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Capítulo 36

Mujercitas – Louisa May Alcott
EL SECRETO DE BETH

Cuando Jo volvió a casa, aquella primavera, se sorprendió al ver a Beth
muy cambiada. Nadie comentaba nada ni parecía especialmente consciente de
ese hecho, porque había sido uno de esos cambios progresivos que pasan
inadvertidos a quienes ven a alguien a diario. Pero la distancia había
agudizado la visión de Jo y, al ver el rostro de su hermana, le dio un vuelco el
corazón. No estaba más pálida que en otoño, y solo un poco más delgada,
pero tenía un extraño aspecto transparente, como si su envoltorio mortal se
hubiese vuelto más fino y el brillo de su parte inmortal pudiese atravesar la
delicada piel creando una belleza conmovedora, muy difícil de describir. Jo
lo percibió y lo sintió, pero no comentó nada en el momento y, después,
aquella primera impresión fue perdiendo importancia porque Beth estaba
feliz y todo el mundo coincidía en que había mejorado mucho. Y, como Jo
tenía otros asuntos en los que pensar, terminó por olvidar sus temores.
Sin embargo cuando Laurie se fue y la paz volvió a instalarse, aquella
angustia indefinida regresó y empezó a obsesionarla. Había confesado sus
pecados y recibido el perdón, y cuando mostró sus ahorros y propuso usarlos
para ir a la montaña con Beth, su hermana se lo agradeció con todo el
corazón, pero rogó que no la forzaran a alejarse tanto de su hogar. Se convino
que le vendría mejor ir nuevamente a la playa y, puesto que la abuela no
quería separarse de los niños, decidieron quejo sería la encargada de
acompañar a Beth a un destino tranquilo, en el que podría disfrutar del aire
libre y dejar que la fresca brisa del mar pusiese un toque de color en sus pálidas mejillas.
No eligieron un lugar de moda y, aunque había personas muy agradables,
las dos jóvenes prefirieron no hacer vida social y pasar el tiempo a solas.
Beth era demasiado tímida para disfrutar en compañía de desconocidos, y Jo
estaba demasiado volcada en su hermana para prestar atención a nadie más.
Así pues, ambas lo eran todo para la otra, iban y venían, ajenas a la
curiosidad que despertaban entre quienes las rodeaban, personas que
observaban con compasión a la pareja de hermanas, una fuerte, la otra, frágil,
que iban siempre juntas a todas partes como si presintiesen que no tardaría en imponerse una larga separación.
Ambas lo intuían, aunque ninguna decía nada, porque, a menudo, entre
nosotros y nuestros queridos existe una última barrera difícil de franquear. A
Jo le parecía que era como si un velo se interpusiese entre su corazón y el de
Beth pero, cuando alargaba la mano para retirarlo, tenía la impresión de que
en aquel silencio había algo sagrado que la llevaba a esperar que Beth hablase
por iniciativa propia. Le extrañaba —y también agradecía— que sus padres
no parecieran ver lo que ella veía. En el transcurso de aquellas tranquilas
semanas, en las que la sombra se cernía cada vez con mayor contundencia
sobre ella, no comentó nada a su familia, consciente de que todos se darían
cuenta cuando viesen que Beth volvía a casa sin experimentar mejoría alguna.
Se preguntaba si su hermana sería consciente de la triste verdad y qué
pensamientos cruzarían por su mente durante las largas horas que pasaba
tumbada en las cálidas rocas, con la cabeza en el regazo de Jo, mientras
soplaba la saludable brisa y el mar componía música a sus pies.
Un día, Beth habló. Jo pensó que su hermana dormía porque estaba muy
quieta, dejó a un lado su libro y se la quedó mirando con melancolía,
buscando algún rastro de color en las mejillas de Beth que le devolviese en
parte la esperanza. Pero no encontraba nada que la consolara; tenía el rostro
más delgado y las manos parecían demasiado débiles para sujetar incluso las
pequeñas conchas rosadas que habían recogido en la playa. En ese punto,
comprendió con amargura que Beth se alejaba, llevada por la corriente, y sus
brazos se tensaron instintivamente, como para retener su preciado tesoro. Las
lágrimas le empañaron los ojos y se le nubló la vista; cuando se las enjugó,
encontró a Beth mirándola de frente con tal ternura que las palabras que pronunció estaban de más:
—Jo, querida, me alegra que lo hayas descubierto. He querido decírtelo
varias veces, pero no sabía cómo hacerlo.
Por toda respuesta, Jo abrazó a su hermana y no derramó ni una sola
lágrima porque, cuando estaba verdaderamente conmovida, era incapaz de
llorar. En ese momento, la más débil era Jo y Beth trataba de consolarla
abrazándola y susurrando palabras de ánimo en su oído.
—Hace mucho que lo sé, querida, y ahora que ya estoy hecha a la idea no
me resulta tan duro pensar en ello o hacerle frente. Intenta verlo de ese modo
y no te preocupes por mí, porque es mejor así. De verdad que sí.
—Beth, ¿era eso lo que te afligía tanto en otoño? ¿No lo habrás sentido
desde entonces y guardado el secreto tanto tiempo, verdad? —preguntó Jo. Se
negaba a ver o afirmar que era «mejor así», pero le alegraba saber que Laurie no era la causa del dolor de Beth.
—Sí, en aquel momento perdí la esperanza, pero no era capaz de
asumirlo. Me dije que serían imaginaciones mías y que no debía preocupar a
nadie. Pero cuando te vi a ti tan bien y tan fuerte, llena de planes felices, me
entristeció comprobar que nunca podría ser como tú y eso me hizo sentir muy mal, Jo.
—¡Oh, Beth, y no me dijiste nada! ¿Por qué no querías que te ayudase y
te consolase? ¿Cómo pudiste dejarme al margen y lidiar con todo eso tú sola?
El tono de Jo era de tierno reproche y le dolía el alma al pensar en la
batalla que Beth había librado sola mientras se hacía a la idea de que debía
despedirse de la salud, el amor y la vida y cargar su cruz con buen ánimo.
—No sé si me equivoqué, pero mi intención era buena. No estaba segura
y, como nadie comentaba nada, confié en que fueran imaginaciones mías.
Hubiese sido muy egoísta por mi parte asustaros cuando Marinee estaba tan
preocupada por Meg, Amy en el extranjero y tú tan feliz con Laurie, o por lo menos eso pensaba yo entonces.
—Y yo creí que tú estabas enamorada de él, Beth, y me alejé porque no
podía… —exclamó Jo, contenta de poder decir la verdad.
Beth la miró tan perpleja que, a pesar del dolor, Jo no pudo evitar sonreír y añadir con dulzura:
—Entonces, ¿no estabas enamorada de él, querida? Yo imaginaba que sí y
te suponía sufriendo por amor todo este tiempo.
—¡Oh, Jo! ¿Cómo iba a quererle si él estaba tan loco por ti? —preguntó
Beth, con la inocencia de una niña—. Claro que le quiero mucho, se porta
bien conmigo, es imposible no apreciarle, Pero siempre será como un
hermano para mí. De hecho, me encantaría que algún día lo fuese de verdad.
—Pues no será por mí —aseguró Jo con firmeza—. La única que queda es
Amy. Creo que se llevarían bien, pero no tengo ánimo para pensar en esas
cosas ahora. Lo único que me preocupa ahora es tu futuro, Beth. Tienes que reponerte.
—¡Me encantaría! ¡No sabes cuánto! Lo intento, pero cada día pierdo un
poco más de fuerza y comprendo que no la recuperaré jamás. Es como una
marea, Jo; cuando crece, va lenta, pero es imparable.
—Pues debemos pararla. Tu marea no puede crecer ahora, eres demasiado
joven, ¡solo tienes diecinueve años! Beth, no puedo dejarte marchar.
Trabajaré, rezaré y lucharé contra esto. No te dejaré marchar, tiene que existir
una manera, no puede ser demasiado tarde. Dios no puede ser tan cruel como
para arrancarte de mi lado —exclamó Jo, rebelándose, porque su espíritu era
mucho menos piadoso que el de Beth.
La gente sencilla y sincera rara vez habla de su devoción. En lugar de
expresarla con palabras, la muestra con sus actos, que influyen en los demás
más que una homilía o un sermón. Beth era incapaz de razonar o explicar la
forma en que la fe le aportaba valor y paciencia para renunciar a la vida y
esperar con buen ánimo la llegada de la muerte. Al igual que un niño
confiado, no hacía preguntas y lo dejaba todo en manos de Dios y de la
Naturaleza, el Padre y la Madre de todos nosotros, segura de que ellos y solo
ellos podrían ensenar y dar fuerza a su espíritu para hacer frente a esta vida y
a la que estaba por venir. En lugar de reprender a Jo con sermones píos, la
quiso aún más por su apasionada entrega y se aferró más a ese amor humano
al que Dios no quiere que renunciemos y que usa para acercarnos más a Él.
No podía afirmar: «Me alegro de marcharme», porque valoraba mucho la
vida, solo podía llorar y decir: «Lo intentaré con toda mi fuerza», abrazada a
Jo, mientras aquella primera ola de amargura y profunda pena rompía sobre ambas.
Al poco rato, recobrada en parte la serenidad, Beth apuntó:
—¿Hablarás con todos cuando volvamos a casa?
—Creo que se darán cuenta sin necesidad de que diga nada —respondió
Jo con un suspiro, porque Beth parecía empeorar de día en día.
—Tal vez no, he oído que los seres que más nos aman suelen ser ciegos
ante esta clase de cosas. Si no lo quieren ver, ¿se lo dirás tú por mí? No
quiero que haya más secretos y es mejor que estén preparados. Meg tiene a
John y a los niños para consolarla, pero tú debes permanecer al lado de papá y mamá. ¿Lo harás, Jo?
—Haré lo que pueda, Beth, pero aún no me resigno. Voy a hacer como si
fuesen imaginaciones tuyas y no permitiré que creas que estás peor —dijo Jo
tratando de mostrarse animada.
Beth permaneció unos minutos pensativa y luego dijo con una gran calma:
—No sé cómo expresar lo que siento y no me atrevería a intentarlo con
nadie que no fueses tú, mi querida Jo. Lo cierto es que siempre he sentido que
no viviría mucho tiempo. No soy como vosotras, nunca he hecho planes de
futuro. Nunca he pensado en casarme, como hacéis vosotras. La verdad es
que siempre me he imaginado como la pequeña Beth, trabajando en casa y
sin servir para nada más, Nunca he querido irme lejos y por eso ahora me
resulta tan duro dejaros. No tengo miedo, pero sospecho que os echaré de menos desde el cielo.
Jo no podía hablar y, durante varios minutos, solo se oyó el viento soplar
y el chapaleteo de la marea al subir. Una gaviota de alas blancas voló cerca
de ellas y les llevó un destello de sol en su pecho plateado. Beth la contempló
hasta que desapareció en el horizonte, con los ojos encharcados de pena. Un
pajarillo gris daba saltitos por la arena de la playa, piando suavemente como
para sí, disfrutando del sol y del mar. Se acercó mucho a Beth, la miró con
afecto y se fue a colocar sobre una piedra para secar al sol sus alas mojadas.
Beth sonrió y se sintió mejor porque el avecilla parecía ofrecerle su amistad y
recordarle que el mundo era un lugar acogedor en el que disfrutar.
—¡Qué pajarito más bonito! Es muy dócil, Jo. Me gustan estos pajarillos
más que las gaviotas, no son tan hermosos ni tan salvajes, pero parecen
felices y saben disfrutar de las pequeñas cosas. El verano pasado solía decir
que eran mis pájaros. Mamá decía que le recordaban mucho a mí porque no
paran de moverse, les gusta estar junto a la orilla y siempre andan cantando
alegremente. Tú eres la gaviota, Jo, fuerte y salvaje, enamorada del viento y
de las tormentas, capaz de adentrarse en el mar y vivir feliz en soledad. Meg
es la tórtola y Amy es como las alondras que describe en sus cartas, siempre
intentando remontarse por encima de las nubes, pero cayendo finalmente en
el nido. ¡Querida niña! Es muy ambiciosa, pero tiene un buen corazón y
mucha dulzura y, por muy alto que vuele, nunca se olvida de los suyos.
Espero volver a verla, pero está muy lejos.
—Volverá en primavera, y estoy segura de que para entonces ya te
encontrarás bien y podrás divertirte con ella. Yo ya habré conseguido que te
recuperes y tengas mejor color —afirmó Jo. De todos los cambios operados
en su hermana, el que más le impresionaba era el que tenía que ver con su
forma de hablar. Ya no parecía costarle exteriorizar lo que sentía, y expresaba
sus pensamientos como nunca antes había hecho la vergonzosa Beth.
—Jo, por favor, deja de albergar esperanzas. No me voy a recuperar,
estoy segura. En lugar de ponernos tristes, ¿no sería mejor que intentáramos
pasarlo bien mientras llega el momento? Podemos ser felices porque no sufro
demasiado y creo que la marea crecerá serenamente si me ayudas un poco.
Jo se inclinó para besar el rostro sosegado de su hermana y, a partir de ese
callado beso, se dedicó en cuerpo y alma al cuidado de Beth.
Tenía razón. Cuando volvieron a casa, no hizo falta decir nada. Su padre y
su madre lo vieron de inmediato a pesar de que habían rezado para que se les
evitase tal visión. Agotada por el corto viaje, Beth se fue a la cama diciendo
lo contenta que estaba de estar nuevamente en casa y, cuando Jo bajó,
comprendió que no tendría que pasar por el duro trance de contar el secreto
de Beth. Su padre estaba apoyado en la chimenea y ni siquiera se volvió al
oírla entrar; su madre, en cambio alargó los brazos como pidiendo ayuda y Jo
corrió a consolarla sin tener que pronunciar una sola palabra.

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