Mujercitas – Louisa May Alcott
NUESTRO CORRESPONSAL EN EL EXTRANJERO
Londres
Querida familia:
En este momento, estoy sentada junto a uno de los ventanales del Bath
Hotel, en Piccadilly. No es un lugar elegante pero el tío estuvo aquí hace
unos años y no quiere ir a ningún otro. No me preocupa porque, de todas
formas, no vamos a estar demasiado tiempo en la ciudad. ¡Lo estoy pasando
tan bien que no sé por dónde empezar a contaros! Como no se me ocurre,
sacaré algunas ideas de mi cuaderno de notas. Desde que el viaje empezó no paro de dibujar y garabatear.
Cuando os envié la carta desde Halifax, me sentía muy desdichada, pero
después tuve un viaje estupendo, con muy pocas molestias, y me pasé casi
todo el tiempo en cubierta, entretenida con personas muy agradables. Todo el
mundo era muy amable conmigo, sobre todo los oficiales. Jo, ¡no te rías! En
un barco, los caballeros son de gran ayuda, te ofrecen su apoyo, te sirven y,
como no tienen nada que hacer, agradecen que les hagas sentirse útiles puesto
que, de lo contrario, lo único que hacen es fumar y fumar.
La tía y Flo lo pasaron muy mal durante la travesía y prefirieron quedarse
a solas. Así que, una vez atendidas en la medida de lo posible sus
necesidades, me dediqué a mí, con idea de disfrutar un poco. ¡Qué paseos por
cubierta, qué puestas de sol, qué aire y qué olas! Cuando el barco va a toda
máquina, es casi tan emocionante como galopar en un caballo muy veloz. Me
hubiese encantado que Beth hubiese venido con nosotras, le hubiese sentado
muy bien. Y en cuanto a Jo, la imaginaba subida al foque o como sea que
llamen a esa cosa tan alta, haciéndose amiga de los tripulantes y pasándolo en
grande hablando por la bocina del capitán.
A pesar de lo delicioso que resultaba todo, me alegró mucho ver la costa
de Irlanda, que es un país precioso, verde y soleado, con alguna que otra
cabaña marrón, colinas coronadas por antiguas ruinas y casas de campo de
nobles en los valles, con ciervos en los parques. Era muy temprano, pero no
me arrepentí de haber madrugado para ver aquella bahía llena de barquitos, el
muelle tan pintoresco y el cielo rosado. Era un espectáculo inolvidable.
Uno de mis nuevos amigos, el señor Lennox, se bajó en Queenstown.
Cuando mencioné los lagos de Killarney, suspiró melancólico y me cantó una balada que decía:
¿Has oído hablar de Kate Kearney?
Vive en la orilla del lago Killarney.
Si te mira, huye del peligro, echa a correr.
Dicen que una mirada suya, puede ser fatal.
Menuda tontería, ¿no os parece?
En Liverpool solo nos detuvimos unas horas. Es un sitio sucio y ruidoso,
y me alegré de dejarlo atrás. El tío bajó corriendo del barco y compró un par
de guantes de piel de perro, anos zapatos bastos y feísimos y un paraguas, y
se cortó el pelo à la mutton. Volvió muy orgulloso, jactándose de tener el
aspecto de un auténtico británico. Pero el joven limpiabotas negro que le
limpió de barro los zapatos no tardó ni dos segundos en ver que era
norteamericano y dijo con una mueca: «Ya está, señor, el mejor lustre
yanqui». Al tío le hizo muchísima gracia. ¡Ah, que no se me olvide contaros
la última ocurrencia de Lennox! Le pidió a su amigo Ward, que viajaba con
nosotros, que comprara un ramo para mí, y cuando entré en mi habitación me
encontré con las flores y una tarjeta que decía: «Con mis mejores deseos,
Robert Lennox». ¿No os parece encantador, chicas? Me gusta mucho viajar.
Si no me doy prisa, no llegaré nunca a hablaros de Londres. De camino
hacia la ciudad, tuve la sensación de recorrer una galería de arte, llena de
paisajes espectaculares. Las granjas me entusiasmaron, con sus tejados de
paja, la fachada cubierta de hiedra, ventanas con celosías y mujeres robustas
asomadas con sus sonrosados hijos a la puerta. Hasta el ganado parecía más
manso que el nuestro. Las vacas viven a cuerpo de rey y las gallinas cloquean
satisfechas, como si, contrariamente a lo que ocurre con las nuestras, nunca
se alborotasen. No había visto nunca una gama de colores tan perfecta: la
hierba tan verde, el cielo tan azul, el trigo tan amarillo, los bosques tan
oscuros. Pasé el día extasiada. Flo también, íbamos de un lado a otro
intentando no perder detalle. ¡Y eso que nos desplazábamos a ciento diez
kilómetros por hora! La tía, que estaba muy cansada, se durmió y el tío no
tenía ojos más que para su guía de viajes. Imaginad la escena. Yo
emocionada, exclamo: «¡Oh, esa mancha gris que se ve más allá de los
árboles debe de ser Kenilworth!»; Flo, asomada a mi ventanilla, apunta:
«¡Qué bonito! Papá, ¿iremos allí?», y el tío, mirando tranquilamente sus
zapatos contesta: «No, querida; salvo que pretendas beber cerveza. ¡Es una destilería!».
Tras una pausa, Flo dice: «¡Mira, una horca! ¡Y un hombre que va hacia
ella!». «¿Dónde, dónde?», pregunto yo, y entonces veo dos postes altos con
una viga atravesada y unas cadenas colgando. «Es una mina de carbón»,
explica el tío con un guiño. «Fijaos en ese rebaño de corderitos tumbados en
la hierba, ¡qué bonitos!», comento. «Sí, papá, mira. ¿No te parecen
preciosos?», dice Flo emocionada. «Son gansos, jovencitas», observa el tío
con un tono que invitaba a no añadir nada más. Después de eso, Flo se sentó
y empezó a leer The flirtations of Capt. Cavendish, y yo seguí disfrutando del paisaje.
Como era de esperar, al llegar a Londres llovía y lo único que alcanzamos
a ver fue niebla y paraguas. Descansamos, deshicimos el equipaje y fuimos
de compras. La tía Mary me regaló algo de ropa, pues salí de casa con tanta
precipitación que me hacía falta un poco de todo. Ahora tengo un hermoso
sombrero blanco con una pluma azul precioso, un estupendo vestido de
muselina a juego y la capa más bonita que podáis imaginar. Ir de compras por
Regent Street es una delicia, todo es muy barato; hay lazos preciosos por solo
seis peniques la yarda. Me hice con unos cuantos, pero para los guantes
prefiero esperar a París. ¿Acaso no parece que quien os cuenta esto sea alguien elegante y rico?
Aprovechando que la tía y el tío estaban fuera, Flo y yo pedimos un
cabriolé para dar un paseo y divertirnos un rato. Después nos enteramos de
que no está bien visto que las jovencitas vayan solas en esos coches. ¡Fue
muy divertido! En cuanto estuvimos dentro de la caja de madera, el cochero
arrancó tan deprisa que Flo se asustó y le rogó que se detuviera. Pero, como
el pescante estaba detrás, el hombre no oía ni nuestros gritos ni los golpes que
dábamos con la sombrilla en la pared, por lo que seguimos recorriendo la
ciudad, sin poder remediarlo, doblando esquinas a una velocidad de vértigo.
Por fin, en medio del desespero, vi que había una portezuela en el techo y me
asomé. Unos ojos rojos se clavaron en mí y una voz que olía a cerveza me
preguntó: «¿Qué quiere la señora?». Le transmití mis instrucciones con la
máxima seriedad. El hombre cerró la portezuela de golpe con un «ay, madre»
y frenó al caballo, que empezó a caminar tan lento como si fuésemos en una
comitiva fúnebre. Volví a asomar la cabeza y pedí: «Un poco más rápido», y
el hombre volvió a correr como un loco, por lo que decidimos resignarnos y aceptar nuestro destino.
Hoy ha hecho un buen día y hemos ido a Hyde Park, que queda cerca del
hotel, porque somos más aristocráticas de lo que podría parecer. El duque de
Devonshire vive cerca. Veo con frecuencia a sus lacayos haraganear en la
puerta trasera. La casa del duque de Wellington tampoco queda lejos.
¡Menudas escenas encontramos en el parque, queridas! Duquesas viudas y
gordas que paseaban en carrozas rojas y amarillas, con impresionantes
criados que visten medias de seda y chaquetas de terciopelo situados en la
parte trasera y un chófer con la cara empolvada delante. Elegantes doncellas
que cuidaban de los niños más sonrosados que he visto nunca, hermosas
jóvenes que parecían soñolientas, dandis indolentes con divertidos sombreros
de estilo inglés y guantes de cabritilla de color morado, y soldados muy altos
vestidos con chaquetillas rojas y sombreros redondos que se atan a un lado y
les dan un aspecto de lo más cómico. ¡Estaba deseando hacerles un retrato!
Rotten Row significa Route de roi, es decir, «la ruta del rey», pero ahora
es sobre todo una escuela hípica donde enseñan a montar. Los caballos son
espléndidos y los hombres montan bien, pero las mujeres van rígidas y
rebotan sobre la montura, lo que no es acorde con nuestras costumbres. Al
verlas trotar muy serias arriba y abajo con sus ropas ligeras y sus sombreros
altos, como mujeres en un arca de Noé de juguete, me entraron ganas de
mostrarles un buen y raudo galope americano. Aquí todo el mundo monta a
caballo: los ancianos, las damas robustas, los niños y los jóvenes, que lo
aprovechan para coquetear. Vi a una pareja intercambiar capullos de rosas,
que aquí se llevan en el ojal, y me pareció una idea encantadora.
A mediodía, fuimos a la abadía de Westminster, pero no esperéis que os
la describa. Es imposible. Me contentaré con deciros que es ¡sublime! Esta
tarde iremos a visitar Fechter, el actor francés, lo que sin duda pondrá el
broche de oro a este día, que ha resultado el más feliz de mi vida.
Medianoche
Es muy tarde, pero no puedo enviar esta carta mañana sin contaros lo que
ha ocurrido esta última tarde. ¿A que no adivináis quién vino a visitarnos
mientras tomábamos el té? ¡Los amigos ingleses de Laurie, Fred y Frank
Vaughn! Menuda sorpresa; de no ser por las tarjetas, no los habría
reconocido. Ambos están muy altos y llevan bigote. Fred es ahora un joven
apuesto al estilo inglés, y Frank está mucho mejor, puesto que apenas cojea y
no usa muletas. Laurie les había facilitado nuestra dirección y vinieron a
invitarnos para que nos quedáramos en su casa. El tío declinó la oferta, pero
iremos a visitarlos en cuanto podamos. Nos acompañaron al teatro y lo
pasamos muy bien. Frank se dedicó a hablar con Flo, y Fred y yo charlamos
animadamente como si nos conociésemos de toda la vida. Decidle a Beth que
Frank preguntó por ella y que le entristeció mucho saber de su enfermedad.
Cuando le hablé de Jo, Fred rio y me pidió que transmitiese «un afectuoso
saludo a la dama del sombrero grande». Ambos recordaban lo mucho que nos
divertimos en el campamento que organizó Laurie. Parece que todo eso
ocurrió hace siglos, ¿verdad?
Es la tercera vez que la tía golpea la pared, así que tengo que dejar de
escribir. Me siento como una dama londinense, elegante y disoluta,
escribiendo a horas tan tardías, en una habitación repleta de cosas hermosas y
con la cabeza llena de imágenes de parques, teatros, vestidos nuevos y
galantes caballeros que exclaman «¡Ah!» y se atusan el rubio bigote con
germina altivez londinense. Tengo muchas ganas de veros a todos y, a pesar
de mis tonterías, sabéis que os quiero de todo corazón,
AMY
París
Queridas hermanas:
En mi última carta os hablé de mi estancia en Londres, de lo amables que
fueron los Vaughn y de las salidas tan agradables que nos organizaron.
Hampton Court y el museo de Kensington me gustaron especialmente,
porque en Hampton vi unos dibujos de Rafael y en el museo de Kensington,
una sala llena de cuadros de Turner, Lawrence, Reynolds, Hogarth y otros
grandes artistas. En Richmond Park pasamos un día delicioso. Comimos el
clásico picnic inglés y había más ciervos y robles majestuosos de los que
podía pintar; además oí cantar a un ruiseñor y vi alzar el vuelo a un grupo de
alondras. Nos sentíamos tan a gusto en Londres, gracias a Fred y Frank, que
nos dio pena marcharnos. Los ingleses no te acogen de inmediato pero,
cuando se deciden, no hay quien los supere en hospitalidad. Los Vaughn
esperan reunirse con nosotros en Roma, en invierno, y me llevaré un gran
disgusto si no es así, porque Grace y yo nos hemos convertido en grandes
amigas y los chicos son estupendos, sobre todo Fred.
De hecho, apenas llegamos a París, nos encontramos nuevamente con él.
Dijo que estaba de vacaciones y que iba camino de Suiza. A la tía no le hizo
demasiada gracia al principio, pero él se mostró tan encantador que era
imposible ponerle pegas. Ahora se entienden de maravilla y todos nos
felicitamos por su presencia, porque habla perfectamente francés; no sé qué
sería de nosotras sin él. El tío apenas conoce unas frases y se empeña en
hablar en inglés a gritos, como si al alzar la voz los demás fuesen a entenderle
mejor. La tía tiene un acento arcaizante y Flo y yo, a pesar de que nos
jactábamos de saber mucho francés, hemos descubierto que no es cierto y
agradecemos mucho que Fred nos sirva de intérprete, o como dice el tío,
«parlamente en nuestro nombre».
¡Qué bien lo estamos pasando! Visitamos monumentos de la mañana a la
noche, a mediodía hacemos una pausa para comer en alegres cafés y vivimos
aventuras divertidísimas. Cuando llueve, vamos al Louvre, a disfrutar de los
cuadros. Jo torcería el gesto ante algunas de estas obras maestras porque no
tiene sensibilidad artística, pero yo sí la tengo y me esmero por cultivar mi
vista y mi gusto a buen ritmo. Seguro que ella preferiría ver las pertenencias
de personajes importantes. He visto el sombrero de tres picos de Napoleón y
su abrigo gris, la cuna en la que durmió de niño y un cepillo de dientes suyo;
también he tenido ante mí un zapatito de María Antonieta, el anillo de san
Dionisio, la espada de Carlomagno y otros muchos artículos interesantes.
Cuando vuelva, os lo contaré todo con detalle pero, ahora por escrito, no
puedo dedicarle más tiempo a todo esto.
El Palais Royal es un lugar de ensueño que alberga tanta bijouterie y
cosas maravillosas que casi me vuelvo loca por no poder comprar nada. Fred
pretendía regalarme alguna pieza pero, por supuesto, no se lo permití. Luego
fuimos al Bois de Boulogne y a los Champs Elysées, que son magnifiques.
He visto a la familia imperial en varias ocasiones. El emperador es un hombre
feo y de aspecto serio, la emperatriz es pálida y hermosa, pero tiene un gusto
horroroso para vestir; una vez llevaba un vestido púrpura, un sombrero verde
y unos guantes amarillos. El pequeño Napoleón es un niño guapo que se pasa
el rato charlando con su tutor y saluda con la mano a la gente cuando desfila
en una carroza tirada por cuatro caballos, con postillones vestidos con
chaqueta de satén rojo y guardia montada delante y detrás del vehículo.
Solemos pasear por los preciosos jardines de les Tuileries, aunque yo
prefiero los de Luxembourg, más antiguos. Père la Chaise es un cementerio
de lo más curioso; muchas de las tumbas parecen habitaciones pequeñas y, al
mirar en su interior, descubres una mesa con imágenes del fallecido y sillas
para los que acuden a llorar su muerte. ¡Qué francés resulta todo eso! ¿No os parece?
Nuestras habitaciones dan a la rue de Rivoli; desde el balcón vemos la
calle, larga y magnífica de principio a fin. Es tan agradable que cuando
estamos cansadas de las visitas nos quedamos en el hotel y pasamos la tarde
charlando y descansando en el balcón. Fred es de lo más entretenido y,
además, es el joven más encantador que conozco —excepción hecha de
Laurie—. Sus modales son exquisitos. Preferiría que fuese moreno porque no
me gustan los muchachos rubios, pero los Vaughn son una familia excelente
y muy rica, así que no seré yo quien ponga pegas a su cabello claro, sobre
todo cuando el mío es aún más rubio que el suyo.
La semana que viene partiremos rumbo a Alemania y Suiza y apenas
pararemos durante el viaje, de modo que solo podré enviaros unas cuantas
líneas. Pero escribiré mi diario y procuraré «recordar y describir con la
máxima precisión las maravillas que tenga la suerte de contemplar», tal y
como me aconsejó papá. Esta es una práctica muy útil para mí; cuando veáis
mi cuaderno de apuntes, los bocetos os ayudarán a entender mi viaje mejor que mis torpes palabras.
Adieu, recibid todas mi más tierno abrazo.
VOTRE AMIE
Heidelberg
Querida mamá:
Aprovecho que hacemos un breve descanso antes de salir hacia Berna
para contarte lo que ha ocurrido últimamente, porque algunos hechos son
muy importantes, como tendrás ocasión de comprobar.
El recorrido en barco por el Rin resultó excelente y lo disfruté mucho.
Estuve leyendo algunos de los viejos libros de viaje de papá sobre la zona,
No encuentro palabras para describir su belleza. En Coblenza lo pasamos de
maravilla con unos estudiantes de Bonn que Fred conoció en el barco y nos
dieron una serenata. Era una noche de luna llena y, a eso de la una, Flo y yo
nos despertamos al oír una música deliciosa bajo nuestra ventana. Nos
acercamos corriendo y, ocultas tras las cortinas, miramos tímidamente hacia
fuera, donde vimos a Fred y los estudiantes cantando. Es la escena más
romántica que he visto en toda mi vida: el río, el puente, los barcos, la
enorme fortaleza enfrente, la luna y una música que hubiese derretido al corazón más duro.
Cuando terminaron, les lanzamos flores y les vimos luchar entre sí por
ellas, besar la mano de unas damas invisibles y alejarse riendo… para ir a
fumar y beber cerveza, supongo. A la mañana siguiente, Fred se sacó del
bolsillo una flor estrujada para enseñármela y se puso muy sentimental, Me
burlé de él y le expliqué que no había sido yo quien la había lanzado, sino
Flo, y al parecer eso le molestó porque arrojó la flor por la ventana y volvió a
mostrarse sensato. Temo que este chico me va a dar problemas.
Los baños de Nassau estaban muy animados, al igual que Baden-Baden,
donde Fred perdió una suma de dinero y yo le regañé por ello. Ahora que
Frank no está con él, necesita que alguien le cuide. Kate comentó en una
ocasión que esperaba que se casase pronto y yo coincido con ella en que sería
lo mejor para él. Frankfurt me pareció precioso. Visitamos la casa de Goethe,
la estatua de Schiller y la famosa Ariadna de Dannecker Lo encontré
encantador, pero lo habría disfrutado más aún de haber conocido mejor la
historia. No quise preguntar porque todos estaban al corriente o fingían
estarlo. Tal vez Jo me pueda contar algo, tendría que haber leído más. Ahora
descubro que no sé apenas nada y me avergüenzo de ello.
Ahora viene lo más serio… Es muy reciente, y Fred se acaba de marchar.
Es un joven tan alegre y dulce que todos le tenernos mucho cariño. Yo
siempre le vi como un compañero de viaje y nada más, hasta la serenata de la
otra noche. Entonces, comencé a intuir que los paseos a la luz de la luna, las
conversaciones en el balcón y las aventuras diarias eran algo más que un
simple entretenimiento para él. Mamá, te prometo que no he coqueteado con
él… Recuerdo lo que me advertiste y he procurado seguir tus consejos. Yo no
tengo la culpa de gustarle a alguien. No hago nada para que eso se produzca y
me duele no sentir nada, aunque Jo opine que no tengo corazón. Mamá,
supongo que estarás meneando la cabeza y que las chicas dirán ¡Menuda
picara interesada!, pero he tomado una decisión; si Fred se declara, le
aceptaré aunque no esté locamente enamorada. Me cae bien y nos sentimos
muy a gusto juntos. Es joven, apuesto, bastante inteligente y muy rico, más
rico incluso que los Laurence. No creo que su familia se oponga, y yo sería
muy feliz porque son personas amables, bien educadas y generosas que me
aprecian. Dado que Fred es el mayor de los gemelos, supongo que heredará
buena parte del patrimonio, ¡que es enorme! Tienen una casa estupenda en la
ciudad, en una de las calles más elegantes; no es tan vistosa como las grandes
casas norteamericanas, pero es el doble de cómoda y tiene muchos más lujos,
como les gusta vivir a los ingleses. Me encanta, y todo es auténtico. He visto
la vajilla, las joyas de la familia, los viejos sirvientes y cuadros de la
propiedad que tienen en el campo, una mansión con un amplio jardín, situada
en un bello enclave, con buenos caballos. ¿Qué más podría pedir? Prefiero
eso a uno de esos títulos que hacen enloquecer a las muchachas pero que no
tienen nada detrás. Puede que sea una interesada, pero detesto la pobreza y no
pienso soportarla ni un segundo más de lo imprescindible. Es preciso que una
de nosotras se case con un hombre rico. Meg no lo ha hecho, Jo no lo hará y
Beth todavía no puede… De modo que lo haré yo y así todos llevaremos una
vida más confortable. No me casaría con un hombre al que detestase o
despreciase. Podéis estar seguras de ello. Aunque Fred no sea mi ideal, está
muy bien y, con el tiempo, llegaría a apreciarle si él me tratase bien y me
dejase hacer lo que quisiese. He estado dando vueltas al asunto durante toda
la semana pasada —era imposible no darse cuenta de que le gusto a Fred—.
Él no dijo nada, pero sus gestos le delataban. Nunca va con Flo, siempre está
a mi lado, en los coches, en la mesa, cuando paseamos. Cuando nos
quedamos a solas, se pone emotivo, y si algún joven me dirige la palabra,
frunce el entrecejo. Ayer, a la hora de la cena, un oficial austríaco nos miró y
luego le comentó a su amigo, un barón con pinta de libertino, algo acerca de
ein wonderschönes Blöndschen, y Fred se enfureció como un león y cortó la
carne tan enérgicamente que casi la tira del plato. No es uno de esos ingleses
flemáticos y estirados, se enfada con facilidad; supongo que debe de llevar
sangre escocesa en las venas o eso parece a juzgar por sus hermosos ojos azules.
En fin, ayer fuimos al castillo al caer la tarde, todos menos Fred, que tenía
que reunirse con nosotros allí después de ir a buscar unas cartas a la oficina
de correos. Lo pasamos bien curioseando entre las ruinas, las bodegas, donde
hay un enorme tonel, y los hermosos jardines que el noble propietario mandó
hacer al gusto de su esposa, que era inglesa. Pero lo que más me impresionó
fue la gran terraza y las hermosas vistas que ofrecía. De modo que, mientras
el resto del grupo visitaba las habitaciones, yo me quedé allí, sentada,
haciendo un esbozo de una cabeza de león de piedra gris que había en un
muro, rodeada de ramas de madreselvas de color escarlata. Me sentía como el
personaje de una novela romántica, viendo cómo el río Neckar cruzaba el
valle, deleitándome con la música de una banda austríaca y esperando a mi
enamorado. Presentí que estaba a punto de ocurrir algo y me supe preparada
para ello. Aguardé tranquila, sin enrojecer ni temblar, aunque sí algo nerviosa.
Al poco, oí la voz de Fred y le vi atravesar corriendo el gran arco en
dirección a mí. Parecía tan alterado que me olvidé de todo y le pregunté qué
le ocurría. Me explicó que acababa de recibir una carta en la que se le urgía a
regresar a casa porque Frank estaba gravemente enfermo. Pensaba marchar
de inmediato, en el tren de la noche, y solo venía a despedirse. Lamenté
mucho la noticia y me sentí decepcionada… aunque solo por unos segundos,
porque me estrechó la mano y dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas:
«Volveré pronto… No me olvidarás, ¿verdad, Amy?».
No le prometí nada, pero le miré y pareció bastarle con eso. No hubo
tiempo para nada más porque apenas disponía de una hora para preparar su
partida. Todos le echamos mucho de menos. Sé que quería hablar conmigo,
pero intuyo, por algo que comentó en una ocasión, que ha prometido a su
padre no hacer nada sin consultárselo. Es un muchacho muy impulsivo y el
anciano señor teme que le imponga una nuera extranjera. Pronto nos
reuniremos con él en Roma y entonces, si no he cambiado de idea, le aceptaré cuando se declare.
Por supuesto, todo esto es confidencial, pero quería que estuvieras al
corriente. No te preocupes por mí; sigo siendo tu «sensata Amy» y te aseguro
que no haré nada sin pensarlo bien. Me encantaría recibir tus consejos y los
tendría muy en cuenta. Ojalá pudiera conversar contigo largo y tendido,
mamá. Te quiero mucho, confía en mí.
Tu hija,
AMY