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Capítulo 23

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Hacía un tiempo espléndido, como de mediados de verano, con un cielo tan puro y un sol tan radiante, que se diría que una bandada de días italianos, a la manera de magníficos pájaros, hubiese venido desde el Sur hasta Inglaterra. El heno había sido segado por completo. Los campos circundantes estaban verdes, los árboles en flor, los bosques pomposos y los setos magníficos de frutos y florecillas.

Una tarde de aquel verano, Adèle, que se había fati­gado mucho cogiendo fresas silvestres por la tarde en el camino de Hay, se acostó en cuanto se puso el sol, y yo, después de asegurarme de que la niña dormía, bajé al jardín.

Era la hora más grata de las veinticuatro del día. Por Occidente, donde el sol acababa de desaparecer, se ex­tendía ahora una espléndida mancha de púrpura, ar­diente como el rubí o como la llama, surgiendo tras lo alto de una colina, y extendiéndose más tenue a medida que se elevaba, hasta la mitad del cielo. Por Oriente, el cielo ostentaba un suave azul y brillaba en él una estrella como una joya. En breve saldría la luna, pero ahora no asomaba todavía en el horizonte.

Primero paseé ante la casa, mas un bien conocido olor de cigarro que salía por la abierta ventana de la bibliote­ca me hizo comprender que podían verme, y entonces me interné en el huerto. Imposible encontrar un sitio más paradisíaco. Estaba lleno de árboles y flores, un alto muro lo separaba del patio y una avenida de hayas conducía al prado de frente al edificio. Un seto aislaba el huerto de los solitarios campos, y un caminito bordeado de laureles y que terminaba en un gigantesco castaño rodeado de un asiento circular conducía al extremo del seto. El silencio era absoluto, la sombra grata. Mas ape­nas había caminado algunos pasos me detuve al percibir cierta cálida fragancia en el ambiente. No procedía de los rosales silvestres, ni de los abrótanos, jazmines, cla­veles y rosas que colmaban el jardín. No: aquel nuevo aroma era el del cigarro de Mr. Rochester.

Miré a mi alrededor y escuché. Vi árboles cargados de fruta y oí trinar a un ruiseñor, pero no distinguí ninguna forma humana ni sentí paso alguno. Sin embargo, el aroma se hacía más intenso. Debía marcharme. Me diri­gí a un portillo que daba al campo y en aquel momento divisé a Mr. Rochester. Me detuve, procurando pasar disimulada bajo la hiedra que cubría el muro. Mr. Ro­chester seguramente no estaría mucho tiempo allí y, si yo me quedaba donde estaba, podía pasar inadvertida.

Pero aquel antiguo jardín era tan agradable para él como para mí. Lo recorría lentamente, parándose de vez en cuando, ora para contemplar las parras cargadas de uvas grandes como ciruelas, ora para coger una cere­za o para contemplar una flor. Una enorme libélula voló a mi lado, se detuvo en una planta a los pies de Roches­ter y éste se inclinó a fin de examinarla.

«Ahora está de espaldas a mí -pensé-; acaso, si me deslizo en silencio, pueda irme sin que me oiga.» Avancé sobre la hierba, queriendo evitar que mis pa­sos sobre la arena me traicionaran. Cuando pasé a una vara o dos de él, que parecía absorto en contemplar la libélula, dijo, sin volverse:

-Venga a ver esto, Jane.

No había hecho ruido, él no me dirigía la mirada. ¿Cómo sabía que yo me hallaba allí? Me detuve y al fin me acerqué a él.

-Mire qué alas tiene -dijo-. Parece un insecto de las Antillas. Nunca he visto ninguno tan grande y her­moso en Inglaterra. ¡Ah, ya vuela!

La libélula se había ido. Yo inicié también la retirada, pero Rochester me siguió. Al llegar al portillo dijo: -Quedémonos. Es lamentable permanecer en casa en una noche tan hermosa como ésta. ¿A quién puede complacerle acostarse a esta hora? Vea: mientras la últi­ma claridad del crepúsculo brilla a lo lejos, por el otro extremo del horizonte nace la luna.

Uno de mis defectos es que, aunque habitualmente tengo la lengua pronta para cualquier respuesta, en oca­siones no sé encontrar palabras adecuadas con que ne­garme a algo, y ello coincide siempre con los momentos en que más precisaría un pretexto plausible. No me agradaba pasear a solas a aquellas horas con Mr. Ro­chester por el huerto, pero no supe cómo excusarme. Le seguí con lentos pasos, pensando en el modo de librarme de aquella complicación. Pero él parecía tan sereno y grave, que me avergoncé de mis temores.

-Jane -comenzó cuando íbamos por el sendero en­tre laureles hacia el castaño rodeado de un banco-, ¿verdad que Thornfield es un sitio muy agradable en verano?

-Sí, señor.

-Usted debe de sentir cierto cariño a la casa, porque tiene usted muy desarrollada su capacidad afectiva y sabe apreciar lo bello.

-En efecto, experimento afecto hacia Thornfield. -Y hasta me parece que, no sé cómo, ha tomado usted cariño a esa tontita de Adèle y a esa pobre Mrs. Fairfax.

-Sí, señor: las aprecio, a cada una en un sentido. -¿Le disgustaría separarse de ellas?

-Sí.

-Es lástima -se interrumpió y suspiró. Luego siguió diciendo-: Siempre sucede en la vida que, cuando uno encuentra un sitio donde se halla a gusto, se ve en la precisión de abandonarlo…

-¿Es necesario que me vaya de Thornfield? -pre­gunté.

-Lo siento, Jane, pero creo que sí. Me sentí anonadada, mas lo disimulé.

-Bien, señor. Me preparé para cuando usted me dé la orden de irme.

-Esta misma noche. -¿Es que va a casarse?

-E-xac-ta-men-te -silabeó-. Se muestra usted tan sagaz como de costumbre.

-¿Pronto señor?

-Tan pronto que… Miss Eyre: usted recordará que cuando yo, o la voz pública, le informaron de mi inten­ción de ofrecer mi cerviz de soltero al sagrado yugo del matrimonio, de acoger en mi amante pecho a Miss In­gram… Pero escúcheme, Jane, y no vuelva la cabeza para mirar las mariposas… Usted recordará que fue la primera en decirme, con toda discreción y respeto, como conviene a su posición, que en caso de que yo me casara con Miss Ingram, era preferible que usted y Adèle se fueran de la casa. Prescindo de la calumniosa man­cha que esa sugerencia arroja sobre el angelical carácter de mi adorada y me limito, mi dulce Jane, a apreciar lo que en su indicación hay de prudente y a convertirla en mi línea de conducta. Adèle será enviada al colegio y usted, Miss Eyre, no tiene más salida que buscar otro empleo.

-Sí señor. Yo fui la primera en indicárselo, más su­ponía…

Iba a concluir: «que podría continuar aquí hasta que hallase otro puesto»; pero callé.

No me atrevía a hablar mucho, temiendo que mi voz delatara lo que sentía.

-La boda se celebrará de aquí a un mes -siguió Ro­chester-, y he buscado ya otro empleo para usted. -Gracias, señor: siento que…

-No, no; nada de gracias. Entiendo que cuando un empleado cumple su deber tan bien como usted lo ha cumplido, tiene derecho a que su patrón le ayude. Mi futura suegra me ha hablado de una plaza que segura­mente le convendrá: se trata de encargarse de la educa­ción de las cinco hijas de Mr. Dionysius O’Gall, de Bit­ternutt Lodge, en Connaught. Es en Irlanda. Le gustará Irlanda. Según dicen, los irlandeses son muy afectuosos. -Está muy lejos, señor.

-¿Qué importa? A una muchacha como usted no creo que le asuste un viaje largo.

-No es el viaje, sino la distancia y el mar, que es una barrera que me separaría de…

-¿De qué?

-De Inglaterra, y de Thornfield, y de… -¿De…?

-De usted, señor…

Lo dije casi involuntariamente, mientras lágrimas si­lenciosas bañaban mi rostro. La mención del señor O’Gall, de Bitternutt Lodge, había dejado frío mi co­razón, y más aún el pensamiento del mar, del mar in­menso, revuelto y espumoso, que había de interponerse entre mi persona y aquel hombre a cuyo lado paseaba y a quien amaba de un modo espontáneo, superior a mi voluntad.

-Es muy lejos -repetí.

-Desde luego. Y cuando usted esté en Bitternutt Lodge, no volveremos a vernos más. Me parece induda­ble. No creo ir nunca a Irlanda; no es un país que me atraiga en exceso… Hemos sido buenos amigos, ¿ver­dad,Jane?

-Sí.

-Bien. Pues cuando dos buenos amigos se separan, emplean el corto tiempo que les queda de estar juntos en hablar un poco de sí mismos. Ea, hablemos tranqui­lamente durante media hora, mientras las estrellas bri­llan en el cielo que nos cubre… Sentémonos en este ban­co del castaño, ya que nuestro destino es no volver a sentarnos juntos más.

Cuando nos hubimos acomodado, continuó:

-En efecto, Jane: el viaje a Irlanda es largo y la tra­vesía incómoda y siento que mi amiguita haya de verse obligada a… Pero ¿cómo ayudarla si no? ¿Experimenta usted algún sentimiento respecto a mí, Jane?

No pude contestar. Mi corazón desbordaba. -Porque yo lo experimento por usted -continuó-, sobre todo cuando estamos juntos, como ahora. Es como si en el lado izquierdo de mi pecho tuviese una cuerda que vibrara al mismo ritmo que otra que usted tuviese en análogo lugar y se uniera de un modo invisi­ble a la mía. Y si ese endiablado canal y doscientas mi­llas de tierra van a separarnos, temo que ese lazo que nos une se rompa. Por lo qué a mí concierne, estoy segu­ro de que la rotura va a producirme una incontenible hemorragia. Y usted…

-Yo nunca, señor, usted sabe… No pude continuar.

-¿Oye cómo canta ese ruiseñor, Jane? Escuche. Escuché y de pronto rompí a llorar convulsivamente, estremeciéndome de pies a cabeza. Imposible soportar más lo que sufría. Cuando pude hablar, fue para expre­sar con vehemencia el deseo de no haber nacido nunca o no haber ido jamás a Thornfield.

-¿Cómo? ¿Le disgusta tanto irse de aquí?

-Me disgusta irme de Thornfield. Amo este lugar, y lo amo porque en él he vivido una vida agradable y ple­na, momentáneamente al menos, porque no he sido re­bajada a vivir entre seres inferiores ni excluida de toda relación con cuanto es superior y dinámico. He podido hablar con alguien a quien admiro, en cuyo trato me complazco… Un cerebro poderoso, amplio, original… En una palabra, le he conocido a usted, Mr. Rochester, y me asusta pensar en irme de su lado. Reconozco que debo marchar, pero lo reconozco como podría recono­cer la necesidad de morir.

-¿Y qué necesidad tiene de irse? -preguntó de pronto.

-Usted mismo me lo ha dicho, señor. -¿A propósito de qué?

-De Miss Ingram, su noble y bella prometida… -¿Qué prometida? Yo no tengo prometida. -Pero se propone tenerla…

-Sí, me lo propongo… -masculló.

-De modo que debo irme. Usted lo ha dicho. -No: usted se quedará. Se lo juro y cumpliré el ju­ramento.

-¡Y yo le digo que me iré! -exclamé con vehemencia-. ¿Piensa que me es posible vivir a su lado sin ser nada para usted? ¿Cree que soy una autómata, una máquina sin sentimientos humanos? ¿Piensa que porque soy pobre y oscura carezco de alma y de corazón? ¡Se equivoca! ¡Tengo tanto corazón y tanta alma como usted! Y si Dios me hubiese dado belleza y riquezas, le sería a usted tan amargo separarse de mí como lo es a mí separarme de usted. Le hablo prescindiendo de convencionalismos, como si estuviésemos más allá de la tumba, ante Dios, y nos halláse­mos en un plano de igualdad, ya que en espíritu lo somos.

-¡Lo somos! -repitió Rochester. Y tomándome en sus brazos me oprimió contra su pecho y unió sus labios a los míos-. ¡Sí, Jane!

-O tal vez no -repuse, tratando de soltarme-, porque usted va a casarse con una mujer con quien no simpatiza, a quien no puedo creer que ame. Yo rechaza­ría una unión así. Luego yo soy mejor que usted. ¡Déje­me marchar!

-¿Adónde, Jane? ¡A Irlanda!

-Sí, a Irlanda. Lo he pensado bien y ahora creo que debo irme.

-Quédese, Jane. No luche consigo misma como un ave que, en su desesperación, despedaza su propio plu­maje.

-No soy un ave, sino un ser humano con voluntad personal, que ejercitaré alejándome de usted. Haciendo un esfuerzo, logré soltarme y permanecí en pie ante él.

También su voluntad va a decidir de su destino -repuso-. Le ofrezco mi mano, mi corazón y cuanto poseo.

-Se burla usted, pero yo me río de su oferta.

-La pido, que viva siempre a mi lado, que sea mi mujer.

-Respecto a eso, ya tiene usted hecha su elección. -Espere un poco, Jane. Está usted muy excitada. Una ráfaga de viento recorrió el sendero bordeado de laureles, agitó las ramas del castaño y se extinguió a lo lejos. No se percibía otro ruido que el canto del ruise­ñor. Al oírlo, volví a llorar. Rochester, sentado, me contemplaba en silencio, con serenidad, grave y amable­mente. Cuando habló al fin, dijo:

-Siéntese a mi lado, Jane, y expliquémonos. -No volveré más a su lado.

-Jane, ¿no oye que deseo hacerla mi mujer? Es con usted con quien quiero casarme.

Callé, suponiendo que se burlaba. -Venga, Jane.

-No. Su novia nos separa.

Se puso en pie y me alcanzó de un salto.

-Mi novia está aquí -dijo, atrayéndome hacia sí-: es mi igual y me gusta. ¿Quiere casarse conmigo, Jane? No le contesté; luchaba para librarme de él. No le creía.

-¿Duda de mí, Jane? -En absoluto. -¿No tiene fe en mí? -Ni una gota.

-Entonces, ¿me considera usted un bellaco? -dijo con vehemencia-. Usted se convencerá, incrédula. ¿Acaso amo a Blanche Ingram? No, y usted lo sabe. ¿Acaso me ama ella a mí? No, y me he preocupado de comprobarlo. He hecho llegar hasta ella el rumor de que mi fortuna no era ni la tercera parte de lo que se su­ponía, y luego me he presentado a Blanche y a su ma­dre. Las dos me han acogido con frialdad. No puedo, ni debo, casarme con Blanche Ingram. A usted, tan rara, tan insignificante, tan vulgar, es a quien quiero como a mi propia carne, y a quien ruego que me acepte por es­poso.

-¿A mí? -exclamé, empezando a creerle, en vista de su apasionamiento y, sobre todo, de su ruda franque­za-. ¡A mí, que no tengo en el mundo otro amigo que usted, si es que usted se considera amigo mío, y que no poseo un chelín, no siendo los que usted me paga!

-A usted, Jane. Quiero que sea mía, únicamente mía. ¿Acepta? ¡Diga inmediatamente que sí!

-Mr. Rochester, déjeme mirarle la cara. Vuélvase de modo que le ilumine la luna.

-¿Para qué?

-Porque quiero leer en su rostro.

-Bien; ya está. Creo que mi rostro no le va a parecer más legible que una hoja tachada, pero en fin, lea lo que quiera, con tal de que sea pronto.

Su faz estaba muy agitada. Tenía las facciones contraí­das y una extraña luz brillaba en sus ojos.

-¡Me tortura usted, Jane! -exclamó-. Por muy franca y bondadosa que sea su mirada, me escudriña de un modo…

-¿Cómo voy a torturarle? Si dice usted la verdad y su oferta es sincera, mis sentimientos no pueden ser otros que los de una gratitud infinita. ¿Cómo voy a tor­turarle con ella?

-¿Gratitud? Jane -ordenó, perentoriamente-, dí­game así: «Edward, quiero casarme contigo.»

-¿Es posible que me quiera usted de verdad? ¿Qué se propone hacerme su mujer?

-Sí; se lo juro, si lo desea.

-Entonces, señor, sí quiero casarme con usted. -Señor, no. Di Edward, mujercita mía.

-¡Oh, querido Edward!

-Ven, ven conmigo -y rozando mis mejillas con las suyas y hablándome al oído, murmuró-: Hazme feliz y yo te haré feliz a ti.

De haberle amado menos, hubiese pensado que su as­pecto y su mirada mostraban una alegría casi salvaje, pero libre de la pesadilla de la marcha, abriéndose ante mí el paraíso de la dicha que se me ofrecía, sólo pensaba en beber hasta la última gota de aquel néctar. Una y otra vez, Rochester me preguntaba: «¿Te sientes feliz, Jane?» Y una y otra vez le respondía: «Sí.» Le oí mur­murar para sí:

-Sé que Dios no deja de aprobar lo que hago. La opinión del mundo me es indiferente, y desafío la crítica de los hombres.

La luna ya no brillaba, estábamos en sombras y yo no podía ver apenas el rostro de Rochester, a pesar de lo cerca que me hallaba de él. El viento soplaba entre los laureles y movía, con sordo rumor, las ramas del castaño.

-Tenemos que entrar -dijo Rochester-: el tiempo cambia. Quisiera estar contigo hasta mañana, Jane.

«Y yo contigo», pensé. Y quizá lo hubiese dicho si en aquel momento un relámpago no me hubiera dejado deslumbrada, obligándome a ocultar mis ofuscados ojos contra el hombro de Rochester.

Comenzó a llover con furia. Él me arrastró velozmen­te por el sendero hacia la casa, pero antes de que cruzá­semos el umbral estábamos empapados. Mientras Ro­chester me quitaba el chal y alisaba mi cabello despeina­do por el agua, Mrs. Fairfax salió de su cuarto. Ni él ni yo reparamos en ella. La lámpara estaba encendida. El reloj daba en aquellos momentos las doce.

-Quítate en seguida la ropa, ¡Estás calada! Buenas noches, queridita -dijo Rochester.

Me besó repetidas veces. Al separarme de él distinguí a la viuda, mirándonos, grave, pálida y asombrada. La sonreí y corrí escaleras arriba. «Dejemos la explicación para otra vez», pensé. No obstante, ya en mi cuarto me turbó algo la idea de suponer lo que ella podría pensar de lo que había visto, pero mi alegría borró pronto los demás sentimientos y pese a la violencia con que soplaba el viento, a la frecuencia y fragor con que sonaba el true­no, a los lívidos relámpagos y a la lluvia que cayó a to­rrentes durante dos horas, no sentía ni el más pequeño temor. Mientras persistió la tormenta, Rochester llamó tres veces a mi puerta para preguntarme si necesitaba algo.

A la mañana siguiente, antes de levantarme, Adèle vino corriendo a decirme que por la noche había caído un rayo en el castaño del huerto y lo había medio des­truido.

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