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Capítulo 3

Mujercitas – Louisa May Alcott
EL BAILE DE AÑO NUEVO

—¡Jo! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg, al pie de la escalera que conducía a la boardilla.
—Aquí —respondió, desde arriba, una voz algo ronca.
Y corriendo arriba, Meg encontró a su hermana comiendo manzanas y
llorando con la lectura de El heredero de los Redclyffe, envuelta en una
toquilla y sentada en un viejo sofá de tres patas, al lado de la ventana soleada.
Era el refugio preferido de Jo; aquí le gustaba retirarse con media docena de
manzanas y un libro interesante, para gozar de la tranquilidad y de la
compañía de un ratón querido, que vivía allí y no tenía miedo de ella. Cuando
llegó Meg, el amiguito desapareció en su agujero. Jo se limpió las lágrimas y
se dispuso a oír las noticias.
—¡Qué gusto! Mira. ¡Una tarjeta de invitación de la señora Gardiner para
mañana por la noche! —gritó Meg, agitando el precioso papel que procedió a
leer después con juvenil satisfacción:
«La señora Gardiner se complace en invitar a la señorita Meg y a la
señorita Jo a un sencillo baile la noche de Año Nuevo.»
—Mamá quiere que vayamos. ¿Qué nos vamos a poner?
—¿De qué sirve preguntarlo, cuando sabes muy bien que nos pondremos
nuestros trajes de muselina de lana, porque no tenemos otros? —dijo Jo, con la boca llena.
—¡Si tuviera un traje de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá
pueda hacerme uno cuando tenga dieciocho años; pero dos años es una espera interminable.
— Estoy segura de que nuestros trajes parecen de seda y son bastante
buenos para nosotras. El tuyo es tan bueno como si fuera nuevo; pero me
olvidaba de la quemadura y del rasgón en el mío; ¿qué haré? La quemadura
se ve mucho y no puedo estrechar nada la falda.
—Tendrás que estar sentada siempre que puedas y ocultar la espalda; el
frente está bien. Tendré una nueva cinta azul para el pelo, y mamá me
prestará su prendedor de perlas; mis zapatos nuevos son muy bonitos y mis guantes pueden pasar.
—Los míos están arruinados con manchas de gaseosa, y no puedo
comprar otros, de manera que iré sin ellos —dijo Jo, que no se preocupaba
mucho por su vestimenta.
—Si no llevas guantes, no voy — gritó Meg, con decisión—. Los guantes
son más importantes que cualquier otra cosa; no puedes bailar sin ellos, y si
no puedes bailar voy a estar mortificada.
—Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no me
divierte ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar.
—No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros y
eres tan descuidada!… Dijo cuando estropeaste aquéllos que no te compraría
otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún modo?
—Puedo tenerlos apretados en la mano, de modo que nadie vea lo
manchados que están; es todo lo que puedo hacer. No; ya sé cómo podemos
arreglarlo: cada una se pone un guante bueno y lleva en la mano el otro malo; ¿comprendes?
—Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis guantes — comenzó a decir Meg.
—Entonces iré sin guantes. No me importa lo que diga la gente —gritó Jo, volviendo a tomar el libro.
—Puedes tenerlo, puedes tenerlo, pero no me lo ensucies y condúcete
bien; no te pongas las manos a la espalda, ni mires fijamente a nadie; ni digas
» ¡Cristóbal Colón!» ¿Sabes?
—No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado un
molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y
déjame en paz para acabar esta magnífica historia.
Meg se fue para «aceptar muy agradecida» la invitación, examinar su
vestido y planchar su único cuello de encaje, mientras Jo, acabada la historia
y las manzanas, jugaba con su ratón.
La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas
jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su
indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que ir
y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg
quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas los rizos atados con papeles.
—¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la cama.
—Es la humedad que se seca —respondió Jo.
—¡Qué extraño! ¡Huele a plumas quemadas! — observó Amy, arreglando
sus propios hermosos bucles con aire de superioridad.
—¡Ahora voy a quitar los papelitos, y verás que bucles! —dijo Jo dejando las tenacillas.
Quitó los papelitos, pero no aparecieron los bucles esperados, porque el
pelo se había adherido al papel y lo había arrancado con él.
—¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No puedo
ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales sobre su frente.
—¡Es mi mala pata! No debías haberme pedido que lo hiciera, sabiendo
que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero es que las tenacillas estaban
demasiado calientes —suspiró la pobre Jo, mirando con lágrimas de
arrepentimiento el flequillo chamuscado.
—Tiene remedio: rízalos y ponte la cinta de manera que los extremos
caigan un poquito sobre la frente y estarás a la moda. He visto a muchas
chicas así —repuso Amy para consolarla.
— Esto me pasa por querer ponerme hermosa. ¡Ojalá hubiese dejado el pelo en paz! —gritó Meg.
—Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo —
dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.
Después de otros contratiempos menos graves, Meg terminó su tocado y,
con ayuda de toda la familia, Jo arregló su propio pelo y se puso el vestido.
Estaban muy bien con sus sencillos trajes. Meg, de gris plateado con cinta de
terciopelo azul, vuelos de encaje y el prendedor de perlas; Jo, de color
castaño, con cuello planchado de caballero y unos crisantemos blancos por
todo adorno. Cada una se puso un guante bonito y limpio y llevó en la mano
otro sucio. Los zapatos de Meg, de tacones altos, le iban muy apretados y la
lastimaban, aunque ella no quería reconocerlo; y a Jo le parecía llevar
clavadas en la cabeza las diecinueve horquillas que sujetaban su cabellera,
pero, ¿qué remedio?; había que ser elegante o morir.
—¡Que se diviertan mucho, queridas mías! —dijo la señora March al
verlas salir—. No coman demasiado en la cena y vuelvan a las once, cuando
mande a Hanna a buscarlas.
Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la ventana:
—Niñas, ¿llevan los pañuelos bonitos?
—Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió
riéndose—: Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos huyendo de un terremoto.
—Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una
verdadera señora se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el pañuelo — respondió Meg.
— Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que
no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? —dijo Meg,
al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora Gardiner, después de mirarse largo rato.
—Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté
mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y cepillándose rápidamente.
—No, una señora no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto, o
un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los
hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se hace.
—¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca. ¡Qué movida es esa música!
Bajaron la escalera sintiéndose algo tímidas, porque rara vez iban a
reuniones de sociedad, y aunque aquélla no era muy formal, para ellas
constituía un acontecimiento. La señora Gardiner, una señora anciana y
majestuosa, las saludó amablemente y las dejó con la mayor de sus seis hijas.
Meg conocía a Sallie y pronto perdió su timidez; pero Jo, que no gustaba de
la compañía ni de la charla de las muchachas, se quedó recostada contra la
pared, tan desorientada como, un potro en un jardín. En otra parte de la sala,
una media docena de muchachos hablaban de patines, y Jo quería unirse a
ellos, porque patinar era uno de los placeres de su vida. Telegrafió su deseo a
Meg, pero las cejas se arquearon de manera tan alarmante que no se atrevió a
moverse. Nadie vino a hablar con ella y poco a poco se fue disolviendo el
grupo que tenía más cerca, hasta dejarla sola. No podía ir de un lado a otro
con el fin de divertirse, para que no se viera el paño quemado de la falda, de
manera que se quedó mirando a la gente con aire de abandono hasta que
comenzó el baile. Meg fue invitada inmediatamente, y los zapatos estrechos
saltaban tan alegremente que nadie hubiera sospechado lo que hacían sufrir a
quien los llevaba puestos. Jo vio a un muchacho alto de pelo rojo, que se
acercaba al rincón donde ella estaba, y, temiendo una invitación a bailar, se
ocultó detrás de unas cortinas, esperando ver a escondidas desde allí y
divertirse en paz. Por desgracia, otra persona tímida había escogido el mismo
sitio, porque al dejar caer la cortina tras sí, se encontró cara a cara con Laurence.
—¡Ay de mí!; no sabía que había aquí alguien —balbuceó Jo,
disponiéndose a salir tan rápido como entrara.
Pero el chico se rio y dijo de buen humor, aunque parecía algo sorprendido:
—No se preocupe por mí; quédese si quiere. ¿No le estorbaré a usted?
—Ni lo más mínimo; vine aquí porque no conozco a mucha gente, y me
sentía molesto, ¿sabe usted?
—Y yo también. No se vaya, por favor, a no ser que lo prefiera.
El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de ser cortés, dijo:
—Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de nosotros, ¿no es así?
—En la casa próxima a la suya —contestó él, levantando los ojos y
riéndose cordialmente, porque la cortesía de Jo le resultaba verdaderamente
cómica al recordar cómo habían charlado sobre el criquet cuando él le devolvió el gato.
Eso puso a Jo a sus anchas, y también ella rio al decir muy sinceramente:
—Hemos disfrutado mucho con su regalo de Navidad.
—Mi abuelo lo envió.
—Pero usted le dio la idea de enviarlo. ¡A que sí!
—¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el chico, tratando de
permanecer serio, aunque la alegría le brillaba en los ojos.
—Muy bien, gracias, señor Laurence; pero yo no soy la señorita March,
soy simplemente Jo —respondió la muchacha.
—Ni yo soy señor Laurence, soy Laurie.
—Laurie Laurence. ¡Qué nombre más curioso!
—Mi primer nombre es Teodoro; pero no me gusta, porque los chicos me
llaman Dora; así que logré que me llamaran Laurie en lugar del otro.
—Yo también detesto mi nombre; ¡es demasiado romántico! Querría que
todos me llamaran «Josefina» en lugar de Jo. ¿Cómo logró usted quitar a los
chicos la costumbre de llamarle Dora?
—A palos.
—No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que aguantarme.
—¿No le gusta a usted bailar, señorita Josefina?
—Me gusta bastante si hay mucho espacio y todos se mueven ligero… En
un lugar como éste, me expondría a volcar algo, pisarle los pies a alguien o
hacer alguna barbaridad; así que evito el peligro y la dejo a Meg que se luzca.
¿No baila usted?
—Algunas veces. He estado en el extranjero muchos años y no llevo aquí
el tiempo suficiente para saber cómo se hacen las cosas.
—¡En el extranjero! —exclamó Jo—; ¡hábleme de eso! A mí me gusta
mucho oír a la gente describir sus viajes.
Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas
ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en
Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de
botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a
pie por Suiza en compañía de sus maestros.
—¡Cuánto me gustaría haber estado allá! —exclamó Jo—. ¿Ha ido usted a París?
—Estuvimos allí el invierno pasado.
—¿Sabe usted hablar francés?
—No nos permitían hablar otro idioma en Vevey.
—Diga algo en francés. Puedo leerlo, pero no sé pronunciarlo.
—Quel nom a cette jeune demoiselle en les pantoufles jófies? —dijo Laurie, bondadosamente.
—¡Qué bien lo pronuncia usted! Veamos. Ha dicho: «¿Quién es la
señorita de los zapatos bonitos?»; ¿es así?
—Oui, mademoiselle.
—Es mi hermana Meg y usted lo sabía. ¿No le parece que es hermosa?
—Sí, me recuerda a las chicas alemanas; tan fresca y tranquila parece;
baila como una señora.
Jo se sonrojó al oír tal elogio de su hermana, y lo guardó en la memoria
para repetírselo a Meg. Ambos miraban, criticaban y charlaban, hasta que se
encontraron tan a gusto como dos viejos amigos.
Pronto perdió Laurie su timidez, porque la manera varonil de Jo le
divertía mucho y le quitaba todo azoramiento, y ella recobró de nuevo su
alegría, porque había olvidado el traje y nadie le arqueaba las cejas. Le
gustaba el muchacho Laurence más que nunca, y lo observó un poco para
poder describirlo a sus hermanas; no teniendo hermanos y pocos primos, los
chicos eran para ella criaturas casi desconocidas.
Pelo negro y rizado, cutis oscuro, ojos grandes y negros, nariz larga,
dientes bonitos, las manos y los pies pequeños, tan alto como yo; muy cortés
para ser chico y muy burlón. ¿Qué edad tendrá? Jo tenía la pregunta en la
punta de la lengua; pero se contuvo a tiempo y, con tacto raro en ella, trató de
descubrirlo de una manera indirecta.
—Supongo que pronto irá usted a la Universidad. Ya lo veo machacando
en sus libros; quiero decir, estudiando mucho —y Jo se sonrojó por el terrible
«machacando» que sé le escapara.
Laurie se sonrió y respondió, encogiéndose de hombros:
—Tardaré todavía dos o tres años; no iré antes de cumplir diecisiete.
—¿Pero no tiene usted más que quince años? —preguntó Jo, mirando al
chico alto, a quien ella había dado diecisiete.
—Dieciséis el mes que viene.
—¡Cuánto me gustaría ir a la Universidad! Parece que a usted no le gusta.
—La detesto; nada más que trabajar o divertirse; y no me gusta la manera
que tienen de hacerlo en este país.
—¿Qué le gusta a usted?
—Vivir en Italia, divertirme a mi modo.
Jo ansiaba preguntarle cuál era su modo; pero Laurie había fruncido las
cejas de tal modo, que Jo cambió de asunto, diciendo:
—¡Qué polca magnífica! ¿Por qué no va a bailarla?
—Si viene usted conmigo —respondió él, haciendo una reverencia a la francesa.
—No puedo, porque le he dicho a Meg que no bailaría, porque… —y aquí
se detuvo, no sabiendo si decir la verdad o reírse.
—¿Por qué? —preguntó Laurie, interesado vivamente—. ¿No lo dirá usted?
—¡Jamás!
—¿Jamás?
—Bueno, tengo la mala costumbre de ponerme de pie delante del fuego y
así quemo mis vestidos, como me sucedió con éste; aunque está bien
remendado, se ve un poco, y Meg me aconsejó que no me moviera para que
nadie lo vea. Usted puede reírse si quiere; es muy gracioso…
Pero Laurie no se rio; miró al suelo por un minuto y con una expresión
que extrañó a Jo, dijo dulcemente:
—No haga caso de eso; yo le diré cómo nos las arreglaremos; allá hay un
pasillo grande, donde podemos bailar muy bien sin que nadie nos vea.
¡Hágame el favor de venir!
Jo le dio las gracias y se fue alegremente, deseando mucho tener dos
guantes buenos cuando vio los que se ponía su compañero, color perla. El
pasillo estaba vacío y bailaron una polca magnífica, porque Laurie bailaba
bien y le enseñó el paso alemán, que encantó a Jo, por su balanceo y
movimiento. Cuando cesó la música se sentaron sobre las escaleras para
respirar, Laurie estaba describiendo una fiesta de estudiantes en Heidelberg
cuando apareció Meg en busca de su hermana. Hizo una seña, y Jo la siguió
de mala gana a una salita, donde se sentó sobre un sofá, agarrándose el pie y algo pálida.
—Me he torcido el tobillo. Este estúpido tacón alto se torció y me produjo
una torcedura horrible. Me duele tanto, que apenas puedo estar de pie y no sé
cómo voy a volver a casa —dijo, estremeciéndose de dolor.
—Ya sabía yo que te lastimarías los pies con esos dichosos zapatos. Lo
siento mucho, pero no sé qué puedes hacer, como no sea tomar un coche o
quedarte aquí toda la noche —respondió Jo dulcemente, frotando el pobre
tobillo al mismo tiempo.
—No puedo tomar un coche; costaría mucho; además, sería difícil
encontrarlo, porque la mayor parte de los invitados han venido en sus propios
vehículos; las cocheras están lejos, y no tenemos a nadie a quien enviar.
—Yo iré.
—De ningún modo; son más de las diez y está oscuro como boca de lobo.
No puedo quedarme aquí, porque la casa está llena; algunas amigas de Sallie
están de visita. Descansaré hasta que venga Hanna, y entonces saldré lo mejor que pueda.
—Se lo diré a Laurie, él irá —dijo Jo, como quien tiene una idea feliz.
—¡No por favor! No pidas nada ni hables a nadie. Búscame mis chanclos
y pon estos zapatos con nuestras cosas. No puedo bailar más; pero en cuanto
se acabe la cena, espera a Hanna y avísame en cuanto llegue.
—Ahora van a cenar. Me quedaré contigo, lo prefiero.
—No, querida; ve y tráeme un poco de café. Estoy tan cansada que no puedo moverme.
Meg se reclinó con los chanclos bien escondidos, y Jo hizo su camino
torpemente al comedor. Dirigiéndose a la mesa, procuró el café, que volcó
inmediatamente, poniendo el frente de su vestido tan malo como la espalda.
—¡Ay de mí! ¡qué atolondrada soy! —exclamó Jo, estropeando el guante
de Meg al frotar con él la mancha del vestido.
—¿Puedo ayudarla? —dijo una voz amistosa. Era Laurie, con una taza
llena en una mano y un plato de helado en la otra.
—Trataba de buscar algo para Meg, que está muy cansada; alguien me
hizo tropezar, y aquí estoy hecha una calamidad —respondió Jo, echando una
mirada desde la falda manchada al guante teñido de café.
—¡Qué lástima! Yo buscaba a alguien para darle esto. ¿Puedo llevárselo a su hermana?
— ¡Muchas gracias! Lo guiaré a donde está. No me ofrezco a llevarlo yo
misma, porque temo hacer otro desastre.
Jo fue adelante, y como si estuviera muy acostumbrado a servir a las
señoras, Laurie acercó una mesita, trajo helado y café para Jo, y estuvo tan
cortés, que hasta la exigente Meg lo calificó de «muchacho muy simpático».
Pasaron un buen rato con los caramelos, que tenían preguntas y
respuestas, y estaban en medio de un juego tranquilo de «Susurro», con dos o
tres jóvenes que se habían unido a ellos, cuando apareció Hanna. Meg,
olvidando su pie, se levantó tan rápidamente que tuvo que agarrarse de Jo,
lanzando un quejido.
—¡Silencio! ¡No digas nada! —susurró, añadiendo en voz alta—: No es
nada, me torcí un poco el pie, nada más — y bajó las escaleras cojeando para
ponerse el abrigo. Hanna protestaba, Meg lloraba y Jo estaba desesperada,
hasta que decidió tomar a su cargo las cosas. Corrió abajo, y al primer criado
que encontró le preguntó si podía buscarle un coche. Resultó ser un camarero
nuevo, que no conocía la vecindad, y Jo estaba buscando ayuda por otro lado,
cuando Laurie, que había oído lo que decía, vino a ofrecer el coche de su
abuelo, que acababa de venir por él.
—Es demasiado temprano y usted no querrá irse todavía —comenzó Jo,
aliviada en su ansiedad, pero vacilando en aceptar la oferta.
—Siempre me voy temprano…, ¡de veras! Permítame que las lleve a su
casa; paso por allá, como usted sabe, y me han dicho que está lloviendo.
Eso la decidió; diciéndole lo que le había ocurrido a Meg, Jo aceptó
agradecida y subió corriendo a buscar el resto de la compañía. Hanna
detestaba la lluvia tanto como un gato, así que no se opuso, y se fueron en el
lujoso carruaje, sintiéndose muy alegres y elegantes.
Laurie subió al pescante, para que Meg pudiese descansar el pie en el
asiento, y las chicas hablaron del baile a su gusto.
—Me he divertido mucho; ¿y tú? —preguntó Jo, desarreglando su cabello
y sentándose cómodamente.
—Sí, hasta que me torcí el pie. La amiga de Sallie, Anna Moffat,
simpatizó conmigo y me invitó a pasar una semana en su casa cuando vaya
Sallie; Sallie irá durante la primavera, en la temporada de ópera, y será
magnífico, si mamá me permite ir —respondió Meg, animándose al pensarlo.
—Te vi bailar con el hombre rubio, del cual me escapé; ¿era simpático?
—Mucho. Tiene el cabello color castaño, no rubio; estuvo muy cortés, y
bailé una redoval deliciosa con él.
—Parecía un saltamontes cuando bailaba el paso nuevo. Laurie y yo no
podíamos contener la risa. ¿Nos oíste?
—No, pero fue algo muy descortés. ¿Qué hacían escondidos allí tanto tiempo?
Jo contó su aventura, y cuando terminó estaban ya a la puerta de la casa.
Después de dar a Laurie las gracias por su amabilidad, se despidieron y
entraron a hurtadillas, con la esperanza de no despertar a nadie; pero apenas
crujió la puerta de su dormitorio, dos gorritos de dormir aparecieron y dos
voces adormiladas, pero ansiosas, gritaron:
—¡Cuenten del baile! ¡Cuenten del baile!
Con lo que Meg describía como «gran falta de buenos modales», Jo había
guardado algunos dulces para las hermanitas, y pronto se callaron después de
oír lo más interesante del baile.
—No parece sino que soy una verdadera señora, volviendo a casa en
coche y sentándome en peinador con una doncella que me sirva —dijo Meg,
mientras Jo le frotaba el pie con árnica y le cepillaba el cabello.
Y creo que Meg tenía razón.

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