Readme

Capítulo 10

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Hasta ahora he consagrado varios capítulos a detallar todos los pormenores de mi insignificante existencia. Pero ésta no es una biografía propiamente dicha y, por tanto, puedo pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho años a partir de los diez, no consagrándole más que algunas breves líneas.

Una vez que la fiebre tífica hubo cumplido su tarea de devastación en Lowood, desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la aten­ción pública. Hecha una investigación sobre el origen de la epidemia, la indignación general fue muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida de las niñas, el agua infectada que se usaba en su preparación y la insuficiente limpieza, vestuario e instalación de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para Mr. Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institución.

Personas adineradas y bondadosas del condado sus­cribieron generosas aportaciones para la mejora del co­legio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela se enviaron a una Comisión que debía adminis­trarlos. Lo muy influyente que era Mr. Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al car­go de tesorero y otras personas, más compasivas y mejores que él, asumieron parte de los deberes que an­tes ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió en­tonces en una verdadera institución de utilidad pública. Yo viví en ella ocho años desde su reorganización: seis como discípula y dos como profesora, y puedo atesti­guar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la casa.

Durante aquellos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque nunca estuve ociosa. Tenía a mi alcance las posibilidades de adquirir una sólida instruc­ción, era aplicada y deseaba sobresalir en todo y gran­jearme las simpatías de las profesoras. Cuando llegué a ser la primera discípula de la primera clase, fui promovi­da a profesora y desempeñé el cargo durante dos años, al cabo de los cuales mi vida se modificó.

Miss Temple, a través de todos los cambios, había conservado su cargo de inspectora. A ella debía yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era para mí una madre, una maestra y una compañera. Al fin se casó con un sacerdote, un hombre tan excelente, que casi se merecía una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga.

Al irse me pareció que se iban también todos los senti­mientos, todas las ideas que me hicieran considerar, en cierto modo, a Lowood como mi propia casa. Yo había asimilado muchas de las cualidades de Miss Temple: el orden, la serenidad, la autoconvicción de que era feliz. A los ojos de las demás pasaba por un carácter disciplinado y tranquilo y hasta a mí misma me lo pa­recía.

Pero el destino, en forma del padre Nasmyth, se inter­puso entre Miss Temple y yo. La vi, por última vez, a raíz de la boda, subir, con su ropa de viaje, a la silla de Posta que se la llevaba, y luego contemplé el vehículo subir la colina y desaparecer entre los árboles. Me retiré a mi alcoba y pasé a solas casi todo el resto del día que, en atención a lo excepcional del caso, se consideraba semi festivo.

Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que sólo me hallaba triste por la pérdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la ro­deaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contac­to con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emocio­nes. Hasta entonces, mi mundo había estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñía a la de sus reglas y sistemas. Más ahora recordaba que había otro mundo, y en él un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros.

Abrí la ventana y miré al exterior. Los dos cuerpos del edificio, el jardín, las colinas que lo dominaban… Mis ojos contemplaron las cumbres azules; aquellas alturas cubiertas de rocas y matorrales eran como los límites de un presidio, de un destierro… Imaginé la blanca carrete­ra que, bordeando el flanco de una montaña, se des­vanecía entre otras dos, en un desfiladero, y evoqué la lejana época en que yo siguiera aquel camino. Recordé el descenso entre las montañas: parecía que hubiera transcurrido un siglo desde que llegara a Lowood para no volver a salir de él. Mis vacaciones habían transcurri­do siempre en el colegio. Mi tía no me llamó nunca a Gateshead, ni ella ni sus hijos me visitaron jamás.

Yo no me comunicaba para nada con el mundo ex­terior. Reglas escolares, deberes escolares, costumbres escolares, voces, rostros, tipos, preferencias y antipatías dentro de la escuela: tal era lo que yo conocía del mun­do. Y ahora sentía que esto no me bastaba, que estaba fatigada de la ruina de aquellos ocho años.

Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusión, reconociendo lo difícil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al me­nos, si había de continuar en servidumbre, me concedie­se una servidumbre distinta.

En aquel momento, la campana llamó a cenar y yo descendí las escaleras.

No pude reanudar el hilo de mis pensamientos hasta la hora de acostarme. Y, aun entonces, otra profesora que compartía mi alcoba me abrumó con una prolonga­da efusión de locuacidad. ¡Con qué afán deseaba yo que el sueño impusiese silencio a mi compañera! Se me figu­raba que, si podía retrotraerme a mis meditaciones de poco antes, junto a la ventana, quizá lograra que se me ocurriese alguna sugerencia capaz de facilitar la conse­cución de mis deseos.

Al fin, Miss Gryce comenzó a roncar. Era una robusta galesa llena de salud. Hasta entonces, sus ruidos nasales me habían molestado considerablemente. Pero aquella noche fue un alivio para mí oírla roncar, porque ello me libraba de inoportunidades. Y mis pensamientos de an­tes recuperaron instantáneamente su actividad.

«Una nueva servidumbre», reflexioné. Cierto que esa palabra no suena tan dulce como las de libertad, alegría, sensación. Pero tales vocablos, aunque deliciosos, no son para mí más que eso: meros vocablos, y probable­mente muy difíciles de convertir en realidades. Mas una nueva servidumbre es cosa hacedera. Servir, se puede siempre. Yo he servido aquí ocho años. ¿Por qué no he de poder hacerlo en otro sitio? Sí, sí puedo. Nadie tiene derecho a mandar en mi voluntad. Lo que pienso es rea­lizable: no hace falta más sino que mi imaginación des­cubra los medios de conseguirlo.

Me senté en el lecho, quizá para estimular mi imagi­nación. La noche era fría. Me eché un chal sobre los hombros y concentré mis pensamientos en el modo de resolver el problema que me preocupaba.

«¿Qué quiero? Un empleo nuevo, en un sitio nuevo, entre caras nuevas y en condiciones nuevas. Quiero esto, porque no puedo aspirar a cosa mejor. ¿Qué hacen los que desean obtener un empleo diferente al que tienen? Supongo que apelarán a sus amigos, pero yo no tengo amigos. Ahora bien, hay muchos que no tienen amigos y se valen por sí mismos. ¿Cómo lo hacen?»

Yo no podía decirlo, ni tenía quien me lo aclarara. Traté de poner en orden mi cerebro para encontrar la respuesta justa y pronta. Trabajé mentalmente durante una hora, con intensidad. Mis sienes y mi pulso latían apresurados. Pero mis esfuerzos eran inútiles: me deba­tía en un caos mental. Excitada y febril por aquella es­téril tarea, di un paseo por la alcoba para calmarme. A través de la cortina de la ventana vi brillar algunas estre­llas. Sentí un escalofrío y me volví al lecho.

Sin duda, en mi ausencia del lecho, un hada bondado­sa había colocado la anhelada sugerencia sobre mi al­mohada porque, apenas acostada, di con la solución:

«Los que desean un empleo, se anuncian. Por tanto, hay que anunciarse en el diario del condado.»

¿Cómo hacerlo? La respuesta fue también inmediata: «Pones el texto del anuncio y el importe en un sobre dirigido al editor del periódico y lo depositas todo, en la primera oportunidad que tengas, en la oficina de Co­rreos, advirtiendo en el anuncio que dirijan la contesta­ción a J. E., Lista de Correos. Al cabo de una semana puedes ir a buscar las cartas que haya y obrar en conso­nancia con ellas.»

Una vez que hube estudiado el plan y dado los últimos toques, me sentí satisfecha y pude dormirme al fin. Me levanté muy temprano, redacté mi anuncio y lo guardé en el sobre antes de que hubiera tocado la cam­pana dando la señal de levantarse.

El anuncio rezaba así:

«Señorita joven, acostumbrada a enseñar (no me fal­taba razón: ¿acaso no había ejercido de maestra durante dos años?), desea colocación en casa particular para educar niños menores de catorce años (yo pensaba que, teniendo yo dieciocho, no me respetarían mis pupilos si contaban mi edad aproximada). Conoce todo lo esencial para dar una buena instrucción, así como francés, dibujo y música (en aquellos tiempos, lector, éste ahora reduci­do cuadro de conocimientos, era muy pasadero). Diri­girse a J. E., Lista de Correos, Lowton, condado de…»

Todo el día permaneció aquel importante documento en mi gaveta. Después del té, pedí permiso a la nueva inspectora para ir a Lowton a hacer algunos recadillos míos y de algunas de mis discípulas. Otorgado el permi­so, me puse en marcha. Había una caminata de dos mi­llas y la tarde caía ya, pero los días eran largos aún. Visi­té una o dos tiendas, deposité mi carta y regresé en medio de una lluvia torrencial, con las ropas caladas, pero con el corazón alegre.

La semana siguiente me pareció muy larga. Llegó, no obstante, a su término, como todas las cosas de este mundo, y de nuevo, al caer de una agradable tarde de otoño, me encontré recorriendo a pie el camino de Low­ton. La ruta era pintoresca, pero yo pensaba más en las cartas que hubiera o no hubiese en Correos que en el encanto que pudieran tener arroyos, praderas y ca­ñadas.

El pretexto de mi excursión, esta vez, era tomarme medida de unos zapatos. Fui, pues, primero al zapatero y luego recorrí la quieta calle que conducía a la adminis­tración de Correos, la cual estaba a cargo de una anciana señora que usaba lentes y llevaba mitones negros.

-¿Hay cartas a nombre de J. E.? -pregunté.

Me miró por encima de los lentes y revolvió en un cajón. No aparecía nada y mis esperanzas comenzaron a decaer. Al fin encontró una carta dirigida a J. E. La examinó largamente y luego me la tendió a través del mostrador, no sin dirigirme otra inquisitiva y desconfia­da mirada.

-¿No hay más que una? -interrogué. -Nada más -repuso.

La guardé en el bolsillo y me apresuré a regresar. La disciplina del establecimiento exigía que yo estuviese de vuelta antes de las ocho y eran ya casi las siete y media.

Al llegar, tenía que cumplir varias obligaciones todavía: estar con las muchachas durante la hora de estudio, leerles las oraciones, acompañarlas al lecho y cenar con las demás profesoras. Luego, al retirarme, la inevitable Miss Gryce me acompañó. En el candelero sólo queda­ba un pequeño cabo de vela y temí que la conversación de mi compañera durase más que el cabo, pero afortu­nadamente la pesada cena que había deglutido hizo so­bre ella un efecto soporífico. Antes de terminar de des­vestirme, ya estaba roncando.

Quedaba aún una pulgada de vela: a su luz leí la carta, que era muy breve:

«Si J. E. posee los conocimientos indicados en su anuncio del pasado jueves, y si puede dar buenas refe­rencias de su competencia y conducta, se le ofrece un empleo para atender a una sola niña, de diez años de edad. El sueldo son treinta libras al año. J. E. puede enviar informes, nombre, dirección y demás detalles a: Mrs. Fairfax, Thornfield, Millcote, condado de…»

Examiné detenidamente el papel: la escritura era un poco anticuada e insegura, como de mano de anciana. Tal circunstancia me pareció satisfactoria. Yo temía, al lanzarme a aquella empresa por mis propios medios, verme envuelta en algún enredo, y deseaba que todo marchase bien, con seriedad, en regla. Y me parecía que una señora anciana era un buen elemento en un asunto como el que tenía entre manos. Me parecía ver a Mrs. Fairfax con un gorrito y un traje negro de viuda, tal vez seca de trato, pero no grosera: un tipo de señora inglesa a la antigua usanza. Thornfield era, sin duda, el nombre de su casa, seguramente un lugar limpio y ordenado. Millcote, condado de… Evoqué mentalmente el mapa de Inglaterra. Millcote estaba situado setenta millas más cerca de Londres que el lugar donde yo residía ahora, y era un centro fabril. Mejor que mejor: habría más movimiento, más vida. Mi cambio iba a ser completo. La idea de vivir entre inmensas chimeneas y nubes de humo no era muy fascinadora, «pero -pensé- sin duda Thorn­field estará bastante lejos de la ciudad».

En aquel momento se extinguió la luz.

Al día siguiente di nuevos pasos en mi asunto. Mis planes no podían continuar secretos: era preciso comu­nicarlos a los demás para que llegasen a buen fin. Pedí y obtuve una audiencia de la inspectora y le indiqué que tenía la posibilidad de obtener una colocación con doble sueldo de las quince libras anuales que me pagaban en Lowood. Le rogué que hablase con Mr. Brocklehurst u otro miembro del patronato para que me autorizasen a citar el colegio como referencia. Ella consintió amable­mente en actuar como mediadora.

La inspectora, en efecto, habló del asunto con Mr. Brocklehurst, y éste dijo que había que contar ante todo con mi tía, que era mi tutora por derecho propio.

Se escribió, por tanto, a Mrs. Reed. Mi tía respondió que yo podía hacer lo que quisiera, ya que ella había renunciado, desde mucho tiempo atrás, a intervenir en mis asuntos.

La carta fue pasada al patronato y éste, tras un pesado trámite, me concedió permiso para trasladarme al nuevo empleo que se me ofrecía, dándome, además, la seguri­dad de que se me expediría un certificado acreditativo de mi capacidad y buen comportamiento, como alumna y como profesora, firmado por los directores de la insti­tución.

Una vez que se me entregó dicho certificado -en lo que se tardó un mes- envié copia de él a Mrs. Fairfax, quien contestó diciendo que estaba satisfecha y que en un plazo de quince días podía ir a tomar posesión de mi puesto de institutriz.

La quincena pasó rápidamente. Inicié mis preparati­vos. Yo no tenía mucha ropa, sino sólo la imprescindi­ble. La guardé en el mismo baúl que ocho años atrás trajera a Lowood.

Todo quedó empaquetado y preparado. Media hora después fue llamado el recadero que debía llevar mi equipaje a Lowton. Yo saldría a la mañana siguiente, muy temprano, para tomar allí la diligencia. Tenía ya limpios y a punto mi traje negro de viaje, mi sombrero, mis guantes y mi manguito, y había revisado todos mis cajones para asegurarme de que no me dejaba nada. Pero aunque había pasado todo el día en pie, me resul­taba imposible estar quieta siquiera un instante, tal era mi excitación. Aquella noche iba a cerrarse una época de mi vida y una nueva iba a abrirse a la mañana siguien­te. ¿Quién podía dormir en el intervalo?

Una criada me abordó en el pasillo por el que yo pa­seaba inquieta como un alma en pena.

-Señorita -me dijo-: una persona desea hablar con usted.

No pregunté quién era. Pensé que el mandadero. Co­rrí escaleras abajo y me dirigí a la cocina, donde supuse que le habrían hecho pasar. Al cruzar el salón en que nos reuníamos las maestras, una persona salió a mi en­cuentro:

-¡Es ella! ¡Estoy segura! -dijo la persona que me cortaba el paso, cogiéndome la mano.

Miré y vi a una mujer joven aún, con aspecto de sir­vienta bien vestida. Tenía el cabello y los ojos negros y su talante era muy agradable.

-¿Es posible que no me recuerde usted, Miss Jane? -dijo con voz y sonrisa que reconocí en seguida.

La besé y abracé.

-¡Bessie, Bessie, Bessie! -fue cuanto acerté a decir. Ella lloraba y reía a la vez. Luego las dos pasamos al salón. Junto al fuego había un niño de unos tres años con un trajecito a rayas.

-Mi hijo -dijo Bessie.

-¿Con que te has casado, Bessie?

-Sí, hace unos cinco años. Con Robert Leaven, el cochero. Además de Bobby, tengo una niña y la he bau­tizado con el nombre de Jane.

-¿No vives en Gateshead?

-Vivo en la portería. El portero antiguo se fue. -¿Cómo están todos allí? Pero antes, siéntate, Bes­sie. ¿Quieres sentarte en mis rodillas, Bobby?

Bobby prefirió instalarse en las de su madre.

-No está usted muy alta ni muy guapa, Miss Jane -dijo Bessie-. Se me figura que no le ha ido muy bien en el colegio. Miss Eliza le lleva a usted la cabeza y con Miss Georgiana se pueden hacer dos como usted.

-¿Es muy guapa?

-Mucho. El último invierno estuvo en Londres y to­dos la admiraban. Un señorito joven se enamoró de ella. ¿No sabe lo que pasó? Pues que huyeron juntos. Pero les encontraron a tiempo y los detuvieron. Fue Miss Eliza quien les encontró. Creo que está envidiosa de su hermana. Ahora las dos se llevan como perro y gato: están riñendo siempre.

-¿Y John Reed?

-No es lo que su madre hubiera deseado. Le suspen­dieron en los exámenes. Sus tíos querían que fuese abo­gado, pero es un libertino y un holgazán y temo que no haga nunca nada de provecho.

-¿Qué aspecto tiene?

-Es muy alto y algunos dicen que guapo. ¡Pero con aquellos labios tan gruesos!

-¿Y mi tía?

-De aspecto bien, pero yo creo que la procesión anda por dentro. La conducta del señorito la disgusta mucho. ¡No sabe usted el dinero que gasta ese chico!

-¿Vienes de parte de mi tía, Bessie?

-No. Hace mucho que tenía deseos de verla, y como he oído que se ha recibido una carta diciendo que se marcha usted a otro sitio, he querido visitarla antes de que se aleje más de mí.

-Me parece que te defraudo, Bessie -dije, notando que, en efecto, sus miradas no indicaban una admiración profunda, aunque sí afecto sincero.

-No crea: está usted bastante bien y tiene aspecto de verdadera señorita. Vale usted más de lo que esperaba: usted, de niña, no era guapa.

La sincera contestación de Bessie me hizo sonreír. Comprendía que era exacta, pero confieso que no me halagaba en exceso: a los dieciocho años se desea agra­dar y la convicción de que no se tiene un aspecto muy atractivo dista mucho de ser lisonjera.

-En cambio, debe usted de ser muy inteligente -agregó Bessie por vía de consuelo-. ¿Sabe usted mu­cho? ¿Toca el piano?

-Un poco.

En el salón había uno. Bessie lo abrió y me pidió que le regalase con una audición. Toqué uno o dos valses, y ella se mostró encantada.

-¡Las señoritas no tocan tan bien! -dijo con entu­siasmo-. ¡Ya sabía yo que usted las superaría! ¿Sabe usted dibujar?

-Ese cuadro de encima de la chimenea es uno de los que he pintado.

Era un cuadrito a la aguada que había regalado a la inspectora como muestra de mi agradecimiento por su intervención en el asunto de mi empleo.

-¡Qué bonito es! Es tan lindo como los que pinta el maestro de dibujo del señorito. Las señoritas no harían nunca cosa semejante. ¿También sabe usted francés?

-Sí, Bessie: lo leo y lo hablo. -¿Y bordar?

-Sí.

-¡Es usted una señorita completa! Ahora querría ha­cerle otra pregunta ¿No ha oído hablar nunca de sus parientes por parte de padre?

-Nunca en mi vida.

-Pues la señora decía siempre que eran pobres y despreciables, pero yo creo que no, porque hace sie­te años, un tal Mr. Eyre fue a Gateshead y preguntó por usted. La señora le dijo que estaba usted en un co­legio a cincuenta millas de distancia y él se disgustó mucho.

Tenía que embarcar para un país lejano y el buque zarpaba de Londres al cabo de uno o dos días. No podía esperar. Aparentaba ser todo un caballero. Creo que era hermano de su padre, señorita.

-¿A qué país se iba, Bessie?

-A una isla a miles de millas de aquí: un sitio que produce vino. Me lo dijo el mayordomo.

-¿Madeira? -sugerí. -Madeira: eso es. -¿Y se fue, dices?

-Sí: sólo estuvo unos minutos en la casa. La señora lo recibió con mucha altivez y cuando se marchó dijo que era «un vil mercader». Mi Robert cree que debe ser exportador de vinos.

Durante más de una hora, Bessie y yo hablamos de los viejos tiempos. Luego tuvo que dejarme. A la mañana siguiente la vi durante un momento en Lowton, mien­tras esperaba la diligencia. Nos separamos, al fin, en la puerta de la posada de Brocklehurst. Ella tomó el cami­no de Lowood Fell para esperar el coche que la conduci­ría a Gateshead. Yo subí al carruaje que iba a llevarme hacia una nueva vida y una nueva tarea en los descono­cidos alrededores de Millcote.

Scroll al inicio