Readme

Capítulo 11

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Cada nuevo capítulo de una novela es como un nuevo cuadro en una obra teatral. Así, pues, lector, al subir el telón, imagínate una estancia en una posada de Millco­te, con sus paredes empapeladas, como todas las posa­das las tienen, con la acostumbrada alfombra, los acos­tumbrados muebles y los acostumbrados adornos, inclu­yendo, desde luego, entre ellos un retrato de Jorge III y otro del príncipe de Gales. La escena es visible al lector gracias a la luz de una lámpara de aceite colgada del techo y a la claridad de un excelente fuego junto al que estoy sentada envuelta en mi manto y tocada con mi sombrero. Mi manguito y mi paraguas están sobre la mesa y yo procuro devolver el calor y la elasticidad a mis miembros entumecidos y embotados por un viaje de die­ciséis horas, que son las que median entre las cuatro de la madrugada, en que salí de Lowton, y las ocho de la noche, que en este momento están sonando en el reloj del municipio de Millcote.

No imagines, lector, que mi aspecto tranquilo refleja la serenidad de mi ánimo. Al pararse la diligencia, yo esperaba que alguien me aguardase. Miré, pues, afano­sa, en torno mío, mientras me apeaba utilizando los pel­daños de la escalerita colocada al efecto para mi comodi­dad, intentando descubrir algo que se pareciese al coche que, sin duda, debía conducirme a Thornfield y oír algu­na voz que pronunciase mi nombre. Pero nada semejan­te se veía ni oía.

Interrogué a un mozo de la posada si alguien había preguntado por Miss Eyre y la contestación fue negati­va. No tuve más remedio que pedir una habitación, en la que me ha encontrado el lector en espera de los que debían ir a buscarme, mientras toda clase de dudas y temores poblaban mis pensamientos.

Para una joven inexperta es muy extraña la sensación que le produce el encontrarse sola en el mundo, cortada toda conexión con su vida anterior, sin divisar puerto a qué acogerse y no pudiendo, por múltiples razones, vol­ver, caso de no hallarlo, al puesto de partida. El encanto de la aventura embellece tal sensación, un impulso de suficiencia personal la anima, pero el temor contribuye mucho a estropearlo todo. Y el temor era el que predo­minaba sobre mis restantes sentimientos cuando, pasada media hora, continuaba sola, sin que nadie se presentase a recogerme.

Toqué la campanilla.

-¿Está cerca de aquí un sitio llamado Thornfield? – pregunté al camarero que acudió a la llamada. -¿Thornfield?… No lo conozco, señorita. Voy a ave­riguarlo en el bar.

Desapareció, pero reapareció en seguida. -¿Se apellida usted Eyre, señorita? -Sí.

-Abajo la espera una persona.

Le seguí, tomando mi paraguas y mi manguito, y salí. Un hombre estaba en pie y, a la luz de un farol, distinguí un coche de un solo caballo parado junto a la puerta.

-Ese será su equipaje, ¿no? dijo aquel hombre, con bastante brusquedad.

Señalaba mi baúl, que estaba en el pasillo. -Sí.

Lo cargó en el vehículo y yo subí a él. Era una especie de carricoche. Inquirí si Thornfield estaba muy lejos. -Unas seis millas -repuso.

-¿Tardaremos mucho en llegar? -Cosa de hora y media.

Aseguró la portezuela y saltó al pescante. Partimos, íbamos lo bastante despacio para darme tiempo a pensar hol­gadamente. Estaba satisfecha de llegar al fin de mi viaje. Instalada a mi placer en el cómodo aunque no elegante carruaje, reflexionaba del modo más optimista posible.

«A juzgar por el aspecto del criado y del coche -pen­saba yo-, Mrs. Fairfax es una mujer de pocas preten­siones. Tanto mejor: la única vez que he vivido con per­sonas encopetadas fui muy desgraciada. Quizá la señora viva sola con la niña. Si es así, y si la señora es mediana­mente amable, haré todo lo posible para que nos enten­damos bien. Ahora que, a veces, esos buenos propósitos no son correspondidos. En Lowood, sí lo fueron; pero en cambio, mi tía respondía con repulsas agrias a mis buenas intenciones. Esperemos que Mrs. Fairfax no sea como Mrs. Reed: si lo fuera, no seré yo quien pase con ella mucho tiempo.»

Me asomé a la ventanilla. Millcote estaba lejos ya. A juzgar por sus luces, era bastante mayor que Lowton. Había muchas casas esparcidas por el campo. La región era distinta a Lowood: más populosa, menos pintoresca, más animada y menos romántica.

Los caminos eran malos, la noche brumosa. El caballo iba al paso. A lo que me parecía, la hora y media se convertiría en dos horas. Al fin, el cochero se volvió hacia mí y me dijo:

-Ya no estamos lejos de Thornfield.

Miré de nuevo por la ventanilla. Pasábamos junto a una iglesia. Su torre, achatada, se elevaba hacia el cielo. Divisé una hilera de luces y supuse que era un pueblo o aldea.

Diez minutos después, el conductor se apeó y abrió una verja. La atravesamos y subimos despacio una pen­diente. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de la que salía luz por entre los cortinajes de una ventana arqueada. Las demás estaban oscuras. Una criada abrió la puerta. Me apeé y la seguí.

-Por aquí, señorita-dijo la muchacha.

Me condujo, a través de un vestíbulo cuadrado flan­queado de altas puertas, hasta un cuarto cuya doble ilu­minación de fuego y bujías casi me dejó ciega durante un momento por contraste con las tinieblas en que había estado sumida durante dos horas. Cuando pude ver, me hallé agradablemente sorprendida por un cuadro atrac­tivo y alegre.

El cuarto era pequeño, alfombrado. Junto a la chime­nea había una mesita redonda y, a su lado, un sillón de alto respaldo y antigua forma, en el que se hallaba sen­tada una ancianita con gorrito de viuda, vestida de seda negra y delantal de muselina blanca. Mrs. Fairfax era tal como yo me la había imaginado, sólo que menos altane­ra, mucho más sencilla… Estaba haciendo calceta y un enorme gato dormía a sus pies. No faltaba detalle algu­no para dar la impresión de un hogar tranquilo y confor­table. No podía esperarme mejor recibimiento que el que me hizo: se levantó en seguida y acudió a mí.

-¿Cómo está usted, querida? Vendrá aburrida, sin duda, ¡John conduce tan despacio! Acérquese al fuego; debe usted de sentirse helada.

-Hablo con Mrs. Fairfax, ¿verdad? -Sí. Siéntese.

Me instaló en su propia butaca y comenzó a quitarme el chal y el sombrero. Le rogué, agradecida, que no se molestara.

-No es molestia. Debe usted de tener las manos en­tumecidas. Prepara algo caliente y un par de bocadillos, Leah. Aquí están las llaves de la despensa.

Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves y las entre­gó a la criada.

-Acérquese más al fuego, querida-me dijo-. ¿Ha traído usted su equipaje?

-Sí, señora.

-Voy a ver si lo han llevado a su cuarto -declaró. Y salió de la estancia.

«Me trata como a una visitante», pensé. No esperaba yo tan buen recibimiento. Creía que me acogería con frialdad e indiferencia. Pero no nos entusiasmemos demasiado pronto.

La señora volvió. Quitó la labor y uno o dos libros que había sobre la mesa, y cuando Leah trajo lo pedido, ella misma me lo ofreció.

Me sentía confundida viéndome tratada con amabili­dad tan insólita para mí; pero notando que Mrs. Fairfax procedía como si aquello fuese cosa corriente, acepté sus atenciones con naturalidad.

-¿Tendré el gusto de ver esta noche a Miss Fairfax? -pregunté.

-¿Qué dice, querida? Soy un poco sorda -repuso, aproximando el oído a mi boca.

Repetí la pregunta con más claridad.

-¿Miss Fairfax? Querrá decir Miss Varens. Así se apellida su futura discípula.

-¡Ah! ¿No es hija suya? -No. No tengo familia.

Hubiera deseado saber algo más, pero comprendí que era incorrecto hacer excesivas preguntas. Además, lo averiguaría todo más adelante.

-Celebro -continuó, sentándose a la mesa frente a mí y poniendo al gato sobre sus rodillas- que haya ve­nido usted. No es agradable vivir aquí sola. Por algún tiempo se está bien, porque Thornfield, aunque algo descuidada estos años últimos, es una hermosa residencia antigua. Pero ya sabe usted que, en invierno, se sien­te una muy sola, aun viviendo en el mejor de los sitios, si no tiene quien la acompañe. Claro que tengo a Leah, que es una buena chica, y a John y a su mujer, que son excelentes personas; pero al fin y al cabo son criados y no se puede hablar con ellos de igual a igual. Es preciso guardar las distancias para no perder autoridad ante ellos. El pasado invierno, que fue muy frío como usted sabe, desde noviembre a febrero no vino aquí alma hu­mana, fuera del carnicero y el cartero. A veces hacía que la muchacha me leyese algo, pero la pobre se aburría. En primavera y verano se está mejor. Precisamente la pequeña Adèle Varens vino, con su niñera, a principios del otoño. Un niño anima siempre mucho una casa. Y ahora que está usted aquí también, me sentiré completa­mente satisfecha.

Mi corazón se confortaba oyendo la agradable con­versación de la digna señora. Acerqué mi butaca a la suya y expresé mi deseo de que mi compañía le resultara lo atractiva que ella esperaba.

-No quiero entretenerla por esta noche-me dijo-. Son cerca de las doce; usted ha viajado durante todo el día y debe de estar muy cansada. Si se ha calentado ya, váyase a dormir. He mandado que le preparen la alcoba contigua a la mía. Aunque es un cuartito pequeño, su­pongo que lo preferirá usted a uno de los grandes apo­sentos de la parte de delante. Están mejor amueblados, pero son sombríos y solitarios. Yo nunca duermo en ellos.

Le agradecí sus atenciones y, como, en efecto, me sentía cansada, la seguí a mi habitación. Cogió la bujía y me guió. Antes fue a cerciorarse de que la puerta del vestíbulo estaba bien cerrada. Recogió la llave y comen­zó a subir al piso principal. Peldaños y barandillas eran de roble, la ventana de la escalera era alta y enrejada, y todo, incluso la amplia galería en que se abrían las puer­tas de los dormitorios, parecía pertenecer más a una iglesia que a una casa particular. En escaleras y galerías

soplaba un aire frío y lóbrego. Me sentí feliz cuando vi que mi habitación era de pequeñas dimensiones y estaba amueblada al estilo moderno.

Después de que la señora me hubo deseado, con ama­bilidad, buenas noches y me quedé sola, miré detalla­damente a mi alrededor, y el agradable aspecto de mi cuarto disipó en parte la impresión que me produje­ran el inmenso vestíbulo, la sombría y espaciosa escalera y la larga y helada galería. Al sentirme, tras un día de fatiga corporal e inquietud moral, llegada feliz­mente a puerto de refugio, un impulso de gratitud in­flamó mi corazón. Me arrodillé a los pies del lecho, di gracias a Dios y le rogué que me ayudase en mi ca­mino y me permitiese corresponder a la bondad con que era acogida desde el principio en aquella casa. Aquella noche pude acostarme sin zozobras ni temo­res. Me dormí pronto y profundamente. Cuando des­perté, era día claro.

A1 despertar, la alcoba me pareció de nuevo un cuarti­to muy lindo. El sol entraba alegremente a través de los azules visillos de algodón de la ventana. En vez del es­cueto entarimado y los fríos muros enyesados de Lo­wood, mi habitación tenía el suelo alfombrado y empa­peladas las paredes. El aspecto externo de las cosas influye mucho en las personas jóvenes. Tuve la impre­sión de que empezaba para mí una nueva época de mi vida, en la cual las satisfacciones iban a ser tantas como antes las pesadumbres. Sentíame optimista: parecíame que iba a suceder algo muy agradable, no dentro de un día ni de un mes, pero sí en un período indeterminado, en lo futuro.

Me levanté y me vestí con el mayor esmero posible. Tenía que ser sencilla en mi atuendo, porque no poseía nada que no fuese sencillísimo, pero me gustaba no dar una impresión de descuido o desaliño y deseaba parecer tan bien como mi falta de belleza me lo permitía. Con frecuencia lamentaba no ser más hermosa: me hubiera gustado tener las mejillas rosadas, la nariz recta y la boca pequeña y roja. Hubiese querido también ser alta, majestuosa y bien conformada, y me parecía una des­dicha verme tan baja, tan pálida y de facciones tan irre­gulares y tan pronunciadas.

Difícil sería decir en qué se basarían y a qué tendían tales aspiraciones, aunque, en el fondo, me parece que eran lógicas y naturales. Fuera como fuese, cuando me hube peinado cuidadosamente y vestido mi traje negro, de una sencillez casi cuáquera, y mi cuello blanco, juz­gué que estaba lo bastante aseada y presentable para comparecer ante Mrs. Fairfax y para que mi discípula no experimentase desagrado al verme. Abrí la ventana de mi cuarto, me cercioré de que dejaba todos mis efectos en orden sobre el tocador y salí.

Atravesé la larga y solemne galería, descendí los inse­guros peldaños de roble y llegué al vestíbulo. Me detuve un momento a contemplar las pinturas de los muros, una de las cuales representaba un torvo caballero con co­raza, y otra una señora con el cabello empolvado y un collar de perlas. Del techo pendía una lámpara de bron­ce. Había también un enorme reloj cuya caja era de ro­ble curiosamente trabajado con aplicaciones de negro ébano. Todo me parecía grandioso e imponente, pero quizá se debiera a que yo estaba poco acostumbrada a la magnificencia.

La puerta vidriera del vestíbulo estaba abierta. Me detuve en el umbral. Hacía una hermosa mañana de oto­ño. El sol iluminaba blandamente frondas y praderas, verdes aún.

Salí y examiné la fachada del edificio. Tenía tres pi­sos. Era una casa hidalga, no un castillo señorial. Las almenas que cubrían su parte superior le daban un as­pecto muy pintoresco. En aquellos almenares habitaban innumerables cornejas, que en este momento volaban en bandadas. El terreno inmediato a la casa estaba se­parado de los prados cercanos por un seto sobre el que destacaban grandes arbustos espinosos, fuertes, nudosos y duros como robles. Semejante vegetación aclaraba la etimología del nombre del lugar. Más allá de los prados se elevaban colinas, no tan altas como las que circunda­ban Lowood, no tan fragosas y sin tanto aspecto de ba­rrera de separación del mundo habitado, pero sí lo bastante silenciosas y desiertas para dar la impresión de que Thornfield estaba en medio de una soledad extraña en las proximidades de una villa tan populosa como Millco­te. En una de las colinas se divisaban, medio ocultos entre los árboles, los tejados de una aldea. La iglesia estaba próxima a Thornfield y su vieja torre se erguía sobre un collado.

Mientras yo disfrutaba del paisaje y del aire puro, es­cuchaba los graznidos de las cornejas y pensaba, con­templando la residencia, en lo grande que era para una viejecita sola como Mrs. Fairfax, ella en persona apare­ció en la puerta.

-¿Ya vestida? -dijo-. ¡Muy madrugadora es usted!

Me acerqué a la anciana, quien me recibió con un beso y un apretón de manos.

-¿Le gusta Thornfield? -me preguntó. Yo contesté que mucho.

-Sí -dijo-: es un sitio muy hermoso. Pero temo que tienda a desmerecer si Mr. Rochester no se decide a venir a vivir aquí o, al menos, a pasar en la casa tempo­radas frecuentes. Las buenas propiedades requieren la presencia de sus propietarios.

-¿Quién es Mr. Rochester? -interrogué.

-El propietario de Thornfield -dijo ella con natura­lidad-, ¿sabía que el amo se llama Rochester?

Yo lo ignoraba y jamás había oído hablar de aquel caballero, pero la anciana parecía dar por descontado que Mr. Rochester debía ser universalmente conocido, y que su existencia debía ser adivinada en cualquier caso por inspiración divina.

-Creí -dije- que Thornfield era propiedad de usted. , Thornfield significa, literalmente, en inglés, campo de espinos.

-¿Mía? ¡Bendito sea Dios! ¡Mía! Yo no soy más que la administradora, el ama de llaves. Soy algo pariente, eso sí, de los Rochester por parte de madre y mi marido un pariente cercano. Mi marido, que en paz descanse, era sacerdote: el párroco de esa iglesia que ve usted ahí. La madre de Mr. Rochester fue una Fairfax, prima se­gunda de mi esposo. Pero yo nunca me he considerado como parienta, sino como una simple ama de llaves. El amo es muy bueno conmigo y yo no aspiro a más.

-¿Y la niña? -pregunté.

-Está a cargo de Mr. Rochester y él me mandó que le buscase institutriz. La niña vino con su bonne, como llama a la niñera.

El enigma quedaba explicado. La afable ancianita no era una gran señora, sino una subalterna, como yo. No por ello me sentí menos atraída hacia la anciana; al con­trario. La igualdad entre las dos era real y no dependía de mera condescendencia de su parte y, por tanto, yo me sentía más a gusto, menos sujeta.

Mientras pensaba en esto, una niña, seguida de su ni­ñera, apareció corriendo en la explanada. Al principio no pareció reparar en mí. No debía de tener más de siete u ocho años. Era de frágil contextura y su rostro estaba muy pálido. Sus cabellos abundantísimos y rizados, des­cendían casi hasta su cintura.

-Buenos días, Miss Adèle -dijo Mrs. Fairfax-. Venga a ver a la señora que se va a encargar de su edu­cación para que pueda usted llegar a ser una mujer de provecho.

Ella se acercó.

-C’est la gouvernante? -preguntó a su niñera, refi­riéndose a mí.

La niñera repuso: -Mais oui, certainement.

-¿Son extranjeras? -pregunté extrañada de oírlas hablar en francés.

-La niñera sí, y Adèle ha nacido en el continente y creo que ha vivido siempre en él hasta hace seis meses.

Al principio no entendía nada de inglés, pero ahora ha­blaba ya un poco. Yo no la comprendo, porque revuelve los dos idiomas, mas confío en que llegará a hablar nues­tra lengua bien.

Afortunadamente, yo había practicado mucho el fran­cés con Madame Pierrot, con quien todas las veces que me era posible conversaba en su idioma. Durante aque­llos siete años, procuré aprender cuanto pude y me es­forcé en imitar el acento y la pronunciación de mi profe­sora. Así, pues, había adquirido bastante soltura en la lengua francesa y me resultó fácil entenderme con Adèle.

Cuando se cercioró de que yo era su profesora, se acercó y me tendió la mano. La llevé a desayunar y le dirigí algunas frases en su propio idioma. Al principio me contestaba irónicamente, pero después de llevar al­gún tiempo a la mesa y examinarme durante diez minu­tos a su gusto con sus grandes ojos castaños, comenzó de pronto a hablar con gran rapidez.

-Usted habla en francés tan bien como Mr. Rochester -dijo en su lengua-. Podré hablarla como a él y a So­phie. ¡Qué contenta se pondrá Sophie! Aquí nadie la com­prende: Mrs. Fairfax no entiende más que inglés. Sophie es mi niñera: vino conmigo por el mar en un barco muy grande que echaba mucho humo, mucho, y yo me puse mala, y Sophie y Mr. Rochester. Mr. Rochester se tum­bó en un sofá en un sitio que se llamaba el salón, y Sop­hie y yo en dos camas pequeñas en otro lugar. Yo creía que iba a caerme de la mía: estaba en una pared, como un estante. Y luego, señorita… ¿Cómo se llama usted? -Eyre, Jane Eyre.

-¿Cómo? No sé decirlo. Bueno; pues el barco se paró por la mañana en una ciudad muy grande con mu­chas casas negras y mucho humo, más fea que la ciudad de que veníamos, y Mr. Rochester me cogió en brazos y me llevó a tierra por un tablón, y Sophie detrás. Y luego fuimos en un coche a una casa mayor y más bonita que ésta. Se llama un hotel. Estuvimos allí una semana y Sophie y yo íbamos a pasear todos los días a un sitio verde lleno de árboles que se llama el parque. Allí había muchos niños y un estanque con pájaros y yo les echaba migas.

-¿La entiende usted cuando habla tan deprisa? – me preguntó la anciana.

Yo la comprendía muy bien, porque estaba acostum­brada a la no menos veloz manera de hablar de Madame Pierrot.

-Pregúntele algo sobre sus padres -continuó Mrs. Fairfax.

-Adèle -interrogué-: ¿con quién vivías cuando estabas en esa ciudad bonita de que me has hablado? -Vivía con mamá, pero mamá se fue al cielo. Mamá me enseñaba a cantar y a bailar y a decir versos. Iban a casa muchos señores y muchas señoras a ver a mamá, y yo bailaba delante de todos, o me sentaba en las rodillas de alguno y cantaba. Me gustaba mucho. ¿Quiere usted oírme cantar?

El desayuno había concluido y yo le permití que me diera una muestra de sus habilidades. La pequeña dejó su silla, se colocó sobre mis rodillas, echó hacia atrás sus cabellos rizados y, levantando los ojos al techo y juntan­do sus manos ante sí con coquetería, comenzó a cantar un aria de ópera, que versaba sobre las vicisitudes de una mujer abandonada por su adorador y que, apelando a su amor propio, se presentaba una noche, ataviada con sus mejores galas, en un baile al que asistía también el perjuro, para demostrarle, con la alegría de su aspecto, lo poco que el abandono le afectaba.

El tema me pareció muy poco apropiado para un can­tar infantil. Por mucho que reconociese que la gracia consistía precisamente en que fueran labios infantiles los que profirieran tales amargas quejas de amor, no por ello dejaba de parecerme una cosa de muy mal gusto.

Adèle cantó con bastante buena entonación y con toda la inocencia propia de su edad. Acabado el cantar, saltó de mis rodillas y dijo:

-Ahora voy a recitar versos.

Y, adoptando una actitud adecuada, comenzó: -La ligue des rats, fábula de la Fontaine…

Y declamó la fábula con un énfasis, un cuidado y una voz y unos ademanes tales, que demostraban a las claras lo mucho que le habían hecho ensayar aquella recita­ción.

-¿Te enseñó tu mamá esos versos? -pregunté. -Sí. Me acostumbró a poner la mano así al decir: «Qu’avez vous donc?, lui dit un de ces rats, parlen!» ¿Quiere ver cómo bailo?

-No; ahora, no. Después de que tu mamá se fuera al cielo, como tú dices, ¿con quién fuiste a vivir?

-Con Madame Frédéric y su marido. Se encargaron de mí, pero no eran parientes míos. Me parece que de­ben de ser pobres, porque su casa no es tan bonita como la de mamá. Pero estuve poco tiempo con ellos. Mr. Ro­chester me preguntó si me gustaría ir a vivir con él a Inglaterra y dije que sí, porque yo conocía a Mr. Ro­chester antes que a Madame Frédéric, y me regalaba vestidos y juguetes, y era muy bueno conmigo. Pero no ha cumplido lo que me decía, porque me ha traído aquí y se ha ido, y a lo mejor no volveré a verle jamás.

Adèle y yo pasamos a la biblioteca, la cual, por orden expresa de Mr. Rochester, debía servir de cuarto de es­tudio. Casi todos los libros estaban guardados bajo llave en estanterías protegidas por cristales, pero había sido dejado fuera un volumen que contenía las nociones ele­mentales de primera enseñanza, y varios volúmenes de literatura amena: poesía, biografía, novelas, viajes… Supuse que Mr. Rochester, al sacar aquellos libros, pensó que bastarían para llenar las necesidades de lectura de la institutriz y, en efecto, por el momento me satis­ficieron bastante. Comparados con el escaso surtido de lecturas a que estaba acostumbrada en Lowood, tales libros me parecieron un abundante arsenal de instruc­ción y entretenimiento. En la misma habitación había un piano muy bien afinado, un caballete y otros útiles de pintura y dos esferas terráqueas.

Mi discípula era dócil, aunque poco aplicada. No esta­ba acostumbrada a un trabajo organizado. Consideré imprudente sobrecargarla al principio, así que, después de hablarle mucho y enseñarle sólo un poco, la llevé con su niñera. Todavía no era mediodía y resolví emplear el tiempo en dibujar algunas cosas para uso de la niña.

Cuando subía a coger papeles y lápices, Mrs. Fairfax me llamó.

-Supongo que ya habrá terminado sus horas de clase -me dijo.

Hablaba desde una estancia cuyas puertas estaban abiertas. Entré. La habitación era amplia y magnífica, con sillas y cortinajes rojos, una alfombra turca, zócalos de nogal, un gran ventanal con vidrieras de colores y un techo muy alto, decorado con ricas molduras. La ancia­na estaba quitando el polvo de algunos magníficos jarro­nes que había sobre el aparador.

Yo no había visto nunca nada tan majestuoso. No pude por menos de exclamar:

-¡Qué habitación tan hermosa!

-Sí. Es el comedor. He venido a abrir la ventana para que se ventile un poco, porque los cuartos cerrados toman un olor muy desagradable. Aquel salón huele como una cueva.

Señalaba un arco situado frente a la ventana y cubier­to por un gran cortinón, descorrido en aquel momento. Lancé una ojeada al interior. Era un saloncito seguido de un boudoir. Ambos estaban cubiertos de suntuosas alfombras blancas adornadas de guirnaldas de flores. Los artesonados eran blancos también y representaban uvas y hojas de vid. En contraste con aquellas blancas tonalidades, las otomanas y divanes eran de vivo carme­sí. Vasos de centelleante cristal de Bohemia, color rojo rubí, ornaban la chimenea, de pálido mármol de Paros, y grandes espejos colocados entre las ventanas multipli­caban la decoración, toda nieve y fuego.

-Qué ordenados tiene usted estos cuartos. Mrs. Fair­fax! -dije-. ¡Ni una mota de polvo! A no ser por el olor a cerrado, se diría que están habitados continua­mente.

-Es que, Miss Eyre, aunque Mr. Rochester viene pocas veces, cuando llega lo hace siempre de improviso. Y como he observado que le disgusta mucho no encon­trar a punto las cosas, procuro tenerlo todo siempre dis­puesto por si se presenta de pronto.

-¿Entonces Mr. Rochester es un hombre escrupulo­so, de esos que se fijan en todo?

-No, no es así, precisamente. Pero es un hombre de gustos y costumbres muy refinados y quiere que todo responda a ese modo de ser suyo.

-¿Le aprecia usted? ¿Le aprecia la gente en general? -Sí; su familia, aquí, ha sido siempre muy estimada. Casi todas las tierras de la vecindad, hasta donde alcan­za la vista, pertenecen a los Rochester desde tiempo in­memorial.

-Yo no me refiero a las propiedades. ¿Le estima us­ted, aparte de eso, por sus cualidades personales? -Claro que le estimo, como es mi obligación. Los colonos dicen, por su parte, que es un señor justo y ge­neroso. Pero le conocen poco, porque no ha vivido apenas entre ellos.

-Me refería más bien a su carácter. ¿No tiene algún rasgo peculiar?

-Su carácter es irreprochable, según creo. Un poco raro, eso sí. Ha viajado mucho, ha visto mucho y me parece inteligente. Pero en realidad he tratado muy poco con él.

-¿En qué consisten sus rarezas?

-No sé en qué; no es fácil decirlo. Pero se notan cuando se le habla. Nunca se puede saber si bromea o no, si está enfadado o contento. En fin, no se le puede comprender o, al menos, yo no le comprendo; pero por lo demás, es un amo admirable.

Esto fue cuanto me contó la anciana respecto a nues­tro patrón. Hay personas que tienen la propiedad de no saber describir en absoluto los caracteres de las otras, y Mrs. Fairfax pertenecía, sin duda, a esa clase de gentes. A sus ojos, el señor Rochester no era más que Mr. Ro­chester: esto es, un caballero y un propietario. A juicio de ella, sobraba toda otra averiguación. Se encontraba evidentemente sorprendida de mis preguntas.

Salimos del comedor y me propuso mostrarme toda la casa. Subimos y bajamos escaleras, entramos en habita­ciones y más habitaciones. Yo admiraba lo bien arregla­do que todo se hallaba. Los aposentos de la parte de delante eran muy espaciosos. Los cuartos del tercer piso, oscuros y bajos de techo, interesaban por su aspec­to de antigüedad. Se notaba que a medida que las modas fueron evolucionando, los muebles de los pisos principa­les habían sido transportados al tercero. A la escasa luz que entraba por las ventanas angostas, distinguíanse ca­mas inmensas, antiguos arcones de roble o nogal con cabezas de querubes y complicados dibujos en forma de palma sobre las tapas. Junto a aquellas verdaderas reproducciones del arca judaica se veían hileras de venera­bles sillas estrechas y de alto respaldo; escabeles más arcaicos aún, en cuyos respaldos tapizados quedaban vestigios de antiguos bordados hechos por dedos que ha­cía dos generaciones se pudrían en la sepultura.

Semejantes objetos fuera de uso daban al tercer piso de Thornfield el aspecto de una casa de antaño o de un almacén de reliquias. El melancólico silencio de aquellas estancias me agradaba; pero seguro que no hubiera dor­mido tranquila en uno de los enormes lechos vacíos, ce­rrados algunos, como armarios, con enormes puertas de nogal, cubiertos por antiguas cortinas a la inglesa, con extraños bordados que representaban no menos extra­ñas flores, extraños pájaros y otras mil y mil raras figu­ras, sin duda de aspecto temeroso por la noche, cuando las iluminase la pálida y triste luz de la luna filtrándose por las ventanas.

-¿Duermen en estos cuartos los criados? -pre­gunté.

-No. En éstos de aquí no duerme nadie. La servi­dumbre habita en otros, al extremo del pasillo. Seguro que si en Thornfield Hall hubiera un fantasma, su guari­da estaría por estos rincones.

-Eso creo yo. ¿No tienen ustedes fantasma? -Nadie ha oído hablar de él -repuso la anciana, sonriendo.

-¿Tampoco hay leyendas que se refieran a cosas de ese estilo?

-Creo que no. Se dice que, en sus tiempos, los Ro­chester eran una raza de gentes más bien violentas que pacíficas… Quizá sea en virtud de tal razón por lo que duermen tranquilos en sus tumbas.

-Hartos de turbulencia, reposan tranquilos, ¿no? -comenté-. ¿Y adónde me lleva usted ahora? -aña­dí, viendo que se preparaba a salir.

-Arriba de todo. ¿No quiere ver el panorama que se domina desde lo alto?

Subimos a los desvanes por una estrecha gradería, y luego, siguiendo una escalera de mano y una claraboya, alcanzamos el tejado del edificio. Pude ver claramente el interior de los nidos de las aves entre las almenas. Los campos se extendían ante nosotros: primero, la explana­da contigua a la casa; después, las praderas; el bosque, seco y pardo, dividido en dos por un sendero; la iglesia, el camino, las colinas… Todo ello bañado por la luz sua­ve de un sol otoñal y limitado por un horizonte despeja­do y azul.

Cuando retornamos y pasamos la claraboya, me en­contré en tinieblas. El desván me parecía oscuro como una mazmorra, en comparación a la espléndida bóveda diáfana que un momento antes me cubría y bajo la que se alargaba la brillante perspectiva de praderas, campos y colinas de que Thornfield era centro.

La anciana se detuvo un momento para cerrar la cla­raboya. Mientras tanto, yo descendí la estrecha escalera que conducía al pasillo que separaba las habitaciones delanteras y traseras del tercer piso. Era un corredor an­gosto, bajo de techo, oscuro, con sólo una ventanilla en su lejano extremo y con dos hileras de puertecillas negras a ambos lados, como los pasillos del castillo de Barba Azul.

De pronto, escuché el sonido que menos podía figu­rarme oír en tal lugar: una risotada. Una extraña risota­da, aguda, penetrante, conturbadora. Me detuve. El so­nido se repitió, primero apagado, luego convertido en una estrepitosa carcajada que despertó todos los ecos de las solitarias estancias.

Oí a Mrs. Fairfax descender las escaleras. Le pregunté: -¿Ha oído usted esa risa? ¿Qué es?

-Alguna de las criadas -repuso-. Quizá Grace Poole.

-Pero, ¿la ha oído usted bien? -volví a preguntar. -Sí, muy bien. Es Grace. La oigo a menudo. Una de estas habitaciones es la suya. Leah está con ella a veces y cuando se hallan juntas suelen armar un alboroto que… La risa se repitió, otra vez apagada, y terminó en un curioso murmullo.

-¡Grace! -exclamó Mrs. Fairfax.

Confieso que yo no esperaba respuesta alguna de Gra­ce, porque la risotada me parecía tener un acento trági­co y sobrenatural como jamás oyera. Aunque estábamos en pleno día, circunstancia poco propicia a las manifes­taciones fantasmagóricas, yo no podía evitar cierto te­mor. Sin embargo, pronto me convencí de que todo sen­timiento que no fuese el del asombro estaba de más.

Se abrió la puerta más próxima y salió de ella una criada: una mujer de treinta a cuarenta años, de figura maciza, de rojos cabellos, de cara chata. Imposible ima­ginar una aparición menos fantasmal y menos novelesca.

-No haga tanto ruido, Grace -dijo la anciana-. Recuerde mis órdenes.

Grace se fue sin decir palabra.

-Esta mujer ayuda a Leah en su trabajo -dijo la viuda-. En ciertos aspectos deja algo que desear, pero hace bastante bien las faenas domésticas. Y, dígame, ¿qué le parece su nueva discípula?

La conversación, así derivada hacia Adèle, continuó hasta que alcanzamos las agradables y luminosas regio­nes inferiores. Adèle, que se nos reunió en el vestíbulo, exclamó:

-La comida está en la mesa, señoras. -Y añadió: tengo mucho apetito…

La comida, en efecto, se hallaba ya a punto en el gabi­nete de Mrs. Fairfax.

Scroll al inicio