Mujercitas – Louisa May Alcott
LA PRIMERA BODA
Aquella mañana de junio, las rosas que decoraban el porche amanecieron
abiertas y radiantes, como si también ellas, cordiales vecinitas de la familia,
se alegrasen de corazón ante la perspectiva de un día soleado, sin nubes. Sus
rostros estaban rojos de emoción mientras el viento las mecía y murmuraban
entre sí lo que veían. Asomadas a las ventanas, unas observaban el banquete
dispuesto en el comedor, otras, situadas más arriba, contemplaban sonrientes
cómo las hermanas vestían a la novia, mientras otras se balanceaban para
saludar a las personas que iban y venían por el jardín, el porche y el vestíbulo
para cumplir encargos, y todas ellas, desde la más rosada y abierta hasta el
más discreto capullo, homenajeaban con su belleza y aroma a la dulce dama
que con verdadero amor las había cuidado durante tanto tiempo.
La propia Meg parecía una rosa. Se diría que lo mejor y más dulce de su
corazón y su alma afloraba aquel día en su rostro, que se veía radiante y
tierno, con un encanto que era mucho más hermoso que la belleza. No quiso
usar ni seda, ni encaje ni azahar. «Ese día, no quiero parecer otra ni ir
demasiado arreglada —había comentado—. No deseo una boda a la moda,
quiero que mis seres queridos me vean como soy».
Así pues, había diseñado ella misma su vestido de novia y lo había cosido
con la tierna esperanza y el inocente romanticismo propios de un corazón
joven. Sus hermanas le recogieron su bonito cabello y lo adornaron con lirios
del valle, la flor predilecta de «su John».
—Querida Meg, estás radiante y preciosa, ¡y tan natural! Te abrazaría
fuerte, pero no quiero arrugarte el vestido —exclamó Amy, encantada,
mirándola de arriba abajo una vez que terminaron de arreglarla.
—Me alegro que sea así. Pero, por favor, abrazadme y besadme todas, el
vestido me trae sin cuidado. Si es por algo así, espero que se arrugue mucho
en el día de hoy. —Meg abrió los brazos para estrechar a sus hermanas,
cuyos rostros resplandecieron de felicidad al comprobar que el nuevo amor
no había destronado al antiguo en el corazón de Meg—. Ahora iré a anudar la
corbata de John y luego estaré un rato a solas con papá en el estudio. —Dicho
esto, Meg bajó a toda prisa para cumplir con los dos pequeños rituales y
poder dedicar el resto del tiempo a su madre, que, a pesar de sonreír
amorosamente, sentía la tristeza interior que acompaña a todas las madres
cuando el primer pájaro abandona el nido.
Aprovecharé que las más jóvenes están reunidas dando un último repaso a
sus sencillos atuendos para comentar cómo ha cambiado su aspecto en los
últimos tres años; sin duda, todas están en su mejor momento.
La figura de Jo es mucho menos angulosa, y ahora camina, si no con
gracia, cuando menos con soltura. Le ha crecido el cabello y suele
recogérselo en una gruesa cola de caballo, que favorece mucho más a la
pequeña cabeza que corona su espigado cuerpo. Sus mejillas morenas tienen
un toque lozano de color, y sus ojos, un brillo suave; en un día como este, se
esmera por refrenar su afilada lengua para no pronunciar más que comentarios amables.
Beth está ahora más delgada, pálida y callada que nunca. Sus hermosos y
tiernos ojos parecen más grandes y su mirada tiene una expresión que genera
tristeza en quien la ve, aun cuando ella no la sienta. Se diría que la sombra del
dolor planea con patética paciencia sobre el joven rostro. Pero Beth casi
nunca se queja; al contrario, suele hablar esperanzada de una «pronta mejoría».
A Amy todas la consideran con justicia «la flor de la familia». A sus
dieciséis años, tiene el aspecto y la actitud de una mujer hecha y derecha.
Más que bella, posee ese atractivo indescriptible al que nos referimos como
«gracia». Asoma en las curvas de su figura, en la forma y los movimientos de
sus manos, en el vuelo de su vestido, en la caída de su cabello, natural y
armoniosa y tan sugerente como bella. A Amy le seguía preocupando su
nariz, que se negaba a adoptar un perfil griego. Tampoco le agradaba su boca,
que le parecía excesivamente grande y con un labio inferior demasiado
prominente. Esos rasgos imperfectos dotaban a su rostro de personalidad,
pero ella no lo veía así y solo encontraba consuelo en la maravillosa blancura
de su tez, sus vivos ojos azules y sus bucles, más dorados y abundantes que nunca.
Las tres vestían trajes finos, de color plateado (sus vestidos de gala para el
verano) y llevaban pequeñas rosas en el cabello y en el pecho. Y tenían el
aspecto de lo que eran: jóvenes alegres de corazón y de rostro lozano, que
han hecho una pausa en su ajetreada vida para leer emocionadas el capítulo
más dulce en la novela de toda mujer.
No estaban previstas ceremonias especiales. Todo sería lo más natural y
hogareño posible. Así pues, cuando la tía March llegó, se escandalizó al ver a
la novia salir corriendo para darle la bienvenida y acompañarla dentro, donde
encontró al novio fijando una guirnalda descolgada y al padre subiendo pollas
escaleras con expresión seria y una botella de vino bajo cada brazo.
—Por Dios, ¡cómo está todo! —exclamó la anciana. Se sentó en el lugar
de honor reservado para ella y se alisó el vestido de moiré de color lavanda
que lucía, con el consiguiente frufrú del tejido—. Niña, nadie debería verte hasta el último momento.
—No soy un espectáculo, querida tía, y nadie viene a verme, a criticar mi
vestido o a calcular el coste de la comida. Soy demasiado feliz para
preocuparme de lo que diga o piense la gente, y tendré una boda sencilla,
como siempre he querido. John, querido, aquí está el martillo. —Y Meg fue a
ayudar a «aquel hombre» en tan inadecuada labor.
El señor Brooke no le dio las gracias pero, al asir la poco romántica
herramienta, besó a la novia detrás de la puerta y la miró de una forma que
hizo que la tía March echase mano de su pañuelo para secarse unas lágrimas
de emoción que habían aflorado a sus viejos y perspicaces ojos.
Se oyó el ruido de algo al caer, seguido de un grito. Laurie soltó una
carcajada y exclamó divertido: «¡Por Júpiter, Jo, has vuelto a estropear el
pastel!», tras lo cual sobrevino un frenesí de actividad que apenas tocaba a su
fin cuando empezaron a llegar los primos, con lo que pudieron al fin «dar
inicio a la fiesta», como solía decir Beth de niña.
—No permitas que ese joven gigante se me acerque; es más molesto que
un mosquito —susurró la anciana a Amy cuando la sala empezó a llenarse y
vio la cabellera negra de Laurie sobresalir entre el gentío.
—Ha prometido que hoy se comportará y, cuando quiere, es un joven
muy educado —afirmó Amy, y fue a avisar a Hércules de que tuviera
cuidado con el dragón. La advertencia tuvo como resultado que el joven
rondase a la anciana con gran devoción y la mantuviese muy entretenida.
La novia no hizo una entrada espectacular, pero se produjo un gran
silencio cuando el señor March y la joven pareja ocuparon sus lugares bajo el
verde arco. La madre y las hermanas se situaron muy cerca, como si se
resistiesen a dejar marchar a Meg, y al padre se le quebró la voz en más de
una ocasión, lo que hizo que la ceremonia resultase más bella y solemne de lo
normal. Al novio le temblaban visiblemente las manos y no se le oyó cuando
declaró su amor; en cambio, Meg miró a los ojos a su futuro marido y
pronunció un «sí quiero» tan claro y con tal ternura y seguridad en la voz y
en la expresión que su madre sintió un escalofrío de emoción y todo el
mundo oyó a la tía March sorber por la nariz.
Jo no derramó ni una lágrima, aunque en una ocasión estuvo a punto y se
contuvo al percatarse de que Laurie la miraba con una divertida mezcla de
alegría y emoción en sus picaros ojos negros. Beth estuvo toda la ceremonia
con el rostro oculto en el hombro de su madre. Amy, en cambio, parecía una
estatua llena de gracia, realzada su belleza por el rayo de sol que le iluminaba
la blanca frente y la flor que le adornaba el cabello.
A los pocos segundos de estar casada, Meg sorprendió a todos
exclamando: «¡El primer beso es para mamá!», y fue hacia ella y se lo dio de
todo corazón. En los quince minutos siguientes, la joven, que estaba más
bella que nunca, recibió las felicitaciones de todos los asistentes, désele el
señor Laurence hasta la vieja Hannah, que llevaba con timidez un estupendo
tocado y se abalanzó sobre ella en el vestíbulo y entre sollozos y risitas dijo:
—¡Que Dios te bendiga cientos de veces, querida! El pastel está intacto y todo ha quedado maravilloso.
Después todos se acercaron a decir una frase ocurrente, o al menos a
intentarlo, lo que al fin era lo mismo, porque cuando los corazones están
alegres la risa es contagiosa. No hubo exposición de regalos porque todos
estaban ya colocados en su sitio, en la pequeña vivienda, y en lugar de un
elaborado banquete sirvieron frutas y pastel entre adornos florales. Al
descubrir que los únicos néctares que las tres Hebes servían eran agua,
limonada y café, el señor Laurence y la tía March se encogieron de hombros
y sonrieron. Nadie comentó nada sobre el particular, salvo Laurie, que
insistió en servir personalmente a la novia y fue hacia ella con una bandeja llena y expresión perpleja.
—Dime, ¿ha roto Jo todas las botellas de vino sin querer? —susurró—.
¿Acaso cuando creí haber visto alguna por ahí esta mañana estaba soñando?
—No, tu abuelo ha tenido la amabilidad de regalarnos unas botellas de su
mejor vino y la tía March ha traído más, pero papá ha guardado unas pocas
para Beth y ha enviado el resto a la Casa del Soldado. Opina que el vino solo
debe tomarse en caso de enfermedad, y manía dice que ni ella ni sus hijas
ofrecerán nunca vino a un joven invitado que llegue a su casa.
Meg hablaba en serio y esperaba que Laurie frunciese el entrecejo o se
echara a reír, pero el joven no hizo ni lo uno ni lo otro. La miró un instante a
los ojos y dijo con su habitual impulsividad:
—Me parece bien. He visto los males que causa y me gustaría que otras mujeres pensaran como vosotras.
—Espero que no lo digas por experiencia propia —dijo Meg con un deje de angustia en la voz.
—No, te doy mi palabra. No creas que soy un santo, pero la bebida no es
una de mis tentaciones. Me crie en un lugar en el que el vino es tan común
como el agua y se considera igual de inofensivo, por lo que no me interesa
demasiado. Claro que si me lo ofrece una joven hermosa no lo rechazo.
—Pues tendrás que prescindir de él, si no por tu bien, por el de los demás.
Venga, Laurie, prométeme que no beberás nunca más; así me darás otra razón
para que este sea el día más feliz de mi vida.
Ante una petición tan repentina y seria el joven vaciló por unos segundos,
porque el sentido del ridículo suele ser más difícil de soportar que la
templanza. Meg sabía que si hacía aquella promesa la mantendría a toda costa
y, consciente del poder que poseía como mujer, lo usó para el bien de su
amigo. No dijo nada más, pero le miró con una expresión y una sonrisa de
felicidad que parecían decir: «Hoy nadie me puede negar nada». Desde luego,
Laurie no pudo, y asintió con una sonrisa, le tendió la mano y anunció sinceramente:
—¡Lo prometo, señora Brooke!
—Gracias, muchas gracias.
—Brindo por tu decisión, Teddy —exclamó Jo, que le salpicó con un
poco de limonada al alzar el vaso para el brindis.
El brindis selló una promesa que el joven mantuvo a pesar de las fuertes
tentaciones; con su sabiduría instintiva, las muchachas habían sacado partido
a un momento de alegría para hacer a su amigo un favor que él agradeció toda su vida.
Después de comer, los invitados dieron una vuelta, en pareja o en grupitos
de tres, por la casa y los jardines, donde pudieron disfrutar del sol. Meg y
John estaban juntos, de pie, en el centro del césped, cuando a Laurie se le
ocurrió una idea que dio el toque final a aquella original boda.
—Que todos los casados se cojan de la mano y bailen alrededor de los
recién casados, como hacen los alemanes. ¡Y los solteros y solteras que den
saltos en pareja fuera! —exclamó Laurie corriendo por el camino con Amy,
con tanta gracia y con un humor tan contagioso que los demás no tardaron en seguir su ejemplo sin discusión.
El señor y la señora March, la tía y el tío Carrol fueron los primeros.
Enseguida se sumaron otros; hasta Sallie Moffat, tras unos segundos de duda,
se cogió la cola del vestido y sacó a bailar a Ned. Pero el momento más
divertido lo protagonizaron el señor Laurence y la tía March. Cuando el
anciano caballero pidió solemnemente a la vieja dama que saliese a bailar,
esta no se lo pensó, se colocó el bastón debajo del brazo y corrió a unirse al
grupo que rodeaba a la pareja de recién casados, mientras los más jóvenes
revoloteaban por el jardín, como mariposas en un día de verano.
El baile llegó a su fin cuando a los participantes necesitaron parar y
recuperar el aliento, momento que muchos de ellos aprovecharon para despedirse de los novios y marcharse.
—Te deseo lo mejor, querida; lo digo de corazón, pero temo que te
arrepentirás de esto —dijo la tía March a Meg y, luego, mientras el novio la
acompañaba al carruaje, añadió—: Tienes un tesoro, jovencito, procura estar a la altura.
—Es la boda más bonita a la que he asistido en mucho tiempo, Ned, pero
no sé por qué… No era nada elegante —comentó la señora Moffat a su esposo mientras se alejaban.
—Laurie, muchacho, si alguna vez quieres hacer algo así, convence a una
de esas muchachas y yo estaré encantado —dijo el señor Laurence mientras
se acomodaba en su sofá para descansar después de la agitación de la mañana.
—Haré lo que pueda por satisfacerle, señor —repuso Laurie con una
educación fuera de lo normal, mientras se quitaba con cuidado la flor quejo le había prendido en el ojal.
La casita no quedaba lejos y el único viaje de bodas que Meg tuvo fue el
tranquilo paseo que dio con John desde su antiguo hogar hasta el nuevo,
Cuando la vieron lista para marcharse, con su traje gris y su sombrero de paja
atado con una cinta blanca, como una hermosa cuáquera, todos salieron a
despedirla emocionados, como si fuese a emprender un largo viaje.
—Querida mamá, no sientas que me separo de ti o que te quiero menos
porque ame tanto a John —dijo, abrazada a su madre, con los ojos
empañados—. Papá, vendré todos los días y espero que me reservéis un lugar
en vuestros corazones aunque esté casada. Beth pasará mucho tiempo
conmigo y las demás vendrán de vez en cuando a verme para reírse de mis
esfuerzos por convertirme en una buena ama de casa. ¡Gracias a todos por
haber hecho que el día de mi boda fuese tan feliz!
Todos la vieron marchar con el rostro henchido de amor y esperanza,
presa de una gran ternura, apoyada en el brazo de su marido, con flores en la
mano y el sol de junio iluminando su rostro feliz… Y así empezó Meg su vida de casada.