Mujercitas – Louisa May Alcott
COMO BUENOS VECINOS
—¿Qué disparate se te ha ocurrido ahora, Jo? —preguntó Meg, una tarde
de nieve, viendo cruzar el vestíbulo a su hermana con botas de goma, un
abrigo viejo con capucha, la escoba en una mano y la pala en la otra.
—Salgo para ejercitarme —respondió Jo, con un guiño malicioso.
—Hubiera pensado que dos paseos largos por la mañana te bastarían.
Hace frío y está nublado; te aconsejo que te quedes al lado del fuego, como yo —dijo Meg, tiritando.
—Nunca hago caso de los consejos; no puedo quedarme quieta todo el
día, y como no soy gata, no me gusta dormitar junto a la estufa. Me gustan las aventuras y voy a buscar alguna.
Volvió Meg a calentarse los pies y leer Ivanhoe, y Jo comenzó a abrir
sendas con mucha energía. Como la nieve estaba floja pronto abrió con la
escoba una senda alrededor del jardín, para que Beth pudiera pasearse cuando
saliera el sol, porque sus muñecas enfermas necesitaban tomar aire. El jardín
separaba la casa de los señores March de la del señor Laurence, las dos
estaban en un suburbio de la ciudad, que todavía tenía mucho de campo, con
bosquecillos, prados, huertas y calles tranquilas. Un seto bajo separaba las
dos propiedades. De un lado había una vieja casa oscura, algo desnuda y
descolorida, desprovista ahora del follaje de su emparrado y de las flores que
en verano la rodeaban. Del otro lado una casa señorial de piedra, que
denotaba a las claras las señales de la comodidad y del lujo, en la cochera
grande, en los paseos que conducían a los invernaderos y en las cosas bellas
entrevistas detrás de las lujosas cortinas. Pero, a pesar de todo, parecía una
casa solitaria, sin vida; no había niños que jugaran en el césped, ni rostro
maternal que sonriera desde la ventana, y con la excepción del viejo señor y su nieto, poca gente salía y entraba.
A los ojos de Jo era un palacio encantado, lleno de placeres y esplendores,
que nadie disfrutaba. Por mucho tiempo había deseado contemplar aquellas
glorias escondidas y tratar al muchacho Laurence, que parecía desear aquella
amistad, aunque no sabía cómo entablarla. Desde el baile había tenido aún
más interés en tratarlo y había imaginado varios modos de entrar en
conversación con él; pero no lo había visto por aquellos días y Jo ya
empezaba a creer que se habría marchado, cuando un día, en una ventana del
piso alto, vio una cara morena mirando con nostalgia al jardín de ellas, donde
Beth y Amy se arrojaban bolas de nieve.
«Ese muchacho sufre por falta de compañía y diversión —se dijo—. Su
abuelo no sabe lo que le conviene y lo tiene encerrado siempre solo. Necesita
la compañía de chicos alegres que jueguen con él, o por lo menos de alguien
que sea joven y animado. Ganas me dan de pasar y decírselo así al viejo caballero.»
Aficionada a las aventuras, la idea le encantaba, y aunque sus acciones
escandalizaran a Meg, no echó al olvido el plan de «pasar» a la casa vecina, y
cuando llegó la tarde de la nevada, Jo estaba lista para intentarlo. Vio salir en
coche al señor Laurence, y entonces se puso a abrir un sendero hasta el seto,
donde se paró para hacer un reconocimiento. Todo estaba tranquilo; no se
veían criados; en una ventana del piso alto, una cabeza de pelo rizado y
negro, apoyada sobre una mano delgada, era la única señal de vida.
«Allá está —pensó Jo—. ¡Pobre chico! ¡Completamente solo y enfermo
en un día tan triste! ¡Qué lástima! Arrojaré una bola de nieve y cuando mire le diré algo para animarlo.»
Allá fue la pelota de nieve y al momento el chico volvió la cabeza,
mostrando una cara que perdió su aspecto de tristeza, con ojos que se
alegraban y labios que sonreían. Jo hizo una señal, rio y agitó la escoba mientras gritaba:
—¿Cómo está usted? ¿Está enfermo?
Abrió la ventana Laurie y gritó, ronco como un cuervo:
—Mejor, gracias. He tenido un catarro terrible y llevo una semana encerrado en casa.
—Lo siento mucho. ¿Cómo se distrae usted?
—De ningún modo; esto es más aburrido que un sepulcro.
—¿No lee usted?
—No mucho; no me lo permiten.
—¿No hay alguien que le lea algo en voz alta?
—Algunas veces mi abuelo lo hace; pero mis libros no le interesan y no
me gusta pedirle siempre a Brooke que me lea.
—Entonces, llame a alguien que vaya a visitarlo.
— No quiero ver a nadie. Los chicos hacen mucho ruido y me duele la cabeza.
—¿No hay alguna muchacha amable que pueda leerle y entretenerlo? Las
muchachas son más tranquilas y desempeñan con gusto el papel de enfermeras.
—No conozco a ninguna.
—Me conoce usted a mí —comenzó a decir Jo, riéndose al punto y parándose.
— ¡Claro que la conozco! ¿Quiere usted hacerme el favor de venir? — gritó Laurie.
—Yo no soy una persona agradable y tranquila, pero iré si mamá me lo
permite. Voy a preguntárselo. Cierre esa ventana, como buen muchacho, y espere que vuelva.
Con estas palabras, Jo se cargó al hombro la escoba y entró en la casa,
preguntándose qué pensarían de ella. Laurie estaba algo excitado con la idea
de recibir una visita y se apresuró a prepararse, porque, como la señora
March decía, era un «caballerito»
Para hacer honor a su visita, se peinó el cabello rizado, se puso un cuello
limpio y trató de arreglar el cuarto, que, a pesar de seis criadas, estaba de todo
menos en orden. Pronto sonó una campana y se oyó una voz decidida
preguntando por don Laurie, y una criada, sorprendida, entró
precipitadamente para anunciar la visita de una señorita.
—Bueno, que pase; es la señorita Jo —dijo Laurie, acercándose a la
puerta de su pequeño despacho para recibir a Jo, que entró sonriendo y
colorada, sin timidez alguna, con un plato tapado en una mano y en la otra los tres gatitos de Beth.
—Aquí estoy con alforja y equipaje —dijo animadamente —. Mamá lo
saluda y se alegra de que yo pueda ayudarle a pasar el tiempo. Meg me pidió
que le trajera un poquito de su pudding blanco; lo hace muy bien; Beth pensó
que la vista de los gatitos lo alegraría. Yo sabía que iban a molestarle, pero no
pude rehusar, ya que deseaba tanto contribuir con algo.
Resultó que el gracioso préstamo de Beth tuvo gran éxito, porque al reírse
de los gatitos olvidó Laurie su timidez y entró en conversación fácilmente.
—Esto parece demasiado bello para comerlo —dijo sonriendo con placer,
cuando Jo destapó el plato y mostró el pudding blanco, adornado con una
guirnalda de hojas verdes y rojas del geranio favorito de Amy.
—No vale nada; es sólo una manera de expresar nuestros buenos deseos.
Diga a la criada que lo guarde para cuando tome usted el té; es muy ligero y
no le hará daño; como es tan suave, se deslizará por la garganta sin lastimarla.
¡Qué cuarto tan bonito!
—Podría serlo si estuviera bien arreglado; pero las criadas son perezosas
y no sé cómo hacer para que se esmeren. Me hacen perder la paciencia.
—Yo se lo pondré en orden en un abrir y cerrar de ojos; sólo necesita que
se barra delante de la chimenea, así… y arreglar las cosas sobre la repisa, así…
poner los libros aquí y los frascos allá, volver el sofá de espalda a la luz y
esponjar un poco los almohadones. Ahora está bien.
Lo estaba, efectivamente; porque, riendo y charlando, Jo había puesto las
cosas en su sitio, de manera que el cuarto tenía otro aspecto. Laurie la
observaba manteniendo un silencio respetuoso, y cuando ella lo invitó a
acomodarse en el sofá, se sentó, dando un suspiro de satisfacción y diciendo con gratitud:
—¡Qué amable es usted! Sí, eso era lo que faltaba. Ahora hágame el favor
de sentarse en la butaca y permítame que haga algo para entretener a mi visita.
— No; yo soy quien ha venido para entretenerlo a usted. ¿Quiere que le
lea en voz alta? —dijo Jo, mirando cariñosamente los libros que le parecían llenos de interés.
—Muchas gracias, pero los he leído todos; y, si no le desagrada, preferiría
charlar —respondió Laurie.
—Ni en lo más mínimo; puedo hablar todo el día si me da usted cuerda.
Dice Beth que soy una cotorra.
—¿Es Beth la de las mejillas rosadas, que se queda mucho en casa y sale,
a veces, con una cesta? —preguntó Laurie con interés.
—Sí, esa es Beth; es muy amiga mía y una niña bonísima.
—La hermana bonita es Meg y la del pelo rizado es Amy, ¿No es así?
—¿Cómo ha descubierto usted todo eso? Laurie se ruborizó, pero contestó francamente:
— Muchas veces las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy aquí
arriba solo no puedo evitar mirar a su casa; ustedes siempre parecen estar
contentas. Dispénseme si soy descortés, pero a veces se olvidan de correr las
cortinas donde están las flores, y cuando están encendidas las lámparas, es un
verdadero cuadro el que forman ustedes con su madre, todas alrededor de la
mesa; su madre se sienta siempre enfrente y parece tan amable detrás de las
flores, que no puedo dejar de mirarla. No tengo madre, ¿sabe usted? —y
Laurie atizó el fuego para ocultar un temblor nervioso en sus labios, que no podía dominar.
La expresión de soledad y nostalgia de sus ojos conmovió a Jo. Ella había
recibido una educación tan sencilla, que carecía de malicia, y a pesar de haber
cumplido quince años, era tan inocente y sincera como una pequeña. Laurie
estaba enfermo y solo, y comprendiendo lo rica que era ella en amor paternal
y felicidad, trató alegremente de compartir su riqueza con él. Había una
expresión muy amistosa en su cara morena y una dulzura poco acostumbrada en su voz clara al decir:
— No cerraremos más aquella cortina y le permitimos mirar todo lo que
quiera. Pero en vez de mirar, debía usted venir a vernos. Mi madre es tan
buena, que le haría mucho bien, y Beth le cantaría a usted, si yo se lo pidiera,
y Amy bailaría; Meg y yo lo haríamos reír con nuestros trajes teatrales y
pasaríamos ratos muy alegres. ¿No le permitiría su abuelo venir?
— Creo que lo permitiría si su madre se lo pidiera. Él es muy amable,
aunque no lo parece, y me deja hacer casi todo lo que quiero; solamente teme
que moleste a los extraños —dijo Laurie, animándose gradualmente.
—Pero no somos extraños, somos vecinos, y no nos molestaría nunca.
Deseamos tratarnos con usted y yo lo he intentado muchas veces. No
llevamos aquí mucho tiempo, como usted sabe, y hemos hecho amistad con
todos los vecinos, menos con ustedes.
—Usted verá: mi abuelo vive entre sus libros y no le interesa lo que pasa
en el mundo. El señor Brooke, mi profesor, no vive aquí, y no tengo nadie
que pueda acompañarme; me quedo en casa y me arreglo como puedo.
—Es una lástima; debe animarse y hacer visitas a todas partes donde lo
inviten; así tendrá muchos amigos y casas agradables donde ir. No haga caso
de su timidez; no le durará mucho tiempo si empieza a salir.
Laurie se puso colorado de nuevo, pero no se ofendió por lo de la timidez;
había tanta buena voluntad en los consejos de Jo, que era imposible tomarlos a mal.
—¿Le gusta a usted su escuela? —preguntó el chico, cambiando de
conversación, después de una breve pausa.
—No voy a la escuela; soy hombre de negocios; muchacha de negocios,
quiero decir. Le hago compañía a mi tía, una querida vieja gruñona — respondió Jo.
Laurie iba a hacer otra pregunta, pero recordando a tiempo que no era
cortés averiguar demasiado las vidas ajenas, se calló otra vez, un poco
cortado. Jo apreció sus buenas maneras, pero como no le importaba mucho
reírse un poco a costa de la tía March, hizo una ingeniosa descripción de la
señora vieja e impaciente, de su perro de lanas, de su loro, que hablaba
español, y de la biblioteca donde tanto se divertía ella. Laurie escuchaba
encantado, y cuando le contó el episodio del caballero viejo y presumido que
fue una vez a hacer la corte a la tía March, y cuando estaba en medio de una
bella frase el loro le quitó la peluca, con gran desaliento del galán, el
muchacho se desternilló de risa, y una criada asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba.
—¡Oh, esto me hace mucho bien! ¡Siga, siga, haga el favor! —dijo
retirando la cara del almohadón, colorada y resplandeciente de alegría.
Muy satisfecha de su éxito, Jo siguió, efectivamente, y habló de sus
juegos y proyectos, de sus esperanzas y temores por su padre y los
acontecimientos más interesantes del mundo pequeño en el cual se movían
las hermanas. Después se pusieron a hablar de libros, y Jo descubrió con
placer que Laurie los amaba tanto como ella y había leído aún más.
—Si le gustan tanto, bajemos para que vea los nuestros. Mi abuelo está
fuera, no tema —dijo Laurie.
—Yo no tengo miedo de nada —respondió Jo, sacudiendo la cabeza.
—¡Lo creo! —contestó el chico, mirándola con admiración aunque
pensando que no le faltarían razones para tener miedo del viejo caballero si se
encontraba con él en algunos momentos de mal humor.
Como toda la casa estaba muy templada, Laurie llevó a Jo de sala en sala,
dejándola examinar cualquier cosa que le llamara la atención, hasta que
llegaron a la biblioteca, donde ella dio unas cuantas palmadas y saltos, como
solía hacer cuando se entusiasmaba. La biblioteca estaba atestada de libros, y
había también cuadros y estatuas, vitrinas encantadoras llenas de monedas y
curiosidades, butacas que invitaban al descanso, mesas raras y figuras de
bronce, y, lo mejor de todo, una chimenea abierta, encuadrada por curiosos azulejos.
—¡Qué riqueza! —suspiró Jo, dejándose caer en una butaca tapizada de
terciopelo y mirando a su alrededor con intensa satisfacción—. Theodore
Laurence, debería usted ser el chico más feliz del mundo —agregó, gravemente.
—Un chico no puede vivir y alimentarse de libros —dijo Laurie,
sentándose sobre una mesa de enfrente.
Antes de que pudiera agregar más sonó una campana, y Jo dio un salto, exclamando alarmada:
—¡Ay de mí! ¡Es su abuelo!
—Bueno, ¿y qué importa? ¿Usted no tiene miedo de nada, verdad? —
respondió el chico, con aire de picardía.
—Creo que le tengo un poquito de miedo, pero no sé por qué. Mamá me
dio permiso para venir, y no creo que usted se haya empeorado por mi visita
— dijo Jo, dominándose, aunque tenía los ojos clavados en la puerta.
—Al contrario, me ha hecho mucho bien, y le estoy muy agradecido; pero
temo que usted se haya cansado de hablarme; es tan agradable, que no me
resignaba a parar —repuso Laurie sinceramente.
—El médico, que viene a verle a usted, señorito —dijo la criada.
—Dispénseme un minuto. Tengo que ir a verlo —susurró Laurie.
—No se preocupe por mí. Aquí estoy tan contenta como unas castañuelas —respondió Jo.
Se fue Laurie y su visitante se entretuvo a su manera. Estaba enfrente de
un buen retrato del señor anciano, cuando la puerta volvió a abrirse, y, sin
darse vuelta, dijo ella decididamente:
—Ahora estoy segura de que no le tendría miedo, porque sus ojos son
benévolos aunque la boca sea algo severa, y parece una de esas personas
firmes que siempre hacen lo que quieren. No es tan guapo como mi abuelo, pero me agrada.
—¡Gracias, señorita! —respondió una voz ronca a sus espaldas.
Se volvió espantada, y se encontró frente a frente con el viejo señor
Laurence. La pobre Jo enrojeció hasta más no poder y su corazón empezó a
latir a velocidad vertiginosa. Un deseo violento de escaparse la invadió; pero
significaba una cobardía las y muchachas se reirían de ella; decidió quedarse
y salir del paso como pudiera. Otra mirada le mostró que los ojos vivaces que
la miraban bajo las cejas espesas y grises eran aún más benévolos que en el
retrato; en ellos había un guiño picaresco que aplacó en mucho su temor. La
voz era aún más ronca que antes cuando el viejo señor dijo bruscamente,
después de una pausa terrible:
—¿Conque no me tiene miedo, eh?
—No mucho señor.
—¿Y no me ve usted tan guapo como su abuelo?
—No, señor, no tanto.
—¿Y hago siempre lo que quiero, no es así?
—Sólo dije que parecía.
—Pero, a pesar de eso, ¿le agrado?
—Así es, señor.
Las respuestas conformaron al viejo caballero; se rio un momento, le
estrechó la mano, y, asiéndola de la barbilla, le examinó la cara, diciendo
después con un movimiento de cabeza.
—Tiene usted el espíritu de su abuelo, aunque no se parece a él; era buen
mozo, querida mía; pero, lo que vale más, era un hombre valiente y honrado,
y me siento orgulloso de haber sido su amigo.
—Gracias, señor —dijo Jo, perdiendo después de esto toda su timidez.
—¿Qué ha estado usted haciendo con este muchacho mío? —fue la
pregunta siguiente, hecha abruptamente.
—Solamente he tratado de ser buena vecina, señor —y Jo explicó el porqué de su visita.
—Piensa usted que él necesita que lo animen un poquito; ¿no es así?
—Sí, señor; parece algo solitario, y quizá la compañía de jóvenes le haría
bien. Somos solamente muchachas, pero nos alegraríamos de poder ayudar, si
es posible, porque no nos olvidamos del magnífico regalo de Navidad que
usted nos envió —dijo vivamente Jo.
—¡Ta, ta, ta! ¡Fue cosa del chico! ¿Cómo está la pobre mujer?
—Muy mejorada, señor —y Jo se puso a hablar velozmente de la familia
Hummel, en la cual su madre había interesado a amigos más ricos que ellas.
—Esa era la manera que tenía el padre de su madre de usted de hacer el
bien. Iré a ver a su madre algún día. Dígaselo así. Ya suena la campana para
el té; lo tomamos temprano a causa del chico. Baje con nosotros, y siga siendo buena vecina.
—Si no le estorba mi compañía, señor.
—Si me estorbara no la invitaría —respondió el señor Laurence,
ofreciéndole el brazo con la cortesía de los viejos tiempos.
«¿Qué diría Meg si nos viera?», pensó Jo, mientras caminaba con su
nuevo amigo, imaginándose cómo la escucharían en su casa cuando les
contara los acontecimientos del día.
—¿Qué mosca le ha picado al mozo? —dijo el viejo señor, mientras
Laurie bajaba corriendo la escalera y se paraba en seco, estupefacto, a la vista
de Jo del brazo de su formidable abuelo.
— No sabía que había usted vuelto, señor —dijo mientras echaba a Jo una mirada triunfal.
—Se ve que no lo sabía por la manera de bajar la escalera. Venga usted a
tomar el té, señor, y pórtese como un caballero —y después de dar al
muchacho un cariñoso tirón de pelo, el señor Laurence continuó andando
mientras su nieto gesticulaba a sus espaldas con tanta gracia, que por poco
provocan una explosión de risa en Jo.
Mientras bebía cuatro tazas de té, el abuelo habló poco pero observaba a
los jóvenes, que charlaban como antiguos amigos, y no le pasó inadvertido el
cambio operado en su nieto. Había color y vivacidad en la cara del chico y
una alegría genuina en su risa.
«Ella tiene razón; el chico está muy solo. Veré lo que pueden hacer esas
niñas para solucionarlo», pensó el señor Laurence, mientras observaba y
escuchaba. Jo le gustaba por sus maneras bruscas y originales; parecía
entender al muchacho casi tan bien como si ella misma fuera muchacho.
Si los Laurence hubieran sido lo que Jo llamaba «tiesos y almidonados»,
no se hubiera entendido con ellos, porque la gente así siempre la coartaba e
irritaba; pero viéndolos tan francos y naturales, ella lo estaba también y les
produjo buena impresión. Cuando se levantaron quiso despedirse, pero Laurie
dijo que tenía algo más que mostrarle, y la condujo al invernadero que estaba
iluminado en su honor. Era como un lugar encantado, con las paredes
cubiertas de flores de cada lado, la dulce luz, el aire húmedo y tibio y las
vides y plantas exóticas. Su nuevo amigo cortó las flores más bellas, y las ató
en un ramo, diciendo, con mirada alegre:
—Hágame el favor de dárselas a su señora madre, y dígale que me gusta
mucho la medicina que me envió.
Encontraron al señor Laurence de pie delante del fuego en el salón. La
atención de Jo quedó completamente cautivada por un hermoso piano de cola, abierto.
—¿Toca usted el piano? —preguntó Jo volviéndose a Laurie con expresión llena de respeto.
—Algunas veces —respondió.
—Hágame el favor de tocar el piano ahora; deseo oírlo para contárselo a Beth.
—¿No querrá usted tocar primero?
—No sé tocar; soy demasiado torpe como para aprender, pero me gusta mucho la música.
Tocó Laurie el piano, y Jo lo escuchó con la nariz escondida entre
heliotropos y rosas. Su respeto y estimación del «muchacho Laurie» aumentó,
porque tocaba muy bien y sin presunción. Deseaba que Beth pudiese oírle,
pero no lo dijo; elogió su arte hasta confundir al chico, y su abuelo lo sacó del aprieto.
—Basta, basta, señorita, no le convienen tantas alabanzas. No está mal su
música, pero espero que sea tan aplicado en cosas más importantes. ¿Se va
usted ya? Bueno, muchas gracias, y venga otra vez. Mis saludos a su señora
madre; buenas noches, doctor Jo.
Le dio la mano amablemente, pero parecía algo contrariado. Cuando
estaban en el vestíbulo, Jo preguntó si había dicho alguna cosa inconveniente,
pero Laurie meneó la cabeza.
—No; la falta fue mía; no le gusta oírme tocar el piano.
—¿Por qué no?
—Se lo diré otro día. John la acompañará a su casa, porque yo no puedo hacerlo.
—No es necesario; no soy una señorita, y estoy a un paso. Cuídese mucho.
—Sí, pero espero que volverá.
Si usted promete venir a vemos cuando se haya restablecido.
—Lo haré con mucho gusto.
—Buenas noches, Laurie.
—Buenas noches, Jo, buenas noches.
Cuando contó todas las aventuras de la tarde, la familia se sintió inclinada
a hacer una visita en corporación, porque cada una encontró algo muy
atractivo en la casa grande. La señora March deseaba hablar de su padre con
el anciano, que no lo había olvidado; Meg, anhelaba pasearse por el
invernadero; Beth, suspiraba por tocar el piano de cola, y Amy ambicionaba
ver los bellos cuadros y estatuas.
—Mamá, ¿por qué no le gustó al señor Laurence oír tocar el piano a
Laurie? —preguntó Jo.
—No estoy segura, pero pienso que la razón es que su hijo se casó con
una señora italiana, estudiante de música, lo cual enojó al viejo, que es muy
orgulloso. La señora era buena, hermosa y culta, pero a él no le gustó, y
desde el casamiento no volvió a ver a su hijo. Los padres de Laurie murieron
siendo él pequeño y entonces el abuelo lo trajo a su casa. Me imagino que el
chico, que nació en Italia, no es muy fuerte, y que el viejo teme perderlo, por
lo cual lo cuida mucho. El amor a la música le viene a Laurie de nacimiento,
porque se parece a su madre, y me figuro que su abuelo teme que quiera ser
músico; de todas maneras, su habilidad le recuerda a la mujer que no quería,
y por eso frunció el ceño, como dice Jo.
—¡Ay de mí!, ¡qué romántico! —exclamó Meg.
—¡Qué tonto! —dijo Jo—; que lo dejen ser músico si quiere, y no lo
fastidien mandándolo al colegio aunque lo aborrezcan.
—Eso explica por qué tiene ojos grandes y negros, y buenos modales,
supongo; los italianos siempre son simpáticos —dijo Meg, que era algo sentimental.
—¿Qué sabes tú de sus ojos y de sus modales? Apenas has hablado con él
—gritó Jo, que no tenía nada de sentimental.
—Lo vi en el baile, y lo que has contado demuestra que sabe cómo
conducirse. Lo que dijo de la medicina enviada por mamá estuvo muy bien dicho.
—Supongo que él quiso decir el pudding blanco.
—¡Qué tonta eres, niña! Quiso decir que tú lo eras, eso está bien claro.
—¿De veras? —dijo Jo, abriendo los ojos, como si no se le hubiera ocurrido tal cosa antes.
—¡Jamás he visto una muchacha como tú! Cuando recibes un cumplido
no te enteras —repuso Meg, con aspecto de persona entendida.
—Pienso que es todo tontería; te agradeceré que no seas tonta y no
estropees mi diversión, Laurie es un buen chico y me gusta; no consiento
alusiones sentimentales o cumplimientos y estupideces por el estilo, seremos
buenas con él, porque es huérfano de padre y madre, y puede venir a
visitarnos; ¿verdad, mamá?
—Sí, Jo; tu amiguito será bienvenido, y espero que Meg recordará que las
niñas deben ser niñas tanto tiempo como puedan.
—Yo no me tengo por niña, y aún no he entrado en los trece años —dijo
Amy—. ¿Qué dices tú, Beth?
—Yo pensaba en nuestro «Peregrino» —respondió Beth, que no había
oído una palabra—. Cómo salíamos del Pantano del Desaliento y pasamos
por la Puerta Estrecha al resolver ser buenas y subimos al collado Dificultad,
procurando serio; y esa casa allá va a ser nuestro Palacio Hermoso.
—Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —dijo Jo, como si la
perspectiva de tal encuentro fuera muy atrayente.