Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Asunto de familia
Athos había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba sometido
a la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba a nadie; uno podía ocuparse
ante todo el mundo de un asunto de familia.
Desde luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis había dado con la idea: los lacayos.
Porthos había dado con el medio: el diamante.
Únicamente D’Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los
cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo paralizaba.
Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el diamante.
El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora. D’Artagnan tenía ya
su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado
con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el
doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a
Milady como una nube sombría en el horizonte.
Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí terminarían el asunto.
D’Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del campamento.
Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que decidir:
Lo que había que escribir al hermano de Milady.
Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando
su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia
capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, confiando en la
destreza de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candidato; finalmente, D’Artagnan tenía fe
completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos,
que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por desgracia -dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.
-Pero ¿dónde encontrar un lacayo semejante?
-¡Inencontrable! -dijo Athos-. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
-Tomad a Mosquetón.
-Tomad a Bazin.
-Tomad a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro cualidades.
-Señores -dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más
discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama más el dinero.
-Lo que Aramis dice está lleno de sensatez -prosiguió Athos-; hay que especular sobre los
defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran móralista!
-Indudablemente -replicó Aramis-; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para
triunfar, sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la cabeza, no de los lacayos…
-¡Más bajo, Aramis! -dijo Athos.
-Exacto, no de los lacayos -prosiguió Aramis-, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son
bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros? No.
-¡A fe -dijo D’Artagnan- que respondería casi de Planchet!
-¡Pues bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione
algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
-¡Buen Dios! Os equivocaréis de todos modos -dijo Athos, que era optimista cuando se trataba
de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-. Prometerán todo para tener el
dinero, y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y encerrados
confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Inglaterra -Athos bajó la voz-, hay que
atravesar toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para
embarcarse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya veis que la cosa me parece muy difícil.
-Nada de eso -dijo D’Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase-; yo, por el
contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de Winter los horrores del cardenal…!
-¡Más bajo! -dijo Athos.
-Las intrigas y los secretos de Estado -continuó D’Artagnan haciendo caso a la recomendaciónno
hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios, no olvidéis,
como vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de familia; que le
escribimos con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la
imposibilidad de perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos términos:
-Veamos -dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.
-«Señor y querido amigo…
-Vaya, pues sí; querido amigo a un inglés -interrumpió Athos-; buen comienzo, ¡bravo!,
D’Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado vivo.
-Bueno, de acuerdo, entonces diré señor a secas.
-Podéis decir incluso milord -prosiguió Athos, que se empeñaba en las conveniencias.
-«Milord, ¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del Luxemburgo?»
-¡Vaya! ¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre. ¡Eso sí que es ingenioso! -dijo Athos.
-Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la vida?»
-Mi querido D’Artagnan -dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que
se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno. A un hombre galante no se le recuerdan
esos servicios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.
-¡Ah amigo mío! -dijo D’Artagnan-. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo vuestra
censura, a fe que renuncio.
-Y hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis hábilmente los dos
ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.
-¡Ah sí por cierto -dijo Porthos-, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en latín!
-Pues bien, sea -dijo D’Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!,
hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No pido otra cosa -dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo-;
pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una
bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
-¡Más bajo, pardiez! -dijo Athos.
-Mas se me escapan los detalles -continuó Aramis.
-Y a mí también -dijo Porthos.
D’Artagnan y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido y
poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento;
D’Artagnan comprendió que podía hablar.
-¡Pues bien! Esto es lo que tengo que decir -prosiguió D’Artagnan-: «Milord, vuestra cuñada es
una criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía desposar a vuestro
hermano, por estar ya casada en Francia y por haber sido…»
D’Artagnan se detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.
-Arro’ada por su marido -dijo Athos.
-Por haber sido marcada -continuó D’Artagnan.
-¡Bah! -exclamó Porthos-. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer matar a su cuñado?
-Sí.
-¿Estaba casada? -preguntó Aramis.
-Sí.
-¿Y su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hombro? -exclamó Porthos.
-Sí.
Estos tres síes fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada vez.
-¿Y quién ha visto esa flor de lis? -preguntó Aramis.
-D’Artagnan y yo, o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D’Artagnan -respondió
Athos.
-¿Y el marido de esa horrible criatura vive aún?- dijo Aramis.
-Aún vive.
-¿Estáis seguro?
-Lo estoy.
Hubo un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado según su naturaleza.
-Esta vez -prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D’Artagnan nos ha dado un
programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
-¡Diablos! Tenéis razón, Athos -prosiguió Aramis-, y la redacción es espinosa. El mismo señor
canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor
canciller redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No importa, callaos, escribo!
En efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez
líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si
cada palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:
«Milord:
La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada con
vos en un pequeño cercado de la calle d’Enfer. Como luego tuvisteis a bien declararos varias
veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso. Dos
veces habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro
heredero, porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada
en Francia. Pero la tercera vez que es ésta, podéis sucumbir a ella. Vuestro pariente ha
partido de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su llegada, porque tiene
grandes y terribles proyectos. Si queréis saber absolutamente de lo que es capaz, leed su
pasado en su hombro izquierdo.»
-¡Bien! A las mil maravillas -dijo Athos-, y tenéis pluma de secretario de Estado, mi querido
Aramis. Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque caiga en manos de
Su Eminencia misma, no podríamos quedar comprometidos. Mas como el criado que partirá
podría hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle sólo con
la carta la mitad de la suma, prometiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta. ¿Tenéis el diamante? -continuó Athos.
-Tengo algo mejor que eso, tengo el dinero.
Y D’Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Aramis alzó los ojos. Porthos se
estremeció; en cuanto a Athos, permaneció impasible.
-¿Cuánto hay en esa pequeña bolsa? -dijo.
-Siete mil libras en luises de doce francos.
-¡Siete mil libras! -exclamó Porthos-. ¿Ese mal diamantucho va lía siete mil libras?
-Eso parece -dijo Athos-, porque aquí están; no creo que nuestro amigo D’Artagnan haya puesto de lo suyo.
-Pero señores -dijo D’Artagnan-, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo la salud
de su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.
-Es justo -dijo Athos-, pero eso concierne a Aramis.
-¡Bien! -respondió éste ruborizándose-. ¿Qué tengo que hacer?
-Es muy sencillo -replicó Athos-, redactar una segunda carta para esa persona hábil que vive en Tours.
Aramis volvió a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las siguientes líneas,
que sometió al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi querida prima…»
-Vaya -dijo Athos-, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?
-Prima hermana -dijo Aramis.
-¡Vaya entonces por prima!
Aramis continuó:
«Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de
Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes
heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue siquiera a la
vista de la plaza; me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de
Buckingham se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el
politico más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los
tiempos futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a vuestra
hermana, querida prima. He soñado que ese maldito inglés era matado. No puedo recordar si
lo era por el hierro o por el veneno; sólo estoy segura de que he soñado que era matado, y,
ya lo sabéis, mis sueños no me engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que pronto me
veréis volver.»
-¡De maravilla! -exclamó Athos-. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis, habláis como el
Apocalipsis y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os queda mas que poner las señas en esa carta.
-Es muy fácil -dijo Aramis.
Y plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:
«A mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours.»
Los tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.
-Ahora -dijo Aramis- comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a Tours;
mi prima sólo conoce a Bazin y no tiene confianza más que en él: cualquier otro haría fracasar el
asunto. Además, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha leído la historia, señores, sabe que Sixto V
se convirtió en Papa tras haber guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar en la
iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal:
comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es
prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.
-Bien, bien -dijo D’Artagnan-, os concedo de buena gana a Ba zin; pero concededme a mí a
Planchet: Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos; ahora bien, Planchet
tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se
dejará romper la crisma que renunciar a ella. Si vuestros asuntos en Tours son vuestros asuntos,
Aramis, los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya
ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my
master lord D’Artagnan; con esto, estad traquilos, hará su camino de ida y vuelta.
-En ese caso -dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba sete cientas libras para ir y setecientas
libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver; esto reducirá la
suma a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos
parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios
o para las necesidades comunes. ¿Estáis de acuerdo?
-Mi querido Athos -dijo Aramis-, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos, el más sabio de los griegos.
-Pues bien, todo resuelto -prosiguió Athos-: Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no
me molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día
de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
Se hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido por
D’Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el peligro.
-Llevaré la carta en la bocamanga de mi traje -dijo Planchet-, y la tragaré si me prenden.
-Pero entonces no podrás hacer el encargo -dijo D’Artagnan.
-Esta noche me daréis una copia, que mañana sabré de memoria.
-¡Y bien! ¿Qué os había dicho?
-Ahora -continuó dirigiéndose a Planchet- tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter,
tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de tu partida, a
las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.
-Entonces, señor -dijo Planchet-, compradme un reloj.
-Toma éste -dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada- y sé un valiente
muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo,
que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero piensa también que si
por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D’Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.
-¡Oh señor! -dijo Planchet, humillado por la sospecha y asusta do sobre todo por el aire tranquilo del mosquetero.
-Y yo -dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos-, piensa que te desuello vivo.
-¡Ay, señor!
-Y yo -continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego lento
como un salvaje.
-¡Ah, señor!
Y Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las
amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.
D’Artagnan le cogió la mano y lo abrazó.
-¿Ves, Planchet? -le dijo-. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el fondo lo quieren.
-¡Ay, señor! -dijo Planchet-. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad
convencido de que ni un solo trozo hablará.
Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que,
como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a las doce se
llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.
Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo
sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.
-Escucha -le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le dirás:
«Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet, es tan
grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este
secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.
-Estad tranquilo, señor -dijo Planchet-, ya veréis si se puede contar conmigo.
Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la
posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían
hecho los mosquete ros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.
Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su comisión.
Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente
se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus
jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y
de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó
de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guardarse
de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las
personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.
La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró
en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo
según el acuerdo fijado:
-Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.
Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto
que era la más corta y la más fácil.
Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.
-¡Buen Dios! -exclamó riendo-. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon
escribirá como el señor de Voiture.
-¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? -preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar
con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.
-¡Oh, Dios mío! Nada de nada -dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba
mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.
-¡Diozez! -dijo el suizo-. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna gamarata.
Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.
-Ved, pues, lo que me escribe, Athos -dijo.
Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que
hubieran podido nacer, leyó en alta voz:
«Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo
horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós!
Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.
Aglae Michon
¿Y de qué sueño habla ella? -preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.
-Zí, ¿de qué zueño? -dijo el suizo.
-¡Diantre! -dijo Aramis-. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le conté.
-¡Oh!, zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño jamás.
-Sois muy dichoso -dijo Athos levantándose-. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que vos!
-¡Jamás! -exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo-.
¡Jamás! ¡Jamás!
D’Artagnan, viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y salió.
Porthos y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del suizo.
En cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más imaginación que el
suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de cardenal.
Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la
inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos. Los días de la espera son largos, y D’Artagnan
sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba las
lentitudes obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer,
que le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se
imaginaba que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus amigos.
Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en día. Esta
inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible
como si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera cotidiana.
El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D’Artagnan y sus
dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el
que debía volver Planchet.
-Realmente -les decía Athos- no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan
gran miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero nos
sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér decapitados: Pero si
todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque
una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más
cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos; dentro
de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y
yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.
-Pero ¿si no llega? -dijo D’Artagnan.
-Pues bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído del caballo,
puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que
haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los acontecimientos. La
vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed filósofos como yo,
señores sentaos a la mesa y bebamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo
a través de un vaso de chambertin.
-Eso está muy bien -respondió D’Artagnan-; pero estoy harto de tener que temer, cuando bebo
bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady.
-¡Qué difícil sois! -dijo Athos-. ¡Una mujer tan bella!
-¡Una mujer de marca! -dijo Porthos con su gruesa risa.
Athos se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez
con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las cantinas se
llenaron de parroquianos; Athos, que se había embolsado su parte del diamante, no dejaba el
Parpaillot. Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena
magnífica, un partner digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete
sonaron: se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y media sonó la retreta.
-Estamos perdidos -dijo D’Artagnan al oído de Athos.
-Queréis decir que hemos perdido -dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su
bolsillo y arrojándolas sobre la mesa-. Vamos, señores -continuó-, tocan a retreta, vamos a acostarnos.
Y Athos salió del Parpaillot seguido de D’Artagnan. Aramis venía detrás dando el brazo a
Porthos. Aramis mascullaba versos y Portos se arrancaba de vez en cuando algunos pelos del
mostacho en señal de desesperación.
Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es familiar a
D’Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:
-Señor os traigo vuestra capa, porque hace fresco esta noche.
-¡Planchet! -exclamó D’Artagnan ebrio de alegría.
-¡Planchet! -repitieron Porthos y Aramis.
-Pues claro, Planchet -dijo Athos-. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido estar de
regreso a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un muchacho de palabra, y si
alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.
-¡Oh, no, nunca! -dijo Planchet-. Nunca dejaré al señor D’Artagnan!
Al mismo tiempo D’Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la mano.
D’Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la
partida; pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese
extraordinaria a algún transeúnte, y se contuvo.
-Tengo el billete -dijo a Athos y a sus amigos.
-Está bien -dijo Athos-, entremos en casa y lo leeremos.
El billete ardía en la mano de D’Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le cogió el brazo
y lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su camera a la de su amigo.
Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se mantenía en la
puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D’Artagnan, con una mano
temblorosa, rompió el sello y abrió la carta tan esperada.
Contenía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión
completamente espartana:
«Thank you, be easy.»
Lo cual quería decir:
«¡Gracias, estad tranquilo!»
Athos tomó la carta de manos de D’Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendió fuego y no
la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
Luego, llamando a Planchet:
-Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un billete como éste.
-No será por falta de haber inventado muchos medios para guardarlo -dijo Planchet.
-Y bien -dijo D’Artagnan- cuéntanos eso.
-Maldición, es muy largo, señor.
-Tienes razón, Planchet -dijo Athos-; además la retreta ha sonado, y nos haríamos notar
conservando la luz más tiempo que los demás.
-Sea -dijo D’Artagnan-, acostémonos. Duerme bien, Planchet.
-A fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.
-¡También para mí! -dijo D’Artagnan.
-¡También para mí! -replicó Porthos.
-¡Y para mí también! -repitió Aramis.
-Pues bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! -dijo Athos.