Mujercitas – Louisa May Alcott
EL TESTAMENTO DE AMY
Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía
March. Se le hacía muy duro el destierro, y por primera vez en su vida
apreció lo mimada que la tenían en su casa. La tía March no mimaba a nadie
(no lo creía bueno), pero quería ser amable, porque le gustaba mucho la bien
educada niña, y la tía March conservaba alguna ternura en su corazón anciano
para las niñas de su sobrino, aunque no creyese conveniente demostrarlo. En
realidad, hacía cuanto podía para hacer feliz a Amy; pero, ¡qué
equivocaciones cometía! Hay ancianos que se mantienen jóvenes de corazón
a pesar de sus arrugas y canas; pueden comprender los pequeños cuidados y
alegrías de los niños; hacerlos sentirse a gusto y esconder lecciones sabias
bajo juegos agradables, haciéndose amigos de la manera más dulce. La tía
March no tenía este don. Fastidiaba a Amy con sus reglas y mandatos, sus
modales rígidos y sus discursos largos y pesados. Al descubrir que la niña era
más dócil y complaciente que su hermana, la anciana se sintió en el deber de
contrarrestar en lo posible los malos efectos de la libertad e indulgencia del
hogar. Tomó a su cargo a Amy y la educó como la habían educado a ella
hacía sesenta años; procedimiento que desanimó a Amy, dándole la sensación
de una mosca prendida en una tela de araña muy severa.
Todas las mañanas tenía que fregar tazas y frotar las cucharillas, la tetera
gruesa de plata y los vasos, hasta sacarles brillo. Después, limpiar la tierra del
cuarto. Ni una mota escapaba a los ojos de la tía March, y todos los muebles
tenían patas torneadas y talladas que nunca se habían limpiado a la perfección.
Después había que dar de comer al loro, peinar al perro y subir y bajar las
escaleras doce veces para buscar cosas o recados, porque la anciana señora
era muy coja y rara vez dejaba su butaca. Terminadas estas aburridas tareas,
debía estudiar. Entonces le permitía tomar una hora para hacer ejercicio o jugar, y ¡cómo se divertía!
Laurie venía todos los días, y con mucha habilidad lograba que la tía
March dejara salir a Amy con él, y entonces paseaban, iban a caballo y se
divertían mucho. Después de la comida tenía que leer en voz alta y sentarse
inmóvil mientras dormía su tía, lo cual solía hacer por una hora, porque se
quedaba dormida con la primera página. Entonces aparecía la costura de
retacitos o de toallas, y Amy cosía con humildad exterior y rebeldía interior
hasta el crepúsculo, cuando tenía permiso para divertirse hasta la hora del té.
Las noches eran lo peor de todo, porque la tía March se ponía a contar
cuentos de su juventud, tan pesados que Amy deseaba acostarse, con la
intención de llorar su suerte cruel, aunque generalmente se dormía sin haber
derramado más que una o dos lágrimas.
Sin la ayuda de Laurie y de la vieja Ester, la doncella, no hubiera podido
aguantar aquel tiempo terrible. El loro bastaba para volverla loca, porque
pronto descubrió que no agradaba a la niña y se vengó con toda clase de
travesuras. Cada vez que se acercaba a él le tiraba del cabello; volcaba el pan
con leche para enojarla cuando acababa de limpiar su jaula; hacía ladrar al
perro, picoteándolo, mientras dormitaba la señora; le daba nombres poco
gratos delante de los demás, y se portaba, en fin, como un pajarraco
insoportable. Tampoco podía ella aguantar al perro, animal regordete e
irritable, que le gruñía mientras lo cepillaba, y solía echarse al suelo patas
arriba cuando quería algo de comer, lo que ocurría una docena de veces al
día. La cocinera tenía mal genio, el viejo cochero era sordo y Ester era la
única persona que hacía algún caso de la señorita.
Ester era francesa, había vivido con «Madame» — como solía llamar a su
señora— por muchos años, y dominaba a la anciana, que no podía prescindir
de ella. Simpatizó con la señorita y la divertía mucho con cuentos curiosos de
la vida en Francia, cuando Amy estaba sentada a su lado, mientras ella
planchaba los encajes de la señora. Ella le permitió vagar por la casa grande
para examinar las cosas bonitas y raras colocadas en armarios espaciosos y
cofres antiguos, porque la tía March almacenaba artículos como una urraca.
Lo que más le gustaba a Amy era un bargueño lleno de cajoncitos y
lugares secretos, en los cuales había toda clase de algunas de gran valor, otras
nada más que curiosas, todas joyas más o menos antiguas. Examinar y poner
en orden aquellas cosas agradaba mucho a Amy, sobre todo los estuches de
joyas en los cuales, sobre almohadillas de terciopelo, estaban éstas, que
habían adornado a una dama hermosa hacía cuarenta años. Allí se encontraba
el juego de granates que la tía March había llevado cuando se puso de largo;
las perlas, regalo de boda de su padre; los diamantes de su novio; las sortijas
y prendedores de luto de azabache; los medallones con fotografías de amigas
ya difuntas y mechones de cabello dentro de ellos; las pulseras pequeñas, que
habían pertenecido a su única hija; el gran reloj de bolsillo del tío March con
el dije rojo, y en un cofrecito, solo el anillo de boda, ahora demasiado
pequeño para su dedo gordo, pero puesto cuidadosamente allí como la joya más preciosa de todas.
—¡Cuál escogería la señorita si le dieran a elegir? —preguntó Ester, que
siempre se sentaba cerca para cuidar y cerrar con llave las cosas preciosas.
—Prefiero los diamantes, pero no hay un collar entre ellos y me gustan
mucho los collares. Elegiría esto si pudiera —respondió Amy, mirando una
sarta de cuentas de oro y ébano, de la cual colgaba una cruz pesada.
— Yo también lo desearía, pero no como collar. ¡Ah, no! Para mí es un
rosario que usaría como buena católica que soy —dijo Ester.
—Parece obtener usted mucho consuelo de sus rezos, Ester. Me gustaría hacer lo mismo.
—Si la señorita fuera católica lograría verdadero consuelo; pero como no
puede ser, sería bueno que se retirase cada día para meditar y rezar, como
hacía la buena señora a quien yo serví antes de venir a casa de madame.
Aquella señora tenía una capillita, donde encontraba consuelo para muchas penas.
—¿Convendría que yo lo hiciese también? —preguntó Amy, que en su
soledad sentía la necesidad de alguna clase de ayuda y había observado que
olvidaba fácilmente su librito ahora que no estaba Beth a su lado para recordárselo.
—Sería excelente y encantador, y yo le arreglaré con mucho gusto el
tocador pequeño, si lo desea. No diga nada a madame, pero mientras ella
duerme siéntese allí sola por un ratito para tener pensamientos buenos y pedir
al buen Dios que sane a su hermana.
Ester era verdaderamente piadosa y enteramente sincera en su consejo,
porque tenía un corazón tierno y simpatizaba con las hermanas en su
aflicción. Amy encontró atractivo el plan y le permitió arreglar el tocador
junto a su dormitorio, con la esperanza de que le haría algún bien.
—Desearía saber dónde irán todas estas cosas hermosas cuando muera la
tía March —dijo, mientras guardaba lentamente el rosario y cerraba los
estuches de joyas, uno tras otro.
—A usted y sus hermanas. Lo sé; madame confía en mí; firmé como
testigo de su testamento y debe ser así —susurró Ester, sonriendo.
—¡Qué gusto! Pero quisiera que me los dejara tener ahora. No son
agradables las demoras —observó Amy, echando una última mirada a los diamantes.
—Es demasiado pronto para que las señoritas lleven estas cosas. La
primera que se case recibirá las perlas; madame lo ha dicho, y me imagino
que el pequeño anillo de la turquesa le será regalado a usted cuando se
marche, porque madame está complacida por su buena conducta y sus modales encantadores.
—¿Lo cree usted? Seré dócil como un cordero si puedo tener ese hermoso
anillo. Después de todo, me gusta la tía March —y Amy se lo probó con la firme resolución de merecerlo.
Desde aquel día fue un modelo de obediencia, y la anciana señora admiró
satisfecha el éxito de sus instrucciones. Ester arregló el cuarto con una
mesita, puso un taburete en frente de ella y encima un cuadro que sacó de uno
de los cuartos cerrados. Pensó que no era de gran valor, pero lo eligió por
creerlo adecuado, sabiendo muy bien que madame no lo sabría ni haría caso
aunque lo supiera. Sin embargo, era una copia valiosa de un famoso cuadro, y
los ojos de Amy, ávidos de belleza, no se cansaban de contemplar el dulce
rostro de la Virgen Madre, mientras su corazón permanecía ocupado con sus
propios pensamientos tiernos. En la mesita tenía su pequeño Testamento, su
libro de himnos y un florero, lleno de las mejores flores que le traía Laurie.
Cada día entraba para «sentirse sola», entregada a pensamientos buenos y
pidiendo al buen Dios que sanara a su hermana.
En todo esto la muchachita era muy sincera, porque sola, fuera del nido
doméstico, sintió tan vivamente la necesidad de una mano cariñosa a la cual
agarrarse que instintivamente se volvió al Amigo, fuerte y tierno, cuyo amor
paternal rodea a sus hijos pequeños. Extrañaba la ayuda de su madre para
comprender y manejarse, pero como le habían enseñado dónde buscar, hizo
cuanto pudo para hallar el camino y marchar por él confiadamente. Pero Amy
era una peregrina joven, con una carga que se le hacía muy pesada. Trató de
olvidarse de sí misma, de mantenerse alegre y sentirse satisfecha con hacer
bien, aunque nadie la viese ni la alabase. Durante sus primeros esfuerzos,
para ser muy buena, decidió hacer su testamento, como había hecho la tía
March; de modo que si cayera enferma y muriese, sus bienes pudieran ser
justa y generosamente repartidos. Mucho le costó el solo pensamiento de
renunciar a sus pequeños tesoros, tan preciosos a sus ojos como las joyas de la anciana señora.
Durante una de sus horas de recreo redactó lo mejor posible el importante
documento, con alguna ayuda de Ester para ciertas frases legales; cuando la
buena francesa hubo firmado, Amy se sintió aliviada y lo puso a un lado para
mostrárselo a Laurie, a quien necesitaba por segundo testigo. Como era un
día lluvioso subió a uno de los dormitorios grandes para divertirse, y llevó al
loro como compañero. En aquel cuarto había un armario lleno de vestidos
antiguos, con los cuales Ester le permitía jugar. Su diversión favorita era
vestirse con los brocados descoloridos y pasear delante del espejo grande,
haciendo reverencias ceremoniosas, y ondulando la cola de su traje con un
crujido que la encantaba. Aquel día estaba tan ocupada que no oyó a Laurie
tocar la campana ni lo vio observándola a escondidas, según iba y venía,
haciendo coqueterías con su abanico y sacudiendo la cabeza, que lucía un
turbante color de rosa, en raro contraste con el traje de brocado azul y la falda
amarilla. Tenía que andar con cuidado, porque se había puesto zapatos de
tacones altos. Era gracioso verla andar tan afectadamente, con su traje
brillante, y el loro pavoneándose a sus espaldas, imitándola tan bien como
podía y parándose de vez en cuando para exclamar: «¡Qué guapos estamos!
¡Vete, espantajo! ¡Bésame, querida! ¡Ah! ¡Ah!»
Reprimiendo con dificultad una explosión de risa, por temor de ofender a
su majestad, golpeó Laurie la puerta y fue recibido graciosamente.
— Siéntate y descansa, mientras me quito estas cosas; después quiero
pedirte consejo sobre algo muy grave —dijo Amy, una vez que terminó de
mostrar sus esplendores y empujado al loro a un rincón—. Este pájaro es la
prueba de mi vida —continuó, quitándose el turbante rosa, mientras Laurie se
sentaba a caballo en una silla—. Ayer mientras dormía la tía March y yo
trataba de estar quieta como un ratoncito, el loro se puso a gritar y a sacudir
las alas en su jaula, fui para sacarlo y descubrí una araña grande. La eché
fuera y corrió el loro, diciendo cómicamente «Sal a paseo, querida.» No pude
menos de reírme, lo cual hizo jurar al loro, despertando a la tía, que nos retó a los dos.
—¿Aceptó la araña la invitación de salir? —preguntó Laurie.
—Sí, salió, y el loro se escapó espantado y se refugió en la butaca de la
tía, gritando: » ¡Tómala, tómala, tómala!» mientras yo perseguía a la araña.
— ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Oh! ¡Oh! —gritó el loro picoteando los pies de Laurie.
—Te torcería el pescuezo si fueras mío, pajarraco —agregó Laurie,
amenazándolo con el puño; el pájaro ladeó la cabeza y dijo gravemente:
«¡Aleluya! ¡Bendita sea tu cara!»
—Ya estoy lista —dijo Amy, cerrando el armario y sacando un papel de
su bolsillo—. Deseo que me hagas el favor de leer esto y de decirme si es
legal y correcto. Creo que debo hacerlo, porque la vida no es segura y no
deseo que haya discusión alguna sobre mi sepultura.
Laurie se mordió los labios y leyó el documento siguiente con gravedad
digna de alabanza, si se considera su contenido:
MI ÚLTIMO TESTAMENTO
Yo, Amy Curtis March, estando en mi sano juicio, doy y lego toda mi
propiedad personal, que es a saber, pongo por caso:
A mi padre, mis mejores cuadros, dibujos, mapas y obras de arte, con
inclusión de los marcos. También mis cien dólares, para que haga con ellos lo que guste.
A mi madre, todos mis vestidos, excepto el delantal azul con bolsillos;
también mi retrato y mi medalla, con muchísimo amor.
A mi querida hermana Meg, doy mi anillo de turquesa (si lo recibo);
también mi cajita verde con la estampa de tórtolas; también mí pedazo de
encaje verdadero para su cuello, y mi dibujo de ella, como un recuerdo de «su niñita».
A Jo, mi prendedor de pecho, el reparado con lacre; también mi tintero de
bronce (ella perdió la tapa) y mi precioso conejo de yeso, porque me
arrepiento de haber quemado su manuscrito.
A Beth. (si me sobrevive), doy mis muñecas y el pequeño escritorio, mi
abanico, mis cuellos de hilo y mis zapatillas nuevas, si puede ponérselas,
pues probablemente estará delgada después de su enfermedad. Y con esto le
dejo también mi arrepentimiento de que me burlé de su vieja muñeca Joanna.
A mi buen amigo y vecino Theodore Laurence, lego mi cartera de papier
maché; mi modelo en yeso de un caballo, aunque él dijo que no tenía cuello.
También en recompensa a su mucha benevolencia en horas de aflicción,
cualquiera de mis obras artísticas que prefiera; Nuestra Señora es la mejor.
A nuestro venerable bienhechor el señor Laurence, lego mi cajita púrpura,
con un espejo en la tapa, que será buena para sus plumas y le recordará a la
niña fallecida, que le da las gracias por los favores hechos a su familia, en especial a Beth.
Deseo que mi amiga Kitty Bryant reciba el delantal de seda azul y mi anillo de cuentas doradas, con un beso.
A Hanna doy la cajita de cartón que deseaba y toda la obra de retacitos,
con la esperanza que «se acordará de mí cuando los mire».
Y ahora, habiendo dispuesto de mi propiedad de más valor, espero que
todos quedarán contentos y no se quejarán de la muerta. Perdono a todos y
tengo la confianza de que nos encontraremos cuando suene la trompeta.
Amén.
A este testamento pongo mi firma y sello en este día vigésimo de
noviembre. Anno Domini 1861.
Amy Curtis March (Testigos): Estelle Valnor, Theodore Laurence.
Este último nombre estaba escrito con lápiz y Amy explicó que él debía
escribirlo con tinta y sellar el documento formalmente.
—¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¿Te ha dicho alguien que Beth ha dado
sus cosas a los demás? —preguntó gravemente Laurie, mientras Amy ponía
delante de él un pedazo de cinta roja, con lacre, una bujía y un tintero.
Ella se explicó, y después preguntó ansiosamente:
—¿Qué has dicho de Beth?
—Siento mucho haber hablado; pero ya que he empezado, te lo diré; un
día se sintió tan enferma que dijo a Jo que deseaba dar su piano a Meg, su
pájaro a ti y la pobre muñeca vieja a Jo, que la querría por amor a ella. Sentía
no tener más para dar y dejaba bucles de su pelo a los demás y sus mejores
cariños a mi abuelo. Ella no pensó nunca en un testamento.
Laurie firmaba y sellaba según hablaba y no levantó los ojos hasta que
una lágrima grande cayó en el papel. La cara de Amy estaba llena de pena; pero no dijo más que:
—¿No se acostumbra a poner alguna clase de posdata a los testamentos algunas veces?
—Sí, codicilos los llaman.
—Entonces pon uno en el mío: que deseo que todos mis bucles sean
cortados y dados a mis amigos. Lo olvidé; pero quiero que se haga, aunque estropee mi aspecto.
Laurie lo añadió, sonriéndose del último y mayor sacrificio de Amy.
Después la entretuvo por una hora, interesándose mucho en todas sus
aflicciones. Pero cuando ya se iba, Amy lo detuvo para susurrar con labios temblorosos:
—¿Está Beth verdaderamente en peligro?
—Temo que sí; pero debemos tener esperanzas de que todo acabe bien;
así que no llores, querida mía —y Laurie la abrazó fraternalmente, lo cual la consoló mucho.
Cuando su amigo salió se fue a su capillita y oró por Beth, con los ojos
llenos de lágrimas y el corazón dolorido, sintiendo que millones de sortijas de
turquesas no podrían consolarla por la pérdida de su dulce hermanita.