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Capítulo 12

Jane Eyre – Charlotte Brontë

La esperanza de que mi vida transcurriese sin ulterio­res deseos de novedad, como cabía suponer en virtud de mis primeras impresiones en Thornfield Hall, comenzó a disiparse a medida que fui adquiriendo mayor conoci­miento del lugar y sus habitantes. Y no porque me en­contrase a disgusto. Mrs. Fairfax era, como aparentaba, una mujer de plácido carácter y amable natural, de bas­tante educación y mediana inteligencia. Mi discípula era una niña muy viva que, por estar muy mimada, tenía a veces caprichos y antojos; pero como se hallaba entera­mente confiada a mi cuidado, sin ajenas intromisiones, pronto rectificó sus defectillos y se hizo obediente y tra­table. No tenía ni mucho talento, ni acusados rasgos de carácter ni un especial desarrollo de sentimientos o incli­naciones que la elevasen sobre el nivel habitual de los niños de su edad, pero tampoco vicios o faltas peores de lo corriente. Hizo razonables progresos en sus estudios y pronto experimentó hacia mí un vivo, aunque quizá no muy profundo, afecto. Y como ella era sencilla, alegre y amiga de complacer, me inspiró la suficiente simpatía para que las dos nos sintiéramos contentas la una de la otra.

Este lenguaje, entre paréntesis, puede parecer tibio a aquellos que sustentan solemnes doctrinas sobre la natu­raleza angelical de los niños y sobre el deber de que los encargados de su educación profesen hacia ellos un afec­to idolátrico, pero yo no escribo para adular egoísmos paternos ni para repetir tópicos. Yo sentía solícito in­terés por la instrucción y el bienestar de Adéle y ex­perimentaba sincero agradecimiento hacia la amabili­dad de Mrs. Fairfax; todo ello de modo reposado y tran­quilo.

En ocasiones, mientras Adèle jugaba con su niñera y Mrs. Fairfax estaba ocupada en la despensa, yo salía a dar un paseo sola. Otras veces, subía las escaleras que conducían al último piso, alcanzaba el ático y, desde arriba, contemplaba campos y colinas. Más allá de la línea del horizonte existía, según imaginaba, un mundo activo, ciudades, regiones llenas de vida que conocía por referencia, pero que no había visto jamás. Y sentía en mi interior el afán de ver todo aquello de cerca, de tratar más gentes, de experimentar el encanto de otras perso­nas. Apreciaba cuanto había de bueno en Mrs. Fairfax y en Adèle, pero creía en otra clase de bondad más calu­rosa, más apasionada, que deseaba conocer.

Sin duda habrá muchos que me censuren considerán­dome una perenne descontenta. Pero yo no podía evi­tarlo: era algo consustancial conmigo misma. Cuando sentía con mucha intensidad aquellas impresiones, mi único alivio consistía en subir al tercer piso, pasear a lo largo del pasillo y dejar que mi imaginación irguiese ante mí, en la soledad, un cuento maravilloso que nunca acababa: la narración, llena de color, fuego y sensacio­nes, de la existencia que yo deseaba vivir y no vivía.

Es inútil aconsejar calma a los humanos cuando expe­rimentan esa inquietud que yo experimentaba. Si nece­sitan acción y no la encuentran, ellos mismos la inventa­rán. Hay millones de seres condenados a una suerte menos agradable que la mía de aquella época, y esos millones viven en silenciosa protesta contra su destino. Nadie sabe cuántas rebeliones, aparte de las políticas, fermentan en los ánimos de las gentes. Se supone general­mente que las mujeres son más tranquilas, pero la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos pien­sen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender más de lo acos­tumbrado en su sexo.

En aquellos paseos por el tercer piso, era frecuente oír las carcajadas de Grace Poole, que tan mal efecto me hicieran el primer día. A las carcajadas se unían con frecuencia extraños murmullos, todavía más raros que su risa. Había días en que Grace permanecía silenciosa del todo, pero otros hacía aún más ruido del corriente. En ocasiones yo la veía salir o entrar en su cuarto llevando, ora una jofaina, ora una bandeja o un plato, ora (perdo­na, lector romántico, que te diga la verdad desnuda) un gran jarro de cerveza. Su aspecto vulgar disipaba inme­diatamente la curiosidad que sus carcajadas producían. Intenté algunas veces entablar conversación con ella, pero Grace parecía persona de pocas palabras. Solía contestarme con monosílabos que cortaban todo propósito de seguir la charla.

Los demás habitantes de la casa: John y su mujer, Leah la doncella y Sophie la niñera, eran gentes corrien­tes. A veces, yo hablaba en francés con Sophie y le hacía preguntas sobre asuntos referentes a su país; pero ella tenía muy escasas dotes de narradora y sus respuestas más que animarme a continuar preguntándole, parecían dichas adrede para desalentarme y confundirme.

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, Mrs. Fairfax me pidió que concediese fiesta a Adèle, alegando que hacía frío. La niñera secundó la petición con energía y yo, recordando lo preciosas que en mi infancia fueran las fiestas para mí, resolví compla­cerlas. El día, aunque frío, era despejado y sereno. Fati­gada de haber pasado la mañana entera en la biblioteca, aproveché con gusto la circunstancia de que el ama de llaves hubiese escrito una carta, para ofrecerme a llevar­la a Hay al correo. Me puse el sombrero y el abrigo y me preparé a salir. Las dos millas de distancia se presentaban como un agradable paseo invernal. Adèle quedó senta­da en su sillita en el gabinete de Mrs. Fairfax. Le entre­gué su mejor muñeca (habitualmente guardada en un cajón y envuelta en papel plata), le ofrecí un libro de cuentos, respondí con un beso a su «Vuelva pronto, mi buena amiga Miss Jane», y emprendí la marcha.

El suelo estaba endurecido, el aire en calma y el cami­no solitario. Anduve primero de prisa para entrar en – calor, y luego comencé a caminar más lentamente, para gozar mejor el placer del paseo. Daban las tres de la tarde cuando pasé junto al campanario de la iglesia. Un sol pálido y suave iluminaba el paisaje. De allí a Thorn­field había una milla de distancia por un sendero cuyos bordes engalanaban en verano rosas silvestres, avellanas y zarzamoras en otoño y escaramujos y acerolas en in­vierno; pero cuyo mayor encanto, de todos modos, consistía en su silencio y su soledad. A ambos lados exten­díanse los campos desiertos.

A mitad de camino, me senté junto a la puertecilla de una valía. Envuelta en mi manteleta y con las manos en el manguito, no sentía frío, a pesar de la fuerte helada que había congelado el arroyito que corría por el centro del camino.

Desde mi asiento se distinguía, hacia el Oeste, la mole de Thonrfield Hall, cuyas almenas se recortaban bajo el cielo. Contemplé el edificio hasta que el sol se hundió entre los árboles. Entonces volví mi mirada hacia el Este.

Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pálida aún como una ligera nube. De las chimeneas de Hay, medio oculto entre los árboles a una milla de dis­tancia, salía un humo azul. Ningún ruido delatador de vida llegaba desde el pueblecillo, pero mi oído percibía el ru­mor de los arroyuelos en las laderas, argentinos los más cercanos, tenues como un murmullo los más remotos.

Un bronco rumor de fuertes pisadas rompió el encan­to de aquellos dulces rumores, como en una pintura el negro perfil de un roble o de un peñasco colocado en primer término rompe la armonía de los azules montes lejanos, de los suaves horizontes… Era evidente que un caballo galopaba por el camino.

En aquella época yo era joven y toda clase de fanta­sías, ora brillantes, ora lúgubres poblaban mi mente: los recuerdos de los cuentos que me contaban de niña, y a los que la juventud añadiera renovados vigor y colores. Mientras procuraba distinguir entre la penumbra la apa­rición del caballo, evocaba ciertas historias de Bessie en las que figuraba un espíritu de los países del Norte de Inglaterra, el Gytrash, que en forma de caballo, mula o perro gigantesco, recorría los caminos solitarios y asalta­ba a los viajeros.

Antes de ver el caballo, distinguí entre los árboles un enorme perro a manchas blancas y negras, fiel reproduc­ción del Gytrash de Bessie, pero al aparecer el corcel, que iba montado por un hombre, el hechizo se disipó. Nadie montaba nunca el Gytrash, éste andaba siempre sólo y, en fin, según mis referencias, los duendes muy rara vez adoptaban la forma humana. No se trataba, pues, de duende alguno, sino de algún viajero que por el atajo se dirigía a Millcote. Pasó ante mí y yo dejé de mirarle, mas a los pocos instantes oí un juramento y el ruido de una caída. El animal había resbalado en el hielo que cubría el camino y hombre y caballo se habían des­plomado en tierra. El perro acudió corriendo y, viendo a su amo en el suelo y oyendo relinchar al caballo, comen­zó a ladrar con tal fuerza, que todos los ámbitos del ho­rizonte resonaron con sus ladridos. Giró alrededor del grupo de los dos caídos y luego se dirigió hacia mí, como única ayuda que veía a mano. Era todo lo que él podía hacer. Yo, atendiendo su tácita invitación, me dirigí ha­cia el viajero, que en aquel momento luchaba por de­sembarazarse del estribo. Se movía con tanto vigor, que supuse que no se había lesionado mucho, pero no obs­tante, le pregunté:

-¿Se ha hecho daño?

Me pareció que juraba de nuevo, aunque no puedo asegurarlo. De todos modos, es indudable que profería para sí algunas palabras que le impedían contestarme. -¿Puedo ayudarle en algo? -continué. -Quitándose de en medio – contestó.

Lo hice así y él comenzó a tratar de incorporarse, pri­mero sobre sus rodillas y luego sobre sus pies. Fue una tarea larga y trabajosa, acompañada de tales ladridos del can, que me hicieron apartarme a unas varas más de distancia, aunque no me fui hasta asistir al desenlace del suceso. Todo concluyó bien, el caballo se incorporó y un enérgico: «¡Calla, Piloto!» hizo enmudecer al perro. El viajero entonces se palpó pies y piernas, como para cer­ciorarse de si se habían roto algo o no, y alguna novedad debió de encontrar, porque se acercó a la valla junto a la que yo estuviera sentada y se sentó, a su vez.

Pensando que podría serle útil, me aproximé:

-Si se ha lastimado y necesita ayuda, puedo ir a bus­car a alguien a Hay o a Thornfield Hall.

-Gracias. Yo mismo iré. No hay nada roto: es una simple dislocación.

Y se puso en pie de nuevo, pero no pudo reprimir un involuntario «¡ay!».

A la última claridad del día y a la primera de la Luna, pude examinar a aquel hombre. Bajo el gabán que ves­tía podía apreciarse la vigorosa complexión de su cuerpo. Tenía el rostro moreno, los rasgos acusados y las cejas espesas. Debía de contar unos treinta y cinco años. De haberse tratado de un joven arrogante, no hubiera sido yo quien le preguntara contra su deseo ni quien le hubiese ofrecido servicios que no me pedía. Yo había visto raras veces jóvenes guapos, y nunca había hablado a ninguno. Experimentaba una admiración teórica por la belleza, la fascinación y la elegancia, pero reconocía las escasas probabilidades de que un hombre que reu­niese tales dotes me mirase con agrado sin ulterior mal pensamiento. Así, pues, si aquel viajero me hubiera contestado amablemente, si hubiese recibido con agra­decimiento o declinado con amabilidad la oferta de mis servicios, seguramente yo me habría apresurado a ale­jarme. Pero su aspereza me hacía sentirme segura, y por ello, en vez de marcharme, insistí:

-No le dejaré solo, señor, en esa forma y en este camino solitario, hasta que no le vea montado.

Me miró.

-Creo que lo que debía usted hacer –repuso ­es estar ya en su casa, si la tiene. ¿De dónde viene usted?

-De allá arriba. No me da miedo caminar a la luz de la luna. Si lo desea, iré a Hay a buscar ayuda para usted; precisamente iba allí a echar una carta.

-Entonces, ¿vive en esa casa? -dijo, señalando a Thornfield Hall, cuya masa oscura, iluminada por la Luna, se destacaba entre los árboles.

-Sí, señor.

-¿De quién es esa casa? -De Mr. Rochester. -¿No le ha visto usted nunca? -No.

-¿Ni sabe dónde está? Usted no es, desde luego, una criada… -dijo.

-No.

Lanzó una ojeada a mis vestidos, tan sencillos como siempre; un abrigo negro y un sombrero negro, no muy elegantes. Pareció quedar perplejo. Yo le ayudé a comprender:

-Soy la institutriz.

-¡La institutriz! ¡El diablo me lleve si no me había olvidado de …! ¡La institutriz!

Volvió a examinarme con la mirada. Luego comenzó a andar, dando evidentes muestras de que sentía fuertes dolores.

-Si es usted tan amable -dijo-, puede auxiliarme. ¿No lleva usted paraguas? Me serviría como bastón. -No.

-Bien: coja las bridas del caballo y hágale acercarse. No tenga miedo.

De haber estado sola, no me hubiera, en efecto, atre­vido, pero no obstante le obedecí. Dejé mi manguito en la valla y me aproximé al caballo. Mas éste se empeñaba en no dejarme coger las bridas. En vano traté de alcan­zar su cabeza, haciendo repetidos esfuerzos y con mucho miedo de sufrir una coz. El viajero me miraba atenta­mente y al fin rompió a reír.

-Veo -murmuró- que, puesto que la montaña no viene al profeta, es el profeta quien debe ir a la monta­ña. No tengo más remedio que rogarla que se aproxime. Me acerqué.

-Perdóneme -continuó- si me veo obligado a uti­lizar sus servicios.

Apoyó su pesada mano en mi hombro y en tal forma llegó hasta su caballo. Empuñó la brida y, con un esfuer­zo, montó. Al realizarlo, hizo una mueca: debía dolerle mucho el pie dislocado.

-Le ruego que me dé el látigo -dijo-. Lo he deja­do en la cuneta.

Lo busqué y lo encontré.

-Gracias. Ahora vaya a Hay a depositar su carta y vuelva lo antes que pueda.

Espoleó al caballo y partió. El perro se lanzó en pos suyo y los tres se desvanecieron:

como un arbusto que arranca el huracán de la estepa…

Cogí mi manguito y me puse en marcha. El incidente había pasado ya para mí. Aunque poco novelesco y nada importante, había significado, sin embargo, un cambio, aunque breve, en mi monótona vida. Mi ayuda había sido solicitada y útil y me alegraba de haberla podido prestar. Por trivial que aquel hecho pareciese, daba al­guna actividad a mi pasiva existencia, era un cuadro más introducido en el museo de mi memoria, y un cuadro diferente a los habituales, porque su protagonista era varón, fuerte y moreno. Creía verle aún cuando deposi­té mi carta en Hay y mientras regresaba a casa rápida­mente. En el punto donde estuviera sentada, me detuve un instante, como esperando oír otra vez el ruido de los cascos de un caballo y ver aparecer a un jinete y un pe­rro de Terranova análogo al Gytrash de los cuentos de Bessie. Pero ante mí sólo se distinguía un sauce ilumina­do por la luna y no se oía más que el rumor del viento entre los árboles. Después dirigí mi mirada a Thornfield, vi brillar una luz en una ventana y, comprendiendo que era tarde, apresuré el paso.

No me era muy grato entrar allí de nuevo. Cruzar el umbral significaba volver al ambiente muerto, atravesar el vestíbulo silencioso, ascender la oscura escalera y pa­sar la larga velada de invierno con la tranquila Mrs. Fairfax, volviendo a adormecer mis sensaciones en la apagada existencia cuya tranquilidad y holgura yo no apreciaba ya en cuanto valían. En aquella época me hu­biera agradado ser arrastrada por las tormentas y azares de una vida de luchas lejos de la serena calma en que vivía, sentimiento muy parecido al de quien, cansado de estar mucho tiempo sentado en una silla demasiado cómoda, desea levantarse y dar un largo paseo.

Me detuve ante la verja, me detuve ante el edificio, me detuve en el umbral, cuyas puertas vidrieras estaban cerradas. Mi alma y mis ojos se alejaban de aquella casa gris para dirigirse al cielo que sobre mí se extendía, como un inmenso mar azul salpicado de nubes. La luna ascendía majestuosamente hacia el cenit y la contempla­ción de las temblorosas estrellas que brillaban en el infi­nito espacio hacía palpitar mi corazón y aceleraba el rit­mo de mis venas. Pero siempre surgen pequeños detalles que nos llaman a la realidad, y a mí me bastó oír sonar el reloj del vestíbulo para, olvidándome de luna y estrellas, abrir la puerta y entrar en la casa.

El vestíbulo no estaba oscuro como de costumbre. Lo iluminaba profusa luz que salía del comedor, cuya puer­ta estaba abierta, dejando ver el fuego encendido y una deslumbrante exhibición de mantelerías y vajillas. Varias personas se hallaban junto a la chimenea y diversas voces mezclaban sus tonos. Pero apenas había tenido tiempo de darme cuenta de ello y, antes de que pudiera asegurarme de que una de las voces era la de Adèle, la puerta se cerró bruscamente.

Me dirigí al cuarto de Mrs. Fairfax. El fuego estaba encendido, pero no la luz. Mrs. Fairfax no estaba. En su lugar vi, tendido en la alfombra y mirando con gravedad la llama, un perro negro y blanco como el Gytrash del cami­no. Tanto me satisfizo verle, que me adelanté y exclamé: -¡Piloto!

Se acercó a mí y comenzó a hacerme fiestas. Le acari­cié y movió la cola. Me desconcertaba el pensar cómo había penetrado hasta allí solo, y tanto por averiguarlo como por pedir luz, toqué la campanilla. Acudió Leah. -¿Por qué está aquí este perro?

-Ha venido con el amo. -¿Con quién?

-Con el amo, con Mr. Rochester. Ha llegado hace poco.

-¡Ah! ¿Y Mrs. Fairfax está con él?

-Sí, y también la señorita Adèle, John ha ido a bus­car al médico. El señor se ha caído del caballo y se ha dislocado un tobillo.

-¿Cayó en el camino de Hay? -Sí; resbaló en el hielo.

-Ya. Tráigame luz. Leah, haga el favor.

Lea trajo una bujía y tras Lea llegó Mrs. Fairfax, quien me dio las mismas noticias, añadiendo que el doc­tor Carter se había presentado ya y estaba con Mr. Ro­chester. Luego dio ordenes para preparar el té. Yo me fui a mi habitación a quitarme el abrigo.

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