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Capítulo 26

Mujercitas – Louisa May Alcott
INTENTOS ARTÍSTICOS

La gente tarda en entender que existe una diferencia entre el talento y el
genio, y la lección es tanto más difícil de aprender cuando se es joven y
ambicioso. Amy empezaba a vislumbrarlo en medio de grandes tribulaciones.
Confundiendo entusiasmo e inspiración, probó suerte en distintas ramas del
arte con la audacia propia de la juventud. Durante una larga temporada,
abandonó las figuras de arcilla y se dedicó en cuerpo y alma a los dibujos con
plumilla, tarea en la que demostró tener tan buen gusto y habilidad que sus
elegantes obras resultaron no solo bonitas sino también rentables. Sin
embargo, se le cansaba mucho la vista al trabajar con la pluma, de modo que
desistió y decidió probar con el pirograbado. Mientras le duró el capricho, la
familia temió que provocara un incendio. El olor a madera quemada se
instaló en la casa, del desván y del cobertizo salía humo con alarmante
frecuencia, había hierros candentes por todas partes y, cuando se iba a
acostar, Hannah dejaba un cubo con agua y una campanilla cerca por si tenía
que alertar de un incendio, Apareció un rostro de Rafael perfectamente
delineado en la tabla de amasar y la cabeza de Baco en un barril de cerveza,
un encantador querubín pasó a adornar la tapa del recipiente del azúcar y
varios intentos fallidos de retratar a «Garrick comprando guantes a la niña
pobre» proporcionaron la leña por un tiempo.
Pasar del fuego al óleo supuso una transición natural para unos dedos
chamuscados, y Amy se entregó a la pintura con idéntico fervor. Una artista
amiga suya le regaló paletas, pinceles y colores que ya no usaba, y Amy se
lanzó a pintarrajear escenas bucólicas y marinas nunca vistas ni en tierra ni en
mar. Sus cuadros de ganado eran tan monstruosos que hubiesen obtenido
premios en ferias agrícolas, y el peligroso cabeceo de las embarcaciones que
pintaba hubiese mareado al más experto marino, de no haber muerto de risa
al instante ante tan pasmoso desconocimiento de las normas de construcción
de barcos y de aparejos. Los niños morenos y las vírgenes de ojos negros que
miraban al espectador desde un rincón del estudio no se parecían en nada a
los de Murillo. Las manchas marrones que sombreaban los rostros,
combinadas con chillones trazos en los lugares equivocados, pretendían
imitar el estilo de Rembrandt; las mujeres con mucho pecho y los niños
hidrópicos, al de Rubens, y el de Turner se adivinaba en las tempestades de
truenos azules, relámpagos anaranjados, lluvia marrón y nubes púrpura, con
una mancha roja como el tomate en el centro que tanto podía corresponder al
sol, a una boya, a la camisa de un marinero o al traje de ceremonia de un rey, según decidiese el espectador.
Lo siguiente fueron los retratos al carboncillo. Surgió así una serie de
imágenes de los miembros de la familia, que aparecían oscuros y desaliñados
como si acabasen de salir de la carbonera. Al emplear lápices de dibujo, el
resultado se suavizó y mejoró, y el parecido resultó ser considerable. El
cabello de Amy, la nariz de Jo, la boca de Meg y los ojos de Laurie le salían,
en palabras de todos, «de maravilla». Tras esa etapa, regresó a la arcilla y la
escayola, y moldes fantasmagóricos de conocidos de la familia empezaron a
asomar por las esquinas o a caer a la cabeza de quienes abrían las puertas de
los armarios en cuyos estantes se apilaban, Amy logró engatusar a varios
niños para que le sirvieran de modelo, pero los incoherentes relatos de estos
acerca de su peculiar forma de trabajar le granjearon fama de ogro. Los
esfuerzos destinados a sobresalir en esta rama se vieron abruptamente
truncados a consecuencia de un inesperado accidente que supuso el fin de su
pasión. Ante la dificultad de encontrar modelos, decidió hacer un molde de su
propio pie, que en su opinión era precioso. Un día, alarmada por los golpes y
gritos procedentes del cobertizo, la familia acudió corriendo y encontró a la
entusiasta artista forcejeando con una olla de escayola en la que había metido
el pie. El yeso, al parecer, se había endurecido con inesperada rapidez.
Consiguieron sacárselo en una maniobra no exenta de dificultad y de peligro.
Jo, que no podía dejar de reír mientras rascaba con un cuchillo la escayola,
calculó mal e hizo un pequeño corte en el pie de su pobre hermana, a quien
dejó una marca indeleble de su pasión artística.
Después de este episodio, Amy se calmó un tiempo, hasta que la pasión
por dibujar paisajes la venció y la llevó a recorrer ríos, campos y bosques
para realizar estudios y la tuvo suspirando por unas buenas ruinas que copiar.
Pilló un sinfín de resfriados por sentarse en la hierba mojada para
inmortalizar una «composición encantadora» formada por una piedra, un
tocón, un champiñón y un tallo roto, o «una divina concentración de nubes»
que, una vez terminada, parecía más una exposición de mullidos
almohadones de plumas. No le importaba que se le estropeara la piel por estar
sentada a orillas del río bajo el sol, en verano, para copiar un claroscuro, y le
salió una arruga en el entrecejo de tanto fruncirlo en busca de «un buen punto
de vista», que era como ella llamaba al hecho de entrecerrar los ojos.
Si, como afirmaba Miguel Ángel, el genio no es más que eterna paciencia,
Amy podría sin duda atribuirse dicho don, puesto que perseveró sin que los
obstáculos, los fracasos o el desánimo pudieran con ella, firmemente
convencida de que era cuestión de tiempo que lograse una creación que
valiese la pena y pudiese considerarse una auténtica obra de arte.
Al mismo tiempo, se dedicaba a aprender, hacer y disfrutar de otras cosas,
pues estaba decidida a convertirse en una mujer educada y digna de
admiración, aun en el caso de que no lograse ser una gran artista. En esto
último obtuvo mejores resultados, porque era uno de esos seres
bienaventurados que agradan con facilidad, hacen amigos en todas partes y
parecen llevar una vicia tan digna y exenta de preocupaciones que los demás,
menos afortunados, creen que nacieron de pie. Todo el mundo la apreciaba
porque, entre sus muchas cualidades, figuraba el saber tratar a los demás.
Tenía una capacidad innata para distinguir qué era lo más adecuado y
agradable, sus palabras parecían siempre las indicadas para quien la
escuchaba, sus gestos nunca estaban fuera de tono o de lugar y parecía tan
segura de sí misma que sus hermanas solían decir: «Si a Amy la invitasen a la
corte sin previo aviso, sabría perfectamente cómo comportarse».
Una de sus debilidades era su anhelo de unirse a eso que llamaba «la alta
sociedad» sin saber bien qué era. El dinero, la posición, el éxito y los buenos
modales le parecían bienes de lo más atractivos y quería relacionarse con
aquellos que los poseyeran. Eso la llevaba, con frecuencia, a confundir lo
verdadero y lo falso, y a admirar a quienes no merecían la menor admiración.
Sin olvidar jamás que había nacido en una buena familia, la joven cultivó sus
gustos y modos aristocráticos para que, llegado el momento, pudiese ocupar
el lugar del que en esos momentos, debido a la pobreza en que vivían, se veía excluida.
«Milady», como la llamaban sus amigos, deseaba ardientemente verse
convertida en la gran dama que sentía que era, pero aún tenía que descubrir
que el dinero no sirve para comprar el refinamiento, que la posición social no
siempre es sinónimo de nobleza y que la buena educación se nota aunque la
persona tenga que hacer frente a carencias.
—Mamá, te quiero pedir un favor —dijo un día Amy dándose aires de importancia.
—Y bien, pequeña, ¿de qué se trata? —preguntó la madre, para quien la jovencita seguía siendo una niña.
—El curso de dibujo termina la semana que viene y, antes de que mis
compañeras se marchen de vacaciones de verano, me gustaría invitarlas un
día a casa. Les hace mucha ilusión ir al río, dibujar el puente roto y copiar
algunas de las cosas que han admirado en mi cuaderno de bocetos. Se han
portado muy bien conmigo y estoy muy agradecida porque, a pesar de ser
todas ricas y saber que yo soy pobre, nunca me han excluido.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó la señora March adoptando lo
que sus hijas solían llamar «un aire María Teresa».
—Sabes tan bien como yo que la mayoría de la gente tiene en cuenta esas
cosas, así que no te alborotes como una gallina clueca que descubre a unos
pájaros dando picotazos a sus polluelos; ya sabes que el patito feo resultó ser
un cisne —dijo Amy sonriendo sin amargura, porque tenía muy buen carácter y un espíritu positivo.
La señora March rio, controló su orgullo maternal y preguntó:
—Bien, cisne mío, ¿qué has pensado?
—Me gustaría invitar a las chicas a merendar la semana que viene,
llevarlas a los lugares que les apetezca conocer, tal vez dar un paseo por el río
y organizar una pequeña fête artística en su honor.
—No veo inconveniente. ¿Qué quieres dar de comer? Supongo que
bastará con un pastel, unos bocadillos, algo de fruta y café.
—¡No, por Dios! Tendremos que servir fiambre de lengua y pollo,
chocolate francés y, además, helado. Las chicas están acostumbradas a esas
cosas y quiero dar una comida adecuada y elegante aunque yo tenga que trabajar para ganarme el sustento.
—¿Y a cuántas muchachas quieres invitar? —preguntó la madre, que empezaba a ponerse seria.
—En ciase somos doce o catorce, pero no creo que vengan todas.
—¡Válgame el cielo, hija, tendrás que contratar un ómnibus para llevarlas de paseo!
—¡Mamá, qué cosas se te ocurren! No vendrán más de seis u ocho, así
que me bastará un carruaje pequeño, y pensaba pedirle al señor Laurence su char à banc.
—Pero todo esto saldrá muy caro, Amy.
—No demasiado, he calculado el coste y podré pagarlo con mi dinero.
—Querida, ¿no te parece que, puesto que esas jóvenes están
acostumbradas a esos manjares, por bueno que sea lo que les ofrezcas no les
sorprenderá, y que sería preferible ofrecerles algo sencillo para variar? Así no
tendremos que gastar ni pedir nada prestado para esforzarnos en hacer algo fuera de nuestras posibilidades.
—Si no puedo hacerlo como quiero, prefiero no organizar nada. Con tu
ayuda y la de mis hermanas, todo saldría de maravilla. No veo por qué no
habría de hacerlo como deseo si estoy dispuesta a pagar lo que cuesta —dijo
Amy con una decisión que, de encontrar oposición, se transformaría en obstinación.
La señora March sabía que la experiencia era la mejor maestra y, siempre
que le era posible, dejaba que sus hijas aprendiesen por sí mismas lecciones
que con gusto les hubiese evitado de haberse prestado ellas a escuchar sus
consejos, en lugar de hacer justo lo contrario.
—Muy bien, Amy; si estás decidida y te sientes capaz de hacerlo sin
gastar demasiado dinero, tiempo o paciencia, no tengo nada más que decir.
Coméntaselo a tus hermanas y, decidáis lo que decidáis, haré lo que esté en mí mano por ayudaros.
—Gracias, mamá, siempre eres muy buena. —Y, dicho esto, Amy se fue
a informar de su plan a sus hermanas.
Meg aceptó de inmediato y prometió ayudarla; ofreció gustosa todo lo
que poseía, desde su casita hasta sus mejores cubiertos. Jo, en cambio,
frunció el entrecejo al conocer el proyecto y, de entrada, se negó a participar en él.
—No veo por qué tienes que gastar tu dinero, molestar a toda la familia y
poner la casa patas arriba por un grupo de chicas que no dan un centavo por
ti. Pensé que tenías orgullo y sentido común suficiente para no adular a una
muchacha solo porque usa botas francesas y se desplaza en un coupé —
apuntó Jo, que había interrumpido la lectura de una novela en el punto álgido
y no estaba de buen talante para tratar asuntos de sociedad.
—Yo no adulo a nadie, ¡y no aguanto que me trates con condescendencia!
—replicó Amy indignada, puesto que las dos hermanas todavía se enfadaban
con facilidad por cuestiones como esa—. Las chicas sí se preocupan por mí y
yo por ellas, y aunque vayan a la moda son amables, sensibles y tienen
talento. A ti no te interesa conocer a gente, codearte con la buena sociedad y
mejorar tus modales y tus gustos, pero a mí sí. Pienso aprovechar las
posibilidades que se crucen en mí camino. Tú puedes seguir yendo por ahí
con los brazos en jarra y la cabeza erguida, y decir que es porque eres
independiente, pero ese no es mi estilo.
Por lo general, cuando Amy se desahogaba solía obtener buenos
resultados, porque el sentido común solía estar de su lado, mientras quejo
llevaba su amor a la libertad y su odio a los convencionalismos hasta un
extremo tal que casi siempre tenía las de perder en una discusión. La
definición que Amy hizo del concepto de independencia de Jo fue todo un
hallazgo, y ninguna de las dos pudo evitar reírse, con lo que la discusión
adquirió un cariz más amable. Muy a su pesar, Jo se avino a sacrificar un día
por «la señora Grundy» y a ayudar a su hermana a organizar «esa estupidez».
Enviadas las invitaciones y confirmadas casi todas las asistencias,
dedicaron el lunes siguiente a preparar el gran evento. Hannah estaba de nial
humor porque aquello le trastocaba el ritmo de la semana y argumentó que
«si no se lavaba y planchaba como era debido, nada podría salir bien». La
falta de disposición del principal resorte de la maquinaria doméstica afectó al
resto, pero Amy había adoptado como lema el «Nil desperandum» y, una vez
decidido lo que quería, prosiguió a pesar de los obstáculos. Para empezar, la
comida que preparó Hannah no quedó bien. El pollo estaba duro, la lengua
demasiado salada y el chocolate no se espesó como debía. Además, el pastel
y el helado eran más caros de lo que Amy esperaba, al igual que el carruaje;
por no hablar de otros gastos menores que, una vez sumados, daban una
cantidad alarmantemente elevada. Beth se resfrió y se tuvo que ir a la cama.
Meg recibió más visitas de las acostumbradas, lo que le impidió salir de casa,
y Jo estaba tan nerviosa que no paraba de equivocarse, sufrir percances y
romper cosas, lo que puso a prueba la paciencia de Amy.
«Sin mamá no lo hubiese logrado», como declaró Amy algún tiempo
después y recordaba agradecida, cuando las demás ya habían olvidado «la mejor broma de la temporada».
Si el lunes el tiempo no acompañaba, la reunión se pospondría hasta el
martes, una idea que incomodaba sobremanera a Hannah y a Jo. El lunes
amaneció con una inestabilidad mucho más exasperante que el peor de los
diluvios. Lloviznó un poco, salió el sol, sopló el viento un rato y el tiempo no
se decidió hasta que fue demasiado tarde para que el resto se organizara. Amy
se despertó muy temprano y apremió a todos para que salieran de la cama,
desayunaran y le ayudaran a ordenar la casa. La sala le pareció más rancia
que nunca pero, sin detenerse a suspirar por lo que no estaba en su mano,
hizo lo posible por sacar partido a lo que tenía. Dispuso las sillas de manera
que ocultasen partes raídas de las alfombras, cubrió manchas en la pared con
cuadros enmarcados con hiedra y colocó esculturas hechas por ella en varios
rincones, para dar un aire más artístico al espacio y completar el efecto
logrado por Jo, que había puesto aquí y allá bonitos jarrones con flores.
La comida tenía muy buen aspecto y, mientras la observaba, Amy deseó
de corazón que también supiese bien y que la cristalería, la vajilla y los
cubiertos de plata que le habían prestado volviesen sanos y salvos a sus
dueños. Los carruajes ya estaban apalabrados. Meg y la madre se preparaban
para dar la bienvenida a las invitadas. Beth ayudaba a Hannah en la cocina, y
Jo había decidido ser todo lo alegre y amable que le permitiesen su despiste,
su dolor de cabeza y su disconformidad con todo y con todos. Mientras se
arreglaba, Amy se animaba pensando en el feliz momento en que, tras una
excelente comida, saliese de excursión artística con sus amigas a disfrutar de
los dos platos fuertes: el puente roto y el paseo en char à banc.
Pasó las siguientes dos horas en nerviosa espera, yendo del salón al
porche, escuchando opiniones tan variadas como el tiempo. Parecía evidente
que el aguacero caído a las once había disuadido a las invitadas, que debían
llegar a las doce, porque no se presentó nadie. A las dos, la exhausta familia
se sentó al sol para dar cuenta de los alimentos que podrían estropearse, para que no se echase nada a perder.
—No parece que el tiempo vaya a ser un problema hoy; seguro que
vendrán, de modo que debemos darnos prisa y estar listas para cuando
lleguen —dijo Amy, al día siguiente, al ver que lucía el sol. Hablaba como si
estuviese emocionada pero, en realidad, deseaba no haber mencionado la
opción del martes, porque su interés se estaba pasando como el pastel.
—No he podido conseguir una langosta, así que tendréis que prescindir de
la ensalada —anunció el señor March al cabo de media hora con una plácida desesperación.
—Usaremos el pollo; para la ensalada no importará si está algo duro — propuso su esposa.
—Hannah lo dejó un instante sobre la mesa de la cocina y los gatos se lo
han comido. Lo siento mucho, Amy —explicó Beth, que seguía al cuidado de los gatos.
—Entonces, tendré que conseguir una langosta, porque con la lengua sola no bastará —afirmó Amy, decidida.
—¿Quieres que vaya corriendo al pueblo a conseguirte una? —preguntó Jo con la magnanimidad de una mártir.
—No, la traerías bajo el brazo, sin papel, solo para poner a prueba mi
paciencia. Iré yo misma —respondió Amy, cuyo ánimo empezaba a decaer.
Envuelta en un grueso chal y armada con un cesto, Amy salió de casa,
convencida de que tomar el aire y caminar un rato calmaría su agitación y la
ayudaría a afrontar con mejor espíritu las tareas del día. Tras un breve lapso,
consiguió la tan ansiada langosta, además de un bote de aliño para ensaladas
que le ahorraría tiempo en casa, y emprendió el camino de vuelta satisfecha con su gestión.
En el ómnibus iba un único pasajero, una anciana dormida. Amy se cubrió
con el chal y se dispuso a conjurar el tedio del trayecto pensando en qué
había gastado su dinero. Estaba tan absorta en sus cálculos que no vio que un
nuevo pasajero subía a bordo sin que el vehículo se detuviera y, al oír una
voz masculina decir; «Buenos días, señorita March», levantó la vista y se
topó con uno de los elegantes compañeros de universidad de Laurie. La
joven, confiando en que el muchacho se apearía antes que ella, fingió que el
cesto que estaba a sus pies no era suyo, se felicitó por haberse puesto un
vestido nuevo y le devolvió el saludo con la dulzura y elegancia que la caracterizaban.
Todo marchaba bien. La principal preocupación de Amy se disipó de
inmediato al saber que el caballero se bajaría antes que ella. Ambos estaban
charlando animadamente cuando la anciana se levantó para apearse y, al ir
hacia la puerta, dio un golpe al cesto, y ¡oh, horror!, la langosta asomó la
cabeza, revelando su vulgar tamaño y fulgor ante los ojos de un auténtico Tudor.
—¡Por Dios, esa señora se ha dejado la cena! —exclamó el joven,
mientras daba con el extremo del bastón al animal para que volviese al
interior del cesto y se disponía a cogerlo para dárselo a la anciana.
—No, por favor, es mío —murmuró Amy, casi tan roja como la langosta.
—¡Oh, lo siento! Es un ejemplar magnífico, ¿verdad? —dijo Tudor muy
serio, tratando de mostrar auténtico interés, prueba de su exquisita educación.
Amy se rehízo de inmediato y, dejando el cesto sobre el asiento, preguntó entre risas:
—¿No le gustaría comer un poco de la ensalada que prepararemos con
esta langosta y conocer a las encantadoras jóvenes que han sido invitadas a degustarla?
La frase era un prodigio de estrategia, porque tocaba dos de los aspectos a
los que un hombre no sabe resistirse. La langosta hizo aflorar gratos
recuerdos, y la curiosidad por conocer a «las encantadoras jóvenes» hizo que
el joven olvidara lo cómico de la escena.
Supongo que si viene se pasará el rato haciendo bromas con Laurie y
riéndose de nosotras, pero yo no los veré y eso es un gran consuelo, pensó
Amy mientras Tudor hacía una reverencia y se despedía.
Al llegar a casa, no mencionó el incidente (a pesar de que descubrió que,
al caer el cesto, el aliño le había manchado la falda y había echado a perder
su vestido nuevo) y siguió con los preparativos, que le parecieron aún más
fastidiosos que antes. A las doce en punto, todo estaba nuevamente dispuesto.
Viendo que sus vecinos se interesaban mucho por sus movimientos, la joven
deseó que el éxito de ese día borrase de la memoria el fracaso del anterior.
Pidió que trajesen el char à banc para ir a buscar a sus amigas y conducirlas al banquete.
—¡Ahí viene el carruaje, ya llegan! Iré a recibirlas al porche, es más
hospitalario y quiero que mi pequeña pase un buen rato después del mal trago
de ayer —dijo la señora March, poniéndose en marcha. Pero, tras echar un
vistazo, volvió a entrar con una expresión indescriptible en el rostro. En el
gran carruaje solo venían Amy y una señorita.
—Beth, corre y dile a Hannah que retire la mitad de la vajilla de la mesa.
No tiene sentido recibir a una sola invitada con un servicio para doce —
exclamó Jo corriendo hacia la cocina, demasiado conmocionada como para echarse a reír.
Amy entró muy tranquila y estuvo encantadora y cordial con la única
invitada que había cumplido la promesa de asistir. El resto de la familia,
como si se tratara de una función teatral, representó bien su papel y a la
señorita Eliott le resultaron todos muy divertidos y alegres, aunque lo que en
realidad ocurría era que les costaba contener la risa. Sirvieron la comida,
visitaron el estudio y el jardín y conversaron animadamente sobre arte. Amy
pidió un carruaje más pequeño —¡Lástima de char à banc!— y salió a pasear
con su amiga por el vecindario hasta que el sol se puso y la fiesta negó a su fin.
Al volver caminando hacia casa, Amy parecía muy cansada pero tan
entera como siempre. Al llegar comprobó que no quedaba el más mínimo
vestigio de la desafortunada fête, salvo tal vez una sospechosa mueca en los labios de Jo.
—Ha hecho una tarde estupenda para ir de excursión, querida —dijo la
madre tan respetuosamente como si las doce invitadas hubiesen acudido a la cita.
—La señorita Eliott es una joven muy amable y creo que lo ha pasado
bien —comentó Beth, más atenta de lo normal.
—¿Me podrías dar un poco del pastel? Lo necesito de veras, no paro de
recibir visitas y no soy capaz de hacer nada tan delicioso —explicó Meg muy seria.
—Llévatelo todo; soy la única a la que le gusta el dulce en esta casa y se
estropearía antes de que pudiera terminármelo —respondió Amy, que lanzó
un suspiro al pensar en las compras que tan generosamente había hecho ¡para terminar así!
—Es una pena que Laurie no esté aquí para ayudarnos —dijo Jo cuando
se sentaron a comer helado y ensalada por cuarta vez en dos días.
La madre le lanzó una mirada disuasoria para evitar que los comentarios
siguieran y, a partir de ese momento, todos comieron en heroico silencio, hasta que el señor March explicó:
—La ensalada era uno de los platos favoritos de nuestros antepasados y
Evelyn… —El educado caballero interrumpió su culto discurso sobre la
historia de la ensalada al ver que todas prorrumpían en carcajadas.
—Lo pondremos todo en un cesto y lo mandaremos a casa de los
Hummel. A los alemanes les gustan estos platos. A mí me enferma solo
mirarlos y no creo que tengamos que sufrir todos una indigestión porque yo
haya sido una estúpida —exclamó Amy secándose las lágrimas.
—Cuando os vi a ti y a tu amiga en aquel chisme, como sea que le llames,
y a mamá dándoos la bienvenida, creí que me daba un ataque. Parecíais dos
gajos pequeñitos en una nuez enorme —dijo Jo, agotada de tanto reír.
—Siento mucho que te hayas llevado un disgusto, querida, pero hicimos
lo que pudimos por complacerte —dijo la señora March en tono maternal y apesadumbrado.
—Estoy contenta. Logré lo que me propuse hacer y no es culpa mía si las
cosas no salieron como esperaba. Ese es mi consuelo —dijo Amy con un
ligero temblor en la voz—. Os agradezco mucho a todas vuestra ayuda y aún
os estaría más agradecida si no volviésemos a hablar de este asunto durante un mes por lo menos.
Nadie sacó el tema en meses, pero a partir de entonces el uso del término
fête provocaba una sonrisa general, y el día del cumpleaños de Amy, Laurie
le regaló, a modo de amuleto, una langosta de coral para la cadena del reloj.

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