La Ilíada – Homero
COMBATE DE LOS DIOSES
Mientras los aqueos se armaban junto á los corvos bajeles, alrededor de ti,
oh hijo de Peleo, incansable en la batalla, los teucros se apercibían también
para el combate en una eminencia de la llanura.
Júpiter ordenó á Temis que, partiendo de las cumbres del Olimpo, en
valles abundante, convocase la junta de los dioses; y ella fué de un lado
para otro y á todos les mandó que acudieran al palacio de Jove. De los ríos
sólo faltó el Océano; y de cuantas ninfas habitan los amenos bosques, las
fuentes de los ríos y los herbosos prados, ninguna dejó de presentarse. Tan
luego como llegaban al palacio de Júpiter, acomodábanse en asientos de
piedra pulimentada que para Jove había construído Vulcano con sabia inteligencia.
Allí, pues, se reunieron. Neptuno tampoco desobedeció á la diosa;
y dirigiéndose desde el mar á la junta, se sentó en medio y exploró la voluntad
de Júpiter:
«¿Por qué, oh tú que lanzas encendidos rayos, convocas de nuevo la
junta de los dioses? ¿Acaso tienes algún propósito acerca de los teucros y
de los aqueos? El combate y la pelea volverán á encenderse muy pronto entre
ambos pueblos.»
Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «Comprendiste, Neptuno,
que bates la tierra, el designio que encierra mi pecho y por el cual os
he reunido. Me curo de ellos, aunque van á perecer. Yo me quedaré sentado
en la cumbre del Olimpo y recrearé mi espíritu contemplando la batalla; y
los demás idos hacia los teucros y los aqueos y cada uno auxilie á los que
quiera. Pues si Aquiles, el de los pies ligeros, combatiese solo con los teucros,
éstos no resistirían ni un instante la acometida del hijo de Peleo. Ya
antes huían espantados al verle; y temo que ahora, que tan enfurecido tiene
el ánimo por la muerte de su compañero, destruya el muro de Troya contra
la decisión del hado.»
El Saturnio habló en estos términos y promovió una gran batalla. Los
dioses fueron al combate divididos en dos bandos: encamináronse á las naves
Juno, Palas Minerva, Neptuno, que ciñe la tierra, el benéfico Mercurio,
de prudente espíritu, y con ellos Vulcano que, orgulloso de su fuerza, cojeaba
arrastrando sus gráciles piernas; y enderezaron sus pasos á los teucros,
Marte, de tremolante casco, el intonso Febo, Diana que se complace en tirar
flechas, Latona, el Janto y la risueña Venus.
En cuanto los dioses se mantuvieron alejados de los hombres, mostráronse
los aqueos muy ufanos porque Aquiles volvía á la batalla después del
largo tiempo en que se había abstenido de tener parte en la triste guerra; y
los teucros se espantaron y un fuerte temblor les ocupó los miembros, tan
pronto como vieron al Pelida, ligero de pies, que con su reluciente armadura
semejaba al dios Marte, funesto á los mortales. Mas así que las olímpicas
deidades penetraron por entre la muchedumbre de los guerreros, levantóse
la terrible Discordia, que enardece á los varones; Minerva daba fuertes gritos,
unas veces á orillas del foso cavado al pie del muro, y otras en los altos
y sonoros promontorios; y Marte, que parecía un negro torbellino, vociferaba
también y animaba vivamente á los teucros, ya desde el punto más alto
de la ciudad, ya corriendo por la llamada Colina hermosa, á orillas del
Símois.
De este modo los felices dioses, instigando á unos y á otros, les hicieron
venir á las manos y promovieron una reñida contienda. El padre de los
hombres y de los dioses tronó horriblemente en las alturas; Neptuno, por
debajo, sacudió la inmensa tierra y las excelsas cumbres de los montes; y
retemblaron, así las laderas y las cimas del Ida, abundante en manantiales,
como la ciudad troyana y las naves aqueas. Asustóse Plutón, rey de los infiernos,
y saltó del trono gritando; no fuera que Neptuno abriese la tierra y
se hicieran visibles las mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas
deidades aborrecen. ¡Tanto estrépito se produjo cuando los dioses entraron
en combate! Al soberano Neptuno le hizo frente Febo Apolo con sus aladas
flechas; á Marte, Minerva, la diosa de los brillantes ojos; á Juno, Diana que
lleva arco de oro, ama el bullicio de la caza, se complace en tirar saetas y es
hermana del Flechador; á Latona, el poderoso y benéfico Mercurio; y á Vulcano,
el gran río de profundos vórtices llamado por los dioses Janto y por
los hombres Escamandro.
Así los dioses salieron al encuentro los unos de los otros. Aquiles
deseaba romper por el gentío en derechura á Héctor Priámida, pues el ánimo
le impulsaba á saciar con la sangre del héroe á Marte, infatigable luchador.
Mas Apolo, que enardece á los guerreros, movió á Eneas á oponerse al
Pelida, infundiéndole gran valor y hablándole así después de tomar la voz y
la figura de Licaón, hijo de Príamo:
«¡Eneas, consejero de los teucros! ¿Qué son de aquellas amenazas hechas
por ti en los banquetes de los caudillos troyanos, de que saldrías á
combatir con el Pelida Aquiles?»
Respondióle Eneas: «¡Priámida! ¿Por qué me ordenas que luche, sin
desearlo mi voluntad, con el animoso Pelida? No fuera la primera ocasión
que me viese frente á Aquiles, el de los pies ligeros: en otro tiempo, cuando
vino adonde pacían nuestras vacas y tomó á Lirneso y á Pédaso, persiguióme
por el Ida con su lanza; y Júpiter me salvó, dándome fuerzas y agilitando
mis rodillas. Sin su ayuda hubiese sucumbido á manos de Aquiles y de
Minerva, que le precedía, le daba la victoria y le animaba á matar léleges y
troyanos con la broncínea lanza. Por eso ningún hombre puede combatir
con Aquiles, porque á su lado asiste siempre alguna deidad que le libra de la
muerte. En cambio, su lanza vuela recta y no se detiene hasta que ha atravesado
el cuerpo de un enemigo. Si un dios igualara las condiciones del combate,
Aquiles no me vencería fácilmente; aunque se gloriase de ser todo de
bronce.»
Replicóle el soberano Apolo, hijo de Júpiter: «¡Héroe! Ruega tú también
á los sempiternos dioses, pues dicen que naciste de Venus, hija de Júpiter,
y aquél es hijo de una divinidad inferior. La primera desciende de Jove,
ésta tuvo por padre al anciano del mar. Levanta el indomable bronce y no te
arredres por oir palabras duras ó amenazas.»
Apenas acabó de hablar, infundió grandes bríos al pastor de
hombres; y éste, que llevaba una reluciente armadura de bronce, se abrió
paso por los combatientes delanteros. Juno, la de los níveos brazos, no dejó
de advertir que el hijo de Anquises atravesaba la muchedumbre para salir al
encuentro del Pelida; y llamando á otros dioses, les dijo:
«Considerad en vuestra mente, Neptuno y Minerva, cómo esto acabará;
pues Eneas, armado de reluciente bronce, se encamina en derechura al
Pelida por excitación de Febo Apolo. Ea, hagámosle retroceder, ó alguno de
nosotros se ponga junto á Aquiles, le infunda gran valor y no deje que su
ánimo desfallezca; para que conozca que le acorren los inmortales más poderosos,
y que son débiles los dioses que en el combate y la pelea protegen
á los teucros. Todos hemos bajado del Olimpo á intervenir en esta batalla,
para que Aquiles no padezca hoy ningún daño de parte de los teucros; y luego
sufrirá lo que la Parca dispuso, hilando el lino, cuando su madre lo dió á
luz. Si Aquiles no se entera por la voz de los dioses, sentirá temor cuando
en el combate le salga al encuentro alguna deidad; pues los dioses, en dejándose
ver, son terribles.»
Respondióle Neptuno, que sacude la tierra: «¡Juno! No te irrites más
de lo razonable, que no es decoroso. Ni yo quisiera que nosotros, que somos
los más fuertes, promoviéramos la contienda entre los dioses. Vayamos á
sentarnos en aquella altura, y de la batalla cuidarán los hombres. Y si Marte
ó Febo Apolo dieren principio á la pelea ó detuvieren á Aquiles y no le dejaren
combatir, iremos en seguida á luchar con ellos, y me figuro que pronto
tendrán que retirarse y volver al Olimpo, á la junta de los demás dioses,
vencidos por la fuerza de nuestros brazos.»
Dichas estas palabras, el dios de los cerúleos cabellos llevólos al alto
terraplén que los troyanos y Palas Minerva habían levantado en otro tiempo
para que el divino Hércules se librara de la ballena cuando, perseguido por
ésta, pasó de la playa á la llanura. Allí Neptuno y los otros dioses se sentaron,
extendiendo en derredor de sus hombros una impenetrable nube; y al
otro lado, en la cima de la Colina hermosa, en torno de ti, flechador Febo, y
de Marte, que destruye las ciudades, acomodáronse las deidades protectoras
de los teucros. Así unos y otros, sentados en dos grupos, deliberaban y no se
decidían á empezar el funesto combate. Y Júpiter desde lo alto les incitaba á
comenzarlo.
Todo el campo, lleno de hombres y caballos, resplandecía con el lucir
del bronce; y la tierra retumbaba debajo de los pies de los guerreros que
á lidiar salían. Dos varones, señalados entre los más valientes, deseosos de
combatir, se adelantaron á los suyos para afrontarse entre ambos ejércitos:
Eneas, hijo de Anquises, y el divino Aquiles. Presentóse primero Eneas,
amenazador, tremolando el refornido casco: protegía el pecho con el fuerte
escudo y vibraba broncínea lanza. Y el Pelida desde el otro lado fué á oponérsele.
Como cuando se reunen los hombres de todo un pueblo para matar
á un voraz león, éste al principio sigue su camino despreciándolos; mas, así
que uno de los belicosos jóvenes le hiere con un venablo, se vuelve hacia él
con la boca abierta, muestra los dientes cubiertos de espuma, siente gemir
en su pecho el corazón valeroso, se azota con la cola muslos y caderas para
animarse á pelear, y con los ojos centelleantes arremete fiero hasta que mata
á alguien ó él mismo perece en la primera fila; así le instigaban á Aquiles su
valor y ánimo esforzado á salir al encuentro del magnánimo Eneas. Y tan
pronto como se hallaron frente á frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros,
habló diciendo:
«¡Eneas! ¿Por qué te adelantas tanto á la turba y me aguardas? ¿Acaso
el ánimo te incita á combatir conmigo por la esperanza de reinar sobre
los troyanos, domadores de caballos, con la dignidad de Príamo? Si me matases,
no pondría Príamo en tu mano tal recompensa; porque tiene hijos,
conserva entero el juicio y no es insensato. ¿Ó quizás te han prometido los
troyanos acotarte un hermoso campo de frutales y sembradío que á los demás
aventaje, para que puedas cultivarlo, si me quitas la vida? Me figuro
que te será difícil conseguirlo. Ya otra vez te puse en fuga con mi lanza.
¿No recuerdas que te eché de los montes ideos, donde estabas solo pastoreando
los bueyes, y te perseguí corriendo con ligera planta? Entonces huías
sin volver la cabeza. Luego te refugiaste en Lirneso y yo tomé la ciudad con
la ayuda de Minerva y del padre Jove, y me llevé las mujeres haciéndolas
esclavas; mas á ti te salvaron Júpiter y los demás dioses. No creo que ahora
te guarden, como espera tu corazón; y te aconsejo que vuelvas á tu ejército
y no te quedes frente á mí, antes que padezcas algún daño; que el necio sólo
conoce el mal cuando ha llegado.»
Eneas respondióle diciendo: «¡Pelida! No creas que con esas palabras
me asustarás como á un niño, pues también sé proferir injurias y baldones.
Conocemos el linaje de cada uno de nosotros y cuáles fueron nuestros
respectivos padres, por haberlo oído contar á los mortales hombres; que ni
tú viste á los míos, ni yo á los tuyos. Dicen que eres prole del eximio Peleo
y tienes por madre á Tetis, ninfa marina de hermosas trenzas; mas yo me
glorío de ser hijo del magnánimo Anquises y mi madre es Venus: aquéllos ó
éstos tendrán que llorar hoy la muerte de su hijo, pues no pienso que nos
separemos, sin combatir, después de dirigirnos pueriles insultos. Si deseas
saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Primero Júpiter, que
amontona las nubes, engendró á Dárdano, y éste fundó la Dardania al pie
del Ida, en manantiales abundoso; pues aún la sacra Ilión, ciudad de hombres
de voz articulada, no había sido edificada en la llanura. Dárdano tuvo
por hijo al rey Erictonio, que fué el más opulento de los mortales hombres:
poseía tres mil yeguas que, ufanas de sus tiernos potros, pacían junto á un
pantano.—El Bóreas enamoróse de algunas de las que vió pacer, y transfigurado
en caballo de negras crines, hubo de ellas doce potros que en la fértil
tierra saltaban por encima de las mieses sin romper las espigas y en el ancho
dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas.—Erictonio fué
padre de Tros, que reinó sobre los troyanos; y éste dió el ser á tres hijos
irreprensibles: Ilo, Asáraco y el deiforme Ganimedes, el más hermoso de
los hombres, á quien arrebataron los dioses á causa de su belleza para que
escanciara el néctar á Júpiter y viviera con los inmortales. Ilo engendró al
eximio Laomedonte, que tuvo por hijos á Titón, Príamo, Lampo, Clitio é
Hicetaón, vástago de Marte. Asáraco engendró á Capis, cuyo hijo fué Anquises.
Anquises me engendró á mí y Príamo al divino Héctor. Tal alcurnia
y tal sangre me glorío de tener. Pero Júpiter aumenta ó disminuye el valor
de los guerreros como le place, porque es el más poderoso. Ea, no nos digamos
más palabras como si fuésemos niños, parados así en medio del campo
de batalla. Fácil nos sería inferirnos tantas injurias, que una nave de cien
bancos de remeros no podría llevarlas. Es voluble la lengua de los hombres,
y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá,
y cual hablares, tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar,
disputando é injuriándonos, como mujeres irritadas, las cuales, movidas
por el roedor encono, salen á la calle y se zahieren diciendo muchas cosas,
verdaderas unas y falsas otras, que la cólera les dicta? No lograrás con tus
palabras que yo, estando deseoso de combatir, pierda el valor antes de que
con el bronce y frente á frente peleemos. Ea, acometámonos en seguida con
las broncíneas lanzas.»
Dijo; y arrojando la fornida lanza, clavóla en el terrible y horrendo
escudo de Aquiles, que resonó en torno de la misma. El Pelida, temeroso,
apartó el escudo con la robusta mano, creyendo que la luenga lanza del
magnánimo Eneas lo atravesaría fácilmente. ¡Insensato! No pensó en su
mente ni en su espíritu que los presentes de los dioses no pueden ser destruídos
con facilidad por los mortales hombres, ni ceder á sus fuerzas. Y así
la ponderosa lanza de Eneas no perforó entonces la rodela por haberlo impedido
la lámina de oro que el dios puso en medio, sino que atravesó dos
capas y dejó tres intactas, porque eran cinco las que el dios cojo había
reunido: las dos de bronce, dos interiores de estaño, y una de oro, que fué
donde se detuvo la lanza de fresno.
Aquiles despidió luego la ingente lanza, y acertó á dar en el borde
del liso escudo de Eneas, sitio en que el bronce era más delgado y el boyuno
cuero más tenue: el fresno del Pelión atravesólo, y todo el escudo resonó.
Eneas, amedrentado, se encogió y levantó el escudo; la lanza, deseosa
de proseguir su curso, pasóle por cima del hombro, después de romper los
dos círculos de la rodela, y se clavó en el suelo; y el héroe, evitado ya el
golpe, quedóse inmóvil y con los ojos muy espantados de ver que aquélla
había caído tan cerca. Aquiles desnudó la aguda espada; y profiriendo grandes
y horribles voces, arremetió contra Eneas; y éste, á su vez cogió una
gran piedra que dos de los hombres actuales no podrían llevar y que él manejaba
fácilmente. Y Eneas tirara la piedra á Aquiles y le acertara en el casco
ó en el escudo que habría apartado del héroe la triste muerte, y Aquiles
privara de la vida á Eneas, hiriéndole de cerca con la espada, si al punto no
lo hubiese advertido Neptuno, que sacude la tierra, el cual dijo entre los dioses
inmortales:
«¡Oh dioses! Me causa pesar el magnánimo Eneas que pronto, sucumbiendo
á manos del Pelida, descenderá al Orco por haber obedecido las
palabras del flechador Apolo. ¡Insensato! El dios no le librará de la triste
muerte. Mas ¿por qué ha de padecer, sin ser culpable, las penas que otros
merecen, habiendo ofrecido siempre gratos presentes á los dioses que habitan
el anchuroso cielo? Ea, librémosle de la muerte, no sea que Júpiter se
enoje si Aquiles lo mata, pues el destino quiere que se salve á fin de que no
perezca ni se extinga el linaje de Dárdano, que fué amado por el Saturnio
con preferencia á los demás hijos que tuvo de mujeres mortales. Ya Jove
aborrece á los descendientes de Príamo; pero el fuerte Eneas reinará sobre
los troyanos, y luego los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan.»
Respondióle Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Neptuno! Resuelve
tú mismo si has de salvar á Eneas ó permitir que, no obstante su valor,
sea muerto por el Pelida Aquiles. Pues así Palas Minerva como yo hemos
jurado repetidas veces ante los inmortales todos, que jamás libraríamos
á los teucros del día funesto, aunque Troya entera fuese pasto de las voraces
llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.»
Cuando Neptuno, que sacude la tierra, oyó estas palabras, fuése; y
andando por la liza, entre el estruendo de las lanzas, llegó adonde estaban
Eneas y el ilustre Aquiles. Al momento cubrió de niebla los ojos del Pelida
Aquiles, arrancó del escudo del magnánimo Eneas la lanza de fresno con
punta de bronce que depositó á los pies de aquél, y arrebató al teucro alzándolo
de la tierra. Eneas, sostenido por la mano del dios, pasó por cima de
muchas filas de héroes y caballos hasta llegar al otro extremo del impetuoso
combate, donde los caucones se armaban para pelear. Y entonces Neptuno,
que sacude la tierra, se le presentó, y le dijo estas aladas palabras:
«¡Eneas! ¿Cuál de los dioses te ha ordenado que cometieras la locura
de luchar cuerpo á cuerpo con el animoso Pelida, que es más fuerte que tú y
más caro á los inmortales? Retírate cuantas veces le encuentres, no sea que
te haga descender á la morada de Plutón antes de lo dispuesto por el hado.
Mas cuando Aquiles haya muerto, por haberse cumplido su destino, pelea
confiadamente entre los combatientes delanteros, que no te matará ningún
otro aquivo.»
Tales fueron sus palabras. Dejó á Eneas allí, después que le hubo
amonestado, y apartó la obscura niebla de los ojos de Aquiles. Éste volvió á
ver con claridad, y, gimiendo, á su magnánimo espíritu le decía:
«¡Oh dioses! Grande es el prodigio que á mi vista se ofrece: esta lanza
yace en el suelo y no veo al varón contra quien la arrojé, con intención
de matarle. Ciertamente, á Eneas le aman los inmortales dioses; ¡y yo creía
que se jactaba de ello vanamente! Váyase, pues; que no tendrá ánimo para
medir de nuevo sus fuerzas conmigo, quien ahora huyó gustoso de la muerte.
Exhortaré á los belicosos dánaos y probaré el valor de los demás enemigos,
saliéndoles al encuentro.»
Dijo; y saltando por entre las filas, animaba á los guerreros: «¡No
permanezcáis alejados de los teucros, divinos aqueos! Ea, cada hombre embista
á otro y sienta anhelo por pelear. Difícil es que yo solo, aunque sea valiente,
persiga á tantos guerreros y con todos lidie; y ni á Marte, que es un
dios inmortal, ni á Minerva, les sería posible recorrer un campo de batalla
tan vasto y combatir en todas partes. En lo que puedo hacer con mis manos,
mis pies ó mi fuerza, no me muestro remiso. Entraré por todos lados en las
hileras de las falanges enemigas, y me figuro que no se alegrarán los teucros
que á mi lanza se acerquen.»
Con estas palabras los animaba. También el esclarecido Héctor exhortaba
á los teucros, dando gritos, y aseguraba que saldría al encuentro de
Aquiles:
«¡Animosos teucros! ¡No temáis al Pelida! Yo de palabra combatiría
hasta con los inmortales; pero es difícil hacerlo con la lanza, siendo, como
son, mucho más fuertes. Aquiles no llevará al cabo todo cuanto dice, sino
que en parte lo cumplirá y en parte lo dejará á medio hacer. Iré á encontrarle,
aunque por sus manos sea semejante á la llama; sí, aunque por sus manos
se parezca á la llama, y por su fortaleza al reluciente hierro.»
Con tales voces los excitaba. Los teucros calaron las lanzas; trabóse
el combate y se produjo gritería, y entonces Febo Apolo se acercó á Héctor
y le dijo:
«¡Héctor! No te adelantes para luchar con Aquiles; espera su acometida
mezclado con la muchedumbre, confundido con la turba. No sea que
consiga herirte desde lejos con arma arrojadiza, ó de cerca con la espada.»
Así habló. Héctor se fué, amedrentado, por entre la multitud de guerreros
apenas acabó de oir las palabras del dios. Aquiles, con el corazón revestido
de valor y dando horribles gritos, arremetió á los teucros, y empezó
por matar al valeroso Ifitión Otrintida, caudillo de muchos hombres, á quien
una ninfa náyade había tenido de Otrinteo, asolador de ciudades, en el opulento
pueblo de Hida, al pie del nevado Tmolo: el divino Aquiles acertó á
darle con la lanza en medio de la cabeza, cuando arremetía contra él, y se la
dividió en dos partes. El teucro cayó con estrépito, y el divino Aquiles se
glorió diciendo:
«¡Yaces en el suelo, Otrintida, el más portentoso de todos los hombres!
En este lugar te sorprendió la muerte; á ti, que habías nacido á orillas
del lago Gigeo, donde tienes la heredad paterna, junto al Hilo, abundante en
peces, y el Hermo voraginoso.»
Tan jactanciosamente habló. Las tinieblas cubrieron los ojos de Ifitión,
y los carros de los aqueos lo despedazaron con las llantas de sus ruedas
en el primer reencuentro. Aquiles hirió, después, en la sien, atravesándole el
casco de broncíneas carrilleras, á Demoleonte, valiente adalid en el combate;
y el casco no detuvo la lanza, pues la punta entró y rompió el hueso,
conmovióse interiormente el cerebro, y el teucro sucumbió cuando peleaba
con ardor. Luego, como Hipodamante saltara del carro y se diese á la fuga,
le envasó la pica en la espalda: aquél exhalaba el aliento y bramaba como el
toro que los jóvenes arrastran á los altares del soberano Heliconio y el dios
que sacude la tierra se goza al verlo; así bramaba Hipodamante cuando el
alma valerosa dejó sus miembros. Seguidamente acometió con la lanza al
deiforme Polidoro Priámida á quien su padre no permitía que fuera á las batallas
porque era el menor y el predilecto de sus hijos. Nadie vencía á Polidoro
en la carrera; y entonces, por pueril petulancia, haciendo gala de la ligereza
de sus pies, agitábase el troyano entre los combatientes delanteros,
hasta que perdió la vida: al verle pasar, el divino Aquiles, ligero de pies,
hundióle la lanza en medio de la espalda, donde los anillos de oro sujetaban
el cinturón y era doble la coraza, y la punta salió al otro lado cerca del ombligo;
el joven cayó de rodillas dando lastimeros gritos; obscura nube le envolvió;
é inclinándose, procuraba sujetar con sus manos los intestinos, que
le salían por la herida.
Tan pronto como Héctor vió á su hermano Polidoro cogiéndose las
entrañas y encorvado hacia el suelo, se le puso una nube ante los ojos y ya
no pudo combatir á distancia; sino que, blandiendo la aguda lanza é impetuoso
como una llama, se dirigió al encuentro de Aquiles. Y éste, al advertirlo,
saltó hacia él, y dijo muy ufano estas palabras:
«Cerca está el hombre que ha inferido á mi corazón la más grave herida,
el que mató á mi compañero amado. Ya no huiremos asustados, el uno
del otro, por los senderos del combate.»
Dijo; y mirando con torva faz al divino Héctor, le gritó: «¡Acércate
para que pronto llegues de tu perdición al término!»
Sin turbarse, le respondió Héctor, el de tremolante casco: «¡Pelida!
No esperes amedrentarme con palabras como á un niño; también yo sé proferir
injurias y baldones. Reconozco que eres valiente y que estoy por muy
debajo de ti. Pero en la mano de los dioses está si yo, siendo inferior, te quitaré
la vida con mi lanza; pues también tiene afilada punta.»
En diciendo esto, blandió y arrojó la ingente lanza; pero Minerva con
un tenue soplo apartóla del glorioso Aquiles, y el arma volvió hacia el divino
Héctor y cayó á sus pies. Aquiles acometió, dando horribles gritos, á
Héctor, con intención de matarle; pero Apolo arrebató al troyano, haciéndolo
con gran facilidad por ser dios, y lo cubrió con densa niebla. Tres veces
el divino Aquiles, ligero de pies, atacó con la broncínea lanza; tres veces
dió el golpe en el aire. Y cuando, semejante á un dios, arremetía por cuarta
vez, increpó el héroe á Héctor con voz terrible, dirigiéndole estas aladas
palabras:
«¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la
perdición, pero te salvó Febo Apolo, á quien debes de rogar cuando sales al
campo antes de oir el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más
tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré á los demás que
se me pongan al alcance.»
Así dijo; y con la lanza hirió en medio del cuello á Dríope, que cayó
á sus pies. Dejóle, y al momento detuvo á Demuco Filetórida, á quien pinchó
con la lanza en una rodilla, y luego quitóle la vida con la gran espada.
Después acometió á Laógono y á Dárdano, hijos de Biante: habiéndolos derribado
del carro en que iban, á aquél le hizo perecer arrojándole la lanza, y
á éste hiriéndole de cerca con la espada. También mató á Tros Alastórida,
que vino á abrazarle las rodillas por si compadeciéndose de él, que era de la
misma edad del héroe, en vez de matarle le hacía prisionero y le dejaba
vivo. ¡Insensato! No comprendió que no podría persuadirle, pues Aquiles
no era hombre de condición benigna y mansa, sino muy violento. Ya aquél
le tocaba las rodillas con intención de suplicarle, cuando le hundió la espada
en el hígado: derramóse éste, llenando de negra sangre el pecho, y las tinieblas
cubrieron los ojos del teucro, que quedó exánime. Inmediatamente,
Aquiles se acercó á Mulio; y metiéndole la lanza en una oreja, la broncínea
punta salió por la otra. Más tarde, hirió en medio de la cabeza á Equeclo,
hijo de Agenor, con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó
con la sangre, y la purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos
del guerrero. Posteriormente, atravesó con la broncínea lanza el brazo de
Deucalión, en el sitio donde se juntan los tendones del codo; y el teucro esperóle,
con la mano entorpecida y viendo que la muerte se le acercaba:
Aquiles le cercenó de un tajo la cabeza, que con el casco arrojó á lo lejos, la
médula salió de las vértebras y el guerrero quedó tendido en el suelo. Dirigióse
acto seguido contra Rigmo, ilustre hijo de Píroo, que había llegado de
la fértil Tracia, y le hirió en medio del cuerpo: clavóle la broncínea lanza en
el pulmón, y le derribó del carro. Y como viera que su escudero Areitoo torcía
la rienda á los caballos, envasóle la aguda lanza en la espalda, y también
le hizo caer á tierra, mientras los corceles huían espantados.
De la suerte que al estallar abrasador incendio en los hondos valles
de árida montaña, arde la poblada selva, y el viento mueve las llamas que
giran en todas direcciones; de la misma manera, Aquiles se revolvía furioso
con la lanza, persiguiendo, cual una deidad, á los que estaban destinados á
morir; y la negra tierra manaba sangre. Como, uncidos al yugo dos bueyes
de ancha frente para que trillen la blanca cebada en una era bien dispuesta,
se desmenuzan presto las espigas bajo los pies de los mugientes bueyes; así
los solípedos corceles, guiados por Aquiles, hollaban á un mismo tiempo
cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre
y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos
de los corceles y las llantas de las ruedas despedían. Y el Pelida deseaba
alcanzar gloria y tenía las manos manchadas de sangre y polvo.