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Canto VII

La Ilíada – Homero
COMBATE SINGULAR DE HÉCTOR Y AYAX — LEVANTAMIENTO DE LOS CADÁVERES

Dichas estas palabras, el esclarecido Héctor y su hermano Alejandro traspusieron
las puertas, con el ánimo impaciente por combatir y pelear. Como
cuando un dios envía próspero viento á navegantes que lo anhelan porque
están cansados de romper las olas, batiendo los pulidos remos, y tienen lasos
los miembros á causa de la fatiga; así, tan deseados, aparecieron aquéllos
á los teucros.
Paris mató á Menestio, que vivía en Arna y era hijo del rey Areitoo, famoso
por su clava, y de Filomedusa, la de los grandes ojos; y Héctor con la
puntiaguda lanza tiró á Eyoneo un bote en la cerviz, debajo del casco de
bronce, y dejóle sin vigor los miembros. Glauco, hijo de Hipóloco y príncipe
de los licios, arrojó en la reñida pelea un dardo á Ifínoo Dexíada cuando
subía al carro de corredoras yeguas, y le acertó en la espalda: Ifínoo cayó al
suelo y sus miembros se relajaron.
Cuando Minerva, la diosa de los brillantes ojos, vió que aquellos mataban
á muchos argivos en el duro combate, descendiendo en raudo vuelo
de las cumbres del Olimpo, se encaminó á la sagrada Ilión. Pero, al advertirlo
Apolo desde Pérgamo, fué á oponérsele, porque deseaba que los teucros
ganaran la victoria. Encontráronse ambas deidades en la encina; y el
soberano Apolo, hijo de Júpiter, habló diciendo:
«¿Por qué, enardecida nuevamente, oh hija del gran Júpiter, vienes del
Olimpo? ¿Qué poderoso afecto te mueve? ¿Acaso quieres dar á los aqueos
la indecisa victoria? Porque de los teucros no te compadecerías, aunque estuviesen
pereciendo. Si quieres condescender con mi deseo,—y sería lo mejor—
suspenderemos por hoy el combate y la pelea; y luego volverán á batallar
hasta que logren arruinar á Ilión, ya que os place á las diosas destruir
esta ciudad.»
Respondióle Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Sea así, Flechador;
con este propósito vine del Olimpo al campo de los teucros y de los
aquivos. Mas ¿por qué medio has pensado suspender la batalla?»
Contestó el soberano Apolo, hijo de Júpiter: «Hagamos que Héctor, de
corazón fuerte, domador de caballos, provoque á los dánaos á pelear con él
en terrible y singular combate; é indignados los aqueos, de hermosas grebas,
susciten á alguien que mida sus armas con el divino Héctor.»
Así dijo; y Minerva, la diosa de los brillantes ojos, no se opuso. Heleno,
hijo amado de Príamo, comprendió al punto lo que era grato á los dioses
que conversaban, y llegándose á Héctor, le dirigió estas palabras:
«¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia á Júpiter! ¿Querrás hacer
lo que te diga yo, que soy tu hermano? Manda que suspendan la pelea los
teucros y los aqueos todos, y reta al más valiente de éstos á luchar contigo
en terrible combate, pues aún no ha dispuesto el hado que mueras y llegues
al término fatal de tu vida. He oído que así lo decían los sempiternos
dioses.»
En tales términos habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo
al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las
falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Agamenón contuvo
á los aqueos, de hermosas grebas; y Minerva y Apolo, el del arco de plata,
transfigurados en buitres, se posaron en la alta encina del padre Júpiter, que
lleva la égida, y se deleitaban en contemplar á los guerreros cuyas densas
filas aparecían erizadas de escudos, cascos y lanzas. Como el Céfiro, cayendo
sobre el mar, encrespa las olas, y el ponto negrea; de semejante modo
sentáronse en la llanura las hileras de aquivos y teucros. Y Héctor, puesto
entre unos y otros, dijo:
«¡Oídme, teucros y aqueos, de hermosas grebas, y os diré lo que en el
pecho mi corazón me dicta! El excelso Saturnio no ratificó nuestros juramentos,
y seguirá causándonos males á unos y á otros, hasta que toméis la
torreada Ilión ó sucumbáis junto á las naves, que atraviesan el ponto. Entre
vosotros se hallan los más valientes aqueos; aquel á quien el ánimo incite á
combatir conmigo, adelántese y será campeón con el divino Héctor. Propongo
lo siguiente y Júpiter sea testigo: Si aquél con su bronce de larga
punta consigue quitarme la vida, despójeme de las armas, lléveselas á las
cóncavas naves, y entregue mi cuerpo á los míos para que los troyanos y sus
esposas lo suban á la pira; y si yo le matare á él, por concederme Apolo tal
gloria, me llevaré sus armas á la sagrada Ilión, las colgaré en el templo del
flechador Apolo, y enviaré el cadáver á los navíos, de muchos bancos, para
que los aqueos, de larga cabellera, le hagan exequias y le erijan un túmulo á
orillas del espacioso Helesponto. Y dirá alguno de los futuros hombres,
atravesando el vinoso mar en un bajel de muchos órdenes de remos: Esa es
la tumba de un varón que peleaba valerosamente y fué muerto en edad remota
por el esclarecido Héctor. Así hablará, y mi gloria será eterna.»
De tal modo se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos,
pues por vergüenza no rehusaban el desafío y por miedo no se decidían á
aceptarlo. Al fin levantóse Menelao, con el corazón afligidísimo, y los apostrofó
de esta manera:
«¡Ay de mí, hombres jactanciosos; aqueas, que no aqueos! Grande y
horrible será nuestro oprobio si no sale ningún dánao al encuentro de Héctor.
Ojalá os volvierais agua y tierra ahí mismo donde estáis sentados, hombres
sin corazón y sin honor. Yo seré quien se arme y luche con aquél, pues
la victoria la conceden desde lo alto los inmortales dioses.»
Esto dicho, empezó á ponerse la magnífica armadura. Entonces, oh
Menelao, hubieras acabado la vida en manos de Héctor, cuya fuerza era
muy superior, si los reyes aqueos no se hubiesen apresurado á detenerte. El
mismo Agamenón Atrida, el de vasto poder, asióle de la diestra
exclamando:
«¡Deliras, Menelao, alumno de Júpiter! Nada te fuerza á cometer tal
locura. Domínate, aunque estés afligido, y no quieras luchar por despique
con un hombre más fuerte que tú, con Héctor Priámida, que á todos amedrenta
y cuyo encuentro en la batalla, donde los varones adquieren gloria,
causaba horror al mismo Aquiles que tanto en bravura te aventaja. Vuelve á
juntarte con tus compañeros, siéntate, y los aqueos harán que se levante un
campeón tal, que, aunque aquél sea intrépido é incansable en la pelea, con
gusto, creo, se entregará al descanso si consigue escapar de tan fiero combate,
de tan terrible lucha.»
Dijo; y el héroe cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación.
Menelao obedeció; y sus servidores, alegres, quitáronle la armadura
de los hombros. Entonces levantóse Néstor, y arengó á los argivos
diciendo:
«¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea!
¡Cuánto gemiría el anciano jinete Peleo, ilustre consejero y arengador de los
mirmidones, que en su palacio se gozaba con preguntarme por la prosapia y
la descendencia de los argivos todos! Si supiera que éstos tiemblan ante
Héctor, alzaría las manos á los inmortales para que su alma, separándose del
cuerpo, bajara á la morada de Plutón. Ojalá, ¡padre Júpiter, Minerva,
Apolo!, fuese yo tan joven como cuando, encontrándose los pilios con los
belicosos arcadios al pie de las murallas de Fea, cerca de la corriente del
Jardano, trabaron el combate á orillas del impetuoso Celadonte. Entre los
arcadios aparecía en primera línea Ereutalión, varón igual á un dios, que llevaba
la armadura del rey Areitoo; del divino Areitoo, á quien por sobrenombre
llamaban el macero así los hombres como las mujeres de hermosa
cintura, porque no peleaba con el arco y la formidable lanza, sino que rompía
las falanges con la férrea maza. Al rey Areitoo matóle Licurgo, valiéndose
no de la fuerza, sino de la astucia, en un camino estrecho, donde la férrea
clava no podía librarle de la muerte: Licurgo se le adelantó, envasóle la
lanza en medio del cuerpo, tumbóle de espaldas, y despojóle de la armadura,
regalo del férreo Marte, que llevaba en las batallas. Cuando Licurgo envejeció
en el palacio, entregó dicha armadura á Ereutalión, su escudero querido,
para que la usara; y éste, con tales armas, desafiaba entonces á los más
valientes. Todos estaban amedrentados y temblando, y nadie se atrevía á
aceptar el reto; pero mi ardido corazón me impulsó á pelear con aquel presuntuoso—
era yo el más joven de todos—y combatí con él y Minerva me
dió gloria, pues logré matar á aquel hombre gigantesco y fortísimo que tendido
en el suelo ocupaba un gran espacio. Ojalá me rejuveneciera tanto y
mis fuerzas conservaran su robustez. ¡Cuán pronto Héctor, de tremolante
casco, tendría combate! ¡Pero ni los que sois los más valientes de los
aqueos todos, ni siquiera vosotros, estáis dispuestos á hacer campo contra
Héctor!»
De esta manera los increpó el anciano, y nueve en junto se levantaron.
Levantóse, mucho antes que los otros, el rey de hombres Agamenón;
luego el fuerte Diomedes Tidida; después, ambos Ayaces, revestidos de impetuoso
valor; tras ellos, Idomeneo y su escudero Meriones, que al homicida
Marte igualaba; en seguida Eurípilo, hijo ilustre de Evemón; y, finalmente,
Toante Andremónida y el divino Ulises: todos éstos querían pelear con el
ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio, les dijo:
«Echad suertes, y aquel á quien le toque alegrará á los aqueos, de
hermosas grebas, y sentirá regocijo en el corazón si logra escapar del fiero
combate, de la terrible lucha.»
Tal fué lo que propuso. Los nueve señalaron sus respectivas tarjas, y
seguidamente las metieron en el casco de Agamenón Atrida. Los guerreros
oraban y alzaban las manos á los dioses. Y algunos exclamaron, mirando al
anchuroso cielo:
«¡Padre Júpiter! Haz que le caiga la suerte á Ayax, al hijo de Tideo, ó
al mismo rey de Micenas, rica en oro.»
Así decían. Néstor, caballero gerenio, meneaba el casco, hasta que
por fin saltó la tarja que ellos querían, la de Ayax. Un heraldo llevóla por el
concurso y, empezando por la derecha, la enseñaba á los próceres aqueos,
quienes, al no reconocerla, negaban que fuese la suya; pero cuando llegó al
que la había marcado y echado en el casco, al ilustre Ayax, éste tendió la
mano, y aquel se detuvo y le entregó la contraseña. El héroe la reconoció,
con gran júbilo de su corazón, y tirándola al suelo, á sus pies, exclamó:
«¡Oh amigos! Mi tarja es, y me alegro en el alma porque espero vencer
al divino Héctor. ¡Ea! Mientras visto la bélica armadura, orad al soberano
Jove Saturnio, mentalmente, para que no lo oigan los teucros; ó en alta
voz, pues á nadie tememos. No habrá quien, valiéndose de la fuerza ó de la
astucia, me ponga en fuga contra mi voluntad; porque no creo que naciera y
me criara en Salamina, tan inhábil para la lucha.»
Tales fueron sus palabras. Ellos oraron al soberano Jove Saturnio, y
algunos dijeron mirando al anchuroso cielo:
«¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédele
á Ayax la victoria y un brillante triunfo; y si amas también á Héctor
y por él te interesas, dales á entrambos igual fuerza y gloria.»
Así hablaban. Púsose Ayax la armadura de luciente bronce; y vestidas
las armas, marchó tan animoso como el terrible Marte cuando se encamina
al combate de los hombres á quienes el Saturnio hace venir á las manos
por una roedora discordia. Tan terrible se levantó Ayax, antemural de
los aqueos, que sonreía con torva faz, andaba á paso largo y blandía enorme
lanza. Los argivos se regocijaron grandemente, así que le vieron, y un violento
temblor se apoderó de los teucros; al mismo Héctor palpitóle el corazón
en el pecho; pero ya no podía manifestar temor ni retirarse á su ejército,
porque de él había partido la provocación. Ayax se le acercó con su escudo
como una torre, broncíneo, de siete pieles de buey, que en otro tiempo le
hiciera Tiquio, el cual habitaba en Hila y era el mejor de los curtidores. Éste
formó el versátil escudo con siete pieles de corpulentos bueyes y puso encima,
como octava capa, una lámina de bronce. Ayax Telamonio paróse, con
la rodela al pecho, muy cerca de Héctor; y amenazándole, dijo:
«¡Héctor! Ahora sabrás claramente, de solo á solo, cuáles adalides
pueden presentar los dánaos, aun prescindiendo de Aquiles que destruye los
escuadrones y tiene el ánimo de un león. Mas el héroe, enojado con Agamenón,
pastor de hombres, permanece en las corvas naves, que atraviesan el
ponto, y somos muchos los capaces de pelear contigo. Pero empiece ya la
lucha y el combate.»
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco: «¡Ayax Telamonio,
de jovial linaje, príncipe de hombres! No me tientes cual si fuera un débil
niño ó una mujer que no conoce las cosas de la guerra. Versado estoy en los
combates y en las matanzas de hombres; sé mover á diestro y á siniestro la
seca piel de buey que llevo para luchar denodadamente, sé lanzarme á la
pelea cuando en prestos carros se batalla, y sé deleitar á Marte en el cruel
estadio de la guerra. Pero á ti, siendo cual eres, no quiero herirte con alevosía,
sino cara á cara, si conseguirlo puedo.»
Dijo, y blandiendo la enorme lanza, arrojóla y atravesó el bronce que
cubría como octava capa el gran escudo de Ayax, formado por siete boyunos
cueros: la indomable punta horadó seis de éstos y en el séptimo quedó
detenida. Ayax, descendiente de Júpiter, tiró á su vez un bote en el escudo
liso del Priámida, y el asta, pasando por la tersa rodela, se hundió en la labrada
coraza y rasgó la túnica sobre el ijar; inclinóse el héroe, y evitó la negra
muerte. Y arrancando ambos las luengas lanzas de los escudos, acometiéronse como carniceros
leones ó puercos monteses cuya fuerza es inmensa. El Priámida hirió
con la lanza el centro del escudo de Ayax, y el bronce no pudo romperlo
porque la punta se torció. Ayax, arremetiendo, clavó la suya en la rodela de
aquél, é hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque; la punta
abrióse camino hasta el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre.
Mas no por esto cesó de combatir Héctor, de tremolante casco, sino
que, volviéndose, cogió con su robusta mano un pedrejón negro y erizado
de puntas que había en el campo; lo tiró, acertó á dar en el bollón central del
gran escudo de Ayax, de siete boyunas pieles, é hizo resonar el bronce de la
rodela. Ayax entonces, tomando una piedra mucho mayor, la despidió haciéndola
voltear con una fuerza inmensa. La piedra torció el borde inferior
del hectóreo escudo, cual pudiera hacerlo una muela de molino, y chocando
con las rodillas de Héctor le tumbó de espaldas, asido á la rodela; pero Apolo
en seguida le puso en pie. Y ya se hubieran atacado de cerca con las espadas,
si no hubiesen acudido dos heraldos, mensajeros de Júpiter y de los
hombres, que llegaron respectivamente del campo de los teucros y del de
los aqueos, de broncíneas lorigas: Taltibio é Ideo, prudentes ambos. Éstos
interpusieron sus cetros entre los campeones, é Ideo, hábil en dar sabios
consejos, pronunció estas palabras:
«¡Hijos queridos! No peleéis ni combatáis más; á entrambos os ama
Júpiter, que amontona las nubes, y ambos sois belicosos. Esto lo sabemos
todos. Pero la noche comienza ya, y será bueno obedecerla.»
Respondióle Ayax Telamonio: «¡Ideo! Ordenad á Héctor que lo disponga,
pues fué él quien retó á los más valientes. Sea el primero en desistir;
que yo obedeceré, si él lo hiciere.»
Díjole el gran Héctor, de tremolante casco: «¡Ayax! Puesto que los
dioses te han dado corpulencia, valor y cordura, y en el manejo de la lanza
descuellas entre los aqueos, suspendamos por hoy el combate y la lucha, y
otro día volveremos á pelear hasta que una deidad nos separe, después de
otorgar la victoria á quien quisiere. La noche comienza ya, y será bueno
obedecerla. Así tú regocijarás, en las naves, á todos los aqueos y especialmente
á tus amigos y compañeros; y yo alegraré, en la gran ciudad del rey
Príamo, á los troyanos y á las troyanas, de rozagantes peplos, que habrán
ido á los sagrados templos á orar por mí. ¡Ea! Hagámonos magníficos regalos,
para que digan aqueos y teucros: Combatieron con roedor encono, y se
separaron por la amistad unidos.»
Cuando esto hubo dicho, entregó á Ayax una espada guarnecida con
argénteos clavos, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor; y
Ayax regaló á Héctor un vistoso tahalí teñido de púrpura. Separáronse luego,
volviendo el uno á las tropas aqueas y el otro al ejército de los teucros.
Éstos se alegraron al ver á Héctor vivo, y que regresaba incólume, libre de
la fuerza y de las invictas manos de Ayax, cuando ya desesperaban de que
se salvara; y le acompañaron á la ciudad. Por su parte, los aqueos, de hermosas
grebas, llevaron á Ayax, ufano de la victoria, á la tienda del divino
Agamenón.
Así que estuvieron en ella, Agamenón Atrida, rey de hombres, sacrificó
al prepotente Saturnio un buey de cinco años. Tan pronto como lo hubieron
desollado y preparado, lo descuartizaron hábilmente y cogiendo con
pinchos los pedazos, los asaron con el cuidado debido y los retiraron del
fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron sin que nadie careciese
de su respectiva porción; y el poderoso héroe Agamenón Atrida obsequió
á Ayax con el ancho lomo. Cuando hubieron satisfecho el deseo de
comer y de beber, el anciano Néstor, cuya opinión era considerada siempre
como la mejor, comenzó á darles un consejo. Y arengándolos con benevolencia,
así les dijo:
«¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Ya que han muerto
tantos aquivos, de larga cabellera, cuya sangre esparció el cruel Marte por la
ribera del Escamandro de límpida corriente y cuyas almas descendieron al
Orco, conviene que suspendas los combates; y mañana, reunidos todos al
comenzar del día, traeremos los cadáveres en carros tirados por bueyes y
mulos, y los quemaremos cerca de los bajeles para llevar sus cenizas á los
hijos de los difuntos cuando regresemos á la patria. Erijamos luego con tierra
de la llanura, amontonada en torno de la pira, un túmulo común; edifiquemos
á partir del mismo una muralla con altas torres que sea un reparo
para las naves y para nosotros mismos; dejemos puertas, que se cierren con
bien ajustadas tablas, para que pasen los carros, y cavemos al pie del muro
un profundo foso, que detenga á los hombres y á los caballos si algún día no
podemos resistir la acometida de los altivos teucros.»
Así habló, y los demás reyes aplaudieron. Reuniéronse los teucros en
la acrópolis de Ilión, cerca del palacio de Príamo; y la junta fué agitada y
turbulenta. El prudente Antenor comenzó á arengarles de esta manera:
«¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que en el
pecho mi corazón me dicta! Ea, restituyamos la argiva Helena con sus riquezas
y que los Atridas se la lleven. Ahora combatimos después de quebrar
la fe ofrecida en los juramentos, y no espero que alcancemos éxito alguno
mientras no hagamos lo que propongo.»
Dijo, y se sentó. Levantóse el divino Alejandro, esposo de Helena, la
de hermosa cabellera, y dirigiéndose á aquél pronunció estas aladas
palabras:
«¡Antenor! No me place lo que propones, y podías haber pensado
algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho
perder el juicio. Y á los troyanos, domadores de caballos, les diré lo siguiente:
Paladinamente lo declaro, no devolveré la esposa; pero sí quiero
dar cuantas riquezas traje de Argos y aun otras que añadiré de mi casa.»
Dijo, y se sentó. Levantóse Príamo Dardánida, consejero igual á los
dioses, y les arengó con benevolencia diciendo:
«¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que en el
pecho mi corazón me dicta! Cenad en la ciudad, como siempre; acordaos de
la guardia, y vigilad todos; al romper el alba vaya Ideo á las cóncavas naves,
anuncie á los Atridas, Agamenón y Menelao, la proposición de Alejandro,
por quien se suscitó la contienda, y hágales esta prudente consulta: Si
quieren que se suspenda el horrísono combate para quemar los cadáveres, y
luego volveremos á pelear hasta que una deidad nos separe y otorgue la victoria
á quien le plazca.»
De esta suerte habló; ellos le escucharon y obedecieron, tomando la
cena en el campo sin romper las filas; y apenas comenzó á alborear, encaminóse
Ideo á las cóncavas naves y halló á los dánaos, ministros de Marte,
reunidos en junta cerca del bajel de Agamenón. El heraldo de voz sonora,
puesto en medio, les dijo:
«¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Mándanme Príamo
y los ilustres troyanos que os participe, y ojalá os fuera acepta y grata, la
proposición de Alejandro, por quien se suscitó la contienda. Ofrece dar
cuantas riquezas trajo á Ilión en las cóncavas naves—¡así hubiese perecido
antes!—y aun añadir otras de su casa; pero se niega á devolver la legítima
esposa del glorioso Menelao, á pesar de que los troyanos se lo aconsejan.
Me han ordenado también que os haga esta consulta: Si queréis que se suspenda
el horrísono combate para quemar los cadáveres, y luego volveremos
á pelear hasta que una deidad nos separe y otorgue la victoria á quien le
plazca.»
Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero al fin
Diomedes, valiente en la pelea, dijo:
«No se acepten ni las riquezas de Alejandro, ni á Helena tampoco;
pues es evidente, hasta para el más simple, que la ruina pende sobre los
troyanos.»
Así se expresó; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del discurso
de Diomedes, domador de caballos. Y el rey Agamenón dijo entonces
á Ideo:
«¡Ideo! Tú mismo oyes las palabras con que te responden los aqueos;
ellas son de mi agrado. En cuanto á los cadáveres, no me opongo á que sean
quemados, pues ha de ahorrarse toda dilación para satisfacer prontamente á
los que murieron, entregando sus cuerpos á las llamas. Júpiter tonante, esposo
de Juno, reciba el juramento.»
Dicho esto, alzó el cetro á todos los dioses; é Ideo regresó á la sagrada
Troya, donde le esperaban, reunidos en junta, troyanos y dárdanos. El
heraldo, puesto en medio, dijo la respuesta. En seguida dispusiéronse unos á
recoger los cadáveres, y otros á ir por leña. Á su vez, los argivos salieron de
las naves de numerosos bancos; unos, para recoger los cadáveres, y otros,
para cortar leña.
Ya el sol hería con sus rayos los campos, subiendo al cielo desde la
plácida corriente del profundo Océano, cuando aqueos y teucros se mezclaron
unos con otros en la llanura. Difícil era reconocer á cada varón; pero
lavaban con agua las manchas de sangre de los cadáveres y, derramando ardientes
lágrimas, los subían á los carros. El gran Príamo no permitía que los
teucros lloraran: éstos, en silencio y con el corazón afligido, hacinaron los
cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron á la sacra Ilión. Del mismo
modo, los aqueos, de hermosas grebas, hacinaron los cadáveres sobre la
pira, los quemaron y volvieron á las cóncavas naves.
Cuando aún no despuntaba la aurora, pero ya la luz del alba aparecía,
un grupo escogido de aqueos se reunió en torno de la pira. Erigieron con
tierra de la llanura un túmulo común; construyeron á partir del mismo una
muralla con altas torres, que sirviese de reparo á las naves y á ellos mismos;
dejaron puertas, que se cerraban con bien ajustadas tablas, para que pudieran
pasarlos carros, y cavaron al pie del muro un gran foso profundo y ancho
que defendieron con estacas. De tal suerte trabajaban los aqueos, de larga
cabellera.
Los dioses, sentados á la vera de Júpiter fulminador, contemplaban la
grande obra de los aqueos, de broncíneas lorigas; y Neptuno, que sacude la
tierra, empezó á decirles:
«¡Padre Júpiter! ¿Cuál de los mortales de la vasta tierra consultará
con los dioses sus pensamientos y proyectos? ¿No ves que los aqueos, de
larga cabellera, han construído delante de las naves un muro con su foso,
sin ofrecer á los dioses hecatombes perfectas? La fama de este muro se extenderá
tanto como la luz de la aurora; y se echará en olvido el que labramos
Febo Apolo y yo, cuando con gran fatiga construímos la ciudad para el
héroe Laomedonte.»
Júpiter, que amontona las nubes, respondió indignado: «¡Oh dioses!
¡Tú, prepotente batidor de la tierra, qué palabras proferiste! Á un dios muy
inferior en fuerza y ánimo podría asustarle tal pensamiento; pero no á ti,
cuya fama se extenderá tanto como la luz de la aurora. Ea, cuando los
aqueos, de larga cabellera, regresen en las naves á su patria, derriba el
muro, arrójalo entero al mar, y enarena otra vez la espaciosa playa para que
desaparezca la gran muralla aquiva.»
Así éstos conversaban. Á puesta del sol los aqueos tenían la obra
acabada; inmolaron bueyes y se pusieron á cenar en las respectivas tiendas,
cuando arribaron, procedentes de Lemnos, muchas naves cargadas de vino
que enviaba Euneo, hijo de Hipsipile y de Jasón, pastor de hombres. El hijo
de Jasón mandaba separadamente, para los Atridas Agamenón y Menelao,
mil medidas de vino. Los aqueos, de larga cabellera, acudieron á las naves;
compraron vino, unos con bronce, otros con luciente hierro, otros con pieles,
otros con vacas y otros con esclavos; y prepararon un festín espléndido.
Toda la noche los aquivos, de larga cabellera, disfrutaron del banquete, y lo
mismo hicieron en la ciudad los troyanos y sus aliados. Toda la noche estuvo
el próvido Júpiter meditando cómo les causaría males, hasta que por fin
tronó de un modo horrible: el pálido temor se apoderó de todos, derramaron
á tierra el vino de las copas, y nadie se atrevió á beber sin que antes hiciera
libaciones al prepotente Saturnio. Después se acostaron y el don del sueño
recibieron.

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