Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Fatalidad
Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que
embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía
hacerse a la idea de que había sido insultada por D’Artagnan amenazada por Athos y que
abandonaba Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para
ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán
arrojarla junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado
entre los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía
mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba
por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada
particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los
puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era contrario, la
mar mala, voltejeaban y daban bordadas. Nueve días después de la salida de Charente, Milady,
completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre.
Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo
menos tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días a los
otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos
importantes podían pasar en Londres. Perdurablemente que el cardenal estaría furioso por su
regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían
contra ella que las acusaciones que ella lanzara contra los otros. Dejó, por tanto, pasar Lorient y
Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se guardó mucho de dar aviso. Milady continuo,
pues, su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la mensajera
de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.
Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles
recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie sobre la escollera engalanado
de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro
adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham
rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.
Era una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglaterra se acuerda de que hay
sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a
la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la
ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los crista les como el reflejo de un incendio.
Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al
contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el
poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola -ella mujer- con algunas bolsas de oro, se
comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios
y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su
mano debía disipar como una nube de humo.
Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter
formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo
echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial, un
contramaestre y ocho remadores; sólo el oficial subió a bordo, donde fue recibido con toda la
deferencia que inspira un uniforme.
El oficial se entretuvo algunos instantes con el patrón, le hizo leer un papel de que era portador
y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.
Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el oficial preguntó en voz alta del punto de
partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el
capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el oficial comenzó a pasar revista de todas
las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.
Luego volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el
navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto. Entonces el
navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda
-a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la
estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había
devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de
llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez
encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación.
El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto
cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro
algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su
mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar
británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a
los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y
rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.
Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y
formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que
rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y frío.
Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.
El official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que
estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.
-¿Quién sois, señor -preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?
-Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa -respondió el joven.
-Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus
compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?
-Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los
extranjeros sean conducidos a una hoste ría designada a fin de que queden bajo la vigilancia del
gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.
Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin
embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.
-Pero yo no soy extranjera, señor -dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de
Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida…
-Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a ella.
-Entonces os seguiré, señor.
Y aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el
bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el oficial la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a ella.
-Remad -dijo a los marineros.
Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el
bote pareció volar sobre la superficie del agua.
Al cabo de cinco minutos tocaban tierra.
El oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.
Un coche esperaba.
-Es para nosotros este coche? -preguntó Milady.
-Sí, señora -respondió el official.
-La hostería debe estar entonces muy lejos.
-Al otro extremo de la ciudad.
-Vamos -dijo Milady.
Y subió resueltamente al coche.
El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida
esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.
Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el
cochero partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.
Una recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por eso, al ver
que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un
ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentan a su espíritu.
Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclinó hacia
la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las tinieblas,
aparecían los árboles como grandes fantasmas negros recorriendo uno tras otro.
Milady se estremeció.
-Pero ya no estamos en la ciudad, señor -dijo.
El joven guardó silencio.
-No seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo, señor!
Esta amenaza no obtuvo ninguna respuesta.
-¡Oh, esto es demasiado! -exclamó Milady-. ¡Socorro! ¡Socorro!
Ninguna voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía una estatua.
Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que
raramente dejaban de causar su efecto; la colera hacía centellear sus ojos en la sombra.
El joven permaneció impasible.
Milady quiso ábrir la portezuela y tirarse.
-Tened cuidado, señora -dijo fríamente el joven-; si saltáis os mataréis.
Milady volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció
sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi
repelente. La astuta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió a
serenar sus rasgos, y con una voz gimente dijo:
-En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que
debo atribuir la violencia que se me hace.
-No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida
totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.
-Entonces, ¿vos no me conocéis, señor?
-Es la primera vez que tengo el honor de veros.
-Y, por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra mí?
-Ninguno, os lo juro.
Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.
Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de
hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y
aislado. Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que
reconoció por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.
El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado; casi
al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a
Milady, que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante calma.
-Lo cierto es -dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con
la más graciosa sonrisa- que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy segura
-añadió-; mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de ello.
Por halagador que fuese el cumplido, el ficial no respondió nada; pero sacando de su cintura
un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos
de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios
hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.
Luego, el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en la
casa. Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una
puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de
piedra que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detuvieron ante una puerta maciza
que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró
pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.
De una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus menores detalles.
Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy
severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los
cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.
Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes
más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y
esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los
depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto
Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.
Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.
Finalmente Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.
-En nombre del cielo, señor -exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad mis
irresoluciones; te ngo valor para cualquier peligro que preveo, para cualquier desgracia que
comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aqu? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas puertas?
Si estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?
-Estáis aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a
recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda la
rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí termina, al
menos hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra persona.
-Y esa otra persona, ¿quién es? -preguntó Milady-. ¿No podéis decirme su nombre?…
En aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas voces pasaron
y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la puerta.
-Esa persona, hela aquí, señora -dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud
de respeto y sumisión.
Al mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el umbral…
Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.
Milady creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de
su sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una certidumbre.
Entonces el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz
proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
Luego, cuando ya no tuvo ninguna duda:
-¡Cómo! ¡Mi hermano! -exclamó en el colmo del estupor-. ¿Sois vos?
-Sí, hermosa dama -respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico-, yo mismo.
-Pero, entonces, ¿este castillo?
-Es mío.
-¿Esta habitación?
-Es la vuestra.
-¿Soy, pues, vuestra prisionera?
-Más o menos.
-¡Pero esto es un horrendo abuso de fuerza!
-Nada de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer
entre un hermano y una hermana.
Luego, volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes:
-Está bien -dijo-, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton.