Mujercitas – Louisa May Alcott
CARGAS
— ¡Ay de mí! ¡Qué difícil se hace tomar las bolsas y echar a andar! —
suspiró Meg la mañana después del baile. Habían terminado las vacaciones, y
una semana de diversión no resultaba lo más adecuado para continuar el
trabajo, que nunca le había gustado.
—Me gustaría que fuese Navidad o Año Nuevo siempre. ¡Qué divertido!
— respondió Jo, bostezando tristemente.
—No nos divertiríamos ni la mitad que ahora. Pero parece tan agradable
tener cenas especiales y recibir ramilletes, ir a bailes, volver a casa en coche,
y leer y descansar, y no trabajar. Es vivir como la gente rica, y siempre
envidio a las chicas que lo pueden hacer; ¡me gusta tanto el lujo! —dijo Meg,
tratando de decidir entre dos trajes gastados cuál era el menos deslucido.
—Bueno, no podemos tenerlo; así que de nada vale quejarse; echemos al
hombro la carga y andemos tan alegremente como mamá. Estoy segura de
que la tía March es un fardo del cual uno no puede deshacerse, pero supongo
que cuando haya aprendido a llevarlo sin quejarme se me caerá de los
hombros, o se hará tan ligero que no me molestará.
Esta comparación hizo tanta gracia a Jo, que la puso de buen humor; Meg
no se animó, porque su carga consistía en cuatro niños mimados y le parecía
más pesada que nunca. No tenía gusto ni para arreglarse, como de costumbre.
—¿De qué sirve estar bien, cuando nadie me ve, fuera de esos chiquillos,
y a nadie le importa que sea bonita o fea? —murmuró, cerrando de golpe el
cajón de la cómoda—. Tendré que trabajar y trabajar toda mi vida, con unos
ratitos de diversión de vez en cuando, y hacerme vieja; fea y agria, porque
soy pobre y no puedo gozar de la vida como otras muchachas. ¡Qué desgracia!
Con este ánimo bajó Meg a desayunarse, con cara lastimera y un humor
de perros. Todas parecían disgustadas y dispuestas a quejarse.
Beth tenía dolor de cabeza, estaba echada en el sofá, tratando de
consolarse con la gata y los tres gatitos; Amy estaba inquieta porque no había
aprendido sus lecciones y no podía encontrar sus chanclos; Jo no dejaba de
silbar y hacía mucho ruido preparándose; la señora March estaba muy
ocupada, terminando una carta que debía salir inmediatamente, y Hanna
estaba gruñona por haberse acostado tan tarde la noche pasada.
—¡Nunca hubo familia tan malhumorada! —gritó Jo, perdiendo la
paciencia, cuando ya había volcado el tintero, roto los cordones de sus botas
y aplastado su sombrero, sentándose encima de él.
—Y tú la más malhumorada de todas —respondió Amy, borrando la
suma, equivocada, con las lágrimas que habían caído sobre su pizarra.
—Beth, si no encierras a estos horribles gatos en la bodega, los haré ahogar
—exclamó Meg, muy irritada, al tratar de deshacerse de los gatitos que se
le habían subido a los hombros.
Jo se reía, Meg regañaba, Beth imploraba y Amy lloraba, porque no podía
acordarse de cuánto era nueve por doce.
— ¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el
primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.
Hubo un momento de silencio, interrumpido por Hanna, que entró
precipitadamente, puso dos pastelillos calientes sobre la mesa y salió de
nuevo. Estos pastelillos eran una institución; las chicas los llamaban
«manguitos», y habían descubierto que los pastelillos calientes venían muy
bien en las mañanas frías. Nunca se olvidaba Hanna de hacerlos, por ocupada
o gruñona que estuviera, porque las pobrecitas tenían que andar mucho, no
tomaban otra cosa para almorzar y rara vez volvían a casa antes de las tres.
— Que mimes a tus gatos y que se te quite el dolor de cabeza, Beth.
Adiós, mamá; somos una cuadrilla de vagas esta mañana, pero volveremos
hechas unos verdaderos ángeles. Vamos Meg —y Jo echó a andar con la idea
de que los peregrinos no salían como era debido.
Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina, porque su madre
estaba siempre en la ventana para decirles adiós con la mano, sonriendo.
Parecía como si no pudieran cumplir sus deberes diarios sin aquella
despedida que les hacía el efecto de un rayo de sol.
— Si mamá nos amenazara con el puño en lugar de echarnos besos, nos
estaría bien empleado, porque jamás se han visto vagas más ingratas que
nosotras — gritó Jo, que tomaba como saludable penitencia el camino
cubierto de lodo y el viento agudo.
—No uses palabras tan vulgares.
—Me gustan las palabras fuertes con algún sentido.
—Llámate lo que quieras; pero yo no me tengo por vaga ni permito que me lo digan.
—Tú eres una calamidad; estás de un humor de perros porque no puedes
sentarte en medio del lujo todo el tiempo. ¡Pobrecita! Espera hasta que yo
haga fortuna y gozarás de coches, helados, zapatos de tacones altos,
ramilletes y mozos rubios que bailen contigo.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —dijo Meg, riéndose, sin embargo, de aquellas tonterías.
—Suerte que tienes de que lo sea; si yo adoptara esos aires de aflicción y
desmayo que tú empleas, estábamos listas. Gracias a Dios, siempre puedo
encontrar algo gracioso para darme ánimo. No te quejes más y vuelve a casa alegre.
Jo dio a su hermana un golpecito en la espalda cuando se separaban para
seguir cada una su camino, llevando un pastelillo caliente en la mano y
tratando de estar alegre a pesar del tiempo invernal, del trabajo duro y de sus
juveniles deseos no realizados.
Cuando el señor March perdió su dinero, tratando de ayudar a un amigo,
las dos chicas mayores rogaron se les permitiera hacer algo por su propio
sostén a lo menos. Creyendo que nunca es demasiado pronto para cultivar
energía, laboriosidad e independencia, sus padres consintieron, y ambas se
pusieron a trabajar con la buena voluntad que triunfa de todos los obstáculos.
Meg encontró empleo como institutriz, y se sintió rica con su sueldo
pequeño. Como ella decía, «le gustaba el lujo», y su mayor pena era ser
pobre. Lo encontraba más duro de soportar que las otras, porque podía
recordar un tiempo en que la casa había sido bella, la vida holgada y
agradable y nada les había faltado. Procuraba no sentir envidia ni
descontento, pero era natural que la muchacha deseara cosas bonitas, amigas
alegres, inteligentes y una vida feliz. En casa de los King veía todos los días
lo que deseaba tanto, porque las hermanas mayores de los niños acababan de
entrar en sociedad, y muy a menudo veía Meg visiones de trajes de baile, y
ramilletes, oía charlas animadas acerca de teatros y conciertos, partidas de
trineo y toda clase de diversiones, y también veía gastar dinero en bagatelas,
un dinero que para ella hubiera sido de mucha utilidad. La pobre Meg se
quejaba poco, pero a veces cierto sentido de injusticia la hacía sentirse agria
hacia todo el mundo, porque todavía no había aprendido lo rica que era en
aquellas bendiciones que realmente pueden hacer feliz la vida.
Jo le convenía a la tía March, que era renga y necesitaba una persona
activa para cuidarla. La anciana señora, sin hijos, se había ofrecido a adoptar
una de las chicas cuando vinieron las dificultades, y se enojó porque los
padres rehusaran su oferta. Otros amigos dijeron a la familia March, que
habían perdido toda ocasión de ser recordados en el testamento de la rica
anciana, pero los poco mundanos March dijeron:
— No podemos renunciar a nuestras chicas ni por doce fortunas. Ricos o
pobres, viviremos juntos, y seremos felices todos juntos.
Por algún tiempo la señora anciana no quiso tratarse con ellos; pero
encontrándose en una ocasión con Jo en casa de una amiga, algo en su cara
cómica y en sus maneras toscas la impresionó favorablemente, y propuso
tomarla como señorita de compañía. Esto no le gustaba a Jo en lo más
mínimo, pero aceptó la colocación a falta de otra mejor, y, con gran sorpresa
de todo el mundo, se llevó muy bien con su irascible parienta. De vez en
cuando había una borrasca, y una vez Jo llegó a irse a su casa, diciendo que
no podía soportar más; pero la tía March se calmó pronto e insistió tanto en
que Jo volviese, que ella no pudo rehusar, porque había algo amable en la
vieja señora, a pesar de todo.
Sospecho que la verdadera atracción era una biblioteca grande de
hermosos libros viejos, abandonados al polvo y a las arañas desde la muerte
del tío March. Jo se acordaba de aquel señor, viejo y bondadoso, que le
permitía construir ferrocarriles y puentes con sus diccionarios grandes, le
contaba historias referentes a las ilustraciones curiosas en sus libros latinos y
le compraba caramelos cuando la encontraba en la calle. El cuarto, oscuro y
cubierto de polvo, con los bustos, que parecían encararla desde los altos
armarios, las butacas, las esferas y sobre todo, el sinfín de libros entre los
cuales podía escoger a su gusto, hacían de la biblioteca un verdadero paraíso para ella.
Tan pronto como la tía March se echaba a dormir la siesta, Jo se dirigía
corriendo a su refugio y, sentada en la butaca grande, devoraba poesía,
novela, historia, viajes y cuadros como un ratón de biblioteca. Pero como no
hay felicidad duradera en este mundo, en el preciso momento en que llegaba
al corazón de la historia, al verso más dulce del poema o a la aventura más
peligrosa de un explorador, una voz chillona gritaba: » ¡Jo! ¡Jo! » y tenía que
dejar su paraíso para devanar hilo, lavar el perro o leer las obras de Belsham durante horas.
La ambición de Jo era hacer algo magnífico; qué fuera, ella no lo sabía,
pero dejaba al tiempo el descubrírselo, y entretanto su aflicción más grande
era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera. Siendo viva
como una pimienta, teniendo una lengua aguda y un espíritu inquieto, su vida
estaba llena de altibajos, cómicos y patéticos a la vez. Pero la disciplina que
encontró en casa de la tía March era precisamente la que necesitaba; el
pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la
hacía feliz a pesar de los continuos «¡Jo!».
Beth era demasiado tímida para ir a la escuela; lo había intentado, pero
sufría tanto que había abandonado la idea, y estudiaba sus lecciones en casa
con su padre. Aun después que se fue, y cuando su madre tenía que dedicar
todo su esfuerzo a las sociedades para la ayuda a los soldados, Beth continuó
estudiando fielmente sola, haciendo lo mejor que podía. Era muy hogareña, y
ayudaba a Hanna a tener la casa limpia y cómoda para las trabajadoras, sin
esperar más recompensa que la del cariño de los suyos. Pasaba días largos y
tranquilos, pero no solitaria ni ociosa, porque su pequeño mundo estaba
poblado de amigos imaginarios y ella era por temperamento una abeja
industriosa. Tenía seis muñecas que levantar y vestir cada mañana, porque
Beth era todavía niña y quería a sus favoritas tanto como antes. No había
ninguna perfecta y bella entre ellas; todas habían sido desechadas cuando ella
las prohijó; cuando sus hermanas fueron demasiado mayores para tales
ídolos, pasaron a ella, pues Amy no quería tener nada que fuera viejo o feo.
Beth las cuidaba con más cariño, por lo mismo, y construyó un hospital para
muñecas enfermas. Nunca clavaba alfileres en sus corazones de algodón, ni
les hablaba severamente, ni les daba golpes; aun la más fea no podía quejarse
de descuido; daba de comer, vestía, cuidaba y acariciaba a todas con cariño
incansable. Un fragmento de muñeca abandonada había pertenecido a Jo, y
después de una vida tempestuosa había quedado abandonada en el saco de
trapos, de cuyo triste hospicio Beth la rescató llevándola a su asilo. Como le
faltaba la parte superior de la cabeza, le puso un gorro bonito y, como no
tenía brazos ni piernas, escondió estas imperfecciones envolviéndola en una
manta y dándole la mejor cama, como a enferma crónica. El cuidado que
daba a esta muñeca era conmovedor, aunque provocara sonrisas. Le traía
flores, le leía cuentos, la sacaba a respirar el aire, la arrullaba con canciones
de cuna y nunca se acostaba sin besar su cara sucia y susurrar cariñosamente:
«¡Qué pases una buena noche, pobrecita!».
Tenía Beth sus penas como las demás; y no siendo un ángel, sino una
muchacha muy viva, a menudo tenía su «llantito», como decía Jo, porque no
podía tomar lecciones de música y tener un piano bueno. Amaba la música,
trataba de aprender con mucha aplicación y tocaba con tanta paciencia el
desafinado y viejo instrumento, que parecía que alguien (sin que esto fuera
alusión a la tía March) debería ayudarle. Pero nadie lo hizo y nadie vio a Beth
limpiar, las lágrimas que caían sobre las amarillentas teclas cuando estaba
sola. Mientras trabajaba cantaba como una alondra; nunca estaba demasiado
cansada para tocar el piano con el objeto de distraer a su madre o a las chicas,
y día tras día se decía a sí misma, llena de esperanza: «Yo sé que obtendré mi
música alguna vez si soy buena.»
En el mundo hay muchísimas Beth, tímidas y tranquilas, sentadas en
rincones hasta que alguien las necesita y que viven para los demás tan
alegremente, que nadie se da cuenta de los sacrificios que hacen hasta que el
grillo del hogar cesa de chirriar y desaparece el dulce rayo de sol, dejando atrás silencio y sombra.
Si alguien hubiera preguntado a Amy cuál era la pena más grande de su
vida, hubiera respondido enseguida: «mi nariz». Cuando era muy pequeña, Jo
la había dejado caer en el cajón del carbón, y Amy insistía que la caída había
arruinado para siempre su nariz. Le había quedado algo chata, y por más que
se la estiraba no podía darle una punta aristocrática. Nadie hacía caso de eso
fuera de ella, y la nariz hacía por su parte todo lo posible por crecer, pero
Amy lamentaba la falta de una nariz griega y dibujaba horas enteras narices bellas para consolarse.
«El pequeño Rafael», como la llamaban sus hermanas, tenía verdadero
talento para dibujar, y nunca era tan feliz como cuando copiaba flores,
diseñaba hadas o ilustraba cuentos. Sus maestros se quejaban de que en lugar
de hacer sus cálculos cubría de animalitos su pizarra; las páginas blancas de
su atlas estaban llenas de copias de mapas y de sus libros salían volando, en
los momentos menos oportunos, caricaturas sumamente cómicas. Estudiaba
sus lecciones tan bien como era posible, y su buen comportamiento la libraba
de muchas reprensiones. Sus compañeros la querían mucho por su buen
carácter y por el arte que tenía de agradar sin dificultad; sus aires, sus gracias,
eran muy admirados, y su talento también; porque, además de dibujar, podía
tocar doce tonadas, hacer ganchillo y leer el francés sin pronunciar mal más
que las dos terceras partes de las palabras. Tenía una lúgubre manera de
decir: «cuando papá era rico hacíamos tal o cual cosa», que conmovía a
cualquiera, y las chicas consideraban sus palabras escogidas como muy elegantes.
Amy estaba en buen camino de ser echada a perder por los mimos; todo el
mundo la acariciaba, y sus pequeñas vanidades y su egoísmo crecían a buen
paso. Pero algo atenuaba su vanidad: tenía que usar los vestidos de su prima.
La madre de Florence tenía pésimo gusto, y Amy sufría mucho al tener que
llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, trajes que no le iban bien y
delantales chillones. Todo era de buena calidad, bien hecho y poco usado;
pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían lo indecible con un
vestido morado oscuro de lunares amarillos.
—Mi único consuelo —dijo a Meg, con los ojos llenos de lágrimas— es
que mamá no hace pliegues en mis trajes cada vez que soy mala, como hace
la madre de María Parks. Hija, es verdaderamente terrible, porque algunas
veces se porta tan mal, que el vestido no llega a las rodillas y no puede venir
a la escuela. Cuando pienso en esta degradación, creo que puedo soportar
hasta mi nariz chata y el vestido morado con lunares amarillos.
Meg era la confidente y consejera de Amy, y por cierta atracción extraña
de los caracteres opuestos, Jo lo era para la dulce Beth. Solamente a Jo
contaba la tímida niña sus pensamientos, y sobre su hermana grandota y
atolondrada ejercía Beth, sin saberlo, más influencia que ninguna otra
persona de la familia. Las dos chicas mayores eran muy amigas, pero ambas
habían tomado una de las pequeñas bajo su cuidado, y las protegían cada una
a su manera; era lo que llamaban «jugar a las mamás».
—¿Tiene alguna de ustedes algo que contar? He pasado un día triste y
estoy verdaderamente ansiosa de alguna diversión —dijo Meg mientras
estaban sentadas cosiendo aquella noche.
—Me pasó una cosa curiosa con la tía hoy, pero como salí con la mía se
las voy a contar —dijo Jo, que se complacía mucho en contar incidentes—.
Estaba leyendo el interminable Belsham y moscardoneando, como suelo,
porque así se duerme la tía, y entonces saco algún libro interesante, y leo
ávidamente hasta que se despierta. Pero esta vez me entró a mí el sueño, y
antes de que ella hubiera dado la primera cabezada se me escapó un bostezo
tal, que ella me preguntó qué quería decir abriendo la boca lo bastante para tragarme el libro entero.
—¡Ojalá pudiera hacerlo y acabar con él de una vez! —dije, tratando de no ser impertinente.
«Entonces me echó un largo sermón sobre mis pecados, y me dijo que
reflexionara sobre ellos mientras ella descabezaba un sueño. Siempre tarda
bastante en esta operación; de modo que tan pronto como su gorro comenzó a
cabecear como una dalia demasiado pesada, saqué de mi bolsillo El vicario
de Wakefield y me puse a leerlo con un ojo en el libro y otro en la tía. Había
llegado al punto donde todos caen al agua, cuando me olvidé de todo y solté
una carcajada. La tía se despertó, y de mejor humor después de una siesta, me
dijo que leyese un poco para ver qué obra tan ligera prefería yo al digno e
instructivo Belsham. Leí lo mejor posible, y le gustó, porque solamente dijo:
—No entiendo jota de todo eso; comienza desde el principio, niña.
Al comienzo fui procurando hacer los primeros capítulos tan interesantes
como podía. Una vez tuve la picardía de pararme en un punto lleno de interés y decir tímidamente:
«—Temo que la fatigue, señora; ¿no desea que lo deje?
Ella tomó la calceta; que se le había caído de las manos, y mirándome
severamente a través de las gafas, dijo con su modo brusco:
«—Acabe usted el capítulo y no sea impertinente, señorita.»
—¿Reconoció que le gustaba? —preguntó Meg.
—¡No, hija, no! Pero dejó descansar el viejo Belsham; y cuando volví
para buscar mis guantes esta tarde, allá estaba tan absorta con El vicario de
Wakefield, que no me oyó reír, mientras yo bailaba de gusto en el vestíbulo
al pensar en el buen tiempo futuro. ¡Qué vida tan agradable podría pasarse si
quisiera! No la envidio a pesar de su dinero, porque, después de todo, los
ricos tienen tantas penas como los pobres, creo yo —contestó Jo.
—Eso me recuerda —dijo Meg— que tengo algo que contar. No es
gracioso como el incidente de Jo, pero me dio mucho que pensar mientras
volvía. Hoy en casa de los King todos estaban alborotados y una de las niñas
dijo que su hermano mayor había hecho algo malo y que su padre lo había
echado de casa. Oía a la señora King llorar y al señor King hablar fuerte, y
Grace y Ellen volvieron las caras cuando pasaron junto a mí, para que no
viera sus ojos enrojecidos. Naturalmente, no pregunté nada, pero me daba
lástima de ellos y estaba contenta de no tener hermanos rebeldes que hicieran
cosas malas y deshonraran a la familia.
—Creo que estar deshonrando en la escuela es mucho peor que cualquier
cosa que pueden hacer chicos malos —dijo Amy, moviendo la cabeza, como
si ella tuviese larga experiencia de la vida—. Hoy vino Susie Perkins a la
escuela con una sortija de cornerina roja muy hermosa; me encantaba tanto,
que deseaba de todo corazón que fuese mía. Bueno, dibujó ella una caricatura
del señor Davis, con una nariz monstruosa, joroba y las palabras: «¡Señoritas,
que las estoy viendo!», saliendo de su boca dentro de un globo. Estábamos
riéndonos del dibujo cuando súbitamente el profesor nos vio de veras y
mandó a Susie que llevase su pizarra. Estaba paralizada de terror, pero fue.
¿Y qué piensan que hizo él? ¡La tomó por la oreja, imaginen, por la oreja!, la
condujo a la tribuna y la hizo estar de pie durante media hora, teniendo la
pizarra de manera que todo el mundo la pudiera ver.
—¿No se rieron las chicas cuando vieron la caricatura? —preguntó Jo,
que encontraba divertidísimo el conflicto.
— ¿Reír?, ni una; se quedaron tranquilas como ratoncitos, y Susie lloró a
mares, lo sé. No la envidiaba entonces, porque pensaba que millones de
sortijas de cornerinas no hubieran podido hacerme feliz después de eso.
Nunca hubiera podido recobrar ánimo después de tal mortificación — y Amy
continuó su trabajo, orgullosa de su virtud y de haber hecho un párrafo tan bien construido.
—Esta mañana vi una cosa que me gustó mucho, y tenía la intención de
contarla a la hora de la comida, pero lo olvidé —dijo Beth, mientras ponía en
orden el cesto de Jo—. Cuando fui a comprar almejas, el viejo señor
Laurence estaba en la pescadería, pero no me vio, porque yo me quedé quieta
detrás de un barril y él estaba ocupado con el pescadero, señor Cutter. Una
mujer pobre entró con un balde y una escoba, y preguntó si le permitía hacer
alguna limpieza a cambio de un poco de pescado, porque no tenía nada que
dar de comer a su niño y no había encontrado trabajo para el día. El señor
Cutter estaba muy ocupado, y dijo que no de mal humor; ya se iba ella con
aire de tristeza y de hambre, cuando el señor Laurence enganchó un pescado
grande con la punta encorvada de su bastón y se lo dio. Estaba ella tan
contenta y sorprendida, que abrazó el pescado y no se cansaba de dar las
gracias al señor Laurence. » ¡Ande, ande, vaya a guisarlo! «, le dijo él, y ella
se marchó más alegre que unas castañuelas. Qué buena acción fue, ¿verdad?
¡Qué gracioso era verla abrazando el pescado y diciéndole al señor Laurence
que Dios le diera la gloria!
Cuando terminaron de reír de la historia de Beth, pidieron a la madre que
contase otra, y, después de pensar un momento, dijo ella gravemente:
— Hoy, mientras cortaba chaquetas de franela en la sala, me sentía muy
ansiosa por papá, y pensaba qué solas y desamparadas quedaríamos si le
ocurriese algo malo. No hacía bien al preocuparme tanto, pero no podía
evitarlo, hasta que vino un viejo a hacer un pedido. Se sentó a mi lado y me
puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y ansioso. «¿Tiene usted
hijos en la guerra?», le pregunté. «Sí, señora; tenía cuatro, pero dos han
muerto, otro está prisionero y ahora voy para ver al otro, que está enfermo en
un hospital de Washington», contestó sencillamente. «Ha hecho usted mucho
por su patria, señor», le dije, sintiendo hacía él respeto en lugar de compasión.
«Ni un pedacito más de lo que debía, señora. Iría yo mismo si pudiera
servir de algo; como no puedo, doy mis hijos y los doy de buena voluntad.»
Hablaba con tan buen ánimo, parecía tan sincero y tan contento de dar toda su
riqueza, que me sentí avergonzada. Yo había dado un hombre, y lo
consideraba demasiado, mientras que él había dado cuatro sin escatimarlos;
yo tenía todas mis hijas para consolarme en casa y su último hijo lo esperaba,
separado por larga distancia, quizá para decirle «adiós» para siempre. Me
sentí tan feliz y rica pensando en mi fortuna, que le hice un buen paquete, le
di algún dinero y le agradecí la lección que me había dado.
—Cuéntanos otra historia, mamá; una historia con moraleja, como ésta.
Me gusta pensar en ellas después, si son verdaderas y no muy pedagógicas —
dijo Jo, después de un corto silencio.
La señora March sonrió y comenzó enseguida, porque había contado
historias a aquel auditorio durante muchos años y sabía cómo complacerlo.
—Había una vez cuatro chicas que tenían lo bastante para comer y
vestirse, no pocas comodidades y placeres, buenos amigos, benévolos padres
que las amaban tiernamente y todavía no estaban contentas. (Al llegar aquí,
las oyentes se miraron a hurtadillas y se pusieron a coser diligentemente.)
Estas chicas deseaban ser buenas y tomaron excelentes resoluciones; pero por
una cosa o por otra, no lograban cumplirlas muy bien, y con frecuencia
decían: «¡Si tuviéramos tal o cual cosa!» o «¡si pudiéramos hacer esto o
aquello!», olvidando completamente cuánto tenían ya y cuántas cosas
agradables podían ya hacer. Fueron y preguntaron a una vieja qué métodos
podrían usar para ser felices, y ella les dijo: «Cuando se sientan descontentas,
piensen en lo que poseen y estén agradecidas.» (Aquí Jo levantó la cabeza,
como si fuera a hablar, pero no lo hizo, al notar que la historia no había
terminado.) Como eran chicas razonables, decidieron seguir el consejo, y
quedaron sorprendidas al ver lo ricas que eran. Una descubrió que el dinero
no podía evitar que la vergüenza y la tristeza entraran en las casas de los
ricos; otra, que, aunque pobre, era mucho más feliz con su juventud, salud y
buen humor, que cierta señora, vieja y descontentadiza, que no sabía gozar de
sus comodidades; una tercera, que desagradable como era trabajar en la
cocina, era más desagradable tener que pedirlo como una limosna, y la cuarta,
que las sortijas de cornalina no eran tan valiosas como la buena conducta.
Así, convinieron en dejar de quejarse, gozar de lo que ya tenían y tratar de
merecerlo, no fuera que lo perdiesen, en vez de que aumentara; y creo que
nunca se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.
—Vaya, mamá, qué habilidad para volver nuestros cuentos contra
nosotras y darnos un sermón en lugar de una historia —exclamó Meg.
—A mí me gusta esta clase de sermones; es de la misma clase que los que
solía contarnos papá —dijo Beth, pensativa, poniendo en orden las agujas
sobre la almohadilla de Jo.
—No me quejo nunca tanto como las demás, y ahora tendré más cuidado
todavía, porque lo sucedido a Susie me ha hecho reflexionar —repuso Amy.
—Necesitábamos esa lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos,
digamos, como la vieja Cloe en El Tío Tom: piensen en sus bendiciones,
niños, piensen en sus bendiciones —susurró Jo, que no podía resistir la
tentación de sacar un chiste del sermoncito, aunque lo tomase tan en serio como las demás.