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Canto X

La Ilíada – Homero
DOLONÍA

Los príncipes aqueos durmieron toda la noche, vencidos por plácido sueño;
mas no probó sus dulzuras el Atrida Agamenón, pastor de hombres,
porque en su mente revolvía muchas cosas. Como el esposo de Juno, la de
hermosa cabellera, relampaguea cuando prepara una lluvia torrencial, el
granizo ó una nevada que cubra los campos, ó quiere abrir en alguna parte
la boca inmensa de la amarga guerra; así, tan frecuentemente, se escapaban
del pecho de Agamenón los suspiros, que salían de lo más hondo de su corazón,
y le temblaban las entrañas. Cuando fijaba la vista en el campo teucro,
pasmábanle las numerosas hogueras que ardían delante de Ilión, los sones
de las flautas y zampoñas y el bullicio de la gente; mas cuando á las naves
y al ejército aqueo la volvía, arrancábase furioso los cabellos, alzando
los ojos á Júpiter, que mora en lo alto, y su generoso corazón lanzaba grandes
gemidos. Al fin, creyendo que la mejor resolución sería acudir á Néstor
Nelida, el más ilustre de los hombres, por si entrambos hallaban un medio
que librara de la desgracia á todos los dánaos, levantóse, vistió la túnica,
calzó los blancos pies con hermosas sandalias, echóse una rojiza piel de
corpulento y fogoso león, que le llegaba hasta los pies, y asió la lanza.
También Menelao estaba poseído de terror y no conseguía que se posara
el sueño en sus párpados, temiendo que les ocurriese algún percance á
los aqueos que por él habían llegado á Troya, atravesando el vasto mar, y
promovido tan audaz guerra. Cubrió sus anchas espaldas con la manchada
piel de un leopardo; púsose luego el casco de bronce, y tomando en la robusta
mano una lanza, fué á despertar á Agamenón, que imperaba poderosamente
sobre los argivos todos y era venerado por el pueblo como un dios.
Hallóle junto á la popa de su nave, vistiendo la magnífica armadura. Grata
le fué á éste su venida. Y Menelao, valiente en el combate, habló el primero
diciendo:
«¿Por qué, hermano querido, tomas las armas? ¿Acaso deseas persuadir
á algún compañero para que vaya como explorador al campo teucro?
Mucho temo que nadie se ofrezca á prestarte este servicio de ir solo durante
la divina noche á espiar al enemigo, porque para ello se requiere un corazón
muy osado.»
Respondióle el rey Agamenón: «Ambos, oh Menelao, alumno de Júpiter,
tenemos necesidad de un prudente consejo para defender y salvar á los
argivos y las naves, pues la mente de Jove ha cambiado, y en la actualidad
le son más aceptos los sacrificios de Héctor. Jamás he visto ni oído decir
que un hombre realizara en solo un día tantas proezas como ha hecho Héctor,
caro á Júpiter, contra los aqueos, sin ser hijo de un dios ni de una diosa.
De sus hazañas se acordarán los argivos mucho y largo tiempo. ¡Tanto daño
ha causado á los aqueos! Ahora, anda, encamínate corriendo á las naves y
llama á Ayax y á Idomeneo; mientras voy en busca del divino Néstor y le
pido que se levante, vaya con nosotros al sagrado escuadrón de los guardias
y les dé órdenes. Obedeceránle más que á nadie, puesto que los manda su
hijo junto con Meriones, servidor de Idomeneo. Á entrambos les hemos
confiado de un modo especial esta tarea.
Dijo entonces Menelao, valiente en el combate: «¿Cómo me encargas
y ordenas que lo haga? ¿Me quedaré con ellos y te aguardaré allí, ó he de
volver corriendo cuando les haya participado tu mandato?»
Contestó el rey de hombres Agamenón: «Quédate allí; no sea que luego
no podamos encontrarnos, porque son muchas las sendas que hay á través
del ejército. Levanta la voz por donde pasares y recomienda la vigilancia,
llamando á cada uno por su nombre paterno y ensalzándolos á todos.
No te muestres soberbio. Trabajemos también nosotros, ya que cuando nacimos
Júpiter nos condenó á padecer tamaños infortunios.»
Esto dicho, despidió al hermano bien instruído ya, y fué en busca de
Néstor, pastor de hombres. Hallóle en su pabellón, junto á la negra nave,
acostado en blanda cama. Á un lado veíanse diferentes armas—el escudo,
dos lanzas, el luciente yelmo,—y el labrado bálteo con que se ceñía el anciano
siempre que, como caudillo de su gente, se armaba para ir al homicida
combate; pues aún no se rendía á la triste vejez. Incorporóse Néstor, apoyándose
en el codo, alzó la cabeza, y dirigiéndose al Atrida le interrogó con
estas palabras:
«¿Quién eres tú que vas solo por el ejército y los navíos, durante la
tenebrosa noche, cuando duermen los demás mortales? ¿Buscas acaso á algún
centinela ó compañero? Habla. No te acerques sin responder. ¿Qué
deseas?»
Respondióle el rey de hombres Agamenón: «¡Néstor Nelida, gloria
insigne de los aqueos! Reconoce al Atrida Agamenón, á quien Jove envía y
seguirá enviando sin cesar más trabajos que á nadie, mientras la respiración
no le falte á mi pecho y mis rodillas se muevan. Vagando voy; pues, preocupado
por la guerra y las calamidades que padecen los aqueos, no consigo
que el dulce sueño me cierre los ojos. Mucho temo por los dánaos; mi ánimo
no está tranquilo, sino sumamente inquieto; el corazón se me arranca
del pecho y tiemblan mis robustos miembros. Pero si quieres ocuparte en
algo, ya que tampoco conciliaste el sueño, bajemos á ver los centinelas; no
sea que, vencidos del trabajo y del sueño, se hayan dormido, dejando la
guardia abandonada. Los enemigos se hallan cerca, y no sabemos si habrán
decidido acometernos esta noche.»
Contestó Néstor, caballero gerenio: «¡Glorioso Atrida, rey de hombres
Agamenón! Á Héctor no le cumplirá el próvido Júpiter todos sus deseos,
como él espera; y creo que mayores trabajos habrá de padecer aún si
Aquiles depone de su corazón el enojo funesto. Iré contigo y despertaremos
á los demás: al Tidida, famoso por su lanza, á Ulises, al veloz Ayax de Oileo
y al esforzado hijo de Fileo. Alguien podría ir á llamar al deiforme Ayax
Telamonio y al rey Idomeneo, pues sus naves no están cerca, sino muy lejos.
Y reprenderé á Menelao por amigo y respetable que sea y aunque tú te
enfades, y no callaré que duerme y te ha dejado á ti el trabajo. Debía ocuparse
en suplicar á los príncipes todos, pues el peligro que corremos es
terrible.»
Dijo el rey de hombres Agamenón: «¡Anciano! Otras veces te exhorté
á que le riñeras, pues á menudo es indolente y no quiere trabajar; no por
pereza ó escasez de talento, sino porque volviendo los ojos hacia mí, aguarda
mi impulso. Mas hoy se levantó mucho antes que yo mismo, presentóseme
y le envié á llamar á aquéllos de que acabas de hablar. Vayamos y los
hallaremos delante de las puertas, con la guardia; pues allí es donde les dije
que se reunieran.»
Respondió Néstor, caballero gerenio: «De esta manera, ninguno de
los argivos se irritará contra él, ni le desobedecerá, cuando los exhorte ó les
ordene algo.»
Apenas hubo dicho estas palabras, abrigó el pecho con la túnica, calzó
los blancos pies con hermosas sandalias, y abrochóse un manto purpúreo,
doble, amplio, adornado con lanosa felpa. Asió la fuerte lanza, cuya
aguzada punta era de bronce, y se encaminó á las naves de los aqueos, de
broncíneas lorigas. El primero á quien despertó Néstor, caballero gerenio,
fué Ulises que en prudencia igualaba á Júpiter. Llamóle gritando, su voz llegó
á oídos del héroe, y éste salió de la tienda y dijo:
«¿Por qué andáis vagando así, por las naves y el ejército, solos, durante
la noche inmortal? ¿Qué urgente necesidad se ha presentado?»
Respondió Néstor, caballero gerenio: «¡Laertíada, de jovial linaje!
¡Ulises, fecundo en recursos! No te enojes, porque es muy grande el pesar
que abruma á los aquivos. Síguenos y llamaremos á quien convenga, para
tomar acuerdo sobre si es preciso fugarnos ó combatir todavía.»
Tal dijo. El ingenioso Ulises, entrando en la tienda, colgó de sus
hombros el labrado escudo y se juntó con ellos. Fueron en busca de Diomedes
Tidida, y le hallaron delante de su pabellón con la armadura puesta. Sus
compañeros dormían alrededor de él, con las cabezas apoyadas en los escudos
y las lanzas clavadas por el regatón en tierra; el bronce de las puntas lucía
á lo lejos como un relámpago del padre Júpiter. El héroe descansaba sobre
una piel de toro montaraz, teniendo debajo de la cabeza un espléndido
tapete. Néstor, caballero gerenio, se detuvo á su lado, le movió con el pie
para que despertara, y le daba prisa, increpándole de esta manera:
«¡Levántate, hijo de Tideo! ¿Cómo duermes á sueño suelto toda la
noche? ¿No sabes que los teucros acampan en una eminencia de la llanura,
cerca de las naves, y que solamente un corto espacio los separa de
nosotros?»
De esta suerte habló. Y aquél, recordando en seguida del sueño, dijo
estas aladas palabras:
«Eres infatigable, anciano, y nunca dejas de trabajar. ¿Por ventura no
hay otros aqueos más jóvenes, que vayan por el campo y despierten á los
reyes? ¡No se puede contigo, anciano!»
Respondióle Néstor, caballero gerenio: «Sí, hijo, oportuno es cuanto
acabas de decir. Tengo hijos excelentes y muchos hombres que podrían ir á
llamarlos, pero es muy grande el peligro en que se hallan los aqueos: en el
filo de una navaja están ahora la triste muerte y la salvación de todos. Ve y
haz levantar al veloz Ayax y al hijo de Fileo, ya que eres más joven y de mí
te compadeces.»
Dijo. Diomedes cubrió sus hombros con una piel talar de corpulento
y fogoso león, tomó la lanza, fué á despertar á aquéllos y se los llevó
consigo.
Cuando llegaron al escuadrón de los guardias, no encontraron á sus
jefes dormidos, pues todos estaban alerta y sobre las armas. Como los canes
que guardan las ovejas de un establo y sienten venir del monte, á través de
la selva, una terrible fiera con gran clamoreo de hombres y perros, se ponen
inquietos y ya no pueden dormir; así el dulce sueño huía de los párpados de
los que hacían guardia en tan mala noche, pues miraban siempre hacia la
llanura y acechaban si los teucros iban á atacarlos. El anciano viólos, alegróse,
y para animarlos profirió estas aladas palabras:
«¡Vigilad así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del sueño
y demos ocasión para que el enemigo se regocije.»
Dijo, y atravesó el foso. Siguiéronle los reyes argivos que habían
sido llamados al consejo, y además Meriones y el preclaro hijo del anciano
porque aquéllos los invitaron á deliberar. Pasado el foso, sentáronse en un
lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres: allí habíase
vuelto el impetuoso Héctor, después de causar gran estrago á los argivos,
cuando la noche los cubrió con su manto. Acomodados en aquel sitio, conversaban;
y Néstor, caballero gerenio, comenzó á hablar diciendo:
«¡Oh amigos! ¿No habrá nadie que, confiando en su ánimo audaz,
vaya al campamento de los magnánimos teucros? Quizás hiciera prisionero
á algún enemigo que ande cerca del ejército, ó averiguara, oyendo algún rumor,
lo que los teucros han decidido: si desean quedarse aquí, cerca de las
naves, ó volverán á la ciudad cuando hayan vencido á los aqueos. Si se enterara
de esto y regresara incólume, sería grande su gloria debajo del cielo y
entre los hombres todos, y tendría una hermosa recompensa: cada jefe de
los que mandan en las naves, le daría una oveja con su corderito—presente
sin igual—y se le admitiría además en todos los banquetes y festines.»
De tal modo habló. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos, hasta
que Diomedes, valiente en la pelea, les dijo:
«¡Néstor! Mi corazón y ánimo valeroso me incitan á penetrar en el
campo de los enemigos que tenemos cerca, de los teucros; pero si alguien
me acompañase, mi confianza y mi osadía serían mayores. Cuando van dos,
uno se anticipa al otro en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque
se piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil.»
Tales fueron sus palabras, y muchos quisieron acompañar á Diomedes.
Deseáronlo los dos Ayaces, ministros de Marte; quísolo Meriones; lo
anhelaba el hijo de Néstor; ofrecióse el Atrida Menelao, famoso por su lanza;
y por fin, también Ulises se mostró dispuesto á penetrar en el ejército
teucro, porque el corazón que tenía en el pecho aspiraba siempre á ejecutar
audaces hazañas. Y el rey de hombres Agamenón dijo entonces:
«¡Diomedes Tidida, carísimo á mi corazón! Escoge por compañero
al que quieras, al mejor de los presentes; pues son muchos los que se ofrecen.
No dejes al mejor y elijas á otro peor, por respeto alguno que sientas en
tu alma, ni por consideración al linaje, ni por atender á que sea un rey más
poderoso.»
Habló en estos términos, porque temía por el rubio Menelao. Y Diomedes,
valiente en la pelea, replicó:
«Si me mandáis que yo mismo designe el compañero, ¿cómo no pensaré
en el divino Ulises, cuyo corazón y ánimo valeroso son tan dispuestos
para toda suerte de trabajos, y á quien tanto ama Palas Minerva? Con él volveríamos
acá aunque nos rodearan abrasadoras llamas, porque su prudencia
es grande.»
Respondióle el paciente divino Ulises: «¡Tidida! No me alabes en
demasía ni me vituperes, puesto que hablas á los argivos de cosas que les
son conocidas. Pero vámonos, que la noche está muy adelantada y la aurora
se acerca; los astros han andado mucho, y la noche va ya en las dos partes
de su jornada y solo un tercio nos resta.»
En diciendo esto, vistieron entrambos las terribles armas. El intrépido
Trasimedes dió al Tidida una espada de dos filos—la de éste había quedado
en la nave—y un escudo; y le puso un morrión de piel de toro sin penacho
ni cimera, que se llama catetyx y lo usan los jóvenes para proteger la
cabeza. Meriones proporcionó á Ulises arco, carcaj y espada, y le cubrió la
cabeza con un casco de piel que por dentro se sujetaba con fuertes correas y
por fuera presentaba los blancos dientes de un jabalí, ingeniosamente repartidos,
y tenía un mechón de lana colocado en el centro. Este casco era el que
Autólico había robado en Eleón á Amíntor Orménida, horadando la pared
de su casa, y que luego dió en Escandía á Anfidamante de Citera; Anfidamante
lo regaló, como presente de hospitalidad, á Molo; éste lo cedió á su
hijo Meriones para que lo llevara, y entonces hubo de cubrir la cabeza de
Ulises.
Una vez revestidos de las terribles armas, partieron y dejaron allí á
todos los príncipes. Palas Minerva envióles una garza, y si bien no pudieron
verla con sus ojos, porque la noche era obscura, oyéronla graznar á la derecha
del camino. Ulises se holgó del presagio y oró á Minerva:
«¡Óyeme, hija de Júpiter, que lleva la égida! Tú que me asistes en
todos los trabajos y conoces mis pasos, séme ahora propicia más que nunca,
oh Minerva, y concede que volvamos á las naves cubiertos de gloria por haber
realizado una gran hazaña que preocupe á los teucros.»
Diomedes, valiente en la pelea, oró luego diciendo: «¡Ahora óyeme
también á mí, invicta hija de Júpiter! Acompáñame como acompañaste á mi
padre, el divino Tideo, cuando fué á Tebas en representación de los aquivos.
Dejando á los aqueos, de broncíneas lorigas, á orillas del Asopo, llevó un
agradable mensaje á los cadmeos; y á la vuelta realizó admirables proezas
con tu ayuda, excelente diosa, porque benévola le acorrías. Ahora, acórreme
á mí y préstame tu amparo. É inmolaré en tu honor una ternera de un año,
de frente espaciosa, indómita y no sujeta aún al yugo, después de derramar
oro sobre sus cuernos.»
Tales fueron sus respectivas plegarias, que oyó Palas Minerva. Y
después de rogar á la hija del gran Jove, anduvieron en la obscuridad de la
noche, como dos leones, por el campo donde tanta carnicería se había hecho,
pisando cadáveres, armas y denegrida sangre.
Tampoco Héctor dejaba dormir á los valientes teucros; pues convocó
á los próceres, á cuantos eran caudillos y príncipes de los troyanos, y una
vez reunidos les expuso una prudente idea:
«¿Quién, por un gran premio, se ofrecerá á llevar al cabo la empresa
que voy á decir? La recompensa será proporcionada. Daré un carro y dos
corceles de erguido cuello, los mejores que haya en las veleras naves
aqueas, al que tenga la osadía de acercarse á las naves de ligero andar—con
ello al mismo tiempo ganará gloria—y averigüe si éstas son guardadas todavía,
ó los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan en la fuga y no
quieren velar porque el cansancio abrumador los rinde.»
Tal fué lo que propuso. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos.
Había entre los troyanos un cierto Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes,
rico en oro y en bronce; era de feo aspecto, pero de pies ágiles, y el único
hijo varón de su familia con cinco hermanas. Éste dijo entonces á los teucros
y á Héctor:
«¡Héctor! Mi corazón y mi ánimo valeroso me incitan á acercarme á
las naves, de ligero andar, y explorar el campo. Ea, alza el cetro y jura que
me darás los corceles y el carro con adornos de bronce que conducen al eximio
Pelida. No te será inútil mi espionaje, ni tus esperanzas se verán defraudadas;
pues atravesaré todo el ejército hasta llegar á la nave de Agamenón,
que es donde deben de haberse reunido los caudillos para deliberar si huirán
ó seguirán combatiendo.»
Así se expresó. Y Héctor, tomando en la mano el cetro, prestó el juramento:
«Sea testigo el mismo Júpiter tonante, esposo de Juno. Ningún
otro teucro será llevado por estos corceles, y tú disfrutarás perpetuamente
de ellos.»
Con tales palabras, jurando lo que no había de cumplirse, animó á
Dolón. Éste, sin perder momento, colgó del hombro el corvo arco, vistió
una pelicana piel de lobo, cubrió la cabeza con un morrión de piel de comadreja,
tomó un puntiagudo dardo, y saliendo del ejército, se encaminó á las
naves, de donde no había de volver para darle á Héctor la noticia. Dejó atrás
la multitud de carros y hombres, y andaba animoso por el camino. Y Ulises,
de jovial linaje, advirtiendo que se acercaba á ellos, habló así á Diomedes:
«Ese hombre, Diomedes, viene del ejército; pero ignoro si va como
espía á nuestras naves ó se propone despojar algún cadáver de los que murieron.
Dejemos que se adelante un poco más por la llanura, y echándonos
sobre él le cogeremos fácilmente; y si en correr nos aventajare, apártale del
ejército, acometiéndole con la lanza, y persíguele siempre hacia las naves,
para que no se guarezca en la ciudad.»
Esto dicho, tendiéronse entre los muertos, fuera del camino. El incauto
Dolón pasó con pie ligero. Mas cuando estuvo á la distancia á que se
extienden los surcos de las mulas—éstas son mejores que los bueyes para
tirar de un arado en tierra noval,—Ulises y Diomedes corrieron á su alcance.
Dolón oyó ruido y se detuvo, creyendo que algunos de sus amigos venían
del ejército teucro á llamarle por encargo de Héctor. Pero así que aquéllos
se hallaron á tiro de lanza ó más cerca aún, conoció que eran enemigos
y puso su diligencia en los pies huyendo, mientras ellos se lanzaban á perseguirle.
Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar, acosan
en una selva á un cervato ó á una liebre que huye chillando delante de ellos;
del mismo modo, el Tidida y Ulises, asolador de ciudades, perseguían constantemente
á Dolón después que lograron apartarle del ejército. Ya en su
fuga hacia las naves iba el troyano á topar con el cuerpo de guardia, cuando
Minerva dió fuerzas al Tidida para que ninguno de los aqueos, de broncíneas
lorigas, se le adelantara y pudiera jactarse de haber sido el primero en
herirle y él llegase después. El fuerte Diomedes arremetió á Dolón, con la
lanza, y le gritó:
«Tente, ó te alcanzará mi lanza; y no creo que puedas evitar mucho
tiempo que mi mano te dé una muerte terrible.»
Dijo, y arrojó la lanza; mas de intento erró el tiro, y ésta se clavó en
el suelo después de volar por cima del hombro derecho de Dolón. Paróse el
troyano dentellando—los dientes crujíanle en la boca,—tembloroso y pálido
de miedo; Ulises y Diomedes se le acercaron, jadeantes, y le asieron de las
manos, mientras aquél lloraba y les decía:
«Hacedme prisionero y yo me redimiré. Hay en casa bronce, oro y
hierro labrado: con ellos os pagaría mi padre inmenso rescate, si supiera que
estoy vivo en las naves aqueas.»
Respondióle el ingenioso Ulises: «Tranquilízate y no pienses en la
muerte. Ea, habla y dime con sinceridad: ¿Adónde ibas solo, separado de tu
ejército y derechamente hacia las naves, en esta noche obscura, mientras
duermen los demás mortales? ¿Acaso á despojar á algún cadáver? ¿Por ventura
Héctor te envió como espía á las cóncavas naves? ¿Ó te dejaste llevar
por los impulsos de tu corazón?»
Contestó Dolón, á quien le temblaban las carnes: «Héctor me hizo
salir fuera de juicio con muchas y perniciosas promesas: accedió á darme
los solípedos corceles y el carro con adornos de bronce del eximio Pelida,
para que, acercándome durante la rápida y obscura noche á los enemigos,
averiguase si las veleras naves son guardadas todavía, ó vosotros, que habéis
sido vencidos por nuestras manos, pensáis en la fuga y no queréis velar
porque el cansancio abrumador os rinde.»
Díjole sonriendo el ingenioso Ulises: «Grande es el presente que tu
corazón anhelaba. ¡Los corceles del aguerrido Eácida! Difícil es que nadie
los sujete y sea por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal.
Ea, habla y dime con sinceridad: ¿Dónde, al venir, has dejado á
Héctor, pastor de hombres? ¿En qué lugar tiene las marciales armas y los
caballos? ¿Cómo se hacen las guardias y de qué modo están dispuestas las
tiendas de los teucros? Cuenta también lo que están deliberando: si desean
quedarse aquí cerca de las naves, ó volverán á la ciudad cuando hayan vencido
á los aqueos.»
Contestó Dolón, hijo de Eumedes: «De todo voy á informarte con
exactitud. Héctor y sus consejeros deliberan lejos del bullicio, junto á la
tumba de Ilo; en cuanto á las guardias por que me preguntas, oh héroe, ninguna
ha sido designada para que vele por el ejército ni para que vigile. En
torno de cada hoguera los troyanos, apremiados por la necesidad, velan y se
exhortan mutuamente á la vigilancia. Pero los auxiliares, venidos de lejas
tierras, duermen y dejan á los troyanos el cuidado de la guardia, porque no
tienen aquí á sus hijos y mujeres.»
Volvió á preguntarle el ingenioso Ulises: «¿Éstos duermen mezclados
con los troyanos ó separadamente? Dímelo para que lo sepa.»
Contestó Dolón, hijo de Eumedes: «De todo voy á informarte con exactitud.
Hacia el mar están los carios, los peonios, armados de corvos arcos, y
los léleges, caucones y divinos pelasgos. El lado de Timbra lo obtuvieron
por suerte los licios, los arrogantes misios, los frigios, domadores de caballos,
y los meonios, que combaten en carros. Mas ¿por qué me hacéis estas
preguntas? Si deseáis entraros por el ejército teucro, los tracios recién venidos
están ahí, en ese extremo, con su rey Reso, hijo de Eyoneo. He visto sus
corceles que son bellísimos, de gran altura, más blancos que la nieve y tan
ligeros como el viento. Su carro tiene lindos adornos de oro y plata, y sus
armas son de oro, magníficas, admirables, y más propias de
los inmortales dioses que de hombres mortales. Pero llevadme ya á las naves
de ligero andar, ó dejadme aquí, atado con recios lazos, para que vayáis
y comprobéis si os hablé como debía.»
Mirándole con torva faz, le replicó el fuerte Diomedes: «No esperes
escapar de ésta, oh Dolón, aunque tus noticias son importantes, pues has
caído en nuestras manos. Si te dejásemos libre ó consintiéramos en el rescate,
vendrías de nuevo á las veleras naves á espiar ó á combatir contra nosotros;
y si por mi mano pierdes la vida, no causarás más daño á los argivos.»
Dijo; y Dolón iba como suplicante, á tocarle la barba con su robusta
mano, cuando Diomedes, de un tajo en el cuello, le rompió ambos tendones;
y la cabeza cayó en el polvo, mientras el troyano hablaba todavía. Quitáronle
el morrión de piel de comadreja, la piel de lobo, el flexible arco y la ingente
lanza; y el divino Ulises, cogiéndolo todo con la mano, levantólo para
ofrecerlo á Minerva, que preside á los saqueos, y oró diciendo:
«Huélgate de esta ofrenda, ¡oh diosa! Serás tú la primera á quien invocaremos
entre las deidades del Olimpo. Y ahora guíanos hacia los corceles
y las tiendas de los tracios.»
Dichas estas palabras, apartó de sí los despojos y los colgó de un tamarisco,
cubriéndolos con cañas y frondosas ramas del árbol, que fueran
una señal visible para que no les pasaran inadvertidos, al regresar durante la
rápida y obscura noche. Luego, pasaron adelante por encima de las armas y
de la negra sangre, y llegaron al escuadrón de los tracios que, rendidos de
fatiga, dormían dispuestos en tres filas, con las armas en el suelo y un par de
caballos junto á cada guerrero. Reso descansaba en el centro, y tenía los ligeros
corceles atados con correas á un extremo del carro. Ulises vióle el primero
y lo mostró á Diomedes:
«Ése es el hombre, Diomedes, y esos los corceles de que nos habló
Dolón, á quien matamos. Ea, muestra tu impetuoso valor y no tengas ociosas
las armas. Desata los caballos, ó bien mata hombres y yo me encargaré
de aquéllos.»
Tal dijo, y Minerva, la de los brillantes ojos, infundió valor á Diomedes
que comenzó á matar á diestro y á siniestro: sucedíanse los horribles gemidos
de los que daban la vida á los golpes de la espada, y su sangre enrojecía
la tierra. Como un mal intencionado león acomete al rebaño de cabras ó
de ovejas, cuyo pastor está ausente; así el hijo de Tideo se abalanzaba á los
tracios, hasta que mató á doce. Á cuantos aquél hería con la espada, Ulises,
asiéndolos por el pie, los apartaba del camino, para que luego los corceles
de hermosas crines pudieran pasar fácilmente y no se asustasen de pisar cadáveres,
á lo cual no estaban acostumbrados. Llegó el hijo de Tideo adonde
yacía el rey, y fué éste el décimotercio á quien privó de la dulce vida, mientras
daba un suspiro; pues en aquella noche el hijo de Eneo aparecíase en
desagradable ensueño á Reso, por orden de Minerva. Durante este tiempo,
el paciente Ulises desató los solípedos caballos, los ligó á entrambos con las
riendas y los sacó del ejército aguijándolos con el arco, porque se le olvidó
tomar el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y en seguida silbó,
haciendo seña al divino Diomedes.
Mas éste, quedándose aún, pensaba qué podría hacer que fuese muy
arriesgado: si se llevaría el carro con las labradas armas, ya tirando del timón,
ya levantándolo en alto; ó quitaría la vida á más tracios. En tanto que
revolvía tales pensamientos en su espíritu, presentóse Minerva y habló así
al divino Diomedes:
«Piensa ya en volver á las cóncavas naves, hijo del magnánimo Tideo.
No sea que hayas de llegar huyendo, si algún otro dios despierta á los
teucros.»
Así habló. Diomedes, conociendo la voz de la diosa, montó sin dilación
á caballo; Ulises subió al suyo, aguijóles con el arco y ambos volaron
hacia las veleras naves aqueas.
Apolo, que lleva arco de plata, estaba en acecho desde que advirtió
que Minerva acompañaba al hijo de Tideo; é indignado contra ella, entróse
por el ejército de los teucros y despertó á Hipocoonte, valeroso caudillo tracio
y sobrino de Reso. Como Hipocoonte, recordando del sueño, viera vacío
el lugar que ocupaban los caballos y á los hombres horriblemente heridos y
palpitantes todavía, comenzó á lamentarse y á llamar por su nombre al querido
compañero. Y pronto se promovió gran clamoreo é inmenso tumulto
entre los teucros, que acudían en tropel y admiraban la peligrosa aventura á
que unos hombres habían dado cima, regresando luego á las cóncavas
naves.
Cuando ambos héroes llegaron al sitio en que mataran al espía de
Héctor, Ulises, caro á Júpiter, detuvo los veloces caballos; y el Tidida,
apeándose, tomó los cruentos despojos que puso en las manos de su amigo,
volvió á montar y picó á los corceles. Éstos volaron gozosos hacia las cóncavas
naves, pues á ellas deseaban llegar. Néstor fué el primero que oyó las
pisadas de los caballos, y dijo:
«¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Me engañaré ó será
verdad lo que voy á decir? El corazón me ordena hablar. Oigo pisadas de
caballos de pies ligeros. Ojalá Ulises y el fuerte Diomedes trajeran del campo
troyano solípedos corceles; pero mucho temo que á los más valientes argivos
les haya ocurrido algún percance en el ejército teucro.»
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando aquéllos
llegaron y echaron pie á tierra. Todos los saludaban alegremente con la
diestra y con afectuosas palabras. Y Néstor, caballero gerenio, les preguntó
el primero:
«¡Ea, dime, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! ¿Cómo hubisteis
estos caballos: penetrando en el ejército teucro, ó recibiéndolos de
un dios que os salió al camino? Muy semejantes son á los rayos del sol.
Siempre entro por las filas de los teucros, pues aunque anciano no me quedo
en las naves, y jamás he visto ni advertido tales corceles. Supongo que los
habréis recibido de algún dios que os salió al encuentro, pues á entrambos
os aman Júpiter, que amontona las nubes, y su hija Minerva, la de los brillantes
ojos.»
Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Néstor Nelida, gloria insigne de
los aqueos! Fácil le sería á un dios, si quisiera, dar caballos mejores aún que
éstos, pues su poder es muy grande. Los corceles por los que preguntas, anciano,
llegaron recientemente y son tracios: el valiente Diomedes mató al
dueño y á doce de sus compañeros, todos aventajados. Y cerca de las naves
dimos muerte al décimotercio, que era un espía enviado por Héctor y otros
teucros ilustres á explorar este campamento.»
De este modo habló; y muy ufano, hizo que los solípedos caballos
pasaran el foso, y los aqueos siguiéronle alborozados. Cuando estuvieron en
la hermosa tienda del Tidida, ataron los corceles con bien cortadas correas
al pesebre, donde los caballos de Diomedes comían el trigo dulce como la
miel. Ulises dejó en la popa de su nave los cruentos despojos de Dolón,
para guardarlos hasta que ofrecieran un sacrificio á Minerva. Los dos héroes
entraron en el mar y se lavaron el abundante sudor de sus piernas, cuello y
muslos. Cuando las olas les hubieron limpiado el sudor del cuerpo y recreado
el corazón, metiéronse en pulimentadas pilas y se bañaron. Lavados ya y
ungidos con craso aceite, sentáronse á la mesa; y sacando de una cratera
vino dulce como la miel, en honor de Minerva lo libaron.

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