Jane Eyre – Charlotte Brontë
Por otro lado, las privaciones o, mejor, las asperezas de Lowood iban disminuyendo. Se acercaba la primavera, las escarchas del invierno habían cesado, sus nieves se habían derretido y sus helados vientos se templaban. Mis martirizados pies, acerados por el agudo cierzo de febrero, mejoraban con el suave aliento de abril. Las mañanas y las noches ya no eran de aquel frío polar que hacía helar la sangre en nuestras venas. Ya podíamos jugar en el jardín, al aire libre, durante la hora de recreo. Empezaban a asomar los primeros brotes de flor; azafraneros, trinitarias y campánulas blancas. Las tardes de los jueves se consideraban festivas. Dábamos durante ella largos paseos y podíamos ver florecitas más bellas aún en el borde de los caminos.
A abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los días eran de sol y de cielo azul y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetación crecía lujuriante. El jardín de Lowood estaba verde, florecía por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya cubiertos de hojas. Brotaban, espléndidas, infinitas plantas silvestres. Mil variedades de musgo cubrían el suelo.
Más allá de las tapias del jardín se elevaban, frondosas, las colinas a la sazón deslumbrantes de verdor, dominando el recinto del colegio.
Pero si el lugar tenía ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran tan encantadoras.
El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus penetró en los dormitorios y en los cuartos de estudio donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba convertido en un hospital.
La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los fríos sufridos, el descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a la infección y cincuenta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos habían prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción hubiéramos estado en libertad por falta de personal suficiente para vigilarnos. Miss Temple pasaba el día en el dormitorio de las enfermas y sólo lo abandonaba por la noche para descansar algunas horas. Las profesoras estaban ocupadas con los preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tenían parientes que podían sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi todas, sólo salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y fueron enterradas rápidamente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no consentía dilaciones.
Mientras la desgracia se había convertido en huésped permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visitante, mientras entre sus muros todo era sombrío y terrible, mientras los cuartos y los pasillos hedían a hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de mortalidad, mayo, fuera, brillaba más bellamente que nunca en las colinas y en los bosques que nos rodeaban. Crecían en el jardín las plantas de malva altas como árboles; se abrían las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: sólo servía para engalanar las tapas de sus ataúdes.
Yo y las demás que no estábamos enfermas gozábamos a nuestro placer de las bellezas que nos rodeaban. Nos dejaban correr por el bosque, como gitanillas, de la mañana a la noche, y vivíamos como queríamos. También en los demás aspectos estábamos ciertamente mucho mejor. Mr. Blocklehurst y su familia no se acercaban ahora nunca a Lowood, el ama de llaves se había marchado por miedo a la infección, y su sucesora, antigua matrona en el dispensario de Lowton, era más tolerante y más compasiva. Además, éramos menos a comer, ya que las enfermas tomaban muy poco alimento, y nuestros platos estaban siempre más llenos que antes. Cuando no había tiempo de preparar una comida en regla, lo que ocurría a menudo por entonces, se nos daba un trozo de pastel frío o un pedazo de pan y queso, y nos íbamos a comerlo al bosque a nuestras anchas.
Mi lugar favorito era una piedra ancha y lisa a la que se llegaba atravesando un arroyo del bosque, operación que yo realizaba después de descalzarme. La piedra era lo bastante amplia para permitir que se instalara en ella conmigo otra niña: Mary Ann Wilson, algunos años mayor que yo, y a la que eligiera por camarada porque su trato me complacía mucho. Como conocía la vida mejor que yo, me contaba muchas cosas que me encantaban. Mi curiosidad, a su lado, quedaba bien satisfecha. Me perdonaba fácilmente mis defectos y no trataba de imponer su criterio sobre mis opiniones. Tenía un turno para hablar y yo otro para preguntar. Así, solíamos andar siempre juntas, experimentando mucho placer, si no mucha ventaja, en nuestra relación.
¿Qué se había hecho de Helen Burns? ¿Por qué yo no compartía con ella mis días de dulce libertad? ¿Me había cansado de su compañía? Mary Ann era, de cierto, muy inferior a mi primera amiga: sólo podía contarme algún cuento divertido, mientras Helen me hubiera ofrecido con su conversación puntos de vista más vastos.
Pese a todos mis defectos, no me había cansado de Helen, ni dejado de abrigar hacia ella un sentimiento tan devoto, profundo y tierno como nunca experimentara mi corazón. ¿Y cómo podía ser de otro modo si Helen no dejaba jamás de manifestarme una amistad leal y serena, jamás interrumpida por disgustos ni malos humores?
Pero Helen se encontraba entonces enferma y yo había dejado de verla hacía varias semanas. No estaba en la zona del edificio destinada a las demás pacientes, porque su enfermedad no era tifus, sino tuberculosis, dolencia que yo, en mi ignorancia, creía susceptible de curarse con tiempo y cuidados.
Me confirmaba esta idea el hecho de que, una o dos veces, cuando las tardes eran muy buenas y calurosas, Miss Temple solía sacar a Helen al jardín. Mas yo no le podía hablar, porque ella, sentada en la galería, estaba a mucha distancia de mí, que me hallaba en el bosque.
Una tarde, a principios de junio, estuve en el bosque con Mary Ann hasta muy tarde. Como de costumbre, nos habíamos separado de las demás y nos alejamos tanto que nos extraviamos. Para orientarnos tuvimos que preguntar en una cabaña solitaria. Al regresar, ya había salido la luna. A la puerta del jardín estaba una jaca, que reconocimos como la del médico. Mary Ann sugirió que alguna debía hallarse muy mal cuando llamaban a Mr. Bates tan tarde.
Ella penetró en la casa. Yo me quedé unos minutos plantando en mi parcela del jardín unas raíces que había recogido en el bosque y que temía que se secasen si las dejaba para la mañana siguiente.
Terminada mi tarea, permanecí allí un breve rato aún. Olían suavemente las flores, caía el rocío, la noche era apacible, cálida y majestuosa. La brisa del Oeste prometía un día siguiente tan bueno como el que acababa de terminar. La luna se levantaba lentamente en el cielo.
Yo contemplaba aquel espectáculo gozando de él tanto como puede gozar un niño. Y en mi mente se elevó un pensamiento nuevo en mí hasta entonces:
«¡Qué triste es estar enfermo, en peligro de muerte! El mundo es hermoso. ¡Qué terrible debe de ser que le arrebaten a uno de él para ir a parar Dios sabe dónde!»
Mi cerebro hizo entonces su primer esfuerzo para comprender cuanto en él se había imbuido respecto al cielo y al infierno. Por primera vez me sentí conturbada y horrorizada. Y por primera vez también, mirando en torno mío, me sentí rodeada por un abismo impenetrable. Sólo existía un punto firme: el mundo en que me apoyaba, y todo en torno, eran nubes imprecisas y profundidades vacías. Me estremecí ante el pensamiento de verme alguna vez precipitada en aquel caos. Mientras meditaba estas ideas, oí abrirse la puerta. Mr. Bates salía y una celadora iba con él. Cuando el médico hubo montado y partido, corrí hacia la mujer.
-¿Cómo está Helen Burns? -Muy mal -me contestó. -¿Es ella a quien Mr. Bates ha visitado? -Sí.
-¿Y qué dice?
-Que no estará aquí mucho tiempo.
De haber oído tal frase el día anterior, yo hubiera deducido que mi amiga iba a ser trasladada a Northumberland, a su propia casa. No habría sospechado que aquello significaba que Helen iba a morir.
Pero en aquel momento lo comprendí inmediatamente. Me pareció evidente que los días de Helen en este mundo estaban contados y que iba a pasar a la región de los espíritus. Me sentí horrorizada y disgustada y a la vez experimenté la imperiosa necesidad de verla. Pregunté, pues, en qué cuarto se hallaba.
-En la habitación de Miss Temple -contestó la celadora.
-¿Puedo ir a verla?
-No, niña, no. No es posible. Anda, entra. Esta hora es mala para estar aquí fuera. Te expones a coger la fiebre.
La mujer cerró la puerta y me dirigí al salón de estudio. Ya era el momento. El reloj daba las nueve y Miss Miller comenzaba a llamar a las discípulas para ir al dormitorio.
No pude conciliar el sueño y, unas dos horas más tarde, cuando sentí que todas mis compañeras dormían, me levanté sin miedo, me puse el vestido sobre la ropa de noche y, descalza, salí en busca del cuarto de Miss Temple. Estaba al otro extremo de la casa, pero yo conocía el camino y, a la luz de una espléndida luna de verano que entraba, aquí y allá, por las ventanas de los corredores, me orienté sin dificultades. Un fuerte olor de alcanfor y vinagre invadía los pasillos próximos al dormitorio de las enfermas.
Pasé junto a la puerta cautelosamente, para que la celadora que pasaba la noche en el dormitorio no me sintiese. Temía que me descubrieran y me hiciesen volver atrás. Y yo necesitaba ver a Helen. Quería abrazarla antes de morir, darle el último beso, cambiar con ella la última palabra.
Descendí una escalera, atravesé parte del piso bajo y abrí y cerré silenciosamente dos puertas. Subí otro tramo de escalera y me encontré ante la alcoba de Miss Temple.
Reinaba un silencio profundo. Se filtraba una suave luz por el agujero de la cerradura y bajo la puerta, que estaba entornada, sin duda para que la enferma pudiese respirar aire fresco. Impaciente y angustiada, empujé el batiente. Mis ojos buscaron, ansiosos, a Helen. Temía encontrarla muerta.
Contiguo al lecho de Miss Temple y medio tapada por sus cortinas blancas, había una camita. Divisé bajo las ropas de la cama una forma humana, pero la cara estaba cubierta por los tapices. La sirvienta a quien yo hablara en el jardín dormía, acomodada en una butaca. Una bujía a medio consumir ardía sobre la mesa. Miss Temple no estaba. Luego supe que había sido llamada para atender a una enferma que sufriera un acceso de delirio. Avancé; me detuve al lado de la cama. Mi mano tocó la cortina. Pero preferí hablar antes que mirar: me asustaba la posibilidad de encontrar un cadáver. -Helen-murmuré suavemente-: ¿Estás despierta? Ella se movió y separó las cortinas. Su rostro aparecía pálido y consumido, pero tranquilo como siempre. Me pareció tan poco cambiada, que mi temor se disipó instantáneamente.
-¿Es posible que seas tú, Jane? -me dijo con su amable voz de costumbre.
«No -pensé-: no es posible que vaya a morir. No moriría con esa serenidad ni hablaría como habla. Están equivocados».
Me incliné sobre mi amiga y la besé. Su frente estaba helada. Sus mejillas, sus manos, sus muñecas, estaban heladas también y parecían transparentes. Pero su sonrisa era la habitual.
-¿Cómo has venido, Jane? Son más de las once: las he oído dar hace algunos minutos.
-He venido a verte, Helen. Me han dicho que estabas mala y no he podido dormirme sin hablarte primero.
-Has llegado a tiempo de decirme adiós. Probablemente será el último.
-¿Es que te vas, Helen? ¿Te llevan a tu casa? -Sí, a mi casa; a mi última casa, a la definitiva. -No, no, Helen-murmuré, acongojada.
Y, mientras trataba de reprimir mis lágrimas, un golpe de tos acometió a mi amiga. No obstante, no despertó a la celadora. Cuando hubo pasado el acceso, me cuchicheó:
-Jane, tienes los pies desnudos. Tápatelos con mi colcha.
Lo hice así: ella me abrazó y permanecimos un rato juntas, muy apretadas. Ella dijo, luego, siempre en voz baja:
-Soy feliz, Jane. No creas que me he disgustado cuando he oído decir que iba a morir. Todos hemos de morir alguna vez. Además, esta enfermedad no es cruel: hace sufrir poco y no perturba los sentidos. No dejo quienes me lloren. Tengo padre, pero últimamente ha vuelto a casarse y no me echará gran cosa de menos. Muriendo joven, me evito muchos sufrimientos. Yo no tengo cualidades ni dotes para abrirme camino en el mundo y estaría siempre, si viviese, cometiendo errores.
-Pero ¿qué va a ser de ti, Helen? ¿Acaso sabes adónde vas a ir a parar?
-Sí, lo sé, porque tengo fe. Voy a reunirme con Dios, nuestro creador. Me entrego en sus manos y confío en su bondad. Cuento con impaciencia las horas que faltan para ese venturoso momento. Dios es mi padre y mi amigo: le amo y creo que Él me ama a mí.
-¿Volveré a verte, Helen, después…, después de mi muerte?
-Sí, vendrás a la misma mansión de dicha y el mismo Padre de todos te recibirá, Jane.
Hubiera querido preguntarle dónde estaba aquella mansión y si existía, pero callé. Abracé otra vez a Helen y escondí mi cabeza en su pecho. Ella me dijo, con dulce tono:
-¡Qué a gusto me siento! El último golpe de tos me fatigó un poco y creo que ahora podría dormirme. Pero no es necesario que te vayas, Jane. Me encuentro muy bien a tu lado.
-Estaré contigo, Helen. No me iré de aquí. -¿Estás calientita?
-Sí.
-Entonces, que descanses, Jane.
Me besó, la besé, y ambas nos dormimos en seguida. Cuando me desperté era de día. Noté en torno mío un movimiento inusitado. Una celadora me llevaba en brazos al dormitorio a través de los corredores.
No me reprendieron por salir de mi habitación. Todos estaban demasiado ocupados para pensar en minucias. No se me dio explicación, ni contestación alguna a mis muchas preguntas. Pero un día o dos más tarde me enteré de que, al volver Miss Temple á su alcoba, me encontró tendida en la camita, con la cabeza sobre el hombro de Helen y mis brazos rodeando su cuello. Yo estaba dormida y Helen estaba… muerta..
Su tumba está en el cementerio de Brocklebridge. Durante quince años después de su muerte, sólo la cubrió un montón de tierra en el que crecía la hierba. Ahora, una lápida de mármol gris, con su nombre y la palabra «Resurgam» inscritos en ella, marca el lugar donde yace para siempre mi amiga.