La Ilíada – Homero
BATALLA JUNTO Á LAS NAVES
Cuando Jove hubo acercado á Héctor y los teucros á las naves, dejó que
sostuvieran el trabajo y la fatiga de la batalla; y desviando de los mismos
los ojos refulgentes, miraba á lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes;
de los misios, que combaten de cerca; de los ilustres hipomolgos, que se alimentan
con leche; y de los abios, los más justos de los hombres. Y ya no
volvió á poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía que
inmortal alguno fuera á socorrer ni á los teucros ni á los dánaos.
Pero no en vano el poderoso Neptuno, que bate la tierra, estaba al acecho
en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia, contemplando la lucha
y la pelea. Desde allí se divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves
aqueas. En aquel sitio habíase sentado Neptuno al salir del mar, y compadecía
á los aqueos, vencidos por los teucros, á la vez que cobraba gran
indignación contra Júpiter.
Pronto Neptuno bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas
colinas y las selvas temblaban bajo los pies inmortales, mientras el dios iba
andando. Dió tres pasos, y al cuarto arribó al término de su viaje, á Egas;
allí, en las profundidades del mar, tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes
é indestructibles. Luego que hubo llegado, unció al carro un
par de corceles de cascos de bronce y áureas crines que volaban ligeros; y
seguidamente envolvió su cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de oro
hecho con arte, subió al carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban
los cetáceos, que salían de sus latebras reconociendo al rey; el mar
abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles caballos con apresurado vuelo, sin dejar
que el eje de bronce se mojara, conducían á Neptuno hacia las naves
aqueas.
Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la
escabrosa Imbros; y al llegar á la misma, Neptuno, que bate la tierra, detuvo
los bridones, desunciólos del carro, dióles á comer un pasto divino, púsoles
en los pies trabas de oro indestructibles é indisolubles, para que sin moverse
de aquel sitio aguardaran su regreso, y se fué al ejército de los aquivos.
Los teucros, semejantes á una llama ó á una tempestad y poseídos de
marcial furor, seguían apiñados á Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y
tenían esperanzas de tomar las naves y matar entre las mismas á todos los
aqueos.
Mas Neptuno, que ciñe y bate la tierra, asemejándose á Calcas en el
cuerpo y en la voz infatigable, incitaba á los argivos desde que salió del
profundo mar, y dijo á los Ayaces, que ya estaban deseosos de combatir:
«¡Ayaces! Vosotros salvaréis á los aqueos si os acordáis de vuestro valor
y no de la fuga horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de
los teucros que asaltaron en tropel la gran muralla, pues á todos resistirán
los aqueos, de hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos
algún daño en esta parte donde aparece á la cabeza de los suyos el rabioso
Héctor, semejante á una llama, el cual blasona de ser hijo del prepotente
Júpiter. Una deidad levante el ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente
y exhortar á los demás; con esto podríais rechazar á Héctor de las
naves, de ligero andar, por furioso que estuviera y aunque fuese el mismo
Olímpico quien le instigara.»
Dijo así Neptuno, que ciñe y bate la tierra; y tocando á entrambos con
el cetro, llenóles de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros y especialmente
los pies y las manos. Y como el gavilán de ligeras alas se arroja desde
altísima y abrupta peña, enderezando el vuelo á la llanura para perseguir
á un ave; de aquel modo apartóse de ellos Neptuno, que bate la tierra. El
primero que le reconoció fué el ágil Ayax de Oileo, quien dijo al momento á
Ayax, hijo de Telamón:
«¡Ayax! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, á
pelear cerca de las naves; pues ése no es Calcas, el inspirado augur: he observado
las huellas que dejan sus plantas y su andar, y á los dioses se les reconoce
fácilmente. En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar
y combatir, y mis manos y pies se mueven con impaciencia.»
Respondió Ayax Telamonio: «También á mí se me enardecen las audaces
manos en torno de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan, y
deseo batirme con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.»
Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso
en sus corazones.
En tanto, Neptuno, que ciñe la tierra, animaba á los aqueos de las últimas
filas, que junto á las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenían los
miembros relajados por el penoso cansancio, y se les llenó el corazón de
pesar cuando vieron que los teucros asaltaban en tropel la gran muralla:
contemplábanlo con los ojos arrasados de lágrimas, y no creían escapar de
aquel peligro. Pero Neptuno, que bate la tierra, intervino y reanimó fácilmente
las esforzadas falanges. Fué primero á incitar á Teucro, Leito, el héroe
Penéleo, Toante, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones;
y para alentarlos, les dijo estas aladas palabras:
«¡Qué vergüenza, argivos, jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando
conseguiríais salvar las naves; pero si cejáis en el funesto combate,
ya luce el día en que sucumbiremos á manos de los teucros. ¡Oh dioses! Veo
con mis ojos un prodigio grande y terrible que jamás pensé que llegara á
realizarse. ¡Venir los troyanos á nuestros bajeles! Parecíanse antes á las medrosas
ciervas que vagan por el monte, débiles y sin fuerza para la lucha, y
son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes á ellas, nunca querían
los teucros afrontar á los aqueos, ni osaban resistir su valor y sus manos. Y
ahora pelean lejos de la ciudad, junto á los bajeles, por la culpa del jefe y la
indolencia de los hombres que, no obrando de acuerdo con él, se niegan á
defender los navíos, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los mismos.
Mas, aunque el poderoso Agamenón sea el verdadero culpable de
todo, porque ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito
dejar de combatir. Remediemos con presteza el mal, que la mente de los
buenos es aplacable. No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor,
siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no increparía á un hombre
tímido porque se abstuviera de pelear; pero contra vosotros se enciende
en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con vuestra indolencia, haréis que pronto
se agrave el mal. Poned en vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora
que se promueve esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en la pelea,
batalla cerca de las naves y ha roto las puertas y el gran cerrojo.»
Con tales amonestaciones, el que ciñe la tierra instigó á los aqueos.
Rodeaban á los Ayaces fuertes falanges que hubieran declarado irreprochables
Marte y Minerva, que enardece á los guerreros, si por ellas se hubiesen
entrado. Los tenidos por más valientes aguardaban á los teucros y al divino
Héctor, y las astas y los escudos se tocaban en las cerradas filas: la rodela
apoyábase en la rodela, el yelmo en otro yelmo, cada hombre en su vecino,
y chocaban los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los
cascos cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apiñadas estaban las filas!
Cruzábanse las lanzas, que blandían audaces manos, y ellos deseaban arremeter
á los enemigos y trabar la pelea.
Los teucros acometieron unidos, siguiendo á Héctor que deseaba ir
en derechura á los aqueos. Como la piedra insolente que cae de una cumbre
y lleva consigo la ruina, porque se ha desgajado, cediendo á la fuerza de torrencial
avenida causada por la mucha lluvia, y desciende dando tumbos
con ruido que repercute en el bosque, corre segura hasta el llano, y allí se
detiene, á pesar de su ímpetu; de igual modo, Héctor amenazaba con atravesar
fácilmente por las tiendas y naves aqueas, matando siempre, y no detenerse
hasta el mar; pero encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto
después de un violento choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron herirle
con las espadas y lanzas de doble filo, y apartáronle de ellos; de suerte que
fué rechazado, y tuvo que retroceder. Y con voz penetrante, gritó á los
teucros:
«¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo peleáis! Persistid
en el ataque; pues los aqueos no resistirán largo tiempo, aunque se hayan
formado en columna cerrada; y creo que mi lanza les hará retroceder pronto,
si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante esposo
de Juno.»
Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Entre los teucros
iba muy ufano Deífobo Priámida, que se adelantaba,
ligero y se cubría con el liso escudo. Meriones arrojóle una reluciente lanza,
y no erró el tiro: acertó á dar en la rodela hecha de pieles de toro, sin conseguir
atravesarla, porque aquélla se rompió en la unión del asta con el hierro.
Deífobo apartó de sí el escudo, temiendo la lanza del aguerrido Meriones; y
este héroe retrocedió al grupo de sus amigos, muy disgustado, así por la victoria
perdida, como por la rotura del arma, y luego se encaminó á las tiendas
y naves aqueas para tomar otra de las que en su bajel tenía.
Los demás batallaban, y una vocería inmensa se dejaba oir. Teucro
Telamonio fué el primero que mató á un hombre, al belígero Imbrio, hijo de
Méntor, rico en caballos. Antes de llegar los aquivos, Imbrio moraba en Pedeo
con su esposa Medesicasta, hija bastarda de Príamo; mas cuando las
corvas naves de los dánaos aportaron en Ilión, volvió á la ciudad, descolló
entre los teucros y vivió en el palacio de Príamo, que le honraba como á sus
propios hijos. Entonces el hijo de Telamón hirióle debajo de la oreja con la
gran lanza, que retiró en seguida; y el guerrero cayó como el fresno nacido
en una cumbre que desde lejos se divisa, cuando es cortado por el bronce y
vienen al suelo sus tiernas hojas. Así cayó Imbrio, y sus armas, de labrado
bronce, resonaron. Teucro acudió corriendo, movido por el deseo de quitarle
la armadura; pero Héctor le tiró una reluciente lanza; viólo aquél y hurtó
el cuerpo, y la broncínea punta se clavó en el pecho de Anfímaco, hijo de
Ctéato Actorión, que acababa de entrar en combate. El guerrero cayó con
estrépito, y sus armas resonaron. Héctor fué presuroso á quitarle al magnánimo
Anfímaco el casco que llevaba adaptado á las sienes; Ayax levantó, á
su vez, la reluciente lanza contra Héctor, y si bien no pudo hacerla llegar á
su cuerpo, protegido todo por horrendo bronce, dióle un bote en medio del
escudo, y rechazó al héroe con gran ímpetu; éste dejó los cadáveres y los
aqueos los retiraron. Estiquio y el divino Menesteo, caudillos atenienses,
llevaron á Anfímaco al campamento aqueo; y los dos Ayaces, que siempre
anhelaban la impetuosa pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como dos
leones que, habiendo arrebatado una cabra de los agudos dientes de los perros,
la llevan en la boca por los espesos matorrales, en alto, levantada de la
tierra; así los belicosos Ayaces, alzando el cuerpo de Imbrio, lo despojaron
de las armas; y el hijo de Oileo, irritado por la muerte de Anfímaco, le separó
la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la turba, cual si fuese
una bola, hasta que cayó en el polvo á los pies de Héctor.
Entonces Neptuno, airado en el corazón porque su nieto había sucumbido
en la terrible pelea, se fué hacia las tiendas y naves de los aqueos
para reanimar á los dánaos y causar males á los teucros. Encontróse con él
Idomeneo, famoso por su lanza, que volvía de acompañar á un amigo á
quien sacaron del combate porque los teucros le habían herido en la corva
con el agudo bronce. Idomeneo, una vez lo hubo confiado á los médicos, se
encaminaba á su tienda, con intención de volver á la batalla. Y el poderoso
Neptuno, que bate la tierra, díjole, tomando la voz de Toante, hijo de Andremón,
que en Pleurón entera y en la excelsa Calidón reinaba sobre los
etolos y era honrado por el pueblo cual si fuese un dios:
«¡Idomeneo, príncipe de los cretenses! ¿Qué se hicieron las amenazas
que los aqueos hacían á los teucros?»
Respondió Idomeneo, caudillo de los cretenses: «¡Oh Toante! No
creo que ahora se pueda culpar á ningún guerrero, porque todos sabemos
combatir y nadie está poseído del exánime terror, ni deja por flojedad la funesta
batalla; sin duda debe de ser grato al prepotente Saturnio que los
aqueos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh Toante,
puesto que siempre has sido belicoso y sueles animar al que ves remiso, no
dejes de pelear y exhorta á los demás.»
Contestó Neptuno, que bate la tierra: «¡Idomeneo! No vuelva desde
Troya á su patria y venga á ser juguete de los perros, quien en el día de hoy
deje voluntariamente de lidiar. Ea, toma las armas y ven á mi lado; apresurémonos,
por si, á pesar de estar solos, podemos hacer algo provechoso.
Nace una fuerza de la unión de los hombres, aunque sean débiles; y nosotros
somos capaces de luchar con los valientes.»
Dichas estas palabras, el dios se entró de nuevo por el combate de los
hombres; é Idomeneo, yendo á la bien construída tienda, vistió la magnífica
armadura, tomó un par de lanzas y volvió á salir, semejante al encendido
relámpago que el Saturnio agita en su mano desde el resplandeciente Olimpo
para mostrarlo á los hombres como señal: tanto centelleaba el bronce en
el pecho de Idomeneo mientras éste corría. Encontróse con él, no muy lejos
de la tienda, el valiente escudero Meriones, que iba en busca de una lanza; y
el fuerte Diomedes dijo:
«¡Meriones, hijo de Molo, el de los pies ligeros, mi compañero más
querido! ¿Por qué vienes, dejando el combate y la pelea? ¿Acaso estás herido
y te agobia puntiaguda flecha? ¿Me traes, quizás, alguna noticia? Pues
no deseo quedarme en la tienda, sino pelear.»
Respondióle el prudente Meriones: «¡Idomeneo, príncipe de los cretenses,
de broncíneas lorigas! Vengo por una lanza, si la hay en tu tienda;
pues la que tenía se ha roto al dar un bote en el escudo del feroz Deífobo.»
Contestó Idomeneo, caudillo de los cretenses: «Si la deseas, hallarás,
en la tienda, apoyadas en el lustroso muro, no una sino veinte lanzas, que he
quitado á los teucros muertos en la batalla; pues jamás combato á distancia
del enemigo. He aquí por qué tengo lanzas, escudos abollonados, cascos y
relucientes lorigas.»
Replicó el prudente Meriones: «También poseo en la tienda y en la
negra nave muchos despojos de los teucros, mas no están cerca para tomarlos;
que nunca me olvido de mi valor, y en el combate, donde los hombres
se hacen ilustres, aparezco siempre entre los delanteros desde que se traba
la batalla. Quizás algún otro de los aqueos de broncíneas lorigas no habrá
fijado su atención en mi persona cuando peleo, pero no dudo que tú me has
visto.»
Idomeneo, caudillo de los cretenses, díjole entonces: «Sé cuán grande
es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas? Si los más señalados nos
reuniéramos junto á las naves para armar una celada, que es donde mejor se
conoce la bravura de los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde
del animoso—el cobarde se pone demudado, ya de un modo, ya de otro;
y como no sabe tener firme ánimo en el pecho, no permanece tranquilo, sino
que dobla las rodillas y se sienta sobre los pies y el corazón le da grandes
saltos por el temor de la muerte y los dientes le crujen; y el animoso no se
inmuta ni tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que cuanto antes
principie el funesto combate,—ni allí podrían reprocharse tu valor y la
fuerza de tus brazos. Y si peleando te hirieran de cerca ó de lejos, no sería
en la nuca ó en la espalda, sino en el pecho ó en el vientre, mientras fueras
hacia adelante con los guerreros más avanzados. Mas, ea, no hablemos de
estas cosas, permaneciendo ociosos como unos simples; no sea que alguien
nos increpe duramente. Ve á la tienda y toma la fornida lanza.»
Así dijo; y Meriones, igual al veloz Marte, entrando en la tienda, cogió
una broncínea lanza y fué en seguimiento de Idomeneo, muy deseoso de
volver al combate. Como va á la guerra Marte, funesto á los mortales,
acompañado del Terror, su hijo querido, fuerte é intrépido, que hasta al guerrero
valeroso causa espanto; y los dos se arman y saliendo de la Tracia enderezan
sus pasos hacia los éfiros y los magnánimos flegias, y no escuchan
los ruegos de ambos pueblos, sino que dan la victoria á uno de ellos; de la
misma manera, Meriones é Idomeneo, caudillos de hombres, se encaminaban
á la batalla, armados de luciente bronce. Y Meriones fué el primero que
habló, diciendo:
«¡Deucaliónida! ¿Por dónde quieres que penetremos en la turba; por
la derecha del ejército, por en medio ó por la izquierda? Pues no creo que
los aqueos, de larga cabellera, dejen de pelear en parte alguna.»
Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses: «Hay en el centro
quienes defiendan los navíos: los dos Ayaces y Teucro, el más diestro arquero
aquivo y esforzado también en el combate á pie firme; ellos se bastan
para rechazar á Héctor Priámida por fuerte que sea y por incitado que esté á
la batalla. Difícil será, aunque tenga muchos deseos de batirse, que triunfando
del valor y de las manos invictas de aquéllos, llegue á incendiar los bajeles;
á no ser que el mismo Saturnio arroje una tea encendida en las veleras
naves. El gran Ayax Telamonio no cedería á ningún hombre mortal que
coma el fruto de Ceres y pueda ser herido con el bronce ó con grandes piedras;
ni siquiera se retiraría ante Aquiles, que destruye los escuadrones, en
un combate á pie firme; pues en la carrera Aquiles no tiene rival. Vayamos,
pues, á la izquierda del ejército, para ver si presto daremos gloria á alguien,
ó alguien nos la dará á nosotros.»
Tal dijo; y Meriones, igual al veloz Marte, echó á andar hasta que llegaron
al ejército por donde Idomeneo le indicara.
Cuando los teucros vieron á Idomeneo, que por su impetuosidad parecía
una llama, y á su escudero, ambos revestidos de labradas armas, animáronse
unos á otros por entre la turba y arremetieron todos contra aquel. Y
se trabó una refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes, junto á las
popas de los navíos. Como aparecen de repente las tempestades, suscitadas
por los sonoros vientos en ocasión en que los caminos están muy secos y se
levantan nubes de polvo; así entonces unos y otros vinieron á las manos,
deseando en su corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por
entre la turba. La batalla, destructora de hombres, se presentaba horrible
con las largas y afiladas picas que los guerreros manejaban; cegaba los ojos
el resplandor del bronce de los lucientes cascos, de las corazas recientemente
bruñidas y de los escudos refulgentes de cuantos iban á encontrarse; y hubiera
tenido corazón muy audaz quien al contemplar aquella acción se hubiese
alegrado en vez de afligirse.
Los dos hijos poderosos de Saturno, disintiendo en el modo de pensar,
preparaban deplorables males á los héroes. Júpiter quería que triunfaran
Héctor y los teucros para glorificar á Aquiles, el de los pies ligeros; mas no
por eso deseaba que el ejército aqueo pereciera totalmente delante de Ilión,
pues sólo se proponía honrar á Tetis y á su hijo, de ánimo esforzado. Neptuno
había salido ocultamente del espumoso mar, recorría las filas y animaba
á los argivos; porque le afligía que fueran vencidos por los teucros, y se
indignaba mucho contra Júpiter. Igual era el origen de ambas deidades y
uno mismo su linaje, pero Jove había nacido primero y sabía más; por esto
Neptuno evitaba el socorrer abiertamente á aquéllos; y transfigurado en
hombre, discurría, sin darse á conocer, por el ejército y le amonestaba. Y los
dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de otros la reñida pelea
y el indeciso combate; y tendían sobre ellos una cadena irrompible é indisoluble
que á muchos les quebró las rodillas.
Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó á los dánaos, arremetió
contra los teucros, llenándoles de pavor, y mató á Otrioneo. Éste había
acudido de Cabeso á Ilión cuando tuvo noticia de la guerra y pedido en
matrimonio á Casandra, la más hermosa de las hijas de Príamo, sin obligación
de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que echaría de Troya á los
aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe combatía,
confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió
mientras se adelantaba con arrogante paso: la coraza de bronce no resistió,
clavóse aquélla en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, é Idomeneo
dijo con jactancia:
«¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo
que ofreciste á Príamo Dardánida cuando te prometió su hija. También nosotros
te haremos promesas con intención de cumplirlas: traeremos de Argos
la más bella de las hijas del Atrida y te la daremos por mujer, si junto
con los nuestros destruyes la populosa ciudad de Ilión. Pero sígueme, y en
las naves que atraviesan el ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento;
que no somos malos suegros.»
Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba
por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarle, presentándose
como peón delante de su carro, cuyos corceles, gobernados por
el auriga, sobre los mismos hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba
en su corazón herir á Idomeneo; pero anticipósele éste y le hundió la pica
en la garganta, debajo de la barba, hasta que salió al otro lado. Cayó el teucro
como en el monte la encina, el álamo ó el elevado pino que unos artífices
cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así yacía
aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y
cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni
siquiera se atrevió á torcer la rienda á los caballos para escapar de las manos
de los enemigos. Y el belígero Antíloco se llegó á él y le atravesó con la
lanza, pues la broncínea loriga no pudo evitar que se la clavara en el vientre.
El auriga, jadeante, cayó del bien construído carro; y Antíloco, hijo del
magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre los teucros y se los llevó hacia
los aqueos, de hermosas grebas.
Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho á Idomeneo
y le arrojó la reluciente lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encogiéndose
debajo de su rodela, la cual era lisa y estaba formada por boyunas
pieles y una lámina de bruñido bronce con dos abrazaderas: la broncínea
lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó roncamente, y no
fué lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fué á clavarse en el
hígado, debajo del diafragma, de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres, haciéndole
doblar las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:
«Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figúrome que al descender
á la morada de sólidas puertas del terrible Plutón, se holgará su espíritu
de que le haya proporcionado un compañero.»
Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron á los argivos y
conmovieron el corazón del belicoso Antíloco; pero éste, aunque afligido,
no abandonó á su compañero, sino que corriendo se puso junto á él y le cubrió
con la rodela. É introduciéndose por debajo dos amigos fieles, Mecisteo
hijo de Equio y el divino Alástor, llevaron á Hipsenor, que daba hondos
suspiros, hacia las cóncavas naves.
Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre
ó sumir á algún teucro en tenebrosa noche, ó caer él mismo con estrépito,
librando de la ruina á los aqueos. Neptuno dejó que sucumbiera á manos
de Idomeneo el hijo querido del noble Esietes, el héroe Alcátoo (era yerno
de Anquises y tenía por esposa á Hipodamia, la hija primogénita, á quien el
padre y la veneranda madre amaban cordialmente en el palacio porque sobresalía
en hermosura, destreza y talento entre todas las de su edad, y á causa
de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta Troya): el dios
ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no
pudo huir ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envasó la lanza en medio
del pecho, mientras estaba inmóvil como una columna ó un árbol de alta
copa, y le rompió la coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces
produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza. El
guerrero cayó con estrépito; y como la lanza se había clavado en el corazón,
movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su
fuerza. É Idomeneo con gran jactancia y á voz en grito exclamó:
«¡Deífobo! Ya que tanto te glorías, ¿no te parece que es una buena
compensación haber muerto á tres, por uno que perdimos? Ven, hombre admirable,
ponte delante y verás quién es el descendiente de Júpiter que aquí
ha venido; porque Jove engendró á Minos, protector de Creta, Minos fué
padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo, que reino sobre muchos
hombres en la vasta Creta y vine en las naves para ser una plaga para ti,
para tu padre y para los demás teucros.»
Así se expresó; y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le
juntara alguno de los magnánimos teucros ó atacar él solo á Idomeneo. Parecióle
lo mejor ir en busca de Eneas, y le halló entre los últimos; pues
siempre estaba irritado con el divino Príamo, que no le honraba como por
su bravura merecía. Y deteniéndose á su lado, le dijo estas aladas palabras:
«¡Eneas, príncipe de los teucros! Es preciso que defiendas á tu cuñado,
si te tomas algún interés por los parientes. Sígueme y vayamos á combatir
por tu cuñado Alcátoo, que te crió cuando eras niño y ha muerto á manos
de Idomeneo, famoso por su lanza.»
Tal fué lo que dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el
corazón, y llegóse hacia Idomeneo con grandes deseos de pelear. Éste no se
dejó vencer del temor, cual si fuera un niño; sino que le aguardó como el
jabalí que, confiando en su fuerza, espera en un paraje desierto del monte el
gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y
los ojos brillantes como ascuas, aguza los dientes y se dispone á rechazar la
acometida de perros y cazadores: de igual manera Idomeneo, famoso por su
lanza, aguardaba sin arredrarse á Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro;
pero llamaba á sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo,
Afareo, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba
con estas aladas palabras:
«Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho á Eneas,
ligero de pies, que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres
en el combate, y se halla en la flor de la juventud, cuando mayor es la
fuerza. Si con el ánimo que tengo, fuésemos de la misma edad, pronto le
daría ocasión para alcanzar una gran victoria ó él me la proporcionaría á
mí.»
Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en
los hombros, se pusieron á la vera de Idomeneo. También Eneas exhortaba á
sus amigos, echando la vista á Deífobo, Paris y el divino Agenor, que eran
asimismo capitanes de los teucros. Inmediatamente marcharon las tropas
detrás de los jefes, como las ovejas siguen al carnero cuando después del
pasto van á beber, y el pastor se regocija en el alma; así se alegró el corazón
de Eneas en el pecho, al ver el grupo de hombres que tras él seguía.
Pronto trabaron alrededor del cadáver de Alcátoo un combate cuerpo
á cuerpo, blandiendo grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo
en los pechos al darse botes de lanza los unos á los otros. Dos hombres belicosos
y señalados entre todos, Eneas é Idomeneo, iguales á Marte, deseaban
herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas arrojó el primero la lanza
á Idomeneo; pero como éste la viera venir, evitó el golpe: la broncínea punta
clavóse en tierra, vibrando, y el arma fué echada en balde por el robusto
brazo. Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enomao y el bronce rompió
la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el teucro, caído en el
polvo, asió el suelo con las manos. Acto continuo, Idomeneo arrancó del
cadáver la ingente lanza, pero no le pudo quitar de los hombros la magnífica
armadura porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía seguridad
en sus pies para recobrar la lanza que arrojara, ni para librarse de la que
le tiraran, evitaba la cruel muerte combatiendo á pie firme; y no pudiendo
tampoco huir con ligereza, retrocedía paso á paso. Deífobo, que constantemente
le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió á Ascálafo,
hijo de Marte: la impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero,
caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Y el ruidoso y furibundo
Marte no se enteró de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate
porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas nubes,
con otros dioses inmortales á quienes Júpiter no permitía que intervinieran
en la batalla.
La pelea cuerpo á cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo,
á quien Deífobo logró quitar el reluciente casco; pero Meriones, igual al veloz
Marte, dió á Deífobo una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco
con agujeros á guisa de ojos, que cayó al suelo produciendo ronco sonido.
Meriones, abalanzándose á Deífobo con la celeridad del buitre, arrancóle la
impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió hasta el grupo de
sus amigos. Á Deífobo sacóle del horrísono combate su hermano carnal Polites:
abrazándole por la cintura, le condujo adonde tenía los rápidos corceles
con el labrado carro, que estaban algo distantes de la batalla, gobernados
por un auriga. Ellos llevaron á la ciudad al héroe, que se sentía agotado,
daba hondos suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa
de recibir.
Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo
á Afareo Caletórida que contra él venía, hirióle en la garganta con la
aguda lanza: la cabeza se inclinó á un lado, arrastrando el casco y el escudo,
y la muerte destructora rodeó al guerrero. Antíloco, como advirtiera que
Toón volvía pie á atrás, arremetió contra él y le hirió: cortóle la vena que,
corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el teucro cayó de espaldas en
el polvo y tendía los brazos á los compañeros queridos. Acudió Antíloco y
le despojó de la armadura, mirando á todos lados, mientras los teucros iban
cercándole é intentaban herirle; mas el ancho y labrado escudo paró los golpes,
y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe, porque Neptuno,
que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra los muchos tiros.
Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en medio
de ellos; su lanza, jamás ociosa, siempre vibrante, se volvía á todas partes,
y él pensaba en su mente si la arrojaría á alguien, ó acometería de cerca.
No se le ocultó á Adamante Asíada lo que Antíloco meditaba en medio
de la turba; y acercándosele, le dió con el agudo bronce un bote con el
escudo; pero Neptuno, el de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la
vida á Antíloco, é hizo vano el golpe rompiendo la lanza en dos partes, una
de las cuales quedó clavada en el escudo, como estaca consumida por el
fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el grupo de sus
amigos, para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la lanza,
que penetró por entre el ombligo y el pubis, donde son muy peligrosas
las heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió
la lanza, y Adamante, cayendo encima de ella, se agitaba como un buey
á quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas y llevan contra
su voluntad; así aquél, al sentirse herido, se agitó algún tiempo, que no
fué largo porque Meriones se le acercó, arrancóle la lanza del cuerpo, y las
tinieblas velaron los ojos del guerrero.
Heleno dió á Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia, y
le rompió el casco. Éste, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fué
á parar á los pies de un guerrero aquivo que lo alzó de tierra. Á Deípiro, tenebrosa
noche le cubrió los ojos.
Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate;
y blandiendo la lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe
Heleno, quien, á su vez, armó la ballesta. Ambos fueron á encontrarse, deseosos
el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir á
su enemigo con la flecha que el arco despidiera. El Priámida dió con la saeta
en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad;
pero la cruel flecha fué rechazada y voló á otra parte. Como en la espaciosa
era saltan del bieldo las negruzcas habas ó los garbanzos al soplo sonoro del
viento y al impulso del aventador; de igual modo, la amarga flecha, repelida
por la coraza del glorioso Menelao, voló á lo lejos. Por su parte Menelao
Atrida, valiente en la pelea, hirió á Heleno en la mano en que llevaba el pulimentado
arco: la broncínea lanza atravesó la palma y penetró en la ballesta.
Heleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y
su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la
arrancó y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida, que
les facilitó el escudero del pastor de hombres.
Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al
fin de su vida, empujándole para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la
terrible pelea. Así que entrambos se hallaron frente á frente, acometiéronse,
y el Atrida erró el golpe porque la lanza se le desvió; Pisandro dió un bote
en la rodela del glorioso Menelao, pero no pudo atravesar el bronce: resistió
el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél se regocijaba
en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida desnudó la
espada guarnecida de argénteos clavos y asaltó á Pisandro; quien, cubriéndose
con el escudo, aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista
de un largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro
dió un golpe á Menelao en la cimera del yelmo, adornado con crines de caballo,
debajo del penacho; y Menelao hundió su espada en la frente del teucro,
encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron
en el polvo, á los pies del guerrero, que se encorvó y vino á tierra. El
Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y blasonando
del triunfo, dijo:
«¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh teucros
soberbios é insaciables de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido
una vergonzosa afrenta, infames perros, sin que vuestro corazón temiera la
ira terrible del tonante Júpiter hospitalario, que algún día destruirá vuestra
ciudad excelsa. Os llevasteis, además de muchas riquezas, á mi legítima esposa
que os había recibido amigablemente; y ahora deseáis arrojar el destructor
fuego en las naves, que atraviesan el ponto, y dar muerte á los héroes
aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan
enardecidos os mostréis. ¡Padre Júpiter! Dicen que superas en inteligencia á
los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces á
los teucros, á esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que
nunca se hartan de la guerra á todos tan funesta? De todo llega el hombre á
saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas
más apetecibles que la pelea; pero los teucros no se cansan de combatir.»
En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada
armadura; y entregándola á sus amigos, volvió á batallar entre los combatientes
delanteros.
Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que
fué á Troya con su padre á pelear y no había de volver á la patria tierra: el
teucro dió un bote de lanza en medio del escudo del Atrida, pero no pudo
atravesar el bronce y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la
muerte, mirando á todos lados; no fuera alguien á herirle con el bronce.
Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea saeta se hundió
en la nalga derecha del teucro, atravesó la vejiga por debajo del hueso y salió
al otro lado. Y Harpalión, cayendo allí en brazos de sus amigos, dió el
alma y quedó tendido en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra
sangre que mojaba la tierra. Pusiéronse á su alrededor los magnánimos paflagones,
y colocando el cadáver en un carro, lleváronlo, afligidos, á la sagrada
Ilión; el padre iba con ellos derramando lágrimas, y ninguna venganza
pudo tomar de aquella muerte.
Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era
su huésped en la populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un
cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba
en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la funesta suerte
que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces
que moriría de penosa dolencia en el palacio ó sucumbiría á manos de los
teucros en las naves aqueas; y él, queriendo evitar los reproches de los aquivos
y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir á Ilión. Á éste, pues,
Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó
de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.
Así combatían, con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro á Júpiter,
aún no se había enterado, é ignoraba por completo que sus tropas fuesen
destruídas por los argivos á la izquierda de las naves. Pronto la victoria hubiera
sido de éstos. ¡De tal suerte Neptuno, que ciñe y sacude la tierra, los
alentaba y hasta los ayudaba con sus propias fuerzas! Estaba Héctor en el
mismo lugar adonde llegara después que pasó las puertas y el muro y rompió
las cerradas filas de los escudados dánaos. Allí, en la playa del espumoso
mar, habían sido colocadas las naves de Ayax y Protesilao; y se había levantado
para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles
acampados en aquel paraje eran muy valientes en la guerra.
Los beocios, los yáones, de larga vestidura, los locros, los ptiotas y
los ilustres epeos detenían al divino Héctor que, semejante á una llama, porfiaba
en su empeño de ir hacia las naves; pero no conseguían que se apartase
de ellos. Los atenienses habían sido designados para las primeras filas y
los mandaba Menesteo, hijo de Peteo, á quien seguían Fidante, Estiquio y el
valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges Filida, Anfión y Dracio.
Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belígero Podarces: aquél era
hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayax, y vivía en Fílace, lejos
de su patria, por haber dado muerte á un hermano de Eriopis, su madrastra y
mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos combatían al
frente de los ptiotas y en unión con los beocios para defender las naves.
El ágil Ayax de Oileo no se apartaba un instante de Ayax Telamonio:
como en tierra noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido
arado, abundante sudor brota en torno de sus cuernos, y sólo los separa el
pulimentado yugo mientras andan por los surcos para abrir el hondo seno de
la tierra; así, tan cercanos el uno del otro, estaban los Ayaces. Al Telamonio
seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su escudo cuando la
fatiga y el sudor llegaban á las rodillas del héroe. Mas al alentoso hijo de
Oileo no le acompañaban los locros, porque no podían sostener una lucha á
pie firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo,
ni tenían rodelas ni lanzas de fresno; habían ido á Ilión, confiando en sus
ballestas y en sus hondas de lana de ovejas retorcida, y con las mismas destrozaban
las falanges teucras. Aquéllos peleaban con Héctor y los suyos;
éstos, ocultos detrás, disparaban; y los teucros apenas pensaban en combatir,
porque las flechas los ponían en desorden.
Entonces los teucros hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves
y tiendas á la ventosa Ilión, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz
Héctor para decirle:
«¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios
te ha dado esa superioridad en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas á
los demás en prudencia? No es posible que tú solo lo reunas todo. La divinidad
á uno le concede que sobresalga en las acciones bélicas, á otro en la
danza, al de más allá en la cítara y el canto; y el longividente Jove pone en
el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha á gran número de
hombres, salva las ciudades y lo aprecia particularmente quien lo posee. Te
diré lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por todas
partes; pero de los magnánimos teucros que pasaron la muralla, unos se
han retirado con sus armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con
mayor número de hombres. Retrocede y llama á los más valientes caudillos
para deliberar si nos conviene arrojarnos á las naves, de muchos bancos, por
si un dios nos da la victoria, ó alejarnos de las mismas antes que seamos heridos.
Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las naves
hay un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de
combatir.»
Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo á Héctor, que
saltó en seguida del carro á tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas
palabras:
«¡Polidamante! Reune tú á los más valientes caudillos, mientras voy
á la otra parte de la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las convenientes
órdenes.»
Dijo; y semejante á un monte cubierto de nieve, partió volando y
profiriendo gritos por entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos
se encaminaron hacia el bravo Polidamante Pantoida, así que oyeron las
palabras de Héctor. Éste buscaba en los combatientes delanteros á Deífobo,
al robusto rey Heleno, á Adamante Asíada, y á Asio, hijo de Hirtaco; pero
no los halló ilesos ni á todos salvados de la muerte: los unos yacían, muertos
por los argivos, junto á las naves aqueas; y los demás, heridos, quien de
cerca, quien de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se
encontró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo
de Helena, la de hermosa cabellera, que animaba á sus compañeros y
les incitaba á pelear; y deteniéndose á su lado, díjole estas injuriosas
palabras:
«¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor!
¿Dónde están Deífobo, el robusto rey Heleno, Adamante Asíada y Asio,
hijo de Hirtaco? ¿Qué es de Otrioneo? Hoy la excelsa Ilión se arruina desde
la cumbre, y horrible muerte te aguarda.»
Respondióle el deiforme Paris: «¡Héctor! Ya que tienes intención de
culparme sin motivo, quizás otras veces fuí más remiso en la batalla, aunque
no del todo pusilánime me dió á luz mi madre. Desde que al frente de
los compañeros promoviste el combate junto á las naves, peleamos sin cesar
contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos
Deífobo y el robusto rey Heleno; los cuales, heridos en el brazo por ingentes
lanzas, se fueron, y el Saturnio les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón
y el ánimo te ordenen; te seguiremos presurosos, y no dejaremos de
mostrar todo el valor compatible con nuestras fuerzas. Más allá de lo que
éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno
esté.»
Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron
al sitio donde era más ardiente el combate y la pelea; allí estaban Cebrión,
el eximio Polidamante, Falces, Orteo, Polifetes igual á un dios, Palmis, Ascanio
y Moris, hijos los dos últimos de Hipotión; todos los cuales habían
llegado el día anterior de la fértil Ascania, y entonces Jove les impulsó á
combatir. Á la manera que un torbellino de vientos impetuosos desciende á
la llanura, acompañado del trueno de Júpiter, y al caer en el mar con ruido
inmenso levanta grandes y espumosas olas que se van sucediendo; así los
teucros seguían en filas cerradas á los jefes, y el bronce de las armas relucía.
Iba á su frente Héctor Priámida, cual si fuese Marte, funesto á los mortales:
llevaba por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y
una gruesa lámina de bronce, y el refulgente casco temblaba en sus sienes.
Movíase Héctor, defendiéndose con la rodela, y probaba por todas partes si
las falanges cedían; pero no logró turbar el ánimo en el pecho de los aqueos.
Entonces Ayax adelantóse con ligero paso y provocóle con estas palabras:
«¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este
modo á los argivos? No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos
sucumben bajo el cruel azote de Júpiter. Tú esperas quemar las naves, pero
nosotros tenemos los brazos prontos para defenderlas; y mucho antes que lo
consigas, vuestra populosa ciudad será tomada y destruída por nuestras manos.
Yo te aseguro que está cerca el momento en que tú mismo, puesto en
fuga, pedirás al padre Júpiter y á los demás inmortales que tus corceles sean
más veloces que los gavilanes; y los caballos te llevarán á la ciudad, levantando
gran polvareda en la llanura.
Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un
águila de alto vuelo; y los aquivos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido
Héctor respondió:
«Ayax lenguaz y fanfarrón, ¿qué dijiste? Así fuera yo hijo de Júpiter,
que lleva la égida, y me hubiese dado á luz la venerable Juno y gozara de
los mismos honores que Minerva ó Apolo, como este día será funesto para
todos los argivos. Tú también morirás si tienes la osadía de aguardar mi larga
pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto á las naves
aqueas, saciarás de carne y grasa á los perros y aves de la comarca
troyana.»
En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con
vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían
por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida
de los más valientes teucros. Y el estruendo que producían ambos ejércitos
llegaba al éter y á la morada resplandeciente de Jove.