Mujercitas – Louisa May Alcott
UNA FELIZ NAVIDAD
Jo fue la primera en despertarse al amanecer gris de la mañana de
Navidad. No había medias colgadas delante de la estufa, y por un momento
se llevó tanto chasco, como una vez, hacía ya mucho, que su mediecita se
había caído al suelo por estar muy llena de regalos. Entonces recordó lo que
su madre había prometido, y, metiendo la mano debajo de la almohada, sacó
un librito encuadernado en rojo. Lo reconoció muy bien, porque era una bella
historia de la vida más perfecta que jamás pasó por el mundo, y Jo sintió que
era un verdadero guía para cualquier peregrino embarcado en el largo viaje de
la vida. Despertó a Meg con un » ¡Felices Pascuas! «, y le dijo que buscase
debajo de la almohada. Apareció un libro, encuadernado en verde, con la
misma estampa dentro y unas palabras escritas por su madre, que aumentaban
en mucho el valor del regalo a sus ojos. Pronto Beth y Amy se despertaron
para buscar y descubrir sus libros, el uno de color gris azulado, el otro azul; y
todas sentadas contemplaban sus regalos, mientras se sonrosaba el oriente con el amanecer.
A pesar de sus pequeñas vanidades, tenía Meg una naturaleza dulce y
piadosa, que ejercía gran influjo sobre sus hermanas, en especial sobre Jo,
que la amaba tiernamente y la obedecía por su gran dulzura.
—Niñas —dijo Meg, gravemente, dirigiendo la mirada desde la cabeza
desordenada a su lado hasta las cabecitas en el cuarto próximo—. Mamá
desea que empecemos a leer, amar y acordarnos de estos libritos, y tenemos
que comenzar inmediatamente. Solíamos hacerlo fielmente, pero desde que
papá se marchó y con la pena de esta guerra, hemos descuidado muchas
cosas. Pueden hacer lo que gusten pero yo tendré mi libro aquí sobre la
mesita, y todas las mañanas, en cuanto despierte, leeré un poquito, porque sé
que me hará mucho bien y me ayudará durante todo el día.
Entonces abrió su Nuevo Testamento y se puso a leer. Jo la abrazó y cara
con cara, leyó, con aquella expresión tranquila que raras veces tenía su cara inquieta.
—¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos lo mismo. Yo te ayudaré con
las palabras difíciles, y nos explicaremos lo que no podemos comprender —
susurró Beth, muy impresionada con los bonitos libros y con el ejemplo de su hermana.
—Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy, y entonces los
dormitorios quedaron tranquilos mientras ellas volvían las páginas y el sol del
invierno se deslizaba para acariciar y dar un saludo de Navidad a las cabezas
rubias y a las caras pensativas.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, cuando, media hora después,
bajó con Jo las escaleras para darle las gracias por sus regalos.
—¡Quién sabe! Una pobre criatura vino pidiendo limosna, y la señora
salió inmediatamente para ver lo que necesitaba. No he visto jamás una mujer
como ella en eso de dar comida, bebida y carbón, —respondió Hanna, que
vivía con la familia desde que naciera Meg, y a quien todas trataban como a
una amiga más que como a una criada.
—Supongo que mamá volverá pronto; así que preparen los pastelitos y
cuiden que todo esté listo —dijo Meg, mirando los regalos, que estaban en un
cesto debajo del sofá, dispuestos para sacarlos en el momento oportuno—.
Pero, ¿dónde está el frasco de Colonia de Amy? —agregó, al ver que faltaba el frasquito.
—Lo sacó hace un minuto y salió para adornarlo con un lazo o algo
parecido —respondió Jo, que saltaba alrededor del cuarto para suavizar algo
las zapatillas nuevas del ejército.
—¡Qué bonitos son mis pañuelos! ¿No les parece? Hanna me los lavó y
planchó, y yo misma los bordé —dijo Beth, mirando orgullosa— mente las
letras desiguales que tanto trabajo le habían costado.
—¡Qué ocurrencia! ¿Pues no ha puesto «Mamá» en lugar de «M. March»?
¡Qué gracioso! —gritó Jo, levantando uno de los pañuelos.
—¿No está bien así? Pensaba que era mejor hacerlo de ese modo, porque
las iniciales de Meg son «M.M.», y no quiero que nadie los use sino mamá —
dijo Beth, algo preocupada.
—Está bien, querida mía, y es una idea muy buena; así nadie puede
equivocarse ahora. Le gustará mucho a ella, lo sé —repuso Meg, frunciendo
las cejas a Jo y sonriendo a Beth.
—¡Aquí está mamá; escondan el cesto! —gritó Jo, al oír que la puerta se
cerraba y sonaban pasos en el vestíbulo.
Amy entró precipitadamente, y pareció algo avergonzada cuando vio a
todas sus hermanas esperándola.
—¿Dónde has estado y qué traes escondido? —preguntó Meg, muy
sorprendida al ver, por su toca y capa, que Amy, la perezosa, había salido tan temprano.
—No te rías de mí, Jo; no quería que nadie lo supiera hasta que llegase la
hora. Es que he cambiado el frasquito por otro mayor y he dado todo mi
dinero por él, porque trato de no ser egoísta como antes.
Al hablar así, mostraba Amy el bello frasco que reemplazaba al otro
barato, y tan sincera y humilde parecía en su esfuerzo de olvidarse de sí
misma, que Meg la abrazó y Jo la llamó un «prodigio», mientras Beth corría a
la ventana en busca de su rosa más bella para adornar el magnífico frasco.
—¡Me daba vergüenza de mi regalo!, después de leer y hablar de ser
buena esta mañana; así que corrí a la tienda para cambiarlo en cuanto me
levanté; estoy muy contenta porque ahora mi regalo es el más bello.
Otro golpe de la puerta hizo que el cesto desapareciera debajo del sofá, y
las chicas se acercaron a la mesa listas para su desayuno.
—¡Feliz Navidad, mamá! ¡Y que tengas muchísimas! Muchas gracias por
los libros; hemos leído algo y vamos a hacerlo todos los días —gritaron todas a coro.
—¡Feliz Navidad, hijas mías! Me alegro mucho de que hayan comenzado
a leer inmediatamente, y espero que perseveren haciéndolo. Pero antes de
sentamos tengo algo que decir. No lejos de aquí hay una pobre mujer con un
hijo recién nacido. En una cama se acurrucan seis niños para no helarse,
porque no tienen ningún fuego. Allí no hay nada que comer, y el chico mayor
vino para decirme que estaban sufriendo de hambre y frío. Hijas mías,
¿quieren darle su desayuno como regalo de Navidad?
Todas tenían más apetito que de ordinario, porque habían esperado cerca
de una hora, y por un momento nadie habló, pero solo por un momento,
porque Jo dijo impetuosamente:
—Me alegro mucho de que hayas venido antes de que hubiésemos comenzado.
—¿Puedo ir para ayudar a llevar las cosas a los pobrecitos? —preguntó Beth, ansiosamente.
—Yo llevaré la crema y los panecillos —añadió Amy, renunciando
valerosamente a lo que más le gustaba.
Meg estaba ya cubriendo los pastelillos y amontonando el pan en un plato grande.
—Pensé que lo harían —dijo la señora March, sonriendo satisfecha—.
Todas pueden ir conmigo para ayudar; cuando volvamos, desayunaremos con
pan y leche, y en la comida lo compensaremos.
Pronto estuvieron todas listas y salieron. Felizmente era temprano y
fueron por calles apartadas; así que poca gente las vio y nadie se rio de la curiosa compañía.
Un cuarto vacío y miserable, con las ventanas rotas, sin fuego en el hogar,
las sábanas hechas jirones, una madre enferma, un recién nacido que lloraba
y un grupo de niños pálidos y flacos debajo de una vieja colcha, tratando de
calentarse. ¡Cómo abrieron los ojos y sonrieron al entrar las chicas!
—¡Ah, Dios mío! ¡Ángeles buenos vienen a ayudarnos! —exclamó la
pobre mujer, llorando de alegría.
—Vaya unos ángeles graciosos con tocas y mitones —dijo Jo, haciendo reír a todos.
En pocos minutos pareció que hubieran trabajado allí buenos espíritus.
Hanna, que había traído leña, encendió fuego y suplantó los vidrios rotos con
sombreros viejos y su propia toquilla. La señora March dio té y leche a la
mujer, y la confortó con promesas de ayuda, mientras vestía al niño pequeño
tan cariñosamente como si hubiese sido su propio hijo. Mientras las chicas
ponían la mesa, agrupaban a los niños alrededor del fuego y les daban de
comer como si fuesen pájaros hambrientos, riéndose, hablando y tratando de
comprender el inglés chapurreado y cómico que hablaban, porque era una
familia de inmigrantes.
—¡Qué bueno es esto! ¡Los ángeles benditos! —exclamaban los
pobrecitos, mientras comían y se calentaban las manos al fuego.
Jamás, antes, las chicas habían recibido el nombre de ángeles, y lo
encontraron muy agradable, especialmente Jo, a quien, desde que nació, todas
la habían considerado un «Sancho». Fue un desayuno muy alegre, aunque no
participaran de él; y cuando salieron, dejando atrás tanto consuelo, no había
en la ciudad cuatro personas más felices que las niñas que renunciaran a su
propio desayuno y se contentaran con pan y leche en la mañana de Navidad.
—Eso se llama amar a nuestro prójimo más que a nosotros mismos, y me
gusta —dijo Meg, mientras sacaban sus regalos aprovechando el momento en
que su madre subiera a buscar vestidos para los hombres Hummel.
No había mucho que ver, pero en los pocos paquetes había mucho cariño;
y el florero alto, con rosas rojas, crisantemos y hojas, puesto en medio de los
regalos, daba una apariencia elegante a la mesa.
—¡Qué viene mamá! ¡Toca, Beth! ¡Abre la puerta, Amy!
— ¡Tres «vivas» a mamá! —gritó Jo, dando saltos por el cuarto, mientras
Meg se adelantaba para conducir a la señora March a la silla de honor.
Beth tocó su marcha más viva. Amy abrió la puerta y Meg escoltó con
mucha dignidad a su madre. La señora March estaba sorprendida y
conmovida, y sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, al examinar sus regalos
y leer las líneas que los acompañaban. Inmediatamente se calzó las zapatillas,
puso un pañuelo nuevo en el bolsillo, empapado con agua de colonia, se
prendió la rosa en el pecho y dijo que los guantes le iban muy bien.
Hubo no pocas risas, besos y explicaciones, en la manera cariñosa y
simple que hace tan gratas en su momento estas fiestas de familia y dejan un
recuerdo tan dulce de ellas. Después todas se pusieron a trabajar.
Las caridades y ceremonias de la mañana habían llevado tanto tiempo,
que el resto del día hubo que dedicarlo a los preparativos de los festejos de la
tarde. No teniendo dinero de sobra para gastarlo en funciones caseras, las
chicas ponían en el trabajo su ingenio, y como la necesidad es madre de la
invención, hacían ellas misma todo lo que necesitaban. Y algunas de sus
producciones eran muy ingeniosas.
Guitarras fabricadas con cartón, lámparas antiguas hechas de mantequeras
viejas, cubiertas con papel plateado, magníficos mantos de algodón viejo,
centelleando con lentejuelas de hojalata y armaduras cubiertas con las
recortaduras de latas de conserva. Los muebles estaban acostumbrados a los
cambios constantes y el cuarto grande era escena de muchas diversiones inocentes.
No se admitían caballeros, lo cual permitía a Jo hacer papeles de hombre
y darse el gusto de ponerse un par de botas altas que le había regalado una
amiga suya, que conocía a una señora parienta de un actor.
Estas botas, un antiguo florete, un chaleco labrado que había servido en
otro tiempo en el estudio de un pintor, eran los tesoros principales de Jo, y los
sacaba en todas las ocasiones. A causa de lo reducido de la compañía, los dos
actores principales se veían obligados a tomar varios papeles cada uno, y,
ciertamente, merecían elogios por el gran trabajo que se tomaban para
aprender tres o cuatro papeles diferentes, cambiar tantas veces de traje, y,
además, ocuparse en el manejo del escenario. Era un buen ejercicio para sus
memorias, una diversión inocente y les ocupaba muchas horas, que de otro
modo hubiesen estado perdidas, solitarias o pasadas en compañía menos provechosa.
La noche de Navidad una docena de chicas se agruparon sobre la cama,
que era el palco, enfrente de las cortinas de cretona azul y amarillo, que
hacían de telón. Había mucho zumbido detrás de las cortinas, algo de humo
de la lámpara, y, de vez en cuando, una risa falsa de Amy, a quien la
excitación ponía nerviosa. Al poco tiempo sonó una campana, se descorrieron
las cortinas y la representación empezó.
El «bosque tenebroso», que se mencionaba en el cartel, estaba
representado por algunos arbustos en macetas, bayeta verde sobre el piso y
una caverna en la distancia. Esta caverna tenía por techo una percha y por
paredes algunos abrigos; dentro había un hornillo encendido con una marmita
negra, sobre la cual se encorvaba una vieja bruja. El escenario estaba en la
oscuridad y el resplandor que venía del hornillo hacía buen efecto.
Especialmente cuando al destapar la bruja la caldera salió vapor de verdad.
Se dio un momento al público para reponerse de su primer movimiento de
sorpresa; entonces entró Hugo, el villano, andando con paso majestuoso,
espada ruidosa al cinto, un chambergo, barba negra, capa misteriosa y las
famosas botas. Después de andar de un lado para otro muy agitado, se golpeó
la frente y cantó una melodía salvaje, sobre su odio a Rodrigo, su amor a Zara
y su resolución de matar al uno y ganar la mano de la otra.
Los tonos ásperos de la voz de Hugo y sus vehementes exclamaciones
hicieron fuerte impresión en el público, que aplaudía cada vez que se paraba
para tomar aliento. Inclinándose, como quien está bien acostumbrado a
cosechar aplausos, pasó a la caverna y mandó salir a Hagar con estas
palabras: «¡Hola bruja, te necesito!»
Meg salió con la cara circundada con crin de caballo gris, un traje rojo y
negro, un bastón y la capa llena de signos cabalísticos.
Hugo le pidió una poción que hiciese a Zara adorarle, y otra para
deshacerse de Rodrigo. Hagar, cantando, una melodía dramática, prometió
los dos, y se puso a invocar al espíritu que había de traer el filtro mágico para dar amor.
Sonaron acordes melodiosos, y entonces, del fondo de la caverna,
apareció una figura pequeña en blanco y nebuloso, con alas que centelleaban,
cabello rubio y sobre la cabeza una corona de rosas. Agitando su vara, dijo,
cantando, que venía desde la luna y traía un filtro de mágicos efectos; y,
dejando caer un frasquito dorado a los pies de la bruja, desapareció.
Otra canción de Hagar trajo a la escena una segunda aparición: un
diablillo negro que, después de murmurar una respuesta, echó un frasquito
oscuro a Hagar y desapareció con risa burlona. Dando las gracias, y poniendo
las pociones en sus botas, se retiró Hugo, y Hagar puso en conocimiento de
los oyentes que, por haber él matado a algunos amigos suyos en tiempos
pasados, ella le había echado una maldición, y había decidido contrariar sus
planes, vengándose así de él. Entonces cayó el telón y los espectadores
descansaron chupando caramelos y discutiendo los méritos de la obra.
Antes de que el telón volviera a levantarse se oyó mucho martilleo; pero
cuando se vio la obra maestra de tramoya que habían construido, nadie se
quejó de la tardanza. Era verdaderamente maravillosa. Una torre se elevaba al
cielo raso; a la mitad de su altura aparecía una ventana, en la cual ardía una
lámpara, y detrás de la cortina blanca estaba Zara, vestida de azul con encajes
de plata, esperando a Rodrigo. Llegó él, ricamente ataviado, sombrero
adornado con plumas, capa roja, una guitarra, y, naturalmente, las botas
famosas. Al pie de la torre cantó una serenata con tonos cariñosos. Zara
respondió, y, después de un diálogo musical, ella consintió en fugarse con él.
Entonces llegó el efecto supremo del drama. Rodrigo sacó una escala de
cuerda de cinco escalones, le echó un extremo y la invitó a descender.
Tímidamente se deslizó de la reja, puso la mano sobre el hombro de Rodrigo,
y estaba por saltar graciosamente cuando, ¡pobre Zara!, se olvidó de la cola
de su falda. Esta se enganchó en la ventana; la torre tembló, doblándose hacia
adelante, y cayó con estrépito, sepultando a los infelices amantes entre las ruinas.
Un grito unánime se alzó cuando las botas amarillas salieron de entre las
ruinas, agitándose furiosamente, y una cabeza rubia surgió, exclamando: «
¡Ya te lo decía yo!» «¡Ya te lo decía yo!» Con admirable presencia de ánimo,
don Pedro, el padre cruel, se precipitó para sacar a su hija de entre las ruinas,
con un aparte vivo: ¡No se rían, sigan como si tal cosa!»; y ordenando a
Rodrigo que se levantara, lo desterró del reino con enojo y desprecio. Aunque
visiblemente trastornado por la caída de la torre, Rodrigo desafió al anciano
caballero, y se negó a marcharse. Este ejemplo audaz animó a Zara; ella
también desafió a su padre, que los mandó encerrar en los calabozos más
profundos del castillo. Un escudero pequeño y regordete entró con cadenas y
se los llevó, dando señales de no poco susto y olvidándose de recitar su papel.
El acto tercero se desarrollaba en la sala del castillo, y aquí reapareció
Hagar, que venía a librar a los amantes y matar a Hugo. Le oye venir y se
esconde; le ve echar las pociones en dos vasos de vino, y mandar al tímido
criado que los lleve a los presos. Mientras el criado dice algo a Hugo, Hagar
cambia los vasos por otros sin veneno. Fernando, el criado, se los lleva, y
Hagar vuelve a poner en la mesa el vaso envenenado. Hugo, con sed, después
de una canción larga, lo bebe; pierde la cabeza, y tras muchas convulsiones y
pataleos, cae al suelo y muere, mientras Hagar, en una canción dramática y
melodiosa, le dice lo que ha hecho.
Esta escena fue verdaderamente sensacional, aunque espectadores más
exigentes la hubieran considerado deslucida, al ver que al villano se le
desataba una abundante cabellera en el momento de dar con su cuerpo en tierra.
En el cuarto acto apareció Rodrigo desesperado, a punto de darse una
puñalada, porque alguien le había dicho que Zara lo había abandonado.
Cuando el puñal estaba a punto de penetrar en su corazón, se oyó debajo de
su ventana una canción encantadora, que le decía que Zara permanecía fiel,
pero que estaba en peligro y que él podía salvarla si quería. Le echan una
llave al calabozo, la cual abre la puerta, y loco de alegría arroja sus cadenas y
sale precipitadamente para buscar y librar a su amada.
El quinto acto empieza con borrascosa escena entre Zara y don Pedro.
Desea el padre que su hija se meta a monja, pero ella se niega, y después de
una súplica conmovedora, está a punto de desmayarse, cuando entra Rodrigo
precipitadamente, pidiendo su mano. Don Pedro se la niega porque no es rico.
Gritan y gesticulan terriblemente, y Rodrigo se dispone a llevarse a Zara, que
ha caído extenuada en sus brazos, cuando entra el criado tímido con una carta
y un paquete de parte de Hagar, que ha desaparecido misteriosamente. La
carta dice que la bruja lega riquezas fabulosas a los amantes y un horrible
destino a don Pedro si se opone a su felicidad. Se abre el paquete y una lluvia
de monedas de lata cubre el suelo. Esto ablanda por completo al severo
padre; da su consentimiento sin chistar, todos se juntan en coro alegre y cae
el telón, mientras los amantes, muy felices y agradecidos, se arrodillan para
recibir la bendición de don Pedro.
Calurosos aplausos, inesperadamente reprimidos; la cama plegadiza,
sobre la cual estaba construido el palco, se cerró súbitamente atrapando
debajo a los entusiasmados espectadores. Rodrigo y don Pedro acudieron
presurosos a libertarlos, y sacaron a todos sin daño, aunque muchos no
podían hablar de tanto reírse.
Apenas se había calmado la agitación, cuando apareció Hanna, diciendo
que la señora March rogaba a las señoritas que bajasen a cenar.
Cuando vieron la mesa, todas se miraron alegremente asombradas. Era de
esperar que su madre les diera una pequeña fiesta, pero cosa tan magnífica
como aquélla no se había visto desde los pasados tiempos de abundancia.
Había mantecados de dos clases, de color rosa y blanco, y pastelillos, frutas y
dulces franceses muy ricos, y, en medio de la mesa, cuatro ramos de flores de invernadero.
La sorpresa las dejó mudas; miraban estupefactas a la mesa, y después a
su madre, que parecía disfrutar muchísimo del espectáculo.
—¿Lo han hecho las hadas? —preguntó Amy.
—Ha sido San Nicolás —dijo Beth.
—Mamá lo hizo —repuso Meg, sonriendo dulcemente, a pesar de la
barba cana que todavía llevaba puesta.
—La tía March tuvo una corazonada y ha enviado la cena —gritó Jo, con inspiración súbita.
—Todas se equivocan; el viejo señor Laurence lo envió —respondió la señora March.
—¿El abuelo de ese muchacho Laurence? ¿Cómo se le habrá ocurrido tal
cosa? ¡Si no lo conocemos! —exclamó Meg.
—Hanna contó a uno de sus criados lo que hicieron con su desayuno; es
un señor excéntrico, pero eso le gustó. Conoció a mi padre hace muchos
años, y esta tarde me envió una carta muy amable para decir que esperaba
que le permitiese expresar sus sentimientos amistosos hacia mis niñas,
enviándoles unas pequeñeces, con motivo de la festividad del día. No podía
rehusar, y es así como tienen esta noche una pequeña fiesta para
compensarlas del desayuno de pan y leche.
—Ese muchacho ha puesto la idea en la cabeza de su abuelo; estoy segura
de esto. Es muy simpático, y me gustaría que nos tratáramos. Parece que
quisiera tratarnos; pero es tímido; y Meg es tan correcta, que no me permite
hablar con él cuando nos encontramos —dijo Jo, mientras circulaban los
platos y los helados empezaban a desaparecer entre un coro de exclamaciones alegres.
— ¿Quieres decir la gente que vive en la casa grande de al lado?—
preguntó una de las chicas—. Mi madre conoce al señor Laurence, pero dice
que es muy orgulloso y no le gusta mezclarse con sus vecinos. Tiene a su
nieto encerrado en casa, cuando no está paseando a caballo o en compañía de
su maestro, y lo hace estudiar mucho. Lo invitamos a nuestra fiesta, pero no
vino. Mamá dice que es muy amable, aunque no nos habla nunca de las muchachas.
— Nuestro gato se escapó una vez y él lo devolvió, y yo hablé con él por
encima de la valla. Nos entendíamos muy bien, hablando del criquet y de
cosas por el estiló, pero vio venir a Meg y se marchó. Tengo la intención de
hacer amistad algún día, porque necesita diversión, estoy segura —dijo Jo, decididamente.
—Me gustan sus modales y parece un verdadero caballero; de modo que
si se presenta ocasión oportuna, no me opongo a que entables amistad con él.
El mismo trajo las flores, y lo hubiera invitado a entrar de haber estado
segura de lo que estaba ocurriendo arriba. Parecía estar deseoso de quedarse
al escuchar risas y juego, que él no tiene, seguramente, en su casa.
—Me alegro de que no lo hicieras, mamá —dijo Jo, riéndose y mirando
sus botas—. Pero alguna vez tendremos una función a la cual él pueda venir.
Quizá querrá interpretar un papel; ¡qué divertido sería!
—Nunca he tenido un ramillete; ¡qué bonito es! —dijo Meg, examinando
sus flores con mucho interés.
—Son preciosas, pero para mí las rosas de Beth son más dulces —dijo la
señora March, oliendo el ramillete, medio marchito, que llevaba en su cinturón.
Beth abrazó a su madre y murmuró:
—Me gustaría poder enviar a papá mi ramillete. Temo que él no pase una
Navidad tan feliz como nosotras.