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Capítulo 40

Mujercitas – Louisa May Alcott
UN VALLE DE SOMBRAS

Una vez superada la amargura inicial, la familia se resignó ante lo
inevitable y procuró mantener el ánimo, ayudándose los unos a los otros con
esas muestras de afecto que surgen espontáneamente en los hogares que han
de unirse ante una desgracia. Hicieron a un lado el dolor y todos se
esforzaron al máximo para que el último año de Beth fuese lo más feliz posible.
Le dejaron la habitación más agradable de la casa, y colocaron en ella sus
objetos preferidos: flores, cuadros, su piano, una pequeña mesa de trabajo y
sus queridos mininos. Allí fueron a parar también los mejores libros del
padre, la mecedora de la madre, el escritorio de Jo, los dibujos más hermosos
de Amy, y Meg llevaba cada día a sus hijos en peregrinación, a visitar a la tía
Beth. John ahorró una pequeña suma para poder comprar cada día a la
enferma su fruta preferida, que le apetecía más que nunca; la vieja Hannah no
se cansaba de preparar platos exquisitos para satisfacer el caprichoso apetito
de la joven y no paraba de llorar mientras cocinaba. Y desde allende el mar
llegaban pequeños regalos y cartas de aliento que traían consigo un poco del
calor y el aroma de aquellas tierras lejanas que no conocían el invierno.
Y en esa habitación, venerada como un santo en su ermita, se sentaba
Beth, tan serena y atareada como siempre; porque nada cambiaba su
naturaleza dulce y entregada. Mientras se preparaba para abandonar la vida,
trataba de hacer felices a los que dejaría atrás. Sus débiles dedos no
permanecían nunca inactivos y uno de sus entretenimientos favoritos era
confeccionar detalles para los escolares que pasaban por allí. Desde su
ventana, lanzaba unos mitones para unas manos amoratadas por el frío, un
par de agujas de tejer para una madre de muchas muñecas, papel secante para
los jovencitos que daban sus primeros pasos en los bosques de la caligrafía,
cuadernos de dibujo para amantes del arte y toda clase de artículos
agradables, hasta que los escaladores que subían de mala gana por la cuesta
del saber, viendo su camino cubierto de flores, llegaron a considerar que su
benefactora, sentada en el piso de arriba, era una especie de hada madrina que
milagrosamente entregaba siempre los regalos que mejor convenían a sus
necesidades y gustos. De haber buscado recompensa, a Beth le habría bastado
con el brillo que los niños tenían en los ojos cuando miraban hacia su
ventana, sonriendo y saludándola con la cabeza, y con las graciosas cartas
que le hacían llegar, llenas de borrones de tinta y de gratitud.
Los primeros meses fueron muy felices, y Beth acostumbraba a mirar en
torno a sí y exclamar «Qué hermoso es esto» cuando se reunían todos en su
dormitorio bañado por el sol; los niños lanzaban grititos y pataleaban en el
suelo, la madre y las hermanas trabajaban cerca y su padre leía en voz alta y
clara libros sabios llenos de palabras de consuelo tan válidas hoy como siglos
atrás, cuando fueron escritas. En aquella improvisada capilla, un paternal
pastor enseñaba a su rebano la lección más dura que hemos de aprender y
trataba de mostrar que la esperanza puede reforzar el amor y que la fe hace
posible la resignación. Sus sencillos sermones tocaban el corazón de quienes
le escuchaban, porque el sacerdote hablaba en calidad de padre, y la
frecuencia con la que se le quebraba la voz cuando hablaba o leía dotaba a
sus palabras de una elocuencia mayor de la habitual.
La paz de aquellos días era un preludio de las tristes horas por venir. No
transcurrió mucho tiempo antes de que Beth considerara que las agujas de
tricotar pesaban demasiado y las dejase para siempre. Hablar la cansaba en
exceso, recibir visitas la incomodaba, el dolor se había apoderado de ella y su
espíritu tranquilo se vio tristemente enturbiado por la enfermedad que afligía
a su débil cuerpo. ¡Pobrecilla! Qué días tan duros, qué noches tan largas,
cuánto dolor en los corazones y cuántas oraciones implorantes pronunciadas
por quienes más la querían, al verla extender hacia ellos sus delgados brazos
y oírla exclamar con angustia: «¡Ayudadme, ayudadme!», sabiendo que nada
podían hacer. El triste eclipse de un alma serena, la dura lucha de una vida
joven con la muerte; pero ambos fueron misericordiosamente breves y, una
vez vencida la rebeldía natural, la paz volvió con nías belleza que nunca. El
naufragio de su delicado cuerpo dio más fuerza al alma de Beth. Y, aunque
hablaba poco, quienes la rodeaban sintieron que estaba lista, comprendieron
que el primer peregrino llamado a partir es el mejor preparado y esperaron
junto a ella, en la orilla, hasta ver cómo los seres resplandecientes salían a recibirla cuando cruzara el río.
Desde que Beth anunciara: «Me siento más fuerte cuando estás a mi
lado», Jo no se apartaba de ella ni un segundo. Dormía en un sofá, en la
habitación de su hermana, se despertaba con frecuencia para avivar el fuego,
darle de comer, ayudarla a incorporarse o cuidar a la paciente criatura, que
rara vez pedía nada y «procuraba no molestar a nadie». Permanecía en el
dormitorio día y noche, celosa de cualquier otra persona que fuese a cuidar a
Beth y orgullosa de haber sido elegida para cumplir con la tarea más
importante de su vida. Aquellas horas fueron preciosas y de gran ayuda para
Jo, porque su corazón recibió las enseñanzas que más necesitaba: la
paciencia, que aprendió mediante lecciones tan dulces que era imposible que
no las asimilara; la caridad por todos, que un alma buena es siempre capaz de
perdonar y olvidar cualquier afrenta; la lealtad hacia el deber, que hace más
llevadera la tarea más dura, y la fe sincera, que no conoce el miedo y confía sin albergar dudas.
A menudo, despertaba y veía a Beth leer su librito, ya gastado, o la oía
cantar en voz baja para entretener sus noches en vela. Otras veces la
encontraba con el rostro entre las manos, llorando mansamente, mientras las
lágrimas rodaban por sus transparentes dedos; Jo la miraba sin levantarse de
la cama, tan impresionada que ni llorar podía, y comprendía que Beth se
despedía a su modo, sencillo y desinteresado, de su antigua vida y se
preparaba para la siguiente buscando consuelo en la palabra de Dios, en
oraciones quedas y en la música que tanto amaba.
Ser testigo de aquellos momentos enseñó a Jo más que el sermón nías
sabio, el himno más santo o la oración más fervorosa jamás pronunciada. Con
los ojos anegados de lágrimas y el corazón más sensible por la pena, entendió
la belleza de la vida que había llevado su hermana: sin incidentes, sin
ambición y, sin embargo, llena de virtudes «que perfuman y adornan la
sepultura» y de ese desapego por uno mismo, que convierte a los más
humildes en los favoritos del cielo, el mayor éxito al que uno pueda aspirar.
Una noche, cuando Beth repasaba los libros que tenía en su mesilla, en
busca de algo que la ayudase a olvidar la fatiga mortal que era casi más difícil
de sobrellevar que el dolor, hojeando uno de sus clásicos favoritos, El
progreso del peregrino, encontró una nota escrita a mano por Jo. JE1 título
despertó su curiosidad, y al ver letras emborronadas supuso quejo habría llorado al escribirlo.
Pobre Jo, está rendida, no la despertaré para pedirle permiso para leer este
texto. Ella no tiene secretos para mí y no creo que le importe que le eche un
vistazo, pensó Beth mirando de reojo a su hermana, que se había dormido
sobre la alfombra, con el atizador en la mano, lista para despertar y avivar el
fuego en cuanto este empezase a consumirse.
MI BETH
Pacientemente sentada en la sombra, a la espera de ver llegar la sagrada
luz, tu serena y santa presencia bendice nuestro afligido hogar. Las alegrías y
las penas terrenas no son nada cuando pienso en las aguas profundas y
solemnes del río que moja tus pies.
Querida hermana, que en todo me superas, enséñame a vivir como tú,
ajena a luchas y preocupaciones, haciendo de la vida algo hermoso. Légame
tu gran paciencia, que es capaz de mantener alegre y resignado a un espíritu
encerrado en una cárcel de dolor.
Dame, porque en verdad lo necesito, parte de tu valor, tu sabiduría y tu
dulzura, que te han permitido recorrer gozosamente el duro camino del deber.
Dame algo de tu naturaleza desinteresada, que, unida a tu divina caridad, te
lleva a perdonar las afrentas en nombre del amor. Corazón bondadoso, ¡apiádate de mí!
De ese modo, la hora de nuestra separación resultará menos dolorosa y
amarga y, mientras aprendo la dura lección, esta terrible pérdida se convierte
en ganancia. Porque el dolor moderará mi natural rebeldía, dará a mi vida
aspiraciones más elevadas y renovará mi fe en lo desconocido.
Y, cuando hayas cruzado el río, sé que habrá un espíritu amado y cercano
a mí esperándome en la otra orilla. La esperanza y la fe nacidas del pesar se
convertirán en mis ángeles guardianes, y tú, querida hermana, que partiste
antes que yo, serás quien me guíe en el camino a casa.
La lectura de aquellas líneas, emborronadas y llenas de tachones,
desiguales y débiles, aportó un gran consuelo a Beth, porque si algo
lamentaba era pensar que no había aprovechado bien su vida. Las palabras de
su hermana indicaban que su existencia no había sido en vano y que su
muerte no aportaría solo desconsuelo, como temía. Permaneció un rato
sentada, con la nota doblada entre las manos, hasta que el tronco de la
chimenea, ya carbonizado, se partió y Jo se despertó para avivar el fuego. Se
deslizó hacia la cama de Beth pensando que dormía.
—No estoy dormida, querida, pero soy muy feliz. Mira, he encontrado
esto y lo he leído. Supuse que no te importaría. ¿En verdad significo todo
esto para ti, Jo? —preguntó con tristeza y sincera humildad.
—¡Oh, Beth, eso y mucho más, mucho más! —Jo hundió el rostro en la
almohada, junto a la cabeza de su hermana.
—Entonces, no he desperdiciado mi vida. No soy tan buena como tú me
pintas, pero he intentado hacer el bien y ahora, cuando ya es tarde para todo,
me alegra saber que alguien me quiere tanto y siente que le he sido de ayuda en algo.
—Somos muchos los que lo sentimos, Beth. Pensaba que no te podría
dejar marchar, pero he aprendido que no te perderé, que estarás más en mí
que nunca y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca.
—Sé que es así, y por eso ya no temo a la muerte, porque estoy segura de
que seguiré siendo tu Beth y te ayudaré y querré más que nunca. Debes
ocupar mí lugar, Jo, y cuidar de papá y mamá cuando yo me haya ido. Te
necesitan, no les falles. Si te resulta duro trabajar sola, recuerda que yo te
tendré presente y que esa tarea te reportará más satisfacción que escribir
magníficos libros o ver mundo. El amor es lo único que nos llevamos cuando
morimos y hace que el final sea mucho más dulce.
—Lo intentaré, Beth. —Y en ese momento, Jo renunció a su antigua
ambición, para comprometerse con una nueva y mejor, consciente de la
vanidad de cualquier otro deseo y sintiendo el bendito consuelo que
proporciona creer que solo el amor vence a la muerte.
La primavera llegó y siguió su curso, el cielo se tornó más limpio; los
campos, más verdes, las flores salieron pronto y los pájaros volvieron a
tiempo para despedirse de Beth, que, cansada pero llena de fe, murió cogida
de las manos que la habían guiado en la vida, puesto que fueron su padre y su
madre quienes la acompañaron dulcemente en su paso por el valle de las sombras y se la entregaron a Dios.
Rara vez, salvo en los libros, los moribundos pronuncian frases que todos
recuerdan, tienen visiones o parten con el semblante en paz. Quienes han
acompañado a muchos en su tránsito saben que, la mayor parte de las veces,
la muerte llega de un modo tan natural y sencillo, como el sueño. Tal y como
Beth esperaba, «la marea bajó serenamente» y, en una hora oscura, antes del
amanecer, en el bogar que la había visto respirar por primera vez, la joven
exhaló el último aliento, sin más despedida que una mirada llena de amor y un leve suspiro.
Entre lágrimas y oraciones, la madre y las hermanas prepararon el cuerpo
para el sueño eterno que el dolor ya no puede perturbar. Y al contemplar,
llenas de gratitud, cómo el gesto de sufrimiento de la joven que las había
tenido en vilo durante tanto tiempo daba paso a una majestuosa serenidad
comprendieron, con inmensa alegría, que para su querida Beth la muerte no
era un fantasma lleno de horror, sino un ángel bondadoso.
Al llegar la mañana, por primera vez en mucho tiempo el fuego estaba
apagado, Jo no ocupaba su lugar y en la habitación reinaba el silencio. Pero,
en una rama cercana, un pajarillo cantaba alegremente, en la ventana
florecieron las campanillas de invierno y el sol de primavera entró como una
bendición para iluminar el plácido rostro que reposaba sobre la almohada, un
rostro tan lleno de paz imperturbable que sus seres queridos sonrieron a pesar
de las lágrimas y agradecieron a Dios que Beth se encontrase bien, al fin.

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