Jane Eyre – Charlotte Brontë
Había olvidado correr las cortinillas y cerrar las contraventanas. La consecuencia fue que cuando la luna, llena y brillante en la noche serena, alcanzó determinada altura en el cielo, su espléndida luz, pasando a través de los cristales, me despertó. El disco plateado y cristalino de la luna era muy bello, pero me producía un efecto en exceso solemne. Me incorporé y alargué el brazo para correr las cortinillas.
¡Dios mío, qué grito oí en aquel instante! Un sonido agudo, salvaje, estremecedor, que rompió la calma de la noche, recorriendo de extremo a extremo Thornfiel Hall.
Mi pulso, mi corazón y mi brazo se paralizaron. El grito se apagó y no se repitió.
Procedía sin duda del tercer piso. Encima de mí se sentía ahora rumor de lucha. Una voz medio sofocada gritó tres veces:
-¡Socorro!
Oí nuevos ruidos sobre el techo y una voz clamó: -¡Rochester: ven, por amor de Dios!
Se abrió una puerta, alguien corrió por la galería. Sentí nuevas pisadas en el piso alto y luego una caída. El silencio se restableció.
Acerté a ponerme alguna ropa, a pesar de que el horror paralizaba mis miembros. Salí de mi dormitorio. Todos los invitados habían despertado. Se sentían exclamaciones y murmullos de horror en todos los cuartos, las puertas se abrían una tras otra y la galería se llenaba de gente. Se oía decir: «¿Qué es?», «¿Qué pasa?», «Enciendan luz», «¿Hay fuego?», «¿Son ladrones?» Salvo la luz de la luna, que entraba por las ventanas, la oscuridad era completa. Todos corrían de un lado para otro, tropezándose, pisándose. Reinaba una confusión indescriptible.
-¿Dónde diablo está Rochester? -gritó el coronel Dent-. No le encuentro en su alcoba.
-Aquí, aquí -se oyó contestar-. Tranquilícense; ya vuelvo.
La puerta del final de la galería se abrió y el dueño de la casa apareció llevando una bujía. Venía del piso alto. Miss Ingram corrió hacia él y le asió de un brazo.
-¿Qué ha ocurrido? Díganoslo en seguida, sea lo que fuere.
-¡Pero no me estrangulen! -repuso Rochester, viendo que las Eshton caían también sobre él y que las dos viudas, vestidas con sus amplias batas de noche, se dirigían también a su encuentro, como buques navegando a toda vela.
-No pasa nada, no pasa nada -agregó-. Mucho ruido y pocas nueces. Sepárense, señoras: las voy a poner perdidas de cera.
Ofrecía un aspecto terrible: sus ojos centelleaban. Dominándose con visible esfuerzo continuó:
-Una criada ha tenido una pesadilla. Eso es todo. Se trata de una persona irritable y nerviosa. Ha soñado con una aparición y el miedo le ha producido un ataque. Les ruego que vuelvan todos a sus cuartos. Caballeros: den ejemplo a las señoras. Miss Ingram: estoy seguro que usted sabrá dominar ese inmotivado terror. Amy y Louisa: vuélvanse a sus nidos, como dos dóciles palomitas que son. Y ustedes, señoras -dijo, dirigiéndose a las viudas-, se acatarrarán si siguen más tiempo así en esta galería helada.
Alternando las órdenes y las palabras amables, logró que todos volviesen a sus lechos. Yo me retiré al mío tan silenciosamente como lo había abandonado.
Pero no me acosté: antes bien, me vestí por completo para prepararme a toda contingencia. Los ruidos y exclamaciones que yo oyera acaso no los hubiesen sentido los demás, ya que procedían del cuarto situado sobre el mío. Así, yo estaba segura de que lo de la pesadilla de una criada había sido mera invención para tranquilizar a los invitados. Una vez vestida, permanecí junto a la ventana, mirando los campos silenciosos iluminados por la luna, en espera no sabía de qué. Suponía que seguiría algún acontecimiento al grito, la lucha y la petición de socorro.
La tranquilidad renació. Cesaron gradualmente movimientos y murmullos y Thornfield Hall quedó silencioso como un desierto. Dijérase que el sueño y la noche habían restablecido un imperio. Como estar sentada en la oscuridad y con el frío que hacía era poco agradable, resolví tenderme, vestida, sobre el lecho. Me aparté de la ventana y me deslicé sin ruido sobre la alfombra. Cuando estaba descalzándome, una mano golpeó suavemente la puerta.
-¿Me necesitan? -pregunté.
-¿Está usted levantada y vestida? -preguntó la voz de Rochester.
-Sí, señor.
-Entonces salga sin hacer ruido.
Obedecí. Mr. Rochester estaba en la galería, llevando una luz.
-La necesito -dijo-. Sígame sin que nos sientan. Gracias a mis zapatillas, pude recorrer la galería tan silenciosamente como un gato. Subimos las escaleras y nos detuvimos en el oscuro corredor del aciago tercer piso. Rochester me precedía.
-¿Tiene usted sales? -cuchicheó-. ¿Y una esponja?
-Sí, señor.
-Tráigalos.
Bajé a mi cuarto, cogí la esponja y las sales y volví sobre mis pasos. Él me esperaba. Llevaba una llave en la mano. La introdujo en la cerradura de una de las puertecillas negras del pasillo, se detuvo un instante y me preguntó:
-¿No le asusta la sangre?
-Creo que no. Hasta ahora, nunca…
Me estremecí al contestarle, pero no era de frío ni por debilidad.
-Deme la mano -dijo-. Hay que prevenir un mareo…
Puse mis dedos en los suyos. Él murmuró «¡Ánimo!» y abrió la puerta.
Era un cuarto que yo recordaba haber visto antes: el día en que Mrs. Fairfax me mostró la casa. Entonces tenía las paredes tapizadas, pero ahora habían desaparecido los tapices, permitiendo distinguir una puerta antes disimulada debajo de ellos. La puerta estaba abierta y de ella salía luz. Oí un sonido semejante al quejido de un perro. Mr. Rochester, dejando la bujía, me dijo: «Espere un minuto», y entró en el cuarto interior. Una carcajada le acogió al entrar, terminando en el característico «¡Ja, ja!», de Grace Poole. Ella estaba, pues, allí. Rochester no habló, pero debió de dar algunas órdenes silenciosas. Oí una voz reprimida que le interpelaba. Luego salió y cerró la puerta tras de sí.
-Venga aquí, Jane -dijo. Y me condujo junto a un lecho cubierto con cortinas oscuras. Al lado de la cabecera había una butaca y en ella sentado estaba un hombre sin chaqueta. Tenía los ojos cerrados y recostaba la cabeza en el respaldo del asiento. A la luz de la bujía de Rochester reconocí en aquella pálida faz la de Mason, el forastero. Uno de sus brazos y su camisa estaban empapados en sangre.
-Tome la vela -dijo Rochester.
Le obedecí. Él cogió el jarro de agua del lavabo. Humedeció la esponja y frotó con ella la cadavérica faz de Mr. Mason; luego me pidió el frasco de sales y lo aplicó a las narices del desvanecido. Mason abrió los ojos y se quejó. Rochester desabotonó la camisa del herido, cuyo brazo y hombro estaban vendados. Con la esponja comenzó a restañar la sangre.
-¿Es de peligro? -preguntó Mason.
-¡Bah! Un simple rasguño. Ten ánimo. Ahora voy a buscar un médico y confío que mañana estarás en estado de que te traslademos de aquí. Jane…
-¿Señor?
-Voy a dejarla sola, durante una hora o dos, con este señor. Usted le restañará la sangre si vuelve a tener hemorragia. Si se desmaya, le aplica agua a los labios y le da a oler las sales. No le hable bajo pretexto alguno. En cuanto a ti, Ricardo, no respondo de tu vida si abres los labios, si te mueves…
El pobre hombre volvió a quejarse, pero no se movió. Al parecer, el temor a la muerte o a lo que fuera le paralizaba. Rochester me entregó la esponja ensangrentada y yo comencé a usarla como le había visto hacer a él. Me miró por un instante y diciéndome: «Acuérdese: nada de conversación», salió del cuarto. Experimenté una sensación extraña cuando la llave giró en la cerradura y el rumor de sus pasos se apagó en la escalera.
Me hallaba en aquel fantástico tercer piso, encerrada en una de sus celdas en plena noche, sola con un hombre pálido y ensangrentado, y separada de una asesina, sólo por una puerta. Si lo demás era hasta cierto punto soportable, me estremecía al pensar en la posibilidad de que Grace Poole abriese y cayera sobre mí.
Sin embargo, no podía moverme. Debía cuidar de aquel hombre, cuyos labios estaban condenados al silencio, cuyos ojos se abrían y cerraban alternativamente, y ora erraban, temerosos, por la habitación, ora se fijaban en mí. De vez en cuando, humedecía la esponja para seguir restañando la sangre. A la luz de la vacilante bujía, veía las oscuras sombras de las tapicerías que me rodeaban, las más oscuras aún de las cortinas del vasto lecho antiguo y las puertas de un gran gabinete contiguo, divididas en doce paneles, en cada uno de los cuales estaba representada la cabeza de uno de los doce Apóstoles, coronándolos un crucifijo de ébano con un Cristo expirante.
La combinación de luces y sombras que producía la temblorosa llama de la vela me permitía ver, a intervalos, el barbado rostro de Lucas, la larga cabellera flotante de San Juan y hasta la diabólica faz de Judas el traidor, que parecía salirse de su marco y reproducir las formas mismas del propio Satán.
Yo escuchaba, tratando de percibir los movimientos de la fiera o demonio que se hallaba en la habitación interior. Pero desde que se fuera Mr. Rochester sólo oí, con grandes intervalos, tres sonidos: una pisada, una breve repetición de aquella especie de gruñido canino que a veces sintiera y un quejido humano.
¿Qué clase de criminal -pensaba yo- era aquella que vivía en una casa cuyo propietario no podía expulsarla ni someterla? ¿Qué misterio, ora suelto en llamas, ora en sangre, acontecía en aquellas noches oscuras? ¿Qué clase de ser era aquél?
¿Y por qué aquel hombre, aquel extranjero de tan insignificante aspecto que se hallaba ante mí, había sido envuelto en la ola de horror? ¿Por qué la Furia había caído sobre él? ¿Qué hacía a deshora en tal lugar inusitado de la casa, cuando debía encontrarse en su alcoba? ¿Qué le había traído hasta aquí? ¿Y por qué se resignaba a la violencia de que fuera víctima? ¿Por qué se sometía a la ocultación a que Rochester le forzaba? ¿Por qué Rochester toleraba aquello? Su huésped había sido agredido, su propia vida había corrido peligro una vez y, sin embargo, guardaba en secreto ambos atentados. Yo había visto a Mason aceptar la voluntad de Rochester: las pocas palabras cruzadas entre ellos me lo demostraban. Era evidente que en las anteriores relaciones de ambos la pasiva disposición de ánimo de uno de ellos debía haber sido influida por la energía del otro. ¿Por qué, pues, aquel abatimiento de Rochester cuando supo la llegada de Mason? ¿Por qué la noticia de la llegada de aquel a quien dominaba como a un niño había caído sobre él como un rayo sobre un roble?
Imposible olvidar su mirada y su palidez al murmurar: «Estoy anonadado, Jane», ni el temblor de su brazo al apoyarse, entonces, en el mío. Es imposible también esclarecer lo que podía impresionar de tal modo el resuelto ánimo y la energía de Fairfax Rochester.
«¿Cuándo vendrá, cuándo vendrá?», me preguntaba, impaciente, a lo largo de aquella interminable noche, mientras mi ensangrentado compañero sangraba más y más, suspiraba y desfallecía. Pero no llegaba el día ni nadie venía en nuestro socorro. Cada vez con más frecuencia había de aplicar agua a los exangües labios de Mason y hacerle oler las sales. Pero mis esfuerzos parecían estériles. Fuese la pérdida de sangre, el sufrimiento físico, el mental, o todo reunido, el caso era que aquel hombre estaba muy postrado. Se quejaba de un modo tal, parecía tan agotado y débil, que yo le suponía moribundo. ¡Y, sin embargo, no podía hablarle!
La bujía se apagó. A través de las cortinas de la ventana distinguí una claridad gris: el alba se aproximaba. Oí ladrar a Piloto y mi esperanza renació. Cinco minutos más tarde, la llave rechinó en la cerradura, y me sentí aliviada. La espera no debía de haber durado más de dos horas, pero muchas semanas de mi vida me parecieron más cortas que aquella noche.
Mr. Rochester entró y, con él, el médico que había ido a buscar.
-Escuche, Carter: sólo le doy media hora – dijo Mr. Rochester a su acompañante- para curar la herida, vendarla y poner a este hombre en condiciones de marcharse.
-¿Y si se desmaya al moverse?
-No se trata de nada serio. Es que es un hombre muy nervioso y…
Rochester descorrió las cortinas de la ventana. La luz del alba penetró y quedé extrañada y complacida al ver que la mañana estaba ya bastante avanzada. Por Oriente comenzaba a brillar una claridad rosada. Rochester se aproximó a Mason.
-¿Cómo te encuentras? -preguntó.
-Temo que muy mal -fue la desmayada respuesta. -¡Animo, hombre! No es nada. De aquí a quince días no te queda ni la señal. Has perdido algo de sangre y eso es todo. Carter: asegúrele que no hay peligro.
-Puedo hacerlo en conciencia, porque es verdad – dijo el médico-, pero es lástima que no me haya llamado antes. ¿Qué es esto? ¡La carne del hombro ha sido arrancada!
-Me mordió -murmuró Mason-. Se tiró a mí como una fiera cuando Rochester le quitó el cuchillo. -No debiste condescender en quedarte -dijo Rochester-. Debiste irte enseguida.
-Pero en circunstancias así, ¿qué iba a hacer? -repuso Mason-. Además, fue inesperado… ¡Estaba tan tranquila al principio!
-Ya te advertí que tuvieras cuidado cuando te acercases a ella -contestó su amigo-. Además, debiste esperar hasta hoy a visitarla conmigo. Fue una verdadera locura realizar esa entrevista por la noche y solo.
-Creía acertar.
-¡Creía, creía! Me impacienta oírte y ver que sufres por no haberme hecho caso. ¡De prisa, Carter, de prisa! El sol va a salir ya y tenemos que llevarnos a este hombre.
-Enseguida. El hombro está vendado ya. Ahora veamos la dentellada que tiene en el brazo.
-¡Ella bebía mi sangre y decía que deseaba devorar mi corazón! -murmuró Mason.
Rochester se estremeció. Una expresión de disgusto y horror contrajo su rostro. Pero no dijo más que: -Calla, Richard; no recuerdes aquellas palabras. No las repitas…
-No desearía más que olvidarlas -contestó el herido.
-Cuando te halles fuera de Inglaterra, en Puerto España, no pienses más en ella. Figúrate que está muerta y enterrada. Y mejor será aún que no te figures nada.
-Me será imposible olvidar esta noche.
-No te será imposible. Ten energía. También hace dos horas pensabas que ibas a morir y ya ves que vives. Ahora que Carter termina, tenemos que vestirte. Jane -dijo, volviéndose hacia mí por primera vez desde que entrara-: tome esta llave, vaya a mi cuarto, saque del guardarropa una camisa limpia y una bufanda y tráigalas, pero pronto.
Fui, hice lo que se me indicaba y volví con lo ordenado.
-Ahora -me dijo- retírese al otro lado de la cama mientras le arreglo, pero no se vaya. Quizá la necesitemos otra vez. ¿Ha habido alguna novedad mientras he estado fuera? -agregó.
-Ninguna.
-Conviene que nos vayamos cuanto antes, Dick -dijo Rochester-, tanto por ti como por esa pobre… Hasta ahora he logrado evitar el escándalo y no deseo echarlo a perder. Carter: ayúdeme a ponerle el chaleco. ¿Dónde te has dejado el abrigo de piel? No podrás andar ni una milla, dado el frío de este condenado clima, si no lo llevas. ¿En tu alcoba? Jane: vaya al cuarto de Mr. Mason, que es el inmediato al mío, y traiga un abrigo que encontrará en él.
De nuevo corrí, y de nuevo regresé, llevando un enorme abrigo guarnecido de piel.
-Aún tengo algo más que ordenarle, Jane -dijo él-. ¡Es magnífico que lleve usted esas zapatillas de terciopelo! No hubiéramos podido encontrar emisario más a propósito en esta ocasión. Abra el cajón de mi tocador y coja un frasquito y un vaso que verá.
Fui y volví trayendo lo solicitado.
-Muy bien. Ahora, doctor, voy a tomarme la libertad de administrar al paciente una dosis de este preparado, bajo mi responsabilidad. Es un cordial que adquirí en Roma a un charlatán italiano, un tipo a quien usted hubiese dado de puntapiés con gusto… No es cosa que pueda usarse a grandes dosis, pero es bueno en ciertas ocasiones, como ahora. Un poco de agua, Jane.
Llené el vaso hasta la mitad con agua de la botella del lavabo. Rochester vertió en el vaso una docena de gotas de un líquido rojo y lo ofreció a Mason.
-Bebe, Richard. Esto te dará el ánimo que te falta, al menos por una hora.
-¿No me perjudicará? -¡Bebe, hombre, bebe!
Mason bebió, considerando, sin duda, que era inútil toda resistencia. Ya estaba vestido, y no quedaba rastro de su desaliño ni de su ensangrentado aspecto de poco antes, aunque estaba muy pálido aún. Rochester le permitió permanecer sentado tres minutos más y después tomó su brazo.
-Ahora estoy seguro de que puedes sostenerte en pie -dijo.
El paciente se levantó.
-Cójalo por el otro brazo, Carter. Ea, Richard, vamos. ¡Eso es!
-Me siento mejor -observó Mason.
-¡Ya lo sabía yo! Ahora, Jane, haga el favor de adelantarse, salga por la puerta trasera y diga al cochero de la silla de posta que verá usted en el patio -o mejor dicho fuera, porque le he indicado que no entre- que esté preparado. Nosotros vamos andando. Si ve usted a alguien cuando baje, vuélvase al pie de la escalera, y tosa.
Eran las cinco y media y el sol iba a salir. La cocina estaba aún oscura y silenciosa. Abrí la puerta trasera de la casa con el menor ruido posible. El patio estaba silencioso. Las verjas se hallaban abiertas y junto a ellas había una silla de posta, con el cochero encaramado en el pescante. Me acerqué, le dije que los señores iban a bajar ya, asintió y yo miré en torno mío y escuché. Aún dormía todo en la naciente mañana. Las ventanas de los cuartos de la servidumbre estaban cerradas todavía. Algunos pajarillos gorjeaban en los árboles del huerto, cuyas ramas asomaban sobre uno de los muros del patio. De vez en cuando se sentían ruidos de caballos en las cuadras. Por lo demás, reinaba un silencio absoluto.
Los tres caballeros se presentaron. Mason, ayudado por Rochester y el médico, parecía andar con bastante facilidad. Le colocaron en la silla. Carter le siguió.
-Cuídele -dijo Rochester al último- y téngale en su casa hasta que esté bien del todo. Iré dentro de uno o dos días a ver cómo se encuentran. ¿Cómo te sientes, Richard?
-El aire fresco me reanima, Fairfax.
-Deje abierta la ventanilla, Carter. No hace viento. Buenos días, Dick.
-Fairfax… -¿Qué quieres?
-Cuídala bien y trátala todo lo mejor que puedas. Procura que…
Se interrumpió y rompió en lágrimas.
-Lo haré todo lo mejor posible, en efecto, como siempre lo he hecho y lo continuaré haciendo.
Cerró la puerta del coche y éste se puso en camino. -¡Hasta que Dios quiera poner fin a esto! -añadió Rochester, mientras cerraba las pesadas verjas. Y luego comenzó a andar con lento paso y abstraído aspecto hacia una puerta que se abría en el muro del huerto. Yo me preparaba a volver a la casa, cuando le oí decir: -¡Jane!
Había abierto la puerta y estaba parado, esperándome.
-Vamos a respirar un poco el aire puro -dijo-. Esa casa no es más que un calabozo. ¿No le parece? -A mí me parece magnífica.
-Su inexperiencia la ciega -repuso- y todo lo ve usted a través de un falso aspecto encantador. No comprende usted que el oro es barro y las sedas telarañas; el mármol, grosera pizarra, y las maderas barnizadas, despreciable leña… En cambio, aquí -y señalaba el lugar en que habíamos entrado- todo es real, bello y puro. Avanzó por un sendero circundado de boj. De un lado, lo sombreaban manzanos, perales y cerezos. Al otro había un pénsil de flores: belloritas, trinitarias, escaramujos de olor, abrótano y hierbas aromáticas, todo ello fresco y lozano en la radiante mañana de primavera. El sol apuntaba por Oriente y sus rayos besaban los árboles frutales y brillaban en los quietos muros.
-¿Quiere una flor, Jane? Cortó una rosa y me la ofreció. -Gracias, señor.
-¿Le gusta ver nacer el sol, Jane? ¿Este cielo donde flotan lejanas y brillantes nubes que se disiparán a medida que avance el día, esta atmósfera plácida y perfumada?
-Sí, me gusta mucho.
-Ha pasado usted una noche muy mala, ¿no? -Sí, señor.
-Está usted muy pálida. ¿Tuvo miedo cuando la dejé sola con Mason?
-Temía que saliese alguien del cuarto interior.
-Ya había cerrado yo la puerta con llave. ¿Iba a dejar a mi oveja -a mi oveja favorita- al alcance del lobo? Estaba usted bien segura.
-¿Cree que lo estaré mientras Grace Poole viva en la casa?
-No se asuste de Grace. No piense en ella siquiera, por favor.
-Me parece que ni la vida de usted está segura mientras ella continúe aquí.
-No tema. Ya me preocupo de mí también.
-¿Se ha alejado el peligro que temía anoche, señor? -No respondo de ello mientras Mason no esté fuera de Inglaterra… y entonces tampoco. La vida para mí, Jane, consiste en permanecer sobre el cráter de un volcán dormido que puede cualquier día entrar en erupción.
-Pero Mason me parece una persona dócil. Usted influye mucho sobre él y no creo que le dañe o le perjudique en nada.
-¡Oh, no desconfío de Mason! El peligro está en que, sin querer, pronuncie alguna palabra que me costara, si no la vida, al menos la felicidad.
-Dígale que sea precavido, hágale comprender los temores que usted siente y adviértale del peligro.
Él rió sarcásticamente, tomó mi mano y la apretó contra su pecho.
-Si eso fuera posible, bobita, ¿dónde estaría el peligro? Desaparecería instantáneamente. A Mason, desde que le conozco, me basta decirle «Haz esto», para que lo haga en el acto. Pero en este caso, no cabe hacer nada. Parece usted confundida y se confundirá más aún si… Usted es amiga mía, ¿no?
-Deseo serle útil y servirle en todo lo que sea razonable, señor.
-Ya lo he visto. Me parece apreciar verdadera satisfacción en todo su aspecto cuando usted me ayuda en algo, trabaja para mí y me complace en cuanto, como usted dice, «es razonable». Estoy seguro de que si la pidiera algo que no fuese razonable, mi amiga no huiría de mí, ni sentiría alegría, ni se pondría encarnada y le brillarían los ojos. No; mi amiga, en un caso así, se volvería hacia mí, serena y pálida, y me diría: «No, señor, porque no es razonable». Y permanecería tan inmutable como una estrella fija… En fin: usted puede influir en mí y hasta herirme aunque no la mostrara mi lado vulnerable.
-Si no tuviese usted que temer a Mr. Mason más que a mí, bien seguro estaría usted, señor.
-¡Ojalá fuera así! Vamos a sentarnos en ese banco, Jane. Adosado a la tapia había un banco bajo un dosel de hiedra. Se sentó y me hizo sitio. Pero yo permanecí en pie. -Siéntese -dijo-. El banco es suficiente para los dos. ¿Acaso teme sentarse a mi lado? ¿Se trata de una cosa irrazonable?
Mi contestación fue sentarme. Comprendí que no había motivo para la negativa.
-Ahora, amiguita mía, mientras el sol bebe el rocío, mientras se abren las flores de este viejo jardín, mientras los pájaros levantan el vuelo a fin de buscar comida para sus crías, voy a exponer a usted un caso que…, pero antes míreme y dígame si encuentra mal que la retenga o no le agrada permanecer aquí.
-No, señor. Estoy satisfecha.
-Entonces, Jane, llame en su ayuda a su imaginación y suponga que no es usted una muchacha bien educada y disciplinada, sino una niña caprichosa y mimada desde la niñez. Imagínese viviendo en un lejano país extranjero y dé por hecho que hubiera cometido un gravísimo error, no importa de qué clase o por qué motivos, pero cuyas consecuencias la persiguen a lo largo de toda su vida y amargan toda su existencia. Note que no hablo de un crimen, esto es, de verter sangre u otra cosa análoga que pongan al que lo comete bajo la acción de la ley. No; me refiero a un error. Los resultados de lo que usted ha hecho acaban convirtiéndose en insoportables y usted adopta medidas para aliviarlos, medidas inusitadas, pero no ilegales. Usted sigue sintiéndose desgraciada; la esperanza la abandona, el sol y la luna de su vida se eclipsan. Amargos y humillantes recuerdos son el único alimento de su memoria, y usted vagabundea de un sitio a otro buscando olvido en el destierro y felicidad en el placer, significando con esto el mero placer sensual. Con el corazón cansado y el alma marchita, vuelve usted a su casa tras años de voluntario destierro y halla usted a alguien -quién y cómo no hace al caso- en quien halla las cualidades que en vano ha buscado usted durante veinte años; cualidades en plena lozanía, no acompasadas por corrupción de clase alguna. Su trato le hace revivir, le regenera, experimenta mejores sentimientos y deseos más puros. Desea usted volver a empezar su vida y terminarla de un modo más digno de un ser humano. Para alcanzar este fin, ¿encontraría usted justificado saltar sobre un obstáculo, un impedimento meramente convencional, que ni la conciencia santifica ni la razón aprueba?
Calló, esperando mi contestación. ¿Qué podía yo decir? En vano deseé que algún genio amigo me sugiriese una respuesta satisfactoria y sensata. El viento Oeste agitaba la hiedra, pero ningún amable Ariel le hacía servir de vehículo de sus consejos.
Los pájaros cantaban en las ramas, pero su canto, aunque dulce, no me decía nada.
Mr. Rochester insistió:
-Si el vagabundo pecador, ahora quieto y arrepentido, desafiando la opinión del mundo, uniese a su vida la de la amable, bondadosa y gentil mujer a quien ama, ¿aseguraría la paz de su alma y la regeneración de su vida?
-Señor -repuse-: creo que el reposo de un vagabundo y la reforma de un pecador no dependen de otro ser humano. El hombre puede corregirse por sí mismo, si reconoce que yerra.
-Pero se necesita un instrumento. Dios, que impone el trabajo, da la herramienta. Yo, se lo digo sin ambages, he sido un hombre disoluto, un vagabundo, un… Creo haber hallado ahora el instrumento para mi salvación y…
Se detuvo. Los pájaros cantaban y las hojas de los árboles se balanceaban impulsadas por el viento. Me sorprendió que unos y otras no suspendieran sus cantos y sus movimientos para escuchar la interrumpida revelación. Pero hubieran tenido que esperar mucho, tanto como aquel silencio se prolongó… Cuando, al fin, osé mirar a mi interlocutor, él a su vez estaba mirándome a mí.
-Amiguita mía -dijo, con tono totalmente distinto, ya sin dulzura ni gravedad algunas, sino con sarcasmo y dureza-: ¿ha notado usted la tierna inclinación que experimento hacia Blanche Ingram? ¿Cree que si me caso con ella me regenerará?
Se levantó de pronto, se alejó hasta el extremo del sendero y volvió tarareando un cantar.
-Jane -dijo-: está usted palidísima. ¿No abomina de mí, que la he hecho pasar la noche en vela?
-No, señor.
-Confírmelo con un apretón de manos. ¡Qué frías las tiene! Estaban mucho más cálidas esta noche, a la puerta de la habitación misteriosa. ¿Cuándo volverá a velar conmigo otra vez?
-Cuando pueda serle útil, señor.
-Por ejemplo, la noche antes de mi boda. Estoy seguro de que esa noche no podré dormir. ¿Me promete usted sentarse entonces a mi lado haciéndome compañía? A usted puedo hablarle de mi amada, puesto que la conoce.
-Sí, señor.
-Blanche es admirable, ¿verdad? -Sí, señor.
-Robusta, alta, morena, con un cabello como debían tenerlo las mujeres de Cartago… ¡Caramba! Dent y Lynn están ya en las cuadras.
Se fue por un lado, yo me fui por otro y a poco le oí hablar diciendo tranquilamente:
-Mason se ha ido hoy antes de salir el sol. Me levanté a las cuatro para despedirle.