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Capítulo 46

Mujercitas – Louisa May Alcott
BAJO EL PARAGUAS

Mientras Laurie y Amy daban sus paseos conyugales por alfombras de
terciopelo, ponían en orden su casa y planeaban un futuro lleno de
bendiciones, el señor Bhaer y Jo disfrutaban de paseos distintos por caminos
embarrados y campos empapados.
Siempre salgo a dar un paseo al atardecer, y no veo por qué debería dejar
de hacerlo solo por haberme encontrado varias veces al profesor, se dijo Jo, la
segunda o tercera vez. Porque, aunque se podía ir a casa de Meg por dos
caminos, siempre se topaba con él, a la ida o la vuelta, tomase el que tomase.
Él siempre iba a buen paso y parecía no verla hasta que ella estaba muy
cerca; entonces, la miraba como si sus miopes ojos no le hubiesen permitido
reconocerla hasta ese instante. Si ella se dirigía a casa de Meg, él,
casualmente, llevaba un regalo para los niños; si ella iba de vuelta a casa, él
había salido a dar un paseo por el río y pensaba pasar a verlos, salvo, claro
está, que estuviesen cansados de sus frecuentes visitas.
Dadas las circunstancias, ¿qué otra cosa podía hacer salvo saludar e
invitarle a entrar? Si estaba harta de sus visitas, lo disimulaba muy bien, ya
que siempre se preocupaba de que hubiese café a la hora de la cena porque «a
Friedrich… al señor Bhaer, quiero decir, no le gusta el té».
En la segunda semana, todos estaban perfectamente al tanto de lo que
ocurría, pero fingían ceguera ante los cambios operados en la expresión de
Jo. Nadie preguntaba por qué cantaba mientras trabajaba, se retocaba el
peinado tres veces al día o volvía radiante de los paseos vespertinos. Era
como si ninguno de ellos sospechase que el señor Bhaer charlaba de filosofía
con el padre mientras le daba a la hija lecciones de amor.
Como Jo no sabía abrir su corazón de una manera decorosa, trataba a toda
costa de frenar sus sentimientos y, al no conseguirlo, vivía en un constante
estado de inquietud. Temía que los demás se riesen de ella si se enamoraba
después de haber defendido con tanto denuedo su independencia. A quien
más temía era a Laurie, que sin embargo, desde que Amy llevaba las riendas,
no había vuelto a llamar al señor Bhaer «viejo estupendo», no comentaba
nada sobre el hecho de quejo cuidase más su aspecto ni se mostraba
sorprendido cuando encontraba al profesor cenando en casa de los March casi
todas las noches. No obstante, en secreto el joven se sentía jubiloso y
esperaba con ilusión el momento en que pudiera entregar a Jo un plato con el
dibujo de un oso y un bordón en campo de gules como adecuado blasón.
Durante dos semanas, el profesor acudió a la casa de los March con una
puntualidad de enamorado y, después, estuvo tres días sin dar señales de vida,
lo que preocupó a todos. Jo al principio se inquietó, pero luego —cosas del amor— se mostró muy enfadada.
Es indignante. Se ha ido como vino, sin avisar. No es que me deba nada,
claro está, pero lo más indicado era que pasase a despedirse de nosotros,
como un caballero, se dijo, y miró con expresión desesperada hacia la puerta
mientras se preparaba para ir a dar el acostumbrado paseo, en una tarde gris.
—Querida, coge el paraguas, parece que va a llover —indicó la madre,
que, aunque se dio cuenta de que llevaba puesto el sombrero nuevo, prefirió no hacer comentarios al respecto.
—Sí, mamá. ¿Necesitas algo de la ciudad? Voy a acercarme a comprar
papel —explicó Jo, que se había vuelto hacia el espejo para colocarse bien el
lazo debajo de la barbilla y no tener que mirar a su madre.
—Sí, tráeme algodón de bordar, un paquete de agujas del número nueve y
dos metros de cinta estrecha de color malva. ¿Llevas unas buenas botas y algo de abrigo?
—Sí —contestó Jo, ausente.
—Si por casualidad te encuentras con el señor Bhaer, invítale a cenar,
tengo muchas ganas de ver a este buen hombre —añadió la señora March.
Jo oyó sus palabras, pero no dijo nada. Dio un beso a su madre y salió
muy apurada, pensando con gratitud, a pesar del mal de amores que la
aquejaba: ¡Qué buena es conmigo! ¿Qué hacen las jóvenes que no tienen una
madre como la mía para sacarlas de apuros?
Las mercerías no se encontraban junto a los bancos, los despachos y los
almacenes al por mayor en torno a los que se congregaban los caballeros. Sin
embargo, antes de ir a cumplir los encargos, Jo se dio una vuelta por esa zona
de la ciudad; remoloneó como si esperase a alguien, se detuvo a mirar la
maquinaria de ingeniería expuesta en un escaparate y las muestras de lana
que había en otro, con un interés impropio de una dama; caminó entre los
barriles, exponiéndose a ser aplastada por los fardos que caían y sufriendo los
codazos poco educados de hombres muy atareados que parecían preguntarse
de dónde demonios había salido. Al sentir una gota de lluvia en la mejilla,
dejó de pensar en sus frustradas esperanzas y se concentró en evitar que el
agua le estropease el sombrero, y se dijo que, si como mujer enamorada era
demasiado tarde para resguardar su corazón, por lo menos sí estaba a tiempo
de salvar su atuendo. Recordó el paraguas que, con las prisas, había dejado en
casa, pero de nada servía ya lamentarse; si no pedía uno prestado, acabaría
empapada. Miró primero el cielo encapotado, después, el lazo carmesí, que
ya tenía motas negras, la calle llena de barro y, por último, volvió la vista
atrás, a un lejano y mugriento almacén en cuya puerta se leía «Hoffmann,
Swartz & Co.», y se reprendió a sí misma con dureza: ¡Me está bien
empleado! ¿Quién me mandaba ponerme mis mejores galas y salir a dar
vueltas con la esperanza de encontrarme con el profesor? ¡Qué vergüenza, Jo!
Ahora, no debes ir ahí a pedir prestado un paraguas ni a preguntar a sus
amigos si saben dónde se encuentra. Lo que tienes que hacer es aguantar el
chaparrón y comprar lo que te han encargado aunque llueva, y si te buscas la
muerte o se estropea el sombrero, lo tendrás bien merecido, ¡Venga!
En ese instante, cruzó corriendo la calle tan impetuosamente que a punto
estuvo de atropellada un camión y se dio de bruces con un imponente y
elegante caballero que protestó con un «Señorita, por favor» y puso cara de
sentirse muy ofendido. Desmoralizada, Jo se arregló el traje, cubrió con su
pañuelo los adorados lazos y, dando la espalda a la tentación, apresuró el
paso, mientras notaba cómo el bajo de la falda se empapaba y oía el ruido
metálico de los paraguas que entrechocaban por encima de su cabeza. De
pronto, le llamó la atención que un desvencijado paraguas azul permaneciese
quieto sobre su desprotegido sombrero y, al levantar la vista, se encontró con la mirada del señor Bhaer.
—Yo diría que conozco a esta dama resuelta que avanza valientemente
entre los carruajes y cruza a toda prisa las calles llenas de barro. ¿Qué la trae por aquí, querida?
—He venido de compras.
El señor Bhaer sonrió al ver una fábrica de encurtidos en una acera y una
peletería en la otra, pero, educadamente, no dijo nada salvo:
—Veo que no tiene paraguas, ¿me permite que la acompañe y le lleve los paquetes?
—Sí, gracias.
Jo, que tenía las mejillas tan rojas como el lazo del sombrero, se preguntó
qué pensaría de ella, pero, al cabo de un minuto, eso había dejado de
preocuparla, puesto que estaba caminando del brazo de su profesor; parecía
que el sol había vuelto a salir y tuviera un brillo más intenso de lo habitual,
que el mundo cobraba sentido de nuevo y que había una mujer plenamente
feliz mojándose los pies en un día de lluvia.
—Pensamos que se había marchado —explicó Jo, apresuradamente,
consciente de que él la estaba mirando; como el sombrero no le tapaba el
rostro, temía que su alegría le pareciese al profesor poco recatada.
—¿Cree que podría marcharme sin despedirme de quienes han sido tan
sumamente amables conmigo? —preguntó con un deje de reproche en la voz
que hizo quejo sintiera que le había insultado, por lo que añadió enseguida:
—No, no lo creo. Sabía que tenía asuntos que atender, pero todos le
echábamos de menos… Sobre todo papá y mamá.
—¿Y usted?
—A mí siempre me es grato verle, señor.
En su afán por que su voz no delatase la emoción, Jo había adoptado un
tono bastante frío y eso, unido a la gélida formalidad de llamarle «señor»,
dejó al profesor helado e hizo que se le borrase la sonrisa del rostro.
—Se lo agradezco —dijo, muy serio—; iré a verles antes de irme.
—Entonces, ¿se marcha ya?
—Ya no tengo ningún asunto pendiente aquí. He terminado.
—Espero que haya sido provechoso —comentó Jo, decepcionada por lo tajante de la respuesta.
—Supongo que podría verse así, porque me permitirá ganarme el pan y ayudar a mis sobrinos.
—¡Cuéntemelo, por favor! Todo lo que tiene que ver con… los niños me
interesa mucho —pidió ella con impaciencia.
—Es usted muy amable, se lo contaré con mucho gusto. Mis amigos me
han conseguido un puesto en una escuela, donde podré enseñar como en casa
y ganar lo bastante para ofrecer una buena vida a Eran y Emil. Les estoy muy
agradecido por ello. ¿No le parece que hay motivo?
—Por supuesto. Me alegra mucho que pueda trabajar en lo que le gusta y
poder ver con más frecuencia a los niños y a usted… —Jo se escudó en los
niños para disimular una satisfacción que no alcanzaba a ocultar.
—Mucho me temo que no nos veremos con frecuencia, pues el puesto de trabajo es en el oeste.
—¿Tan lejos? —Jo dejó caer su falda como si ya no le importase lo que
pudiese ocurrirles ni a su ropa ni a su persona.
Aunque el señor Bhaer sabía muchos idiomas, aún no había aprendido a
leer el de la mujer. Dado que creía conocer muy bien a Jo, no sabía cómo
interpretar los vertiginosos cambios de voz, expresión y actitud de la joven,
que, en media hora, había pasado por media docena de estados de ánimo
distintos. Al verle, había parecido sorprenderse, aunque era fácil sospechar
que había ido allí, precisamente, para encontrarse con él. Cuando luego él le
ofreció su brazo, la expresión con la que lo aceptó le alegró el corazón pero,
al preguntarle si le había echado de menos, obtuvo una respuesta tan educada
y fría que le robó toda esperanza, Después, casi aplaudió al conocer la buena
nueva de su trabajo. ¿Realmente se alegraba por los niños? Y, al enterarse del
destino, exclamó «¿tan lejos?» con un tono desesperado que lo subió a una
cumbre de ilusión, de la que sin embargo cayó al minuto siguiente, cuando
ella apuntó, como sí verdaderamente fuese su única preocupación:
—Aquí es donde venía a comprar. ¿Querrá entrar conmigo? No tardaré.
Jo, que estaba muy orgullosa de su talento para las compras, quería
impresionar a su acompañante mostrándole la pulcritud y eficacia con que
cumplía los encargos. Sin embargo, con lo nerviosa que estaba, todo le salió
al revés. Volcó las agujas, recordó que la tela de algodón era para bordar
cuando ya le habían cortado otra pieza y, desorientada, pretendía comprar
cinta de color malva en el mostrador del percal. El señor Bhaer, que
aguardaba en un rincón, observó cómo se sonrojaba y metía la pata y, al ver
su turbación, la suya perdió fuerza ya que comprendió que con las mujeres, al
igual que con los sueños, todo puede ocurrir al revés de lo que uno espera.
Cuando salieron de la tienda, el profesor se puso el paquete debajo del
brazo, con aire dichoso, y fue pisando los charcos como si lo estuviese pasando en grande.
—¿Qué le parece si compramos algo para los niños y luego vamos a su
encantadora casa para organizar una fiesta de despedida esta noche? —
preguntó tras detenerse ante un escaparate lleno de fruta y flores.
—¿Qué quiere que compremos? —preguntó Jo, haciendo caso omiso de
la segunda parte de la propuesta, Entraron y ella aspiró la mezcla de aromas con fingida calma.
—¿Qué le parece si llevamos naranjas e higos? —preguntó el señor Bhaer con aire paternal.
—Si los hay, los comerán.
—¿Les gustan las nueces?
—Tanto como a una ardilla.
—Llevemos también mosto de Hamburgo. ¿Se puede brindar por la patria con eso?
Jo frunció el entrecejo ante tamaño dispendio y se preguntó por qué no
comprar un capazo de dátiles, un barril de pasas y un saco de almendras y
acabar de una vez. Mientras tanto, el señor Bhaer le confiscó el monedero,
sacó el suyo y compró uvas, un tiesto de margaritas rosas y miel en una
bonita damajuana. Después, metió como pudo los paquetes en los bolsillos,
que se deformaron, le hizo entrega de las flores, abrió el viejo paraguas y siguieron su camino.
—Señorita March, le he de pedir un gran favor —empezó el profesor
después de recorrer, mojándose, media calle.
—Sí, señor. —El corazón de Jo empezó a palpitar con fuerza, tan ansiosa
estaba por oír lo que le tenía que pedir.
—Disculpe que se lo diga así, bajo la lluvia, pero el tiempo apremia.
—Sí, señor. —Jo apretó tan fuerte el tiesto de flores que a punto estuvo de romperlo.
—Me gustaría comprarle un vestido a la pequeña Tina y no me atrevo a
hacerlo solo, soy demasiado estúpido. ¿Le importaría acompañarme y ayudarme a elegirlo?
—Claro, señor. —Jo se tranquilizó y se enfrió de inmediato, como si
hubiese entrado en el interior de una nevera.
—Y tal vez también un chal para la madre de Tina, es pobre y está
enferma y su marido no se encuentra bien. ¿No le parece que es buena idea
regalarle un chal grueso que la abrigue?
—Lo haré encantada, señor Bhaer —dijo Jo, y añadió para sus adentros:
Más vale que me dé prisa, el profesor cada vez resulta más encantador. Y
entró en la tienda con tal decisión que daba gusto verla.
El señor Bhaer dejó que ella lo eligiese todo. Jo escogió un hermoso
vestido para Tina y pidió que le mostrasen unos cuantos chales. El
dependiente, un hombre casado, se esmeró en atender a aquella pareja que
parecía estar haciendo compras para su familia.
—A la señora le gustará más este. Es un artículo de excelente calidad, el
color es precioso y resulta discreto y elegante —explicó sacando un cómodo
chal gris y poniéndoselo a Jo sobre los hombros.
—¿Qué le parece, señor Bhaer? —preguntó ella de espaldas a él,
agradecida de poder ocultar su rostro.
—Muy bien, nos lo llevamos —contestó el profesor, y mientras lo
pagaba, sonriendo para sus adentros, Jo echó otro vistazo a la tienda, como si
fuese una consumada cazadora de ofertas—. Ahora, ¿le parece que vayamos
a casa? —preguntó deleitándose en cada palabra.
—Sí, es tarde y estoy muy cansada. —La voz de Jo denotaba más pesar
de lo que ella creía. El sol ya no lucía y el mundo parecía más triste y lleno de
barro que nunca; por primera vez, se percató de que tenía los pies helados, le
dolía la cabeza y su corazón estaba aún más frío y dolorido. El señor Bhaer se
marcharía lejos; su único interés hacia ella era en calidad de amigo. Se había
confundido y, cuanto antes acabara aquello, mejor. Con esa idea en la mente,
hizo un gesto para detener a un ómnibus y, en su precipitación, el tiesto de las
margaritas cayó al suelo, con el consiguiente daño.
—Este no es nuestro ómnibus —apuntó el profesor, que, tras hacer una
seña al conductor para que se alejase, se agachó a recoger las pobres flores.
—Le ruego que me disculpe, no me fijé en el número. Da igual, sigamos
caminando, ya me he acostumbrado a arrastrar la falda por el barro —
comentó Jo, avergonzada, y pestañeó con fuerza para contener el llanto.
Aunque volvió el rostro, el señor Bhaer alcanzó a ver las lágrimas rodar
por sus mejillas. Y esa visión debió de conmoverle mucho porque, de pronto,
se inclinó hacia ella y preguntó en un tono que hablaba por sí solo:
—Querida, ¿por qué llora?
De no haber sido Jo nueva en estas lides, habría respondido que no estaba
llorando, que le había entrado algo en el ojo o cualquier otra de las excusas
típicamente femeninas para estos casos. Pero la pobre, dando pocas muestras
de dignidad, dejó escapar un sonoro sollozo y contestó:
—Porque se va lejos.
—¡Dios mío, qué alegría! —exclamó el señor Bhaer, que, a pesar de los
paquetes y del paraguas, alcanzó a dar una palmada—. Jo, vine aquí a
declararle mi amor, pero quería asegurarme de que me consideraba algo más
que un amigo. ¿Es así? ¿Tiene un rincón en su corazón para el viejo Fritz? — añadió de un tirón.
—¡Oh, sí! —contestó Jo, y él se mostró muy satisfecho cuando ella le
estrechó el brazo y le miró con una expresión que no dejaba lugar a dudas
sobre lo feliz que la haría recorrer el camino de la vida junto a él, aunque no
tuviesen más techo que aquel viejo paraguas, si era él quien lo llevaba.
Ciertamente, la situación no era la más propicia para una declaración
porque, aun de haber querido hacerlo, el señor Bhaer no podía arrodillarse
por culpa del barro, y tampoco podía tenderle la mano a Jo —salvo en sentido
figurado—, pues tenía ambas ocupadas. Además, estando en plena calle, no
podía permitirse grandes muestras de afecto, aunque a punto estuvo de
hacerlo. Así, la única forma en que podía expresar la felicidad que le
embargaba era mirarla, y lo hacía con una expresión que embellecía hasta tal
punto su rostro que parecía que de cada gota que brillaba en su barba surgiese
un pequeño arco iris. De no haber amado ya a Jo, dudo mucho que se hubiese
enamorado de ella en aquel instante, pues no tenía, precisamente, un aspecto
muy agradable: la falda estaba en un estado deplorable, sus botas de goma
estaban salpicadas de barro hasta los tobillos y la lluvia le había estropeado el
sombrero. Por fortuna, al señor Bhaer le parecía la mujer más bella sobre la
Tierra, y ella se dijo que él parecía un auténtico Júpiter, a pesar de que tenía
el ala del sombrero caída por culpa del agua, que le mojaba también los
hombros (porque el paraguas solo cubría a Jo), y no había dedo de sus guantes que no estuviese roto.
Quienes pasaban a su lado probablemente los tomaran por un par de locos
inofensivos, porque se olvidaron del ómnibus y caminaron entre el barro
como si dieran un agradable paseo, a pesar de que empezaba a anochecer y la
niebla se espesaba. No les preocupaba lo que pensaran los demás, ya que para
ellos había llegado ese momento de felicidad que solo se conoce una vez en
la vida. Un instante mágico que proporciona juventud al viejo, belleza a la
persona corriente, riqueza al pobre, y que da al corazón humano una muestra
de lo que se siente estando en el cielo. El profesor se sentía como si hubiese
conquistado un reino y no pudiese esperar mayor bendición, y Jo, que
avanzaba a duras penas a su lado, se decía que por fin había encontrado su
lugar, junto al profesor, y se asombraba de haber pretendido elegir otro
destino. Como no podía ser menos, ella fue la primera en hablar, aunque de
forma ininteligible, porque lo que dijo tras su impetuoso «¡Oh, sí!» no tenía demasiado sentido.
—Friedrich, ¿por qué no…?
—¡Dios mío, nadie me llamaba así desde que Minna murió! —exclamó el
profesor; tras detenerse en medio de un charco para mirarla agradecido y encantado.
—Siempre que pienso en usted, le llamo así. No volveré a hacerlo si no le gusta.
—¿Gustarme? No encuentro palabras para decirte lo mucho que me
agrada. Y, por favor, no me trates de usted.
—¿«Tú» no es demasiado cercano? —preguntó Jo, aunque le parecía un monosílabo adorable.
—Cercano, claro. El «usted» resulta demasiado frío para hablar de amor,
y tú, querida mía, significas mucho para mí —explicó el señor Bhaer, que
parecía más un estudiante enamorado que un profesor.
—Sí es así, ¿por qué has esperado tanto para decírmelo? —preguntó Jo tímidamente.
—Ahora puedo abrirte mi corazón, querida, y lo haré con gusto porque sé
que estará en buenas manos. Verás, querida Jo (¡ah, cómo me gusta ese
divertido diminutivo!), estuve a punto de decirte algo cuando nos despedimos
en Nueva York, pero pensé que preferías a tu apuesto amigo y opté por callar.
¿Me habrías respondido igual de haber hablado entonces?
—No lo sé. Tal vez no, porque en aquel momento no tenía corazón.
—Eso no es cierto. Estaba dormido, a la espera de que el príncipe
encantado fuese al bosque a rescatarlo. Bueno, Die erste Liebe ist die beste,
pero las cosas son como son.
—Es verdad, el primer amor es el mejor, y en ese sentido puedes estar
tranquilo, pues no he tenido otro. Teddy era mi amigo y no tardó en superar
su encaprichamiento —explicó Jo, ansiosa por sacar al profesor de su error.
—¡Bien! Eso me hace muy feliz. Asegúrate de darme tocio tu amor,
porque lo he aguardado largo tiempo y, como tendrás ocasión de comprobar,
me he vuelto más insaciable, querida profesora.
—Me gusta —repuso Jo, encantada con su nuevo apodo—. Ahora dime,
¿qué te trajo, al fin, cuando más te necesitaba?
—Esto. —Y el señor Bhaer sacó del bolsillo de su chaleco un papel gastado.
Al desdoblarlo y ver de qué se trataba, Jo se ruborizó, ya que era un texto
que había escrito con la intención de enviarlo a un periódico para su publicación.
—¿Cómo pudo este texto hacerte venir? —preguntó sin entender a qué se refería.
—Lo encontré por casualidad. Reconocí las iniciales y los nombres y
hubo una frase que me llamó mucho la atención. Léelo, yo me encargo de que no te mojes.
Jo obedeció y leyó por encima aquel texto al que había dado por título:


EN EL DESVÁN


Cuatro baúles en fila, hoy cubiertos de polvo y gastados por el paso del
tiempo, que antaño hicieron suyos y llenaron unas niñas, ahora en la flor de la
vida. Cuatro llavecitas cuelgan de cintas desvaídas que en el pasado, cuando
sus orgullosas propietarias cerraban los cerrojos, eran de colores vivos y
alegres. Bajo las tapas, con los nombres grabados con trazos infantiles,
quedan recuerdos de las niñas que subían al desván a jugar y a oír el dulce
repiqueteo de la lluvia de verano sobre el tejado.
El primer baúl es el de Meg. En su interior, amorosamente doblados,
están los recuerdos de una vida tranquila. Un traje de novia, un zapatito, un
mechón de un bebé. No hay juguetes en este baúl, porque se los ha llevado
todos para seguir jugando, ya de mayor, a otro juego, el de madre feliz que
canta nanas en voz baja, mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.
El baúl de Jo tiene la tapa rayada y gastada, y dentro conserva una
variopinta mezcla de muñecas, libros de texto usados, pájaros y bestias que
callan para siempre. Botines procedentes de la tierra de las hadas, que solo
pueden pisar los pies de los niños. Sueños de un futuro que nunca se alcanzó,
dulces recuerdos, poemas, historias y cartas a medio hacer. Diarios de una
niña testaruda, trazas de una mujer que envejeció antes de tiempo, pensando
en aquella frase que dice «Hazte digno del amor, y este vendrá», mientras la
lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.
Sobre el baúl de mi Beth nunca se acumula el polvo porque a él acuden
con frecuencia muchas manos. La muerte la canonizó santa. La volvió menos
humana y más divina a nuestros ojos, y conservamos con dulce duelo sus
recuerdos, que son como reliquias en un sepulcro hogareño. La campana de
plata, que rara vez suena, el último gorro que llevó… Y las canciones que
cantaba sin una sola queja, desde su cárcel de dolor, se mezclan para siempre
con el sonido de la lluvia de verano que repiquetea sobre el tejado.
En la tapa del último baúl se ve a un apuesto caballero en cuyo escudo,
escrito en letras doradas y azules, se lee el nombre de «Amy». Ese caballero,
entonces inventado, es ahora real. En el interior del baúl, hay redecillas que
sujetaron el cabello de su dueña, zapatos que han bailado hasta el final, flores
secas conservadas con cuidado, abanicos gastados, alegres tarjetas de
enamorados, adornos que han cumplido su servicio. Esperanzas, temores y
vergüenzas infantiles. Armas de una joven soltera que ahora conoce un
hechizo más auténtico y oye el sonido de las campanas de su boda mientras la
lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.
Cuatro pequeños baúles en fila, cubiertos de polvo y gastados por el paso
del tiempo. Cuatro mujeres que han aprendido a trabajar y a amar. Cuatro
hermanas, separadas por el tiempo; ninguna de ellas falta, aunque una se
marchó antes que el resto, pues el amor inmortal la hace más presente que
nunca, Cuando a las cuatro les llegue la hora de abrir sus baúles ante el
Señor, espero que rebosen de horas de dicha, actos de bondad y vidas llenas
de valor. Que sus almas se eleven felices y, que, tras la lluvia, luzca un sol eterno.
—No es un gran texto; cuando lo escribí, estaba muy melancólica porque
me sentía sola y había estado llorando. Nunca pensé que llegaría a tus manos
—dijo Jo mientras rompía la hoja que el profesor había atesorado tanto tiempo.
No importa, ya ha cumplido su propósito y encontraré textos mejores
cuando me deje leer el cuaderno marrón en el que guarda todos sus secretos,
se dijo el señor Bhaer viendo volar los fragmentos con una sonrisa.
—Sí —repuso—, cuando lo leí me dije: «Está triste, se siente sola y el
amor podría consolarla». Y yo tenía el corazón lleno de amor para ti, así que
me animé a venir a ver si no te parecía un regalo demasiado pobre. En verdad
es poco en proporción a lo que yo esperaba recibir.
—Y, cuando viniste, comprendiste que no era poco sino el regalo más
valioso y el que más necesitaba —murmuró Jo.
—Al principio, no me atreví a considerarlo así, a pesar de lo bien que me
recibiste. Pero, al cabo de un tiempo, empecé a albergar esperanzas. Y,
llegado un momento, me dije que tenía que conseguirte o moriría. ¡Y lo
liaría! —exclamó el señor Bhaer con un gesto desafiante, como si la niebla
que los cercaba fuese una barrera que tuviese que franquear o derribar valientemente.
A Jo le pareció maravilloso y decidió que debía ser digna de su caballero,
aunque este no hubiese venido a lomos de un corcel con una brillante armadura.
—¿Y por qué no acudiste antes? —preguntó, incapaz de comedirse ahora
que podía hacer preguntas personales que sabía que él respondería amablemente.
—Fue duro, pero no quería venir a sacarte de tu adorable casa hasta tener
la posibilidad de ofrecerte un hogar y tuve que esperar y trabajar de firme.
¿Cómo podría pedirte que lo dejases todo por un hombre pobre y viejo como
yo, cuya única fortuna es lo poco que sabe?
—Me gusta que seas pobre. ¡No soportaría a un marido rico! —repuso Jo,
y añadió en un tono más dulce—: La pobreza no me asusta; la he conocido
durante el tiempo suficiente para perderle el miedo y me siento feliz
trabajando para mis seres queridos. Yo no te veo viejo, nunca me lo has
parecido, y no podría dejar de amarte aunque tuvieses setenta años.
Al profesor estas palabras le conmovieron tanto que, de haber podido
coger su pañuelo, hubiese echado mano de él. Pero, como no le era posible,
fue Jo quien le secó las lágrimas y, mientras le liberaba de un par de bultos, dijo entre risas:
—Puede que sea una mujer de carácter, pero ahora nadie podría decir que
estoy fuera de lugar, pues se supone que las mujeres hemos venido a secar
lágrimas y soportar cargas. Friedrich, deja que lleve mi parte y colabore en el
sustento de la casa. Hazte a la idea o no aceptaré ser tu esposa —añadió decidida mientras él protestaba.
—Ya veremos. Jo, ¿tendrás paciencia para esperar un tiempo? Debo
marcharme y cumplir con este trabajo. Primero he de ayudar a mis sobrinos,
porque no puedo faltar a la palabra que le di a Minna, ni siquiera por ti.
¿Podrás perdonarme y esperar?
—Sí, porque el amor que nos tenemos hará más fácil la espera. Yo
también tengo obligaciones y un trabajo que hacer. Y, al igual que tú, no
podría ser feliz si descuidase mis deberes. Así que no hay lugar para la prisa
o la impaciencia. Ve al oeste y cumple con tu deber; yo cumpliré con el mío
aquí. Seamos felices, esperemos lo mejor y dejemos que Dios decida nuestro futuro.
—¡Ah, querida, me das tanta esperanza y valor y, a cambio, yo no te
puedo entregar más que mi corazón y estas manos vacías! —exclamó el profesor, abrumado.
Estaba visto que Jo nunca aprendería a comportarse como una dama
porque, en cuanto le oyó decir eso, de pie, en las escaleras, colocó sus manos
entre las suyas y murmuró con dulzura:
—Ahora ya no están vacías.
A continuación, se inclinó y besó a su Friedrich bajo el paraguas. Era una
falta de decoro, pero lo hubiese hecho aunque la bandada de gorriones que
había sobre el seto hubiesen sido personas, puesto que ya había ido
demasiado lejos y lo único que la preocupaba era su felicidad. Y esta llegó de
un modo muy sencillo, pues, en un momento decisivo en sus vidas, Jo dio la
espalda a la noche, a la tormenta y a la soledad, fue hacía la luz, la calidez y
la paz del hogar donde los esperaban con un alegre «Bienvenidos a casa»,
dejó entrar al amor y cerró la puerta tras de sí.

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