero
escribir e insertar en la pieza? ¿Podrás?
CÓMICO 1.º.- Sí señor.
HAMLET.- Muy bien; pues vete con aquel caballero, y cuenta no hagáis
burla de él. Amigos, hasta la noche. Pasadlo bien.
RICARDO.- Señor.
HAMLET.- Id con Dios.
Escena XI
HAMLET solo
HAMLET.- Ya estoy solo. ¡Qué abatido! ¡Qué insensible soy! ¿No es
admirable que este actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su
placer el ánimo que así agite y desfigure el rostro en la declamación,
vertiendo de sus ojos lágrimas, débil la voz, y todas sus acciones tan
acomodadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. Y
¿quién es Hécuba para él, o él para ella, que así llora sus infortunios? Pues
¿qué no haría si él tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo?
Inundaría el teatro con llanto, su terrible acento conturbaría a cuantos le
oyesen, llenaría de desesperación al culpado, de temor al inocente, al
ignorante de confusión, y sorprendería con asombro la facultad de los ojos y
los oídos. Pero yo, miserable, sin vigor y estúpido: sueño adormecido,
permanezco mudo, ¡y miro con tal indiferencia mis agravios! ¿Qué? ¿Nada
merece un Rey con quien se cometió el más atroz delito para despojarle del
cetro y la vida? ¿Soy cobarde yo? ¿Quién se atreve a llamarme villano? ¿O a
insultarme en mi presencia? ¿Arrancarme la barba, soplarmela al rostro,
asirme de la nariz o hacerle tragar lejía que me llegue al pulmón? ¿Quién se
atreve a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, que no es posible sino que yo
sea como la paloma que carece de hiel, incapaz de acciones crueles: a no ser
esto, ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel
indigno. Deshonesto, homicida, pérfido seductor, feroz malvado, que vive sin
remordimientos de su culpa. Pero, ¿por qué he de ser tan necio? ¿Será
generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte
alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado y débil
desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como
una prostituta vil, o un pillo de cocina? ¡Ah! No, ni aun sólo imaginarlo.
¡Eh!… Yo he oído, que tal vez asistiendo a una representación hombres muy
culpados, han sido heridos en el alma con tal violencia por la ilusión del
teatro, que a vista de todos han publicado sus delitos, que la culpa aunque sin
lengua siempre se manifestará por medios maravillosos. Yo haré que estos
actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga semejanza con la
muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré sus
miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La
aparición que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es
difícil presentarse bajo la más agradable forma; sí, y acaso como él es tan
poderoso sobre una imaginación perturbada, valiéndose de mi propia
debilidad y melancolía, me engaña para perderme. Yo voy a adquirir pruebas
más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se enrede la
conciencia del Rey.